Capítulo 11

 

 

 

 

 

Colie permaneció el tiempo suficiente para ver a su padre instalado de nuevo en su casa antes de acudir al aeropuerto con Ludie y subir a bordo del avión privado que las llevaría de regreso a Jacobsville. Durante el largo vuelo, rememoró la extraña conversación mantenida con J.C.

¿Sabía que Ludie era su hija? Seguramente sí. No lo había dicho claramente, pero sí lo había insinuado.

Durante un minuto, Colie se permitió pensar en qué habría ocurrido si J.C. hubiera recuperado el sentido común antes, si hubiera podido hablar con ella antes de que se casara con Darby. Pero J.C. se había mantenido firme en cuanto a no querer hijos. Quizás, de haber sabido que el bebé era suyo, le habría pedido que no lo tuviera.

Contempló al bebé que dormía en sus brazos y no lamentó nada. Ludie era preciosa. Cada día añadía más felicidad, más sorpresas, a su vida. Le hubiera gustado vivir una vida convencional, no haber traspasado la línea. Le hubiera gustado que J.C. hubiese sido más sincero, más abierto, con ella. Algo le había sucedido, algo muy malo, que le había enseñado a no fiarse de nadie.

Se preguntó qué sería. Sabía que su madre había muerto cuando él contaba diez años, que había vivido en casas de acogida hasta terminar la etapa escolar. ¿Había sido en alguno de esos hogares donde le había sucedido algo tan traumático? Eso explicaría el odio que sentía hacia su padre, su negativa a ponerse siquiera en contacto con su único pariente vivo. J.C. no comprendía que la gente tenía motivos, razones para comportarse como lo hacía. Eso explicaba muchas cosas. Él lo veía todo en blanco y negro, nunca en los tonos de gris.

Colie sentía pena por él. Llevaba toda su vida solo, y su hija iba a crecer en Texas, llevando el apellido de otro hombre. Y todo porque J.C. nunca se había fiado de ella, y eso le entristecía.

Pero le entristecía aún más pensar en Darby. Estaba cada vez peor y no le quedaba mucho, pero Colie estaba decidida a hacer que el tiempo que le quedara fuera lo más feliz posible.

Contempló a su hija y sonrió. Ludie la miraba fijamente con sus ojos grises e hizo una mueca que se parecía sospechosamente a una pequeña sonrisa. Colie se preguntó si los bebés eran capaces de sonreír a tan temprana edad. Tendría que preguntárselo al médico cuando llegara a casa.

 

 

—Tu cabeza no está en el trabajo —observó Ren secamente al darse cuenta de lo preocupado que parecía J.C.

—Llevaba al bebé con ella —J.C. sacudió la cabeza—. Es preciosa —añadió, las palabras desgarradoras.

—Merrie quería ver al bebé, pero nuestro hijo tiene una infección de oído y está muy ocupada —Ren rio por lo bajo—. Y yo también. Todavía nos levantamos los dos en mitad de la noche cuando llora. Dicen que los dos primeros años de vida se pasan mayormente en la sala de espera del médico. Los bebés enferman por cualquier motivo, a pesar de las vacunas que reciben.

—Merrie decidió que las espaciaran, ¿verdad? —preguntó él distraídamente.

—Los dos lo decidimos —contestó Ren—. Hay que vacunarlos, pero no voy a permitir que le metan todas de golpe. Incluso las espaciamos con el cachorrito cuando lo llevamos al veterinario. Es una cuestión de precaución —añadió—. No se puede saber cómo interaccionan tantas vacunas a la vez, o al menos eso creo. Hemos preferido pecar de precavidos.

—Padres —J.C. rio, aunque su mirada reflejaba tristeza—. Algo que yo nunca conoceré —añadió con cierta tensión.

—¿Cómo está el padre de Colie? ¿Te lo dijo ella? —preguntó Ren, cambiando de tema.

—Muy bien —contestó él—. El sábado libro —continuó algo dubitativo—. Había pensado ir a verlo, suponiendo que me deje entrar.

—El reverendo Thompson no es así —observó su jefe. Merrie, el niño y él eran feligreses de la iglesia metodista local—. No es rencoroso, y su puerta está siempre abierta.

—Le llevaré fruta fresca —J.C. reflexionó sobre las palabras de Ren—. Colie siempre decía que era lo que más le gustaba en el mundo.

—¿Una ofrenda de paz? —Ren sonrió—. No es mala idea.

