Capítulo 16

 

 

 

 

 

El funeral resultó tranquilo y solemne, tal y como había sido Jared Thompson. El pastor ayudante de la iglesia metodista fue quien dirigió el servicio. Habló de la bondad de Jared, de su amor por sus feligreses, de su amor por la iglesia.

Hubo canciones, las que a Jared más le habían gustado. Cuando el coro entonó Amazing Grace, Colie estalló en lágrimas. J.C le rodeó los hombros con un brazo y la abrazó con fuerza. Ludie, sentada al otro lado de su padre también estaba abrazada a él.

Era lo más parecido a una familia que J.C. hubiera conocido jamás. Echaba de menos al padre de Colie. Ese hombre le había dado la vuelta a su vida con su consejo tranquilo y paciente.

Echando la vista atrás habría dado cualquier cosa por poder empezar de nuevo con Colie al comienzo de su turbulenta relación, cuando fue a cenar a casa de los Thompson y le pidió salir por primera vez. Pero aquello no sería posible. Tenía que seguir adelante, y hacer todo lo que pudiera para cuidar de Colie y su hija.

Colie parecía sentir ese remordimiento en él. Lo miró a los ojos y sonrió con ternura a través de las lágrimas. Él le devolvió la sonrisa.

Su padre había sido veterano militar, de modo que hubo una guardia de honor y la bandera, reverentemente plegada cuando fue retirada del ataúd. El oficial se la entregó a ella junto con sus condolencias.

 

 

Enterraron a Jared sobre una colina con vistas a los distantes picos de las montañas Teton, cuyas hermosas cimas estaban cubiertas de nieve.

La pequeña Ludie ni siquiera se movió durante el entierro. Permaneció sentada entre su madre y su padre, y escuchó en silencio las breves oraciones.

El nuevo pastor, el antiguo asistente, Marvin Compton, se detuvo junto a Colie para ofrecerle sus condolencias.

—Era un hombre maravilloso —le dijo—. Fue un privilegio formar parte de su vida.

—Para mí también lo fue —contestó Colie con una triste sonrisa.

—Abelo en cielo —anunció Ludie mientras también sonreía al pastor—. Abelo con abuela.

—Eso pienso yo también, jovencita —el hombre le devolvió la sonrisa—. ¿Tenéis pensado asistir a los servicios del domingo?

—Yo sí —contestó Colie—. Pero no sé… —se volvió cautelosa hacia J.C.

—Me refería a Ludie y a ti —el pastor rio—. J.C. está sentado en el primer banco todos los domingos —añadió para sorpresa de Colie, que lo miró estupefacta.

—Segunda fila —le corrigió J.C.—. Tu chicos ocupan la mayor parte de la primera —bromeó.

—Bueno ellos y mi mujer, y mi madre, y mi suegra —Marvin rio asintiendo—. En nuestra opinión es una gran iglesia.

—Papá pensaba lo mismo —contestó Colie—. Y sí, Ludie y yo asistiremos con J.C. a partir de ahora. Me uní a la iglesia a los quince años —añadió.

—Tu padre me lo dijo —contestó el pastor—. J.C. se unió hace dos años.

Aquello era nuevo y relativamente sorprendente. Colie miró al hombre que tenía su lado con la sorpresa reflejada en su rostro.

—Tu padre era muy persuasivo —él se encogió de hombros.

Ella sonrió y en los altos pómulos surgió un leve rubor, pero él también sonrió.

—Entonces os veo el domingo. Y de nuevo, lo siento mucho, Colie —repitió Marvin.

—Gracias, reverendo.

La familia fue la primera en marcharse, pero no llegaron muy lejos. Amigos y vecinos querían expresar sus condolencias. Entre ellos el jefe de J.C., Ren Colter y su esposa, Merrie, y su hijo, que apenas empezaba a caminar.

—Era un buen hombre, Colie —dijo Ren con dulzura—. Todos sabemos adónde ha ido.

—Así es —asintió Merrie, sonriendo a Ludie y arrugando la nariz—. Te estoy pintando —le dijo—. Con tu papá.

