Capítulo 1

 

 

 

 

 

Colie Thompson se sentía en un estado de moderado pánico. Su hermano, Rodney, llevaba a casa a su amigo J.C. Calhoun. J.C. tenía treinta y dos años, a punto de finalizar su servicio en la reserva militar, donde la edad máxima era treinta y dos años. Rodney y él se habían conocido en Irak hacía casi cuatro años. Los dos habían servido en la misma unidad militar. Rodney participaba en su primer periodo de servicio y la unidad de reserva militar de J.C. había sido requerida para una misión, y asignada a la misma zona que Rodney. En uno de sus encuentros, comenzaron a hablar y descubrieron que eran prácticamente vecinos de la misma ciudad de Wyoming, pues J.C. había aceptado un trabajo ofrecido por otro habitante de Catelow, Ren Colter, a quien había conocido en su primer periodo de servicio. Rodney admiraba a J.C., algo mayor que él y que había trabajado como oficial de policía antes de alistarse en el Ejército por primera vez unos doce años atrás.

Rodney había abandonado el Ejército antes de que finalizara oficialmente su primer periodo de servicio, sin explicar nunca el motivo. Llevaba varios meses en casa. Tras finalizar su servicio en ultramar, J.C. había ido a su casa unas cuantas veces, aunque se habían distanciado desde que Rodney empezara su nuevo trabajo. Seguían viéndose, pero no tan a menudo. El día del cumpleaños de Colie se había producido una memorable visita al hogar de los Thompson. J.C. le había sorprendido regalándole un gato. Había sido el punto álgido de su vida reciente. El enorme siamés, bautizado con el nombre de Big Tom, dormía con ella todas las noches.

Aunque J.C. ya no frecuentara mucho a Rodney, ella lo veía a menudo en Catelow, una pequeña ciudad, donde todos se conocían. Solo contaban con un par de restaurantes, y Colie, cuyo nombre verdadero era Colleen, trabajaba como recepcionista y mecanógrafa en un despacho de abogados del centro. Era por tanto inevitable que viera a J.C. de vez en cuando, ocasionalmente en compañía de su hermano. Y dado que era soltero, y atractivo, y solía evitar a las mujeres, era motivo de muchas habladurías.

Cuando se encontraban, él siempre procuraba dedicarle un momento para charlar. Era educado, bromista y amistoso, y ella se iluminaba desde el interior. En una ocasión, cuando llevó a Rod a casa después de que su coche se averiara, J.C. la había ayudado a ponerse la chaqueta para salir a recoger el correo, y había bastado el roce de sus manos para provocarle una explosión de placer. Cuanto más lo veía, más lo deseaba.

No era la primera vez que Rodney invitaba a J.C. a cenar, pero siempre le había puesto alguna excusa. En esa ocasión, había aceptado. Había sucedido poco después de que Colie se hubiera dirigido caminando al trabajo, en medio de la nieve, y J.C. hubiera parado para llevarla el resto del camino. Sentada a su lado, en el acogedor y cálido ambiente del SUV negro, le había costado bajarse. Habían charlado sobre las inminentes elecciones presidenciales, el estado del país, la belleza de Catelow nevado. Él había bromeado porque ella llevaba tacones para ir a trabajar, cuando la nieve empezaba a acumularse, en lugar de un calzado más adecuado como unas botas. Y ella había contestado que las botas no hacían juego con el bonito traje de pantalón y chaqueta. Él había fruncido los labios mientras la contemplaba intensa y prolongadamente, y luego había opinado que le quedaría bien cualquier cosa. Colie había entrado en el despacho a regañadientes, ruborizada y resplandeciente tras el inesperado placer de su compañía.

J.C. tenía un trabajo a tiempo completo, pero regresaba periódicamente a ultramar para formar a las tropas en Irak en procedimientos policiales. En unos meses se suponía que debía regresar con un nuevo grupo. En Catelow, Wyoming, trabajaba como jefe de seguridad para Ren Colter, dueño de un inmenso rancho ganadero, Skyhorn, a las afueras de la ciudad. Ren también había sido militar y había contratado a un sustituto mientras J.C. ayudaba a un antiguo comandante formando a los nuevos reclutas.

