OCTAVO

La miro con la tenue luz de algunas velas que encontré y dejé que ardieran en la pequeña mesa junto a la cama. Se siente como si no fuera correcto tocarla mientras duerme, pero quiero intentar curar sus heridas. Parece que sé algunas cosas sobre curar heridas, aunque no entiendo cómo. Me concentro en ella, en sus detalles, su olor. Sin ese esfuerzo, me perdería a mí mismo.

Ella se contrae y jadea. Antes incluso de acercarme, se queja y tira de sus ataduras.

—No… Uhh, no… Desátame, por favor…

Mientras me arrodillo al lado de la cama, ella se aparta lo más lejos que puede, con el brazo encadenado extendido. La velocidad y la fuerza de sus emociones son un poco sorprendentes para mí. Ella está llorando y se muestra furiosa al mismo tiempo.

—¡Desátame, pedazo de mierda! ¡Hijo de puta! —y entonces cierra los ojos y se aleja de mí, acurrucándose; su tobillo sangrante deja una franja de sangre en la sábana. Me muevo al otro lado de la cama para verla a la cara, pero ella se aleja otra vez. Me muevo hacia atrás y se aleja. Finalmente, desesperado, sujeto su cabeza y la volteo hacia mí. Ella gruñe algo que no entiendo bien, luego me escupe.

No hacer daño —le digo con señas.

Columpia una pierna hacia arriba y la enreda alrededor de mi cuello. Antes de que me dé cuenta de lo que está pasando, ella me tira a la cama y aprieta mi cuello entre sus rodillas. Mientras las separo, me golpea con fuerza en el hombro lesionado y luego en un costado de la cabeza. Me caigo hacia atrás en el suelo y mi casco golpea el borde de una silla.

—¡No te atrevas a tocarme! —grita.

Me paro y doy dos pasos atrás, mi cabeza palpita y mi hombro me pica. Me enfoco ahora. Esto va a ser más difícil de lo que pensé. En realidad, no pensé en absoluto. Sólo la cargué y corrí. Parecía una buena idea en ese momento. Ahora me tomo un momento para reconsiderar mis opciones.

Podría dejarla, dejarla morir.

No, no puedo hacer eso. No después de encontrarla de nuevo. Eso tiene que significar algo.

Podría esperar que sus heridas no sean tan graves como creo que son.

Estoy bastante seguro de que lo son.

Podría tratar de encontrar a su gente.

Ellos me matarían. O peor aún, mi gente la mataría. Podría intentar noquearla, como lo hice en la casa rodante.

Ah, no. Todo menos eso. Piensa.

Puedo dominarla. Soy mucho más fuerte que ella, a pesar de su espíritu de lucha. Pero la sola idea me hace sentir enfermo. Habrá gritos y llanto. Y el olor de su miedo ya casi me ahoga.

Por favor —hago la seña pero, por supuesto, ella no conoce las señas.

Su rostro está empapado en sangre, mocos y lágrimas. Levanta su brazo lesionado para limpiarlo, pero creo que los dos huesos de su antebrazo están rotos. Ella jadea y gimotea cuando su mano flota de manera antinatural.

Hay un baño en la habitación de al lado. Voy allí para tomar las toallas, y cuando vuelvo ella se ha arrastrado hasta el poste de la cama y está mordiendo la atadura de su muñeca. Su boca ya está ensangrentada.

Detener, detener —hago la seña.

Dejo caer las toallas e intento apartar sus dientes. Ella gira la cabeza y muerde mi mano. Dura. No hay forma de que ella pueda morder el guante de la armadura, pero igual lo siento. Podría romper su mandíbula tratando de apartarla de mí. En vez de eso, le pellizco la mejilla con fuerza. Grita y me suelta. Un moretón rojo brillante florece en su rostro. Mis huellas dactilares.

Lamentar. Lamentar. Repetir lamentar.

—¿No puedes hablar? ¡No sé lo que significan esas señas! —gruñe a través de sus dientes ensangrentados.

Por supuesto que no entiende. Podría tratar de enseñarle algunas, pero no tengo tiempo. Su pierna todavía está sangrando, su pantalón y su bota ahora están empapados de sangre. El dolor de su brazo debe ser insoportable.

Arrodillándome de nuevo a un lado de la cama, me estiro con una de las toallas. Creo que tal vez ella está demasiado cansada para moverse, porque aunque se tensa, me deja limpiar un poco de la sangre de su boca.

—¿Qué quieres de mí?

Pongo las toallas en la cama.

Arreglar.

—¿Qué significa eso?

Apunto hacia su brazo. Roto. Esta seña es obvia. Roto.

—Mi brazo está roto. Sí, lo sé.

Volteo la seña de roto al revés y la hago otra vez, hacia atrás.

Arreglar. Roto. Arreglar. Roto.

—¿Quieres arreglar mi brazo?

Ahhh, gracias. Asiento con la cabeza. Señalo a su pierna y subo uno de mis dedos.

—¿Primero mi pierna?

Mi mente se inunda de un alivio vertiginoso. Puedo hacer esto si logro hacer que me entienda. Descanso mi frente en la cama, asintiendo, tratando de mantener mis pensamientos de remolinos de vapor. Cuando levanto la vista, ella me está mirando fijamente, con los ojos bien abiertos, hinchados y rojos.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

Asiento.

Ella luce enferma cuando comienza a hablar, y el poco color que quedaba se drena de su rostro.

—¿Tú me hiciste esto? ¿En el estadio? ¿Fuiste tú quien me golpeó?