—Lo sé, es muy bonito —Ludie se volvió hacia su madre—. Dibuja muy bien.

—Y ya lo sabía —contestó Colie a su hija—. Me muero de ganas de verlo —se dirigió a Merrie—. Es muy amable por tu parte. El retrato que hiciste de J.C. es impresionante.

—Era un sujeto fascinante —contestó Merrie.

—Aunque nada que ver con ese gánster de la costa este —intervino Ren—. Salvó su vida pintando a ese.

—Lo recuerdo —dijo J.C.—. Aquellos eran tiempos oscuros.

—¿Y bien? ¿Estamos invitados a la boda? —bromeó Ren.

—Sabes que sí. Este domingo, a las dos de la tarde, en la iglesia.

—Sí —intervino Marvin, dándole a Ren una palmada en el hombro—. Yo seré el oficiante.

—Esperamos que aparezca la mitad de Catelow —añadió Ren—. Nadie puede creerse que realmente se vaya casar —añadió, asintiendo hacia J.C.

—Quiero formalizar mi familia — J.C. tomó a Colie de la mano y rio mirando a su hija, que lo miraba resplandeciente.

—¿De dónde ha sacado ese pelo rojo? —preguntó Marvin.

—De mi madre —contestó J.C.—. Era de Dublín. Tenía el pelo rojo dorado y rizado, igual que el de Ludie, y los ojos de un gris claro. Yo heredé los ojos.

—Entonces supongo que tu padre tenía el pelo oscuro —preguntó Marvin con inocencia.

Colie se preparó para la respuesta. J.C. no hablaba de su padre.

Pero J.C. No estalló contra el hombre.

—Era un pies negros —le explicó al pastor mientras titubeaba—. Le he culpado por todo lo que ha ido mal en mi vida. El padre de Colie me enseñó que la venganza es una vía muerta, que el resentimiento es una herida que supura —se encogió de hombros—. He contratado a un detective privado para que lo encuentre —admitió—. Me gustaría arreglar las cosas antes de que muera, si es que aún no lo ha hecho.

—Mi otro abelo tiene collar —interrumpió Ludie—. Tiene collar —bostezó.

J.C. sacudió la cabeza. La niña estaba cansada y lo que decía no tenía sentido.

—Será mejor que nos vayamos. Aquí hay alguien que necesita una siesta.

—Ya me he dado cuenta —Marvin les estrechó la mano, y también Ren, mientras que Merrie los abrazaba a todos.

—Nos veremos el domingo en la iglesia —se despidió Merrie—, y luego nos quedaremos a la boda —añadió con una risa.

—Allí estaremos —prometió Colie—. Todos nosotros —añadió mirando a J.C. con ojos llenos de adoración.

 

 

La boda no solo fue multitudinaria, también hubo cobertura por parte de la prensa y un fotógrafo para grabar la ceremonia.

Colie, vestida con un bonito traje blanco y sombrero con velo, se sorprendió ante la cobertura mediática. Vio a Ren Colter sonreír abiertamente y supuso que tenía algo que ver con ello. Pero estaba demasiado feliz para que le importara la publicidad. A fin de cuentas, vivían en Catelow. Era normal que la comunidad quisiera saber que una de sus vecinas, dos vecinos si contaban a J.C., se casaba.

Lucy ejerció de dama de honor, junto con la esposa de Ren, Merrie, y Ludie llevó las flores. Iba preciosa con su vestido de raso blanco y una cestita llena de pétalos de rosas blancas. Al colocarse junto a J.C., resplandeciente en su traje oscuro, Colie repasó los últimos años de su vida y cómo habían transcurrido. No pudo evitar recordar la profecía de su abuela, aquella que se fundía a la perfección con la que la abuela de J.C. le había hecho a él años atrás. Un largo periodo de tristeza, seguido de una gran felicidad. Levantó la vista y sintió esa felicidad, como una envoltura de seda alrededor de su cuerpo. Esa felicidad se reflejaba en los verdes ojos que se fundieron con los grises llenos de amor de J.C.

El pastor los declaró un marido y mujer. J.C. levantó el velo y, durante largo rato, miró a Colie a los ojos antes de inclinarse y besarla con reverencia, mientras le acariciaba la rosada mejilla con una mano.

Ella posó su mano sobre la de él y sonrió con toda su alma.

Los acordes de la marcha nupcial comenzaron de nuevo, la señal para abandonar la iglesia. Desfilando por el pasillo en el que un grupo de personas se agolpaba para felicitarlos, Colie no habría podido dejar de sonreír ni aunque le hubiera ido la vida en ello.

—¿Feliz? —preguntó J.C. de camino a la sala comunitaria donde iba a celebrarse el banquete.

—Muy feliz —contestó ella con dulzura—. Ha sido un largo camino hasta llegar aquí, J.C.

—Pero el descanso tras la llegada ha sido muy dulce —él asintió y miró a su hija, sonrió y la tomó en sus brazos—. Ahora somos una familia.

—Mi papá —Ludie suspiró y apoyó su mejilla sobre el ancho hombro de J.C.

—Mi ángel — J.C. la abrazó con fuerza y le besó los dorados rizos.

Viéndolos juntos, Colie apenas podía creerse la expresión que veía en el rostro del hombre que había jurado no querer saber nada de niños.

—Felicidades a los dos —Lucy se acercó sonriente. Llevaba en brazos a su hijo. Su esposo, Ben, a su lado, sonreía también al repetir la felicitación.

—Gracias por todo, Lucy —contestó Colie con dulzura.

—No hay de qué. Espero…

Su amiga se interrumpió y miró por detrás de ellos a una persona que se acercaba. Era el sheriff Cody Banks, vestido de uniforme. Su expresión era muy seria.

—Oh, cielos —murmuró Lucy.

Colie se volvió y encajó la mandíbula. Buscó la mano libre de J.C. y la agarró con fuerza.

—Lo siento —saludó Cody con delicadeza al abordarlos—. La ocasión es de felicidad y no quiero estropearla, pero prefiero que lo oigas por mí antes de que lo veas en Facebook o Twitter —añadió.

—Dispara —Colie se preparó.

—Hemos detenido a tu hermano.

Ella hizo una mueca

—No es tan malo como parece —se apresuró a añadir el sheriff—. Lo cierto es que se entregó él mismo, y está aportando pruebas contra Barry Todd.

—¿Rod? —preguntó Colie sorprendida.

—Ese es el Rod que yo conocí en ultramar —intervino J.C. con calma—. Perdió el rumbo, pero parece que ha vuelto a encontrar el camino.

—Sí, así es —Banks asintió y sonrió a Colie—. Va a tener que cumplir condena —le informó—, pero sin duda va a conseguir una gran reducción. Y nos ayudará a mantener a Todd alejado de las calles para siempre.

—Qué idea tan maravillosa —Colie suspiró y sonrió a Banks—. Y no te he ofrecido nada.

—Pues me encanta la tarta de chocolate —sugirió él.

—Esa será la primera cosa en mi lista después de mi entrevista de trabajo de mañana —le prometió ella.

—¿Qué entrevista de trabajo? —preguntó J.C.

—Los jefes de Lucy van a intentar que recupere mi antiguo empleo —explicó ella, mientras Lucy asentía con entusiasmo—. La otra ayudante administrativa tiene a su madre anciana en Montana y quiere trasladarse allí para cuidar de ella. Eso dejará un puesto libre.

—Si quieres, puedes quedarte casa — J.C. sonrió—. El presupuesto familiar no se resentirá por ello.

—Eres un encanto, pero yo siempre he trabajado —señaló Colie—. Haciendo el trabajo que hago, me siento útil. La gente que acude a un despacho de abogados normalmente está enfadada, triste o asustada. Me gusta ayudarles en el proceso.

—Se le da muy bien consolar a la gente asustada —intervino Lucy.

—Lo que tú decidas estará bien, cielo —añadió J.C. con una sonrisa—. Yo siempre te apoyaré hagas lo que hagas.

—Lo mismo digo —contestó ella mientras se apretaba contra él y apoyaba la cabeza sobre el amplio pecho.

—Quiero tarta, mami —interrumpió Ludie—. ¿Por favor?

Todos rieron.

—Muy bien, chiquitina, veamos qué encontramos para ti —accedió J.C. mientras lideraba la comitiva hacia la sala comunitaria.

 

 

El banquete resultó ser ruidoso y alegre, incluso a pesar de haber recibido la triste noticia sobre el hermano de Colie.

—Por lo menos por fin está haciendo algo bien —observó Colie mientras bebían champán a sorbos y posaban para las fotos.

—Me gusta la idea de que Todd sea encerrado durante unos cien años o así —contestó J.C. con frialdad.

—A mí también, pero seguramente no serán más de diez —Colie suspiró.

—Ojalá pudiéramos volver atrás y empezar de nuevo, cariño —aseguró J.C. con sentida emoción—. Daría lo que fuera por empezar de nuevo contigo.

—Eso es lo que estamos haciendo ahora mismo —ella le acarició la barbilla con un dedo—. Día a día.

Él suspiró y la abrazó con fuerza.

—Ojalá tuviéramos tiempo para una luna de miel y…

—Cada día será como una luna de miel, durante los próximos cuarenta años más o menos —interrumpió ella sonriendo—. De verdad.

—Entonces, de acuerdo — J.C. rio.

 

 

Ya era tarde cuando regresaron a casa. Caía una ligera nevada y Ludie dormía en el asiento trasero del coche por lo que tuvo que ser llevada en brazos al interior. Únicamente despertó unos instantes cuando Colie le puso el pijama antes de meter a la adormilada niña bajo las mantas.

—Abelo tiene collar —repitió Ludie medio en sueños.

—Duerme bien, mi niña —Colie no tenía ni idea de a qué se refería y se limitó a sonreír y a besar la rosadas mejillas.

Ludie le devolvió la sonrisa y se durmió de inmediato.

 

 

Unas cuantas semanas más tarde, después de haber sido dada de alta por el médico de la cirugía por la herida de bala, Colie se preparaba para hacer frente a lo que sucedería después.

A pesar de los tiernos besos y caricias que habían acompañado el camino de su recuperación, seguía sintiéndose un poco aprensiva cuando las luces se apagaron en el dormitorio de J.C. Amaba a su esposo, pero aun así, aquella había sido una parte muy desagradable de su relación.

—No pasa nada —susurró él con dulzura mientras su boca encontraba la de ella—. Tienes que confiar en mí por esta vez.

—¿Y no me va a doler? —balbuceó ella. Se sentía rígida e insensible, pero obligó a su cuerpo a relajarse.

—Ya te lo he dicho —él rio por lo bajo—. He estado leyendo libros…

Colie soltó un respingo al sentir que la tocaba de una manera nueva.

—Relájate —susurró él—. Vamos cielo. Relájate, eso es.

Las cosas que le estaba haciendo hacían que su cuerpo sintiera ganas de cantar. Alguna de ellas ni siquiera aparecía en las novelas románticas que Colie leía. Por supuesto, en los libros que le gustaban no proliferaban los detalles gráficos. A ella lo que le gustaban eran los romances muy dulces…

Su cuerpo se arqueó despegándose de la cama y ella emitió un sonido que jamás había oído surgir de su propia garganta. Se retorció bajo las lentas y profundas caricias. Y mientras tanto la boca de J.C. seducía la suya, la empujaba abrirse, la penetraba en lentas y profundas embestidas.

En el gesto repetía lo que su cuerpo ya estaba haciéndole al suyo. Colie sintió el aire fresco en la habitación sobre su piel desnuda. Y más cerca aún, sintió el corazón y la fuerza del cuerpo de J.C., cálido y musculoso donde su piel se frotaba contra la de ella, abrasivo donde el espeso vello de su pecho y estómago arañaba el suyo.

Para cuando por fin entró en su interior, ella se retorcía sobre las sábanas arqueando su cuerpo contra él, suplicando silenciosamente que terminara el lento y dulce tormento de tensión que había crecido de repente hasta convertirse en una hoguera.

Sintió una mano grande y cálida agarrarle el muslo y colocarla. Pero en los acalorados segundos que siguieron, J.C. sedujo más que tomó.