A J.C. se le daba muy bien dar órdenes. Y también era muy guapo. Sus cabellos eran cortos y negros, y los ojos de un gris tan pálido que brillaban como la plata. Era alto y musculoso, pero no como un culturista. Tenía el cuerpo de un vaquero de rodeos, ágil y fuerte. Cada vez que podía, a Colie le encantaba simplemente sentarse y observarlo. Nunca había conocido a nadie como él, con un pasado singular del que apenas hablaba. Rodney le había contado que el padre de J.C. había pertenecido a la tribu de los pies negros, de Canadá, y su madre había sido una irlandesa pelirroja. Una pareja nada convencional, pero que había producido un atractivo hijo. J.C. jamás hablaba de su padre, había añadido Rodney.

Colie ansiaba formar una familia. Rodney y ella habían perdido a su madre dos años atrás por culpa de un cáncer de huesos. Había sufrido durante años, pero siempre se había mostrado alegre y animosa con sus hijos y su marido. El padre de Colie era un pastor metodista, el pilar de la comunidad. Todo el mundo lo quería, no solo dentro de su congregación, y también habían querido a la madre de Colie. De pequeña estatura, Beth Louise, a la que llamaban Ludie, siempre era la primera en acudir junto a una persona enferma, o socorrer a un niño que necesitara un hogar temporal. Incluso había acogido perros recogidos en el refugio de animales mientras les encontraban una familia adoptiva.

Todo eso se había marchado con ella, dejando la casa repentinamente vacía. Jared Thompson, el padre de Colie había caído en una depresión casi suicida tras la muerte de su esposa, pero su fe lo había salvado. Según le había explicado a su hija, no estaba bien llorar a alguien que había vivido una vida plena antes de marcharse a un lugar maravilloso. Para las personas creyentes, la muerte no era el final, solo tenían que aceptar que las personas morían por motivos que, quizás, no resultaban claros para quienes les sobrevivían.

Colie y Rodney también habían llorado a su madre. En el momento de su muerte Rodney llevaba casi cuatro años en ultramar, de donde regresaba solo ocasionalmente de visita, y no había podido volver para asistir al entierro de su madre, aunque se había conectado después de la ceremonia con su padre y su hermana por Skype. Antes de alistarse había sido un muchacho dulce y dócil. Pero había regresado a casa… cambiado. Colie no entendía el motivo. Se había empezado a obsesionar con los coches caros y la ropa de diseño, cosas que no se podía permitir con su reducido presupuesto. Había conseguido un empleo en la ferretería local, propiedad de un amigo del reverendo Thompson. Rodney parecía tener un don para vender, pero no paraba de quejarse por los reducidos beneficios. Quería más y nunca estaba satisfecho con lo que fuera por mucho tiempo.

Pero lo que más le preocupaba a Colie era que su hermano no parecía lúcido casi nunca. Sus ojos estaban enrojecidos y a veces se tambaleaba. Le preocupaba que le hubiera sucedido algo malo en ultramar y que no se lo hubiese contado. Sabía que el problema no era el alcohol, pues Rodney casi nunca bebía. Era muy extraño.

Durante el servicio de Rodney en Oriente Medio, J.C. y él solían salir juntos cuando Rodney estaba fuera de servicio. Rod no escribía a menudo, pero cuando lo hacía mencionaba lo que J.C. y él habían hecho durante el tiempo que habían coincidido. Cuando Rodney tenía libre solían salir por la ciudad, algo que, según su hermano, era extraño en J.C., que apenas bebía una cerveza de vez en cuando, nada más fuerte. Igual que Rodney. Pero el hermano que solía bromear con ella, llevarle flores silvestres y sentarse a su lado frente al televisor, parecía haberse marchado. El hombre que había regresado de ultramar era otro, alguien con una oscuridad en su interior, con un deseo de poseer cosas materiales.

Había dejado claro lo que opinaba de las cosas que había en la casa que compartía con su padre y hermana. Eran anticuadas, había sentenciado con desprecio.

A Colie no se lo parecía, le parecía una casa habitada, con vida. La pequeña casa estaba inmaculada, pensó ella mientras miraba a su alrededor. El sofá tenía una funda nueva con un bonito diseño floral en color borgoña. El inmaculado suelo de madera estaba cubierto de alfombras, que ella limpiaba regularmente. No se veía ni una telaraña. La mesita de café de mármol, que su padre había encontrado en una tienda de antigüedades, embellecía el salón, en cuya chimenea abierta rugía un fuego de llamas naranjas, desprendiendo un olor a roble quemado.