J.C. rio al pensar en unas manzanas sirviendo de compensación por toda la vergüenza que le había causado al reverendo. Quizás no le dejara pasar de la puerta, pero lo iba a intentar.

—Delsey ha preparado una enorme cantidad de sopa —continuó Ren—. Llévale un frasco en lugar de la fruta.

—De acuerdo —J.C. sonrió—. Gracias.

 

 

Darby empeoraba muy rápidamente y Colie contrató a otra enfermera para ocuparse del bebé, porque la que ya tenían debía dedicarse a tiempo completo a Darby.

Colie no necesitaba que le explicaran cómo estaban las cosas. Hacían falta enormes dosis de narcóticos para mantener el dolor a raya, y su esposo se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo. Cuando despertaba, siempre la encontraba sentada a su lado, día y noche.

—Nunca podré agradecerte lo suficiente todo lo que has hecho por mí —susurró él en uno de sus momentos de lucidez.

—Lo mismo digo —ella le apretó la mano, delgada y muy fría—. Haces que mi vida sea soportable.

—Siento tener que dejarte —lamentó él medio adormilado—. Pero, verás, estaré con Mary —sonrió—. La he visto. Anoche estaba aquí, sentada junto a la cama, mientras tú aprovechabas para dormir un par de horas. Me sonrió —cerró los ojos, apenas consciente de la mirada fascinada de Colie—. Cuando llegue la hora, vendrá para llevarme a casa. No tengo miedo. Ya no…

Colie había oído siempre que la persona que más te había querido en la vida iría a buscarte en la hora de la muerte. Había estado junto a su madre en el momento de su muerte, y ella le había contado que había visto a su propia madre, de pie en la puerta, sonriéndole, el día antes de morir.

Era un recordatorio, un dulce recordatorio, de que la vida continuaba, aunque pareciera que la persona a quien más amabas se había ido para siempre. También recordaba historias de su niñez, de otras personas que habían visto a sus seres queridos fallecidos hacía tiempo, al final de sus vidas. Resultaba reconfortante. Sabía lo mucho que Darby había querido a su esposa, y le alegraba comprobar que él estaba anticipando el feliz reencuentro.

Se tomó su tiempo para darle de comer al bebé, mientras la enfermera permanecía junto a Darby. La otra enfermera había ido a la farmacia a comprar algunas cosas que necesitaba para cuidar de su esposo.

No habían pasado más de cinco minutos cuando la enfermera entró en la habitación, el rostro tenso, los ojos rojos. Durante el tiempo que había convivido con ellos le había tomado cariño a Darby, aunque era lo bastante profesional como para no mostrar sus emociones… normalmente.

—¿Señora Howland? —susurró antes de tomar aire. Esas cosas nunca eran fáciles—. Se ha ido.

A pesar de que se lo esperaba, Colie dio un respingo y sintió que la sangre abandonaba su rostro.

—¡Pero si acabo de estar con él!

—Lo siento mucho —añadió la enfermera con delicadeza—. Respiró hondo y se acabó, así de rápido —dudó un instante—. Sabe que había firmado un testamento vital, y que no quería que lo reanimásemos si…. —añadió.

—Sí, lo sé. Está bien. Por favor, sujeta al bebé —Colie se levantó, le pasó a Ludie a la enfermera, junto con el biberón, y regresó al dormitorio de Darby.

Parecía dormido, salvo por el extraño color que revestía sus facciones. Colie se sentó a su lado en la cama. Su rostro, cuando lo tocó, seguía caliente.

—Mary vino a buscarte, ¿a que sí? —susurró mientras las lágrimas desbordaban sus ojos y rodaban saladas hasta las comisuras de los labios—. Me siento feliz por ti, Darby, pero te voy a echar de menos. Gracias. Gracias por todo lo que has hecho por mí.

Se inclinó y le besó la frente. No le resultó fácil levantarse y dejarlo. Tuvo que recordarse a sí misma que solo su cuerpo inerte estaba allí. Darby se había ido a alguna parte, a un prado donde estaría recogiendo florecillas silvestres con Mary, riendo. Regresó junto a la enfermera con esa imagen en su cabeza. Había muchas cosas que hacer.

 

 

El funeral fue muy bonito. Darby era veterano de guerra, de modo que se formó una guardia de honor de veteranos locales de guerras en el extranjero, y también hubo una salva de veintiún cañonazos. La bandera de los Estados Unidos de Norteamérica estaba colocada sobre el féretro. Para Colie resultó muy emotivo ya que el entierro de su madre seguía muy fresco en su mente, a pesar de los años transcurridos.

Su padre le había asegurado que los entierros se volvían más duros con el tiempo, porque cada uno despertaba recuerdos de los anteriores. Se apilaban en la mente como una pesadilla, repitiendo el dolor de pérdidas del pasado. Y aunque creyeras en una vida después, como hacía él, seguía siendo duro. El reverendo celebraba casi todos los funerales de los feligreses de su parroquia.

En esos momentos estaba sentado junto a Colie, en el primer banco, mientras otro pastor, Jake Blair, hablaba sobre Darby y su importancia para la comunidad y sus gentes.

Colie tenía al bebé sentado en su regazo. Ludie estaba muy tranquila jugando con un sonajero, sin hacer un ruido, como si comprendiera incluso a su tierna edad que en una iglesia debía estar quieta. Sus ojos, de color gris claro, se posaron en los verdes de su madre con curiosidad, viéndola llorar. Dejó caer el sonajero y levantó una manita hacia el rostro de su madre, como si quisiera consolarla.

Colie tomó la manita y la besó. Darby había adorado a Ludie y tenía con él una deuda que jamás podría pagar. Sus ojos regresaron al féretro mientras recordaba, con mucho afecto y una profunda sensación de pérdida, al hombre que lo ocupaba.

 

 

Lo enterraron en una colina en el cementerio de Jacobsville, al lado de Mary. Colie ya había encargado la lápida, idéntica a la de Mary, para que hicieran juego. Y se prometió a sí misma no olvidar llevar flores a ambas tumbas en cada aniversario.

Tras el funeral, su padre tuvo que regresar a su casa. Una vez más, Sari Fiore había organizado el transporte para el reverendo, de modo que no tuvo que soportar las molestias asociadas a los vuelos comerciales. El avión lo esperaba en el aeropuerto de Jacobsville, y mientras se despedía de Colie y Ludie en el porche delantero, Jack Morales llevaba la maleta al taxi.

—Odio tener que dejarte sola —aseguró él con solemnidad.

—No estoy sola —contestó Colie con tristeza—. Tengo a Ludie. Iremos a verte durante las vacaciones de verano —añadió—. He vuelto a mi empleo en el despacho de abogados, de manera que el factor económico no va a ser ningún problema. Darby tenía pagada la hipoteca de la casa, de modo que es mía libre de cargas. Solo necesitaré ganar lo suficiente para mantenerla —concluyó con una sonrisa.

—Estaba bien situado —observó su padre.

—Estaba, sí —repitió ella sin dejar de sonreír—. Pero el cáncer es una enfermedad muy cara, y era demasiado joven para beneficiarse de Medicare, la asistencia sanitaria gratuita para personas mayores —añadió—. Se llevó todo lo que tenía, pero ya sabes que no me importa. No me casé con él por su dinero.

—Todo el mundo lo sabe, pero solo nosotros conocemos el verdadero motivo —añadió el reverendo con calma—. Su comportamiento contigo fue muy noble, le dio a Ludie un apellido.

—Algo que J.C. jamás habría hecho —contestó Colie con tristeza.

El reverendo Thompson no respondió de inmediato. Sabía cosas sobre J.C. que ojalá hubiera sabido un año atrás, pero no podía hablarle a Colie de ello, pues solo conseguiría hacerla sufrir aún más.

—Te echaré de menos, cariño —aseguró mientras la abrazaba con fuerza.

—Yo también te echaré de menos.

—Ojalá tu hermano fuera como tú —el reverendo la soltó y suspiró.

—¿Inmoral…? —bromeó ella.

—Deja eso ya. Me refiero a una persona de buen corazón, amable y responsable —contestó su padre—. Nunca lo veo. Colie, creo que está metido en algo muy malo.

—Si lo está —señaló ella con un repentino énfasis—, ni se te ocurra intervenir. Confía en mí, porque sé más de lo que puedo contar, a nadie. Tú limítate a fingir que no tienes ni idea de lo que está pasando. Por favor. Hazlo por mí, ¡y por Ludie!

Al reverendo le sorprendió la respuesta de su hija. Pensaba que no sabía gran cosa de Rodney y sus costumbres. Pero entonces recordó lo que ella le había dicho sobre Rod acudiendo al encuentro de J.C., mintiendo sobre el bebé.

—Tu hermano necesita ayuda —aseguró él.

—No la va a conseguir —contestó ella—. No cree necesitarla y no podemos hacer nada por él a no ser que comprenda que tiene un problema y quiera hacer algo al respecto. Papá, no creo que llegue a suceder eso.

—Todos los días se producen milagros —el reverendo estudió los ojos verdes.

—Así es, para muchas personas.

—A veces, lo único que nos queda es la esperanza —su padre sonrió con tristeza—. Cuídate, y cuida de mi nieta.

—Llámame cuando llegues a casa para que sepa que estás bien.

—Lo haré —el reverendo rio y besó la frente del bebé—. Cuidaos. Os veré pronto, espero.

—Lo mismo digo. Que tengas un buen viaje.

Colie lo vio subirse al taxi de Jack y agitar una mano en el aire. El taxi arrancó, pero ella seguía mirando, los ojos anegados en lágrimas. En su vida se había sentido tan sola.

 

 

El tiempo pasó. Colie y su padre hablaban por Skype por lo menos dos veces por semana. No era lo mismo que una visita en persona, pero compensaba por la distancia que los separaba.

Mientras tanto, sin que ella lo supiera, el reverendo tenía a otra persona cuidándolo.

Todo había empezado inesperadamente. El reverendo Jared Thompson había abierto la puerta una noche, al poco de regresar del hospital, y allí estaba J.C. Calhoun con una enorme bolsa en las manos.

El hombre más joven se había mostrado inusualmente inseguro y le había entregado la bolsa a Jared.

—Merrie y Delsey han preparado sopa. Está muy buena. Ren y Merrie pensaron que le podría apetecer un poco, mientras se recupera de la cirugía.

—Es muy amable por su parte —Jared había sonreído—. Gracias por traerla.

—No hay de qué. Iba de camino a casa.

Sin embargo, J.C. no se movió del sitio, y su mirada se posó sobre un tablero de ajedrez, a plena vista desde la puerta.

—¿Juega? —preguntó bruscamente.

—Así es —contestó el reverendo—. ¿Y tú?

—Formé parte del equipo de ajedrez en mi unidad, cuando estaba en el Ejército. Sigo jugando con Ren.

—¿Estás ocupado? —preguntó el reverendo frunciendo los labios.

—Bueno, pues no —J.C. parecía sorprendido—. En realidad no.

—¿Te apetece una partida?

—Si le apetece a usted —J.C. sonrió—. No quiero cansarlo. Ren me contó lo mal que lo pasó con el ataque de apendicitis.

—Estoy mucho mejor. Y me gustaría tener compañía.

—Escuche, sobre lo sucedido… —J.C. respiró hondo nerviosamente.

—Pasa, voy a preparar café.

—De acuerdo —J.C. asintió tras titubear escasos segundos.

 

 

Terminaron en tablas dos veces.

—Eres muy bueno —observó el reverendo.

—Mi madre me enseñó —J.C. rio por lo bajo—. Estuvo trabajando un tiempo para el gobierno de la Columbia Británica. Era irlandesa. Pelo rojo y ojos grises. Lista, amable y generosa —el rostro se tensó—. Todo lo contrario que mi padre.

El reverendo permaneció callado, limitándose a escuchar, y J.C. se relajó.

—Cuando yo era pequeño, un día él la llevó en coche a una reunión en mi colegio. Había estado bebiendo, como de costumbre, pero ella insistió en que fueran los dos. El coche se salió de la carretera y ella murió. Si hubieran encontrado a mi padre, habría ido a la cárcel, pero no lo encontraron y él huyó. Nadie supo adónde se fue —el rostro de J.C. se tensó aún más—. A mí me enviaron a hogares provisionales, de acogida.

El reverendo Thompson seguía sin decir nada. Inclinó la cabeza hacia un lado y esperó.

J.C. respiró hondo y mantuvo la mirada fija en el tablero de ajedrez.

—En el segundo de esos… hogares —continuó—, mi madre de acogida decidió que necesitaba información práctica sobre los hechos de la vida. Yo tenía doce años y esa mujer me resultaba repulsiva. Aunque no hubiese sido… —J.C. se interrumpió y tragó con dificultad—. Así que decidí hablar de ello con su marido. Por lo menos él me escuchó —el rostro se le endureció—. Cerró la puerta con llave y me dijo que, si no me gustaba ella, a lo mejor él sí.

—Cielo santo —susurró el reverendo, que no tuvo problemas para leer entre líneas—. Cuánto lo siento.

J.C. nunca había hablado de ello, y lo último que había esperado recibir de ese hombre era simpatía. Un hombre al que le había complicado la vida por su comportamiento con Colie.

—Cuando conseguí escapar de él, asqueado y asustado, salté por la ventana, porque me había dejado encerrado, y corrí hasta que ya no pude más. Terminé frente a la puerta de un hotel, demasiado avergonzado para contarle a nadie lo que me había sucedido. Pero no era más que un crío, y estaba solo. Me dediqué a pedir limosna para conseguir lo suficiente para comer, mientras evitaba a la policía. Un capataz de minas y su esposa estaban en la ciudad para asistir a una reunión. Fueron muy amables. Les conté que mis padres acababan de morir y que no tenía ningún sitio adonde ir.

—¿Y? —Jared lo animó con delicadeza a continuar.

—Vivían en el Yukón, a varios cientos de kilómetros de Whitehorse. Lo bastante lejos, pensé, como para que las autoridades no me buscaran allí. Dijeron que me acogerían. No tenían hijos y, supongo, sintieron pena por mí —continuó—. Viví con ellos durante casi un año. Su esposa y él iban a adoptarme —rio con amargura—. Un día, yo volvía del colegio y vi las llamas cuando el autobús llegó a la parada, a unos cuatrocientos metros de su casa. Recuerdo que tiré la mochila de los libros al suelo y corrí hasta la casa. Intenté sacarlos, pero el fuego era tan fuerte que no pude siquiera acercarme a la puerta de entrada. Los bomberos estaban cerca, pero ya era demasiado tarde. Un vecino tuvo que sentarse encima de mí para impedirme entrar a por ellos. De todos modos, para entonces ya todo había terminado.

—Qué mala suerte —observó el reverendo.

—Los bomberos informaron a su jefe, que hizo algunas indagaciones y descubrió que me había escapado de mi anterior hogar. Intenté explicarle lo que me había sucedido allí, pero él dijo que estaba exagerando porque no me gustaba la pareja con la que había estado viviendo —jugueteó con una pieza de ajedrez—. Llamó a las autoridades, que enviaron a alguien para llevarme de vuelta. Pero, a medio camino, le dije al hombre que tenía que ir al baño. Mientras él repostaba, yo corrí hacia la parte trasera y me escondí. Estaba oscuro y no me encontró, de modo que acabó por marcharse, supongo que para a avisar a las autoridades. Pero, para entonces, yo ya había conseguido irme con un par de leñadores que se dirigían a Juneau por barco. No se puede ir en coche a Juneau —añadió con una tímida sonrisa—. Solo se llega por aire o por mar. De modo que les conté que mis padres vivían allí y que yo había pasado unos días con un primo y que mi familia creía que iba a bordo de otro barco, pero que lo había perdido.

—Y así fue cómo acabaste solo de nuevo —supuso el reverendo.

J.C. asintió. Resultaba muy fácil hablar con ese hombre. Jamás en su vida había hablado con nadie de todo eso.

—Vagaba por las calles, buscando algún trabajillo que me proporcionara algo de dinero. Me metí en una banda —añadió mientras soltaba una carcajada y sacudía la cabeza—. Eran como yo, chicos sin hogar que habían sido maltratados. Trabajaban para un jefe del crimen local y yo me convertí en su chico de los recados. Ilegal, pero no tan malo como matar gente o robar, algo que me negaba a hacer.

—Por lo menos tenías un lugar en el que estar.

—Sí. Viví en las calles hasta que me gradué en el instituto, lo cual conseguí a pesar de las bromas de los demás sobre lo estúpido que era ir al colegio cada día. Lo tenía todo organizado, me inventé unos padres, le pedí a uno de los chicos mayores que me dejara utilizar su internet para escribir boletines de notas y para que mis «padres», se comunicaran con mis profesores. Sabía que sin una educación acabaría como mucha gente de la calle. Y yo quería algo mejor. Algunos de los chicos con los que yo andaba eran fríos como el hielo, pero eran amables. Teníamos montada una red y ellos me cubrían, asegurándose de que la policía no descubriera que me había escapado de mi casa de acogida. Vivir en las calles es duro —añadió—. Si para entonces aún me quedaba algo de blandura, esa vida me la arrancó a golpes. Gracias a mi madre, que se había nacionalizado, yo tenía la ciudadanía de los Estados Unidos de Norteamérica, y cuando me gradué encontré el modo de conseguir mi certificado de nacimiento, y el de mi madre, para demostrar mi nacionalidad. No tenía nada en contra del Yukón, pero quería empezar de nuevo. Acabé en Billings, donde me uní a la policía.