—Oh… por favor —suplicó ella en un ronco susurró—. ¡Por favor!

—Sí —él descendió sobre ella, penetrándola lentamente. Era más formidable de lo que ella recordaba, pero ya no tenía prisa ni impaciencia. Se aseguró de que ella lo acompañara en cada paso del camino, sintiéndola temblar y aferrarse a él a medida que intensificaba la acalorada fuerza de sus embestidas.

Las lágrimas rodaban por las mejillas de Colie mientras se esforzaba por seguir cada movimiento de las caderas de J.C. Le clavó las uñas en sus caderas. Sollozó, al fin, mientras la fiebre del momento la atrapaba y la hacía estremecerse cada vez que él se hundía en el interior de su cuerpo.

Y de repente, tan de repente, ya no quedaba tiempo. Colie se moría. Si la tensión duraba mucho más, no podría sobrevivir. Le suplicó, se retorció contra él, le mordió el hombro en su agonía de pasión.

J.C. le concedió su deseo, su cuerpo empujándola con fuerza contra el colchón a medida que el ritmo y la fiebre los atrapaban a los dos en un torbellino de éxtasis que les lanzaba hacia el infinito en unos exquisitos y agónicos segundos que, demasiado pronto, concluyeron.

 

 

Colie estaba empapada de sudor. Era incapaz de respirar. Permaneció tumbada contra el húmedo cuerpo de J.C., estremeciéndose. Sintió un estremecimiento atravesarle a él, y lo abrazó con fuerza.

—¿Mejor? —susurró él contra su oído.

—¡Por Dios Santo…! —gimió ella volviendo a estremecerse—. Yo no sabía que…

—Yo tampoco, cielo —la interrumpió él mientras le acariciaba los oscuros cabellos—. Yo solo conocía una manera, ¿entiendes? Las mujeres que había tenido eran muy experimentadas, exigentes, unas gatas salvajes en la cama. No querían ternura, de modo que no la aprendí —respiró hondo, satisfecho—. Pero creo que empiezo a aprender —añadió mientras reía.

—¡Desde luego! —exclamó ella.

—No hemos hablado del control de natalidad —dijo J.C. tras un minuto mientras le besaba los húmedos cabellos.

—Me gustan los niños pequeños —contestó ella—. Deberíamos tener por lo menos uno, ahora, mientras aún eres joven, ¿no crees?

—Aceptaremos lo que nos venga —él rio encantado por lo bajo—. Pero, estoy de acuerdo, un niño estaría bien —le besó los párpados cerrados—. Siento lo de Rod —añadió con ternura—. Le vamos a conseguir un buen abogado y haremos lo que podamos por él.

—Sí. Yo también lo siento. Pero estoy muy orgullosa de él —susurró Colie mientras su voz se quebraba.

—Yo también —concedió él.

JC la abrazó con fuerza en el cálido silencio de la oscura habitación. Fuera la nieve empezaba caer con más fuerza.

 

 

Fueron a visitar a Rodney a la prisión del condado. Se mostró silencioso, arrepentido. Por una vez, se parecía al hermano que Colie recordaba de su infancia.

—Lo siento mucho, hermanita —le aseguró mientras hablaban por teléfonos colocados a cada lado de una separación de cristal.

—Lo siento por ti —contestó ella—. ¡Estoy muy orgullosa de ti!

—Demasiado poco, demasiado tarde —su hermano se sonrojó ligeramente—. He hecho mucho daño…

—Eres mi hermano —le recordó Colie—. Te quiero. Da igual lo que hayas hecho. Solo quiero ayudarte, como pueda. Me salvaste la vida, Rod.

—Debería haberme quedado —él hizo una mueca—. Pero hui —hizo otro gesto de desagrado—. Es lo que mejor se me da, huir. Pero voy a intentar darle la vuelta mi vida. Papá lo habría querido —se esforzó por no llorar—. Lo siento mucho. ¡Él se sentiría avergonzado de mí!

—Él lo entendería, Rod —contestó ella—. Ya sabes cómo era. Nunca miraba a las personas de arriba abajo, hicieran lo que hicieran.

—Era único —él asintió.

—Sí.

Compartieron el dolor por la pérdida de sus padres. Después de unos segundos, Rod miró por detrás de Colie, hacia J.C.

—También siento las mentiras que te conté a ti, J.C. —se disculpó—. De no haber sido por mí, habrías participado de la vida de tu hija desde el principio.

—Tu padre cambió mi vida — J.C. apoyó las manos sobre los hombros de Colie—. Tenía la magnífica idea de que todo sucede por algún motivo. Siempre decía que las cosas suceden tal y como tienen que suceder.

—Eso diría —asintió Rod con una débil sonrisa—. Por lo menos Barry no va a poder regodearse —añadió—. Lo tienen en una celda de aislamiento. Golpeó a un guardia.

—Mala idea —observó J.C.

—Muy mala —Rod asintió—. Y no es más que el principio de sus problemas. Estaba quedándose una parte de los beneficios. A estas alturas, sin duda alguien ya se habrá dado cuenta. Ni siquiera en una prisión estará a salvo de una venganza.

—He oído sobre esa clase de cosas —contestó Colie—. Puede que ni siquiera llegue a juicio.

—Nunca se sabe —contestó Rodney.

 

 

Barry Todd fue encontrado muerto en su celda tres días después a causa de una aparente sobredosis de opioides, a pesar del hecho conocido de que él nunca probaba las drogas que distribuía. Al parecer tenía en contra a alguna gente muy peligrosa de la organización a la que pertenecía. Pero nadie lo echó de menos.

Colie recuperó su trabajo en el despacho de abogados, compartiendo las tareas administrativas con Lucy. J.C. y ella se turnaban para llevar a Ludie a preescolar y recogerla después de las clases. Colie estaba tan contenta que irradiaba felicidad. El matrimonio le sentaba bien. Y también parecía sentarle bien a J.C., que nunca dejaba de sonreír. Le encantaba presumir de su pequeña familia por todas partes. Incluso la gente que más crítica se había mostrado con él años atrás empezó a encontrar cosas dignas de admiración en él. Era un trabajador incansable en el comedor social y el refugio para los sintecho. Y Colie también. Continuaban con el trabajo que había comenzado su padre.

La noticia del matrimonio apareció en el periódico local, pero fue solo cuestión de unas cuantas semanas antes de que se hiciera eco de ella uno de los periódicos de Montana. Y solo era cuestión de tiempo que acabara siendo leída por algún lector inesperado.

Y un sábado por la tarde, un par de semanas antes de Navidad, un coche se detuvo frente al patio delantero de la casa de J.C., justo en el momento en que J.C. y Colie llegaban a casa con Ludie, después de haber hecho unas compras de Navidad en el cercano Walmart.

Receloso, J.C. indicó a Colie y a Ludie que se retiraran al porche y esperó mientras un hombre alto de cabellos blancos y piel oscura olivácea salía del coche. Llevaba un abrigo negro y su aspecto era a la vez digno y solemne.

—¿Puedo ayudarle? —preguntó J.C. colocándose discretamente entre su familia y el visitante.

El anciano ladeó la cabeza y miró a J.C. durante un buen rato.

—No me conoces —sonrió lacónicamente.

J.C. frunció el ceño. La voz le resultaba extrañamente familiar, pero no la reconocía.

—No —contestó secamente.

El anciano dio un paso al frente. Su mirada se deslizó hasta el porche y de repente sonrió.

—Leí sobre la boda en un viejo periódico de Montana que me trajo un vecino. Traía la noticia de un misionero, pero también tenía otra sobre ti y tu esposa. Allí es donde vivo yo, en Billings. Tú debes ser Colleen, supongo —se dirigió a Colie—. Y esa debe de ser Beth Louise. ¿Ludie?

—¡Abelo! —gritó Ludie, riéndose—. Abelo tiene collar.

J.C. sintió que la sangre abandonaba su rostro. ¿Aquel era su padre? Después de tantos años de abandono, de angustia, de puro infierno en casas de acogida…

Intentó decir algo, pero, antes de poder hacerlo, su padre se desabrochó el abrigo. Y ahí estaba. El alzacuellos. La seña de identidad de un cura católico.

A J.C. se le desencajó literalmente la mandíbula.

Colie se acercó con Ludie de la mano.

—Ella dijo hace unas semanas que tenías collar —le informó al anciano un poco aturdida.

—Te pareces a mi esposa —el hombre miró a la hermosa niña—. Ella tenía el pelo rizado y rojo, y los ojos grises. Era preciosa.

—¡Abelo! —exclamó Ludie mientras se apartaba de su madre para extender los bracitos hacia el recién llegado.

—Qué hermosa niña —él la tomó en sus brazos y la abrazó, esforzándose por no llorar.

J.C. permaneció allí de pie, sin palabras, luchando contra el odio y la rabia y la curiosidad, todo a la vez.

Donald Seis Árboles lo miró desde sus serenos ojos oscuros.

—Tengo tanto que contarte —comenzó—. Casi no sé ni por dónde empezar. Siento que primero debería disculparme durante diez minutos antes de siquiera intentar explicar todo el daño que te he hecho.

J.C. estaba rígido, pero no le ordenó al hombre mayor que se marchara. Se limitó a mirarlo.

—Tu padre era pastor, ¿verdad? —le preguntó a Colie.

—Sí —contestó ella con una sonrisa triste—. Lo perdí… lo perdimos —se corrigió— hace unas semanas.

—He oído hablar mucho sobre él, a un amigo común, un pastor metodista que vive en Billings. Siento mucho tú pérdida.

—¿Te apetece café? —le ofreció Colie, mirando recelosa a J.C.

—Sí que me gustaría —contestó el otro hombre—. Siempre que no suponga ningún problema —añadió, mirando a los agitados ojos de J.C.

—Recuerda lo que decía papá —le comentó Colie a su esposo.

—Lo recuerdo —él respiró hondo y, tras un minuto, desvió la mirada—. A mí tampoco me vendría mal una taza de café.

—Adelante —lo invitó Colie con una sonrisa.

El anciano, que no soltaba a Ludie, la siguió a ella y a J.C. al interior de la cabaña.

 

 

—Mi suegro solía decir que las personas tienen un motivo para cada una de sus acciones —comenzó J.C. mientras bebían a sorbos un café sentados a la mesa de la cocina.

—Algunos son más dolorosos que otros —contestó su padre mientras dejaba su taza sobre la mesa—. Hubo un motivo por el que yo había estado bebiendo cuando estrellé el coche y tu madre murió —comenzó con pesadumbre—. Había estado trabajando en la mina con mi hermano. Hice estallar una carga demasiado pronto. Se produjo un derrumbamiento, y él murió —su rostro se endureció—. Ya llevaba tiempo bebiendo antes de eso, pero empecé a enlazar una copa con otra tras ver el cuerpo de mi hermano, y a su esposa tirada sobre su cadáver. Me miró y me llamó asesino —hizo una mueca—. No era ni más ni menos que lo que yo mismo me había estado llamando, pero las palabras tienen fuerza. Abandoné el trabajo y empecé a beber en un bar local. Para cuando llegué a casa estaba borracho. Tu madre le daba mucha importancia a las reuniones escolares. Yo no quería ir, pero ella insistió. Le dije que estaba demasiado borracho. Pero ella contestó que eran apenas tres kilómetros y que no pasaría nada. Hacía dos días que se había torcido el tobillo y no podía conducir —cerró los ojos—. Yo estaba demasiado borracho para razonar. Me limité a sentarme al volante y empecé a conducir. Me salté un cruce y caí por el puente —sacudió la cabeza—. Corrí. Corrí, corrí y corrí aún más. Sabía que ella estaba muerta y que si me atrapaban iría a prisión —levantó la vista hacia su hijo, con la agonía reflejada en su rostro—. Huir nunca resuelve los problemas. Solo los empeora. Me llevó años enfrentarme a lo que había hecho, admitir mi falta. No solo había matado a tu madre, te había abandonado en el momento en que más me necesitabas. Te busqué, después de dejar de beber, pero dijeron que ya te habían instalado en un buen hogar…

—Buen hogar —intervino J.C. con gélido desprecio—. Claro.