Mientras se contemplaba en el espejo del pasillo, Colie concluyó que no tenía mal aspecto. Sus cabellos ondulados de color marrón oscuro le llegaban a los hombros y nunca necesitaban ser rizados pues ya lo eran naturalmente. El rostro era ovalado, dulce y agradable, aunque no hermoso. Los ojos eran grandes y de un color verde oscuro, enmarcados por gruesas pestañas. La boca formaba un arco perfecto. Su cuerpo tenía forma de reloj de arena, con largas piernas siempre embutidas en pantalones vaqueros. No poseía más que unos pocos vestidos y un par de bonitos trajes de pantalón y chaqueta, que usaba para asistir a la iglesia o trabajar como recepcionista y mecanógrafa en el despacho de abogados. Cuando estaba en casa vestía vaqueros y jerséis. En ese momento llevaba uno de color verde claro, manga larga y escote en V, que resaltaba los pequeños y firmes pechos de un modo muy atractivo. Nunca llevaba escotes pronunciados ni vestidos sugerentes. A fin de cuentas su padre era pastor y no quería hacer nada que lo avergonzara ante su congregación. Ni siquiera decía palabrotas.

Rodney sí, y ella le estaba reprendiendo constantemente por ello.

Justo en ese momento su hermano entró por la puerta y se sacudió la nieve de las enormes botas en el porche delantero, parado ante la entrada. El viento entró en la casa y él cerró rápidamente la puerta.

—¡Joder qué frío hace! —exclamó—. Está nevando como un hijo de…

—¿Quieres parar? —lo interrumpió Colie—. Papá es un pastor —gruñó—. ¡Rodney, eres desesperante!

Tenía sus mismos ojos verdes, pero sus cabellos eran espesos y lisos, un tono más claro que los de su hermana. Era alto, de dentadura perfecta y una sonrisa seductora. Lejos de ser un monaguillo, Rodney había pasado su etapa del instituto metiéndose en líos. Y, al parecer, su comportamiento en el Ejército no había sido mucho mejor, dado que lo habían licenciado antes de tiempo.

—Papá sí puede soltar juramentos —replicó él—. ¿Nunca lo has oído?

—Sí, Rodney, suele soltar un «cáspita». Ese es su juramento —Colie miró furiosa a su hermano—. Nada parecido a lo que tú sueltas cuando te enfadas —lo cual hacía con frecuencia últimamente.

—Tengo problemas —Rodney se encogió de hombros—. Estoy trabajando en ello. No olvides que he estado conviviendo con soldados durante varios años, y en combate.

—Intento tenerlo en cuenta —aseguró Colie—. Pero ¿no podrías relajar un poco el tono? ¿Por papá?

—Dios, qué difícil es vivir contigo, ¿lo sabías? —Rodney hizo una mueca y suspiró—. Jamás has pisado fuera de la raya. Nunca te han puesto una multa por estacionamiento indebido o exceso de velocidad, jamás cruzas la calle sin mirar. ¿A qué modelo intentas imitar?

—Solo me comporto tal y como me enseñó mamá —ella torció el gesto con tristeza—. ¿Tú no la echas de menos?

—Era la mujer más buena que he conocido jamás —él asintió—. Bueno, aparte de ti —rio y la abrazó y, durante un segundo, fue ese hermano mayor que ella adoraba—. Eres la mejor, hermanita.

—Yo también te quiero —Colie le devolvió el abrazo antes de arrugar la nariz y apartarse—. Rodney, ¿a qué hueles? —volvió a olisquear—. Parece tabaco, pero no.

—No es más que humo de tabaco —Rodney la soltó, evitando su mirada—. Esa cosa importada. Tengo un amigo que lo consigue.

—J.C. no será, él no fuma —observó ella con curiosidad.

—J. C. no —confirmó él—. Es un tipo que conozco de Jackson Hole. A veces salimos por ahí.

—Ya —Colie sonrió—. Lo siento. Pensé que era marihuana.

—Si yo fumara marihuana en esta casa —su hermano enarcó las cejas—, papá llamaría al sheriff Cody Banks y me haría encerrar en la cárcel del condado en un santiamén. ¡Lo sabes!

—Sí, lo sé —Colie optó por no mencionar que muchos chicos fumaban eso y conseguían hacerlo a escondidas de sus padres. En el instituto había tenido una amiga que incluso presumía de ello.

Ella jamás había consumido drogas, de ninguna clase, sobre todo de las que había que fumar. Tenía los pulmones débiles. No fumaba, punto.

—¿No dijiste que J.C. venía a cenar? —preguntó, intentando no sonar tan ilusionada como se sentía.