Ese detalle era desconocido para el reverendo, que enarcó las cejas.

—Estuve allí dos años —continuó J.C.—. En ocasiones era un trabajo duro, pero yo estaba acostumbrado a la violencia y a la gente dura. Parecía estar bien dotado para el trabajo, pero quería ver mundo, y no tenía dinero, de modo que me enrolé en el Ejército —rio—. Parecía encajar bien en un ambiente militar y estructurado, pero no me acomodaba a una unidad regular, de modo que terminé en operaciones especiales, donde se me dio aún mejor. Allí conocí a Ren. Estuve varios años dando vueltas por el mundo, trabajando como freelance. Volví a encontrarme de nuevo con él mientras los dos hacíamos trabajos en ultramar, en la reserva militar, y me ofreció un trabajo. Yo tenía habilidad para la vigilancia, y había estudiado programación de ordenadores. Y así fue como acabé trabajando en un rancho de Wyoming.

—No te gustan las mujeres —espetó inesperadamente el reverendo.

J.C. hizo una mueca de desagrado.

Y el reverendo esperó.

—Estaba muy verde con las mujeres. Cuando vivía en la banda, muchos de los chicos tenían novias, pero eran contactos salvajes, casuales. Mi madre me había educado para creer en algo más que eso. Después de lo que me había sucedido, yo sentía aún menos interés por ese aspecto de la vida —se reclinó en el asiento—. Tras alistarme en el Ejército y completar el entrenamiento básico, conocí a Cecelia. Era sofisticada, lista, acomodada. La conocí en un club nocturno, en una de las raras ocasiones en las que decidí salir. Parecía realmente fascinada por mí, y conocía a uno de mis compañeros. En su momento no me di cuenta, pero él sabía que yo siempre tenía dinero y ella hacía lo que fuera por conseguirlo.

J.C. tomó una pieza de ajedrez y la contempló con la mirada enfocada en el pasado.

—Estaba loco por ella. Le compraba regalos caros, la invitaba a salir casi todas las noches. Era… impresionante —concluyó él, sin añadir que era todo lo que un hombre pudiera desear en la cama—. Lo que yo no sabía era que se trataba de una chica de alterne —masculló entre dientes—. Lo descubrí del peor modo. Le había comprado un ramo de flores y me dirigí a su apartamento para darle una sorpresa por su cumpleaños. La puerta estaba entornada, de modo que entré —soltó una risa hueca—. Estaba hablando con uno de sus clientes, contándole que tenía amarrado a un soldado, tan estúpido que ni siquiera se había dado cuenta de que ella se vendía por dinero. Ese hombre le compraba toda clase de objetos caros y era tan atontado que podría hacer con él lo que quisiera.

El reverendo hizo una mueca de desagrado.

—Yo era ingenuo —J.C. consiguió sonreír—. No sabía nada acerca de las mujeres, salvo que ya tenía formada una opinión bastante mala sobre ellas. El incidente básicamente me arrancó la idea de tener un hogar y una familia. A partir de ese día, tomaba lo que se me ofrecía y me largaba —titubeó un instante—. Hasta que apareció Colie —cerró los ojos—. Su amiga Lucy dijo que la vida no viene con un botón de reinicio. Y es verdad. Pero si no fuera así… —J.C. miró al reverendo con expresión angustiada—. Creí en una mentira, y no debería haberlo hecho. Pero ella me tenía atrapada y yo había sido engañado muchas veces —concluyó.

—Nunca le contaste nada de esto —supuso el reverendo.

—Ni una palabra —J.C. asintió—. No confiaba en ella lo suficiente.

—¿Y todo ese tiempo dónde estaba tu padre? —preguntó Jared.

—No lo sé, ni me importa. Mató a mi madre.

—J.C. —comenzó el otro hombre con delicadeza—, la gente siempre tiene un motivo para hacer lo que hace. Algunos actúan por ira, otros por la debilidad de su carácter, y otros bajo los efectos de las drogas. Pero siempre hay un motivo.

—Mi madre decía que él deseaba tener su propio rancho, pero cuando yo nací tuvo que trabajar en la mina para ganar lo suficiente para mantenernos. Ella tenía un buen trabajo en la función pública, pero sus pulmones eran débiles y pasaba mucho tiempo enferma. Él nunca fue el padre amante del que hablan en los cuentos —J.C. rio con frialdad—. Si yo me ponía en medio, me apartaba de un golpe. Perdí la cuenta de la cantidad de veces que la policía llamó a nuestra puerta porque había golpeado a mi madre. No recuerdo haberlo visto sobrio.

El reverendo Thompson ya disponía de un doloroso retrato del hombre al que su hija había amado. Deseó que J.C. hubiese acudido a él antes, solo para hablar. Sobre sus anchos hombros descansaba una enorme carga de sufrimiento.

—Y por eso decidiste que el matrimonio feliz no existía.

—Ni una buena mujer —J.C. lo miró con una sonrisa melancólica—. Mi único ejemplo de cómo debía ser una mujer era mi madre, pero las que me encontraba estaban muy lejos de parecerse a ella.

—Mis padres fueron misioneros —le explicó el reverendo—. Se casaron siendo adolescentes y vivieron juntos cuarenta años antes de morir en un tornado. Tanto mejor, porque dudo que hubiese podido sobrevivir el uno sin el otro. Mi matrimonio fue parecido. Amé a mi esposa hasta el día en que murió, y sigo llorándola.

J.C. buscó su mirada mientras pensaba que, si él hubiese crecido en un ambiente así, su propia vida se habría acomodado a algo más convencional.

—Colie lo quiere muchísimo —afirmó J.C. mientras respiraba entrecortadamente—. Ojalá hubiera tomado mejores decisiones. Jamás pensé en lo que podría hacerle a ella, o a usted, el que viviera conmigo.

—Las acciones tienen consecuencias —dijo el reverendo—. La vida está llena de lecciones. Cometemos errores, pero aprendemos de ellos —sonrió—. La fe nos enseña que el perdón es el mayor de los regalos —ladeó la cabeza—. J.C., ¿no crees que ha llegado el momento de que te perdones a ti mismo?

La mano de J.C. sufrió un espasmo y casi dejó caer la pieza de ajedrez. La sujetó y la colocó con mucho cuidado sobre el tablero.

—¿Disculpe?

—Lo veo a menudo en niños que han sufrido abusos —el reverendo vio la cara de sorpresa del otro hombre—. Así es, sucede en las mejores familias. He visto muchos casos, demasiados, a lo largo de mi vida. Y una cosa que todos esos niños tienen en común es que se culpan a sí mismos por lo que les ha sucedido. Creen que lo ha provocado algo malo dentro de ellos. Y no es verdad.

J.C. no decía nada, pero escuchaba con toda su atención.

—Los abusadores habían sido, en muchos casos, niños víctimas de abuso. Las cárceles están llenas de ellos, niños que vivieron angustiados, en secreto, temerosos de contárselo a nadie por miedo a no ser creídos, o a empeorar la situación.

—Conozco esa sensación.

—Claro que sí. Lo que tienes que entender es que te estás castigando a ti mismo. Tienes que soltar el pasado y seguir adelante. Mirar atrás nunca es una buena opción.

—A no ser que te siga alguien vestido con uniforme enemigo y llevando un AK-47 —bromeó J.C.

—Estuve en la reserva del Ejército —el reverendo rio—, durante la Tormenta del Desierto. Fui a ultramar como capellán de mi unidad —sus ojos, verdes como los de Colie, estaban llenos de tristeza—. He visto el rostro de la guerra, y sus consecuencias.

—Yo siempre estuve en primera línea —confesó J.C. mientras asentía—. Nunca era fácil, y todos teníamos miedo.

—El que te diga que no ha sentido miedo en la batalla, miente —el reverendo Thompson rio por lo bajo—. Pero el valor no es la ausencia de miedo, es tener las agallas para actuar aunque estés aterrorizado. Ese es el verdadero heroísmo.

J.C. volvió a juguetear con la pieza de ajedrez, sin levantar la mirada.

—Ojalá hubiera hablado antes con usted.

—Ojalá lo hubieras hecho, J.C. —contestó el reverendo Thompson—. Guardar rencor es como ignorar una herida infectada. Supura y se inflama.