El anciano entendió más de lo que J.C. pensó que haría.

—Me dirigí al este. Trabajé como peón durante mucho tiempo, hasta que me acogió un sacerdote benedictino. Él me devolvió a la iglesia, me enseñó que tenía que perdonarme a mí mismo antes de poder ayudar a los demás. Me hizo comprender que toda mi vida había girado en torno a mí, lo que yo quería, lo que yo necesitaba. Nunca había antepuesto a otra persona —hizo una mueca—. No hace falta decir que resultó doloroso aceptarlo, pero lo hice. Me formé como sacerdote y empecé a trabajar en la parroquia con el cura que me había salvado. Él murió el año pasado y yo me hice cargo de sus funciones. Pero jamás dejé de buscarte —añadió con la mirada fija en el crispado rostro de su hijo—. Había abandonado cuando vi una foto de vosotros dos en el periódico, en el anuncio de la boda. Supe que eras tú en cuanto te vi —se encogió de hombros—. Eres mi viva imagen cuando yo tenía tu edad. Tu madre te llamó John Calvin, y el padre de tu madre se apellidaba Calhoun. El periódico decía que de niño habías vivido en el territorio Yukón —sonrió con tristeza—. No me costó mucho adivinar el resto.

J.C. empezó a decir algo, se interrumpió, lo volvió a intentar.

—Tienes que perdonarle, papi —se oyó la aguda vocecita de Ludie, apoyada contra las largas piernas de su padre—. Ahora abelo es mi único abelo.

—En eso tiene razón —intervino Colie con dulzura, sonriéndole.

J.C. parecía desgarrado, pero, después de un minuto, acarició los rizados cabellos de su hija.

—Tiene razón —asintió al fin—. El odio no sirve de nada, salvo para propagarse —añadió.

—Y el perdón es divino —el hombre mayor sonrió.

—Divino — J.C. miró al hombre al que llevaba odiando toda su vida, y comprendió que la única persona a la que había hecho daño que era a sí mismo. Como solía decir Jared Thompson, todo el mundo tenía motivos para su comportamiento, para hacer las cosas dañinas que hacía—. Bueno, pues ya es un comienzo —observó distraídamente.

—El más largo de los viajes comienza con un primer paso —contestó su padre antes de titubear—. Si tú quieres, lo intentaré.

J.C. reflexionó durante un minuto antes de asentir.

—Yo también lo intentaré

Los oscuros ojos del hombre se iluminaron como el fuego en una fría noche.

 

 

Llevó su tiempo, pero J.C. y su padre por fin se reconciliaron. Como había dicho Ludie, era su único abuelo vivo. El anciano no era la misma persona que J.C. recordaba de su turbulenta infancia. Era evidente que ese cura había encontrado la redención, y que amaba a su hijo. J.C. estuvo de acuerdo con Colie en que el perdón era más importante que la venganza. El hombre, al igual que J.C., había pagado un elevado precio por su pasado. Había llegado el momento de seguir adelante.

 

 

Unas semanas después de que se casaran, J.C. llegó tarde a casa y se encontró a Colie esperándolo en la puerta. Muy emocionada, llevó la mano de su esposo a su vientre, todavía plano.

No dijo en ni una palabra, pero J.C. supo de inmediato lo que pasaba. Soltó un grito de júbilo y la tomó en sus brazos haciéndola girar en el aire antes de detenerse para besarla hasta que sus labios se resintieron.

—¡Voy a tener un hermanito! —gritó Ludie a su lado. Sonreía de oreja a oreja.

—Seguramente será otra niña —bromeó J.C.—. Me encantan las niñas.

—Va a ser un niño —Ludie sacudió la cabecita y rio.

 

 

Ocho meses después, J.C. y Colie Calhoun anunciaron el nacimiento de un nuevo miembro en la familia, un niño al que llamaron Jared Rodney Thompson Calhoun. Ludie ni siquiera se inmutó por haber acertado.