—Así es —Rodney frunció los labios al ver la excitación que su hermana se esforzaba en ocultar. Era como un libro abierto, sobre todo en lo concerniente a su mejor amigo—. Llegará en unos minutos. Tenía que hacer un recado para Ren.

—De acuerdo. Aún quedan sobras del pavo de Acción de Gracias y hay que comérselo, y puré de patatas, y ensalada. Le gusta el pavo, ¿no? —añadió con preocupación.

—No es quisquilloso con la comida —Rodney sonrió a su hermana—. Según él, la serpiente no está tan mala, siempre que lleve suficiente pimienta.

—¡Puaj! —exclamó Colie.

—Estaba en operaciones especiales —él rio—. Esos tipos son capaces de comerse cualquier cosa, y lo hacen, cuando están en una misión. Insectos, serpientes, lo que puedan pillar. Un tipo que estaba en la misma unidad de ultramar que J.C. y Ren cocinó hace años un viejo gato, a falta de otra cosa.

—Eso es cruel —ella hizo un gesto de desagrado.

—Era un gato muy viejo —aclaró su hermano—. Dijo que sabía fatal, y todos se pusieron malos.

—¡Me alegro! —exclamó ella con entusiasmo.

—Qué blandengue eres —Rodney soltó una carcajada y la abrazó de nuevo—. Eres como mamá, que adoraba a sus gatos —frunció el ceño y buscó con la mirada—. ¿Dónde está Big Tom?

—Fuera, persiguiendo conejos —contestó Colie—. El enorme siamés adoraba estar al aire libre.

Por la noche dormía dentro de casa a causa de los depredadores, entre los que había osos, zorros y lobos. La casa de los Thompson estaba a las afueras de Catelow, encajada en un bosque de pino contorta y su vecino más cercano era Ren Colter. El rancho de Ren llegaba hasta el límite de la propiedad de los Thompson, pero el ganado no se acercaba tanto como para molestarlos.

—Qué curioso —murmuró Rodney mientras pensaba en Big Tom.

—¿El qué?

—Que J.C. te regalara un gato.

El inusual regalo que J.C. le había hecho por su cumpleaños había conmovido a Colie. Lo había encontrado deambulando cerca de su cabaña y lo había llevado al veterinario para que lo desparasitara y le pusiera las vacunas, y luego se lo había llevado a Colie, que sentía debilidad por los animales abandonados.

Resultó que Big Tom era un gato doméstico y jamás se había afilado las uñas con los muebles. Durante las frecuentes visitas de su padre a los feligreses, el gato le hacía mucha compañía. Rodney estaba en el Ejército y en la pequeña casa solo estaba Colie. Colie y Big Tom.

—Es un gato muy agradable —observó.

—J.C. no es muy aficionado a los animales —Rodney soltó una carcajada—, aunque le gustan. Se le da bien el ganado y hasta el lobo de Willis le permite hacerle caricias y eso, créeme, es todo un logro —añadió soltando un bufido—. Esa condenada bestia casi me arranca la mano cuando lo intenté…

—¡Rodney!

—Mierda —Rodney rechinó los dientes.

—¡Rodney!

—Prepara un tarro —él suspiró resignado—, y echaré una moneda cada vez que se me olvide.

—Si hago eso, dentro de un mes podremos irnos de vacaciones a Tahití.

—Eso no ha sido muy amable —Rod rio.

—Buscaré un tarro grande —contestó ella—, para que eches un cuarto de dólar. Cada vez.

—De acuerdo, Juana de Arco —Rodney respiró hondo y sonrió.

Colie rio por lo bajo y regresó a la cocina para echar un vistazo a la tarta de manzana que estaba en el horno.

 

 

J.C. tenía un aspecto increíblemente atractivo con la zamarra, los vaqueros y las botas. Los negros y espesos cabellos estaban salpicados de nieve.

—Nunca llevas sombrero —murmuró Colie mientras intentaba controlar el temblor de las manos al tomar la zamarra para colgarlo. Era tan alto que tuvo que ponerse de puntillas para retirarlo de sus hombros.

—Odio los sombreros —contestó él observándola colgar la zamarra en el perchero del pasillo. Los ojos grises observaban entornados y con expresión apreciativa el delgado y sexy cuerpo. Iba vestida como una dama, pero él lo sabía todo de las mujeres que desplegaban sus mejores artes cuando había compañía. Por su aspecto, acababa de terminar los estudios, la facultad, supuso, pues le calculó unos veintidós o veintitrés años. En Catelow vivían varios miles de personas y J. C. no se relacionaba con ellas. Lo único que sabía era lo que Rodney le contaba de su hermana, y no era gran cosa.

—Ya me he dado cuenta —Colie se volvió con una sonrisa.

La mirada de J.C. se fijó en los altos pechos y tuvo que contener un feroz deseo que no había sentido en mucho tiempo. Había estado con mujeres, pero esa lo afectaba de otro modo. No sabría explicarlo, y eso le irritaba hasta hacerle fruncir el ceño.

—No me estaba quejando —añadió ella rápidamente al no comprender ese gesto.

—No pasa nada —J.C. se encogió de hombros—. ¿Qué hay de cena?

—Sobras de pavo con salsa de arándanos, puré de patatas, ensalada y tarta de manzana —ella titubeó insegura—. ¿Te parece bien?

—Maravilloso —él sonrió mostrando la perfecta y blanca dentadura que asomaba bajo los sensuales y esculpidos labios—. Adoro el pavo —rio—, y el pollo también, aunque el mío suele estar en un cubo.

—¿Lo metes en un cubo como el que se usa para ordeñar vacas? —Colie abrió los ojos desmesuradamente.

—Hay un asador de pollos —él la fulminó con la mirada—. Te venden pollo, panecillos y…

—¡Cielos, perdona! En qué estaba pensando —balbuceó ella mientras se sonrojaba violentamente—. Entremos. Papá ya está sentado a la mesa.

Rodney inició la marcha, pero J.C. enganchó el jersey de Colie deslizando un dedo por la espalda y la detuvo. Dio un paso al frente y ella sintió el calor y su fuerza contra la espalda. El corazón se le disparó y las rodillas empezaron a temblar.

—Estaba bromeando —susurró junto a su oreja, acariciándola con los labios.

La respiración profunda fue evidente. Todo el cuerpo le temblaba.

J.C. posó las enormes manos sobre sus hombros, sujetándola mientras deslizaba los labios por el cuello en una perezosa caricia que hizo que ella se derritiera por dentro.

—¿Te gusta el cine? —preguntó.

—Pues… sí.

—El sábado por la noche estrenan una nueva comedia. Ven conmigo. Cenaremos de camino en ese sitio de pescados.

—Tú… —ella se volvió sorprendida—, ¿quieres salir conmigo? —preguntó con la felicidad reflejada en los ojos verdes.

—Sí —él sonrió lentamente—. Quiero salir contigo.

—¿El sábado?

Él asintió.

—¿A qué hora?

—Saldremos sobre las cinco.

—Eso sería maravilloso —respondió Colie mientras se zambullía en los ojos grises, feliz con el fuego que había prendido en ella ante la inesperada invitación.

—Maravilloso —murmuró él, aunque la mirada estaba fija en los labios de Colie.

—¿Colie? ¿La cena? —la voz de su padre surgió del comedor en tono divertido.

—Cena —repitió ella aturdida—. ¡La cena! ¡Claro! ¡Ya va!

J.C. la siguió muy cerca, la sonrisa tan engreída y arrogante como la expresión de su rostro. Colie lo deseaba, y él lo sabía sin que se hubiera pronunciado una palabra.

Para sorpresa de Colie, J.C. le sujetó la silla para que se sentara antes de hacer lo propio.

—Me alegra tenerte con nosotros, J.C. —el reverendo sonrió—. Bendice la mesa, Colie, por favor.

J.C. contempló perplejo a los demás agachar la cabeza mientras Colie murmuraba una oración. Él no era muy religioso, pero también agachó la cabeza. Allá adonde fueres…

 

 

Fue una comida agradable. El reverendo Thompson pareció sorprendido ante los conocimientos de J.C. sobre la historia bíblica al mencionar una reciente excavación en Israel que había sacado a la luz algunas reliquias antiguas desconocidas, y J.C. habló de ellas con cierta autoridad.

—Mi madre era del sur de Irlanda. Católica —explicó—. Siempre le estaba pidiendo al párroco que le prestara libros sobre arqueología. Era su pasión.

—¿No podía bajárselos de internet? —preguntó Rodney.

—Vivíamos en el Yukón, Rod —J.C. rio—. No teníamos televisión ni internet.

—¿No teníais televisión? —preguntó Rodney, perplejo—. ¿Y qué hacíais para divertiros?

—Cazar, pescar, cortar leña, aprender el idioma de mis vecinos. Leer —añadió él—. Sigo sin ver la televisión, ni siquiera tengo una.

—¿Lo oís? —intervino el reverendo Thompson mientras señalaba a J.C. con un dedo—. Así es cómo se forman personas inteligentes, no viendo a la gente desnudarse y utilizar malas palabras en televisión.

—Es la costumbre —observó Rodney con complacencia—. Si me deja tener televisión por satélite, es solo porque contribuyo a pagarla.

—El mundo es malvado —insistió enérgicamente el reverendo—. Hay mucha inmoralidad. Es como luchar contra un tsunami.

—Tranquilo, papá, tú haces lo que puedes para detenerlo —intervino Colie con una sonrisa.

—Tú eres mi legado, cielo —su padre le devolvió la sonrisa—. Te pareces tanto a tu madre… Era una mujer dulce. Nunca se dejaba llevar por la multitud.

—Odio las multitudes —afirmó Colie.

—Yo también —añadió Rodney.

—Yo odio a las personas —J.C. miró al vacío—. Hasta la mejor de ellas se volverá en tu contra si le das la oportunidad.

—Hijo, esa actitud es muy dura —observó el reverendo con delicadeza.

—Lo siento —J.C. terminó el pavo y bebió un sorbo de café—. Somos el reflejo de nuestro entorno, tanto como de la genética —miró al hombre mayor con expresión vacía—. He sido engañado por las personas a las que más quería. Eso no anima a confiar.

—Piensa que todos tenemos un propósito —insistió el reverendo con solemnidad—. He oído que las personas llegan cuando lo hacen a nuestras vidas por un motivo. Algunas sacan lo mejor de nosotros, otras lo peor. La vida es una prueba.

—Si eso es así, yo ya he fracasado —Rodney suspiró y asintió hacia Colie—. Tiene un tarro grande. Cada vez que suelto un juramento tengo que echar una moneda. ¡En unos pocos días estaré arruinado! —se quejó.

—¡Eso sí que es creatividad, mi niña! —el reverendo Thompson soltó una sonora carcajada.

—Saldría a saludar al público, pero la tarta se enfría —bromeó ella mientras la servía.

Le pareció que a J.C. le encantaba. Levantó la vista hacia ella, la pilló mirándolo y sonrió. Colie se ruborizó y jugueteó torpemente con el tenedor.

El reverendo observaba la escena con una mezcla de diversión y preocupación. Colie era muy inocente. Sabía cosas de J.C., que había verbalizado su desagrado por la vida familiar y los niños. Colie quería un matrimonio e hijos, J.C. no. Un mal emparejamiento que se convertiría en una tragedia para su hija. Vio claramente el peligro y deseó poder detenerlo.

Tenían familia en Comanche Wells, Texas, una pequeña ciudad de Jacobs County. Podría enviar allí a Colie. Estaría lejos de J.C….

Pero incluso mientras lo pensaba se daba cuenta de lo poco práctico que resultaba. Colie tenía un buen empleo, adoraba Catelow y, si sus continuos suspiros por J.C. significaban algo, entonces ya estaba medio enamorada de él. No había salido mucho con chicos, salvo por alguna doble cita ocasional junto a su vieja amiga, que se había casado y trasladado a Billings. Últimamente no salía nada. Trabajaba, cocinaba y limpiaba, y leía. Hasta el reverendo se daba cuenta de que no era vida para una joven, que debería andar por ahí aprendiendo sobre la vida.

Lo malo era que iba a aprender cosas que él no aprobaba. Miró a J.C., vio cómo miraba a Colie y algo en su interior se tensó como una cuerda alrededor del cuello. Evitó su mirada, sin saber qué hacer. Lo único que tenía claro era que Colie se dirigía hacia un desastre.

 

 

Colie acompañó a J.C. al porche, donde lucía una pequeña luz. Caía una ligera nevada.

—Dicen que se esperan unos quince centímetros de nieve —observó ella con un prolongado suspiro.

—Soy capaz de conducir con más de metro ochenta de nieve —murmuró él—. Si el cine abre, conseguiremos llegar. Si no abre, puedes venir a mi casa y te enseñaré a jugar al ajedrez.

Colie entreabrió los labios, emocionada. Realmente quería estar con ella, no bromeaba. Fijó la mirada en esos ojos color plata y deseó con todas sus fuerzas estar en sus brazos.

Él percibió la mirada. Le pareció divertido. Se sabía su papel de memoria, jugando a la inocente, mostrando la clase de excitación propia de una mujer ante su primera aventura amorosa. Pero no se creía nada de lo que veía. Había conocido a muchas mujeres experimentadas que habían actuado con fingida inocencia, pero que una vez en la cama se habían convertido en gatas salvajes. Supuso que se trataba de una cuestión de confianza. No se fiaba de las mujeres. Tenía buenos motivos.

Pero estaba dispuesto a seguirle el juego. De hecho, conocía algunos trucos que quizás ella no. Se acercó un poco más, la sujetó delicadamente por la cintura y la apartó ligeramente de él.

—Te vas a enfriar —susurró mientras inclinaba la cabeza hasta que sus labios estuvieron justo por encima de los de ella, sin tocar, provocando.

—No hace tanto frío —susurró ella también con voz temblorosa y la mirada fija en esos labios, concentrada en ellos con toda el ansia acumulada que tenía reservada para el hombre adecuado, el momento adecuado, el lugar adecuado.

—¿En serio? —la voz de J.C. era grave, aterciopelada. Frotó su nariz contra la de ella mientras las grandes manos se deslizaban arriba y abajo sobre las costillas, casi rozando los firmes pechos, pero sin tocar.

Ella separó los labios. Los sentía inflamados, como toda ella. No sabía lo suficiente sobre los hombres como para comprender lo que él le estaba haciendo. Era un juego. Un juego muy antiguo. Provocar y retirarse, para hacer que la mujer ansiara más.

—Tengo que irme —susurró él, su aliento mezclándose con el de ella. Estaba muy cerca.

—¿De verdad? —Colie estaba de puntillas, casi suplicando a esa boca firme y esculpida que se cerrara sobre la suya. Casi saboreaba el café.

—De verdad —J.C. volvió a frotar su nariz contra la de ella, provocándola sin tocar sus labios y, de repente, se apartó—. No te quedes aquí fuera, te vas a resfriar.

—De… acuerdo —contestó ella decepcionada, frustrada.

Él lo percibió, y le gustó.

—Te veo el sábado —sonrió—. A las cinco en punto.

—A las cinco en punto —Colie asintió.

—Buenas noches, Colie.

J.C. bajó las escaleras antes de que ella pudiera responder. Se subió al SUV negro, puso en marcha el motor, reculó y se alejó. No miró atrás. Ni una sola vez.

 

 

Colie entró en su casa, frustrada y helada. ¿Por qué no la había besado? Sabía que lo deseaba. La mirada gris que había contemplado sus labios entreabiertos había sido hambrienta. Pero la había apartado. ¿Por qué?

Deseó tener alguna amiga íntima, alguien en quien poder confiar, para hablar de los hombres y sus reacciones. Bueno, estaba Lucy, del trabajo, lo más parecido a una amiga. Pero le daba demasiada vergüenza preguntarle a Lucy, que estaba casada, cosas sobre los hombres y las técnicas de seducción. Lucy querría saber a qué se debía su interés, y le tomaría el pelo, y ella era demasiado tímida para encajar esas cosas. Aun así, se preguntó por qué J.C. había dudado tanto en besarla, cuando era evidente que quería hacerlo. Los chismorreos, películas y programas de televisión explícitos no le habían educado sobre los sentimientos de los hombres y su extraño comportamiento.

Empezó a recoger la mesa.

—¿J.C. se ha marchado? —preguntó su padre.

—Está nevando otra vez —ella asintió y sonrió.

—Ya me he dado cuenta —el reverendo seguía sentado a la mesa, con su segunda taza de café y respiró hondo—. Colie, sé cómo te sientes por él —anunció por sorpresa—. Pero debes recordar que no es de los que se casa.

Colie se detuvo y lo miró con una expresión que provocó en su padre un estremecimiento.

—Nunca has tenido contacto con alguien como él —el reverendo continuó con calma—. La mayoría de los chicos con los que has salido eran parecidos a ti, inocentes y sin contacto con el mundo moderno. J.C. le ha visto las orejas al lobo. Está muy viajado y ha vivido entre hombres violentos…

—Todo eso ya lo sé, papá —contestó ella con dulzura—. Es que… —se mordió el labio inferior—. Nunca me había sentido así.

—Tienes diecinueve años —contestó su padre—. Es normal que te sientas así, pero no debes olvidar que, a pesar de lo que veas en los medios sociales, la gente de fe vive según ciertas reglas. Las nuestras nos dicen que nos casamos, luego tenemos hijos. No fomentamos la intimidad fuera del matrimonio.

—Lo sé.

—Es natural sentirse así, a fin de cuentas somos humanos. Pero el que mucha gente haga cosas inmorales no significa que esté bien. Si un hombre te ama de verdad, querrá casarse contigo, Colie, tener hijos contigo, acudir a la iglesia contigo. Si te relacionas con un hombre sin fe te arriesgas a caer en la misma trampa en la que han caído muchas mujeres jóvenes. He visto el resultado de relaciones rotas en las que había hijos ilegítimos implicados. No me gustaría que mi hija lo experimentara.

Ella quiso mencionar que existían cosas como métodos anticonceptivos, pero se mordió el labio. Su padre, como muchos miembros de su congregación, veía las cosas de manera diferente al resto del mundo. Él estaba totalmente desconectado de cosas que eran naturales para las mujeres jóvenes.

Deseaba a J.C. ¿Qué había de malo en acostarse con alguien a quien amabas? Era tan natural como el respirar, por lo menos eso creía. Nunca había mantenido relaciones con nadie. Una de sus citas la había manoseado por debajo de la blusa, pero sus intentos de desnudarla habían sido interrumpidos, cosa que Colie no había lamentado. Sentía curiosidad, pero ese chico no la había excitado con sus besos.

J.C. sin embargo, le hacía desear con locura algo que nunca había experimentado. Lo deseaba a él. Su cuerpo ardía por primera vez. Y él sentía lo mismo por ella, estaba segura, solo que no entendía por qué se había apartado tan repentinamente, por qué no la había besado. Resultaba inquietante

—Piensa en tu madre —añadió el reverendo al comprobar que sus argumentos no producían ningún efecto.

—¿Mamá? —ella alzó la mirada.

—Era el ser humano más moral que he conocido jamás —él asintió—. Esperó al matrimonio. Y yo también, Colie —reveló por sorpresa—. Yo la amaba más que a nada —bajó la mirada—. La vida sin ella estaría vacía si no fuera por mi fe y mi trabajo. Sigo adelante porque es lo que ella querría que hiciera —levantó la vista—. Ella esperaría que vivieras una vida moral.

«Sin duda», afirmó Colie para sus adentros. Aunque quizás su madre no había sentido tanto deseo como ella, por muy enamorada que estuviera. Sus padres se habían unido en otra época, cuando las cosas en una pequeña ciudad eran menos permisivas. Por el amor de Dios, la mitad de los jóvenes de la ciudad mantenía relaciones. Y solo unos cuantos se casaban.

—Cuando vives con una persona, llegas a conocerla y así sabes si es la indicada para casarte con ella —se atrevió a sugerir Colie sin levantar la mirada.

Su padre respiró lentamente y tomó un sorbo de café.

—Es tu vida, Colie —afirmó con dulzura—. Eres una mujer adulta y no puedo decirte cómo vivir. Solo puedo contarte que muchas de las personas que viven una relación así no terminan por casarse. No existe un compromiso verdadero, no como en un matrimonio, donde traes niños al mundo y los crías. J.C. no quiere tener hijos.

—Podría cambiar de idea —señaló ella.

—Podría. Pero dudo que lo haga. ¿Cuántos años tiene? ¿Treinta y dos? Si a su edad sigue pensando así, es poco probable que cambie. Y, además —añadió el reverendo con calma—, no puedes relacionarte con alguien con la idea de que podrás cambiar las cosas que no te gustan de él. La gente no cambia. Las malas costumbres solo empeoran.

—El que no le gusten los niños —sugirió Colie mientras movía los cubiertos sobre el plato vacío— podría cambiar si tuviera un hijo.

Su padre cerró los ojos y se estremeció.

Colie se dio cuenta y se sintió herida.

—Papá, no puedo evitar sentir lo que siento —y entonces lo soltó—. ¡Estoy loca por él!

—Lo sé —el reverendo respiró hondo, levantó la vista y percibió la obstinada determinación de su hija. Tras terminarse el café se levantó y la besó en la mejilla—. Siempre estaré aquí para ti. Siempre. Hagas lo que hagas. Soy tu padre y siempre te querré.

A Colie se le llenaron los ojos de lágrimas. Soltó los platos y abrazó a su padre mientras lloraba.

El reverendo le dio una palmada en la espalda y le besó los cabellos, como solía hacer cuando era pequeña y corría a él en busca de consuelo. Siempre había sido así. Amaba a su madre, pero era la niña de papá.

—Todo saldrá bien —afirmó él en un intento de tranquilizar a… los dos.

—Claro que sí —contestó ella luchando contra las lágrimas.