Ella despierta gritando. Mi primer instinto es mantener las manos sobre los oídos.
Las píldoras no funcionan. Ella va a morir. Todo lo que puedo hacer ahora es observar.
No está bien. Podría dejarla. Regresar con mi gente. Nadie lo sabría.
Debería dejarla.
Debería.
Dejarla.
Pero no puedo. Me arrodillo junto a su cama y busco su abrasadora mano. Ella se aferra a mí, pero débilmente. A medida que su grito disminuye, su temblor se extiende hasta mis dedos y mi brazo, dentro de mi mente.
Hermosa humana. No dejar.
Me ahogo. Mi garganta se convulsiona alrededor del tubo. El grueso líquido fluye a través de mí. De repente, estoy enojado, tan enojado por el calor en ella, el fuego que la está matando. Podría aplastarlo, romperlo, matarlo, matar…
Humana. Muchacha valiente, poner bien. Por favor. Deber. Obedecer.
Piensa. Intenta pensar.
Si ella muere, saltaré de la terraza. Estamos en el piso cuarenta. La caída me mataría, ¿cierto? No podría sólo alejarme de ella si no se recupera. No puedo volver a la misión. Cierro los ojos y pienso en ese otro Octavo quemado en el camino y desearía intercambiar mi lugar con él, o haberme quedado con él. No quiero estar solo. Y nadie me extrañaría.
Desaparecido. Importante.
¿Sexta? ¿Deber hacer? Decir hacer. Necesitar hacer.
Ah, mi mente está averiada, mis recuerdos escapan. Ella es tan transparente como una nube. Su cabello reposa en húmedos bucles alrededor de su cabeza. Su rostro todavía luce negro y azul e hinchado. Huele a muerte, lágrimas, desechos, jabón, agujas de pino. Es más bella que una telaraña o un diente de león. O un copo de nieve.
Un copo de nieve.
La terraza.
Nieve.
La puerta de la terraza ha estado abierta durante horas, para dejar entrar el frío aire de la noche. La llevo afuera. Una gruesa capa de nieve se extiende alrededor de nosotros.
Hay un pequeño giro en mis pensamientos. Podría saltar sobre la barandilla con ella en mis brazos, pero ella nunca elegiría eso. Ella escogió la vida antes. Ha elegido la vida una y otra vez. Quiere vivir.
Se suponía que debía poner un dardo en ella.
“No tienes que hacer esto”, dijo.
Sí, yo recordar.
Puedo simplemente alejarme.
Pero no poder, bonita Diente León. No poder alejar.
“Por favor, no me mates”, dijo. Sacudí la cabeza. Le dije que no lo haría.
Hice una especie de promesa.
Nunca podría matarla. Nunca podría dispararle un dardo. Todo menos eso.
Ella se hunde en mis brazos. Sobre el viento que sopla alrededor de mis sensores de audición, ya no puedo oír el latido de su corazón.
Por favor, no matar, chica humana.
Mientras la recuesto, sus brazos se desploman por encima de su cabeza. Los muevo, haciendo alas para ella en la espesa nieve.
Ángel.
La palabra se arrastra por detrás de la puerta, se burla de mí con la posibilidad, luego azota la puerta detrás de sí misma.
Sexta era un ángel verde y vacío en la hierba, con alas de sangre negra. Éste es un ángel de hielo brillante, con copos de nieve en su cabello.
Nunca supe su nombre.