RAVEN

La mañana siguiente me saluda con un dolor de cabeza, un dolor de cabeza que te encoge hasta las pelotas, habría dicho Xander, además de los dolores en mi cuerpo. Hay un tazón con cereales secos en la mesa junto a mí, y un vaso de agua. Alineados ordenadamente junto a varias botellas de píldoras de prescripción. Leyendo las etiquetas, creo saber por qué los únicos recuerdos que tengo de mi enfermedad se sienten como sueños alucinógenos.

Oxicodona. Percocet. Un par de diferentes antibióticos. El Nahx debe haberme dado esto todo el tiempo. No me extraña que tenga dolor de cabeza, estoy bajando la cantidad de opiáceos. Perfecto. Tomo la colección de frascos y tiro todo en un pequeño basurero que encuentro bajo la mesita lateral. No necesito sumar un problema de drogas.

El penthouse está callado.

—¿Hola? —grito. No hay respuesta.

Mi cabeza palpita cuando me paro e intento poner mi peso sobre mi pierna herida. Se siente peor que ayer, pero tal vez se deba a que está pasando el efecto del pesado cóctel de drogas. Lo que necesito es alguna aspirina o ibuprofeno, pero la búsqueda hará que el dolor empeore. En segundos mi mente otra vez está lanzando maldiciones silenciosas contra el Nahx. Es difícil pensar en algo más con mi cabeza martillando así, pero no me pasa desapercibida la importancia de que me encuentre sola. Podría irme ahora, huir. Bueno, alejarme cojeando. Casi río de la idea mientras doy dos pasos tentativos y el dolor se dispara desde mi pie hasta mi cadera.

Una agonizante eternidad después, estoy en el baño del pasillo, pero el gabinete de los medicamentos está vacío, y mi cara hinchada y magullada me hace una mueca en el espejo biselado. Bajo los moretones, mi piel luce terrible, de un color caqui apagado en lugar de mi normal marrón dorado, y mis pecas parecen insectos tristes que se arrastran por mis mejillas. Mi afro luce como se esperaría de alguien que ha estado en la cama por más de una semana: encrespado, aplastado, desequilibrado, pero no tengo ni la energía ni las herramientas para arreglarlo.

Enfocarme en mi reflejo sólo empeora el dolor de cabeza. En lugar de soportar el largo viaje hasta el otro dormitorio para buscar analgésicos, cruzo a la cocina. Es un lío fascinante. Todos los platos están fuera de los gabinetes y se encuentran esparcidos por el mostrador. Otra pila de botellas de píldoras cubre el escurridor. Ninguna es de analgésicos. Las toallas y las sábanas están amontonadas, algunas rotas en tiras. Y hay cajas y latas de comida en todas partes, no sólo en los gabinetes, sino en la barra de desayuno, en la parte superior de la estufa. No estoy dispuesta a abrir la nevera. No estoy segura de querer saber qué pestilencia se esconde allí después de… ¿Cuánto tiempo habrá pasado desde que un humano vivió aquí? ¿Seis meses?

Un humano aparte de mí, quiero decir.

El Nahx ha estado creando un pequeño tesoro, al parecer. ¿Planea mantenerme aquí para siempre? Mis ojos caen sobre el juego de cuchillos. Hay uno que parece bastante filoso. Si yo tuviera algún tipo de funda, podría guardarlo conmigo, pero es difícil ocultar un arma en este pijama de hombre. En las calcetas, tal vez… podría guardar uno en mi calceta.

Hay un leve ruido detrás de mí, y doy media vuelta sin pensar, con el cuchillo levantado en mi mano, lo más cerca que puedo de una postura defensiva.

Es sólo él, el Nahx, Augusto. Lo reconozco por el estado desgarrador de las placas de su armadura, la suciedad, los arañazos, la cicatriz en forma de estrella en su hombro. Él no parece reaccionar a mi cuchillo más allá de inclinar la cabeza lentamente hacia un lado. Desliza el rifle de su hombro y lo pone en la barra de la cocina.

—No vuelvas a asustarme —digo—, a menos que quieras terminar fileteado.

Antes de que yo pueda siquiera parpadear, me quita el cuchillo de la mano, con tanta facilidad como si se lo hubiera entregado como un regalo. Doy un paso atrás mientras pone su palma en el mango del cuchillo. Levanta el cuchillo por encima de su cabeza y lo golpea con fuerza en el dorso de su mano.

—¡No! —tapo mi boca con la mano.

Hay un fuerte silbido cuando la hoja se parte en dos. Me la muestra antes de arrojarla.

Retrocediendo, lo miro extender la mano. Señala el empalme en su armadura sobre su muñeca, dobla su mano hacia arriba y hacia abajo para mostrarme las placas de apertura y cierre. Señala su codo y la cicatriz en su hombro. Puntos débiles.