—No está mal como analogía.

—Gracias. Llevo años trabajando en ello —fue la divertida respuesta.

J.C. rio.

—Por si te lo estabas preguntando, nunca repito nada de lo que me cuentan confidencialmente, ni siquiera a mi familia —añadió Jared—. Guardo los secretos.

—No iba a preguntarlo, pero gracias.

—No hay de qué —los ojos del reverendo brillaron traviesos—. ¿Al mejor de cuatro? —añadió mientras asentía hacia el tablero de ajedrez.

—Muy bien —J.C. rio—. Pero solo si tiene más café. Estoy fundido.

—Yo también —respondió el otro hombre con una carcajada.

 

 

J.C. se resistía a marcharse.

—No estaba seguro de que me dejara entrar —admitió mientras se despedía en el porche—. He hecho mucho daño a su reputación.

—He hecho frente a peores tormentas —el reverendo se encogió de hombros—. La que más ha sufrido es Colie.

—Lo sé —J.C. dio un respingo y hundió las manos en los bolsillos de los vaqueros—. Todo se fastidió en un solo día —añadió pesaroso—. Volví a casa con dos anillos en el bolsillo —añadió secamente—. Esmeraldas. Verdes como sus ojos.

El corazón del reverendo dio un salto.

J.C. levantó la vista y reconoció la sorpresa en el rostro del otro hombre.

—Estaba dispuesto a intentarlo, aunque seguía teniendo dudas —apartó la mirada—. Pero no le diga nada —añadió con voz ronca—. Solo serviría para hacerle aún más daño.

El reverendo se había quedado sin palabras, no sabía qué decir. ¡Pobre Colie! Pasado un minuto, recuperó la compostura.

—Colie me contó que Rod te esperaba en el aeropuerto —dijo inesperadamente y con el ceño fruncido.

J.C. titubeó. Le había hecho daño a Colie y no quería herir a ese buen hombre especulando sobre los motivos de Rod, o por qué había mentido sobre Colie.

—Entiendo —susurró el reverendo—. Intentas protegerme. Sé cómo se comporta la gente que toma drogas, J.C. Lo veo constantemente en los jóvenes cuando acudo al centro de detención. Muchos de esos chicos siguen bajo el efecto de las drogas cuando me llaman para pedirme que intervenga.

—Rod era mi amigo —J.C se mordió el labio inferior.

—Ha perdido el rumbo —contestó el otro hombre con tristeza—. Pero no pienso rendirme. Algún día se dará cuenta de que se está destruyendo y, cuando llegue ese día, yo estaré allí. Nunca abandonas a las personas, hagan lo que hagan, y siempre las perdonas —sonrió—. De eso trata la religión. Del perdón. No abunda mucho en el mundo moderno, donde el ansia por poseer ha sustituido al ansia por creer.

—Totalmente cierto —J.C. asintió, pero seguía dudando.

—Me gusta el ajedrez.

—A mí también —J.C. sonrió.

—¿El viernes que viene por la noche? Suponiendo que no me llamen, a veces sucede.

—Eso me gustaría —J.C. sintió el corazón en la garganta—. Ya no tengo vida social.

—El ajedrez es vida social —señaló el reverendo—. ¿Sobre las seis? Prepararé chili y pan de maíz.

—Yo traeré una jarra de suero de leche —J.C. rio.

—¿Cómo te has enterado de que me encanta?

—Colie —J.C. se sonrojó—. Siento muchísimo lo que le hice a la reputación de Colie, y a la suya —soltó de golpe—. Supongo que he vivido tanto tiempo en ciudades grandes que olvidé cómo son las pequeñas. Por lo menos en cuanto a las habladurías.

—No soy rencoroso —señaló Jared—. Además —añadió con un brillo travieso en la mirada—. No conozco a mucha gente que sepa jugar al ajedrez.

—Yo tampoco —J.C. rio.

—Te veo el viernes que viene entonces.

—Estaré aquí a las seis —J.C. dudó—. Gracias —espetó sin mirar al otro hombre a los ojos. Quería decir por haberle escuchado, pero no fue capaz.

No hizo falta. El reverendo lo entendió.

—No hay de qué.

J.C. se habría dado de bofetadas por los errores cometidos. Pero había empezado de nuevo, con el padre de Colie. Y no podía dejar de esperar que, algún día, pudiera hacer lo mismo con Colie. Y con su niñita.