Ahora estoy acorralada contra el mostrador mientras él avanza. Giro para alcanzar el bloque de cuchillos, pero él llega antes que yo y lo empuja con fuerza contra el suelo, donde se estrella y se aleja. Un cuchillo largo y afilado permanece en su mano. Él lo gira y extiende el mango hacia mí. No me muevo, pero él asiente de manera alentadora, extendiendo el cuchillo, invitándome a tomarlo.

Se lo arrebato y lo sostengo, apuntando a su garganta. Retrocede la cabeza un par de veces y se adelanta.

—No te acerques más —digo.

Da otro pequeño paso, hasta que su cuello se encuentra presionado contra el filo de la hoja. Siento cómo se encaja entre las placas. Si le diera un fuerte empujón, le atravesaría la garganta. Quiero hacerlo. Después de todo lo que he visto hacer a estos monstruos, en verdad quiero. Y creo que me está desafiando.

Retiro el cuchillo y lo aprieto contra mi pecho.

—Aquí sólo hay un asesino.

Sisea abruptamente y se aleja de la cocina, cruza la sala de estar y sale por la puerta del pasillo. Después de que sus pasos se desvanecen, noto que dejó su rifle.

Amarro con torpeza una toalla alrededor de mi cintura, hago una especie de funda para el cuchillo, y lo guardo ahí. No puedo saber cuándo regresará por su rifle, pero en tanto puedo verlo de cerca. Es de color gris mate, metálico, igual que él. Incluso huele un poco como él, vagamente químico y ahumado, como el carbón. Es mucho más pesado que cualquier rifle que haya sostenido jamás, tan pesado que cargarlo sería difícil para cualquiera, salvo para los más fuertes soldados humanos. Pero los Nahx son muy fuertes. Lo sabemos.

Durante meses he querido ver de cerca una munición de dardo. Los únicos que he visto estaban gastados, y completamente vacíos, sin un rastro de la toxina para estudiarla, según un video que vi. Con la torpeza que me da el brazo vendado, apoyo el rifle en la barra de desayuno y pruebo algunos interruptores y palancas. Cuando giro algo, se escucha un fuerte chirrido y un segundo más tarde un dardo golpea la puerta de un armario.

Avanzo cojeando para inspeccionarlo, pero oigo al Nahx golpeando de nuevo por el pasillo. No debe haber estado muy lejos. De regreso en la puerta del frente, estoy tan sorprendida por la velocidad con la que cruza la sala de estar que sin querer disparo el rifle. Él atrapa el dardo en el aire y lo lanza a través de la habitación. Sus manos cortan el aire cuando arremete hacia mí.

Romper, ROMPER.

Reconozco ésa. Y me señala mientras tropiezo hacia atrás, deslizando su pulgar a través de su garganta.

Matar. Romper.

—¡No! —arrojo el rifle por el suelo, me tiro en cuclillas en la esquina, me acurruco para protegerme.

Deja de moverse, se queda quieto, sin contar su respiración. Después de un momento en que lo miro por debajo de mi codo, ardiendo con rabia, de tan asustada que apenas puedo moverme, él levanta las manos, con las palmas al frente y sacude la cabeza. Se agacha lentamente, recoge el rifle y lo desliza a sus espaldas.

Se deja caer sobre una rodilla y hace algunas señas. Romper me vuelve a decir, y apunta hacia mí, levanta una mano como un medio encogimiento de hombros.

¿Tú romper?

—No, no estoy herida —pero estoy temblando y luchando por no hacerlo. Es el síndrome de abstinencia, me digo. Frío, temblores, náuseas. Tal vez sea la prolongada infección. No creo que ayer me hubiera asustado de esta manera, pero estaba drogada.

El Nahx palmea su rifle.

Lastimar —él hace la seña con firmeza. Es una advertencia, no una amenaza.

—No volveré a tocarlo. Sólo quería saber cómo funcionan los dardos.

Inclina la cabeza hacia un lado de nuevo, recuperando el rifle. Con un clic, saca uno de los dardos. Lo sostiene.

Nunca he visto un dardo tranquilizante de veterinario en la vida real, de hecho, pero éste se parece un poco a los que he visto en los documentales sobre animales. Es como la versión futurista, y tal vez sea sangre corriendo en mis oídos, pero parece que zumba.

No. Tocar. Lastimar. Matar.

—De acuerdo, no lo haré —me sorprende cuántas de sus señas parezco conocer ya. Son intuitivas y vagamente lo recuerdo hablando conmigo mientras yo estaba medio consciente. Supongo que absorbí algo de eso.

Golpea su palma en su pecho y se levanta, sosteniendo su mano abajo, para mí.

—No necesito ayuda.

Retrocede mientras lucho para levantarme. Entonces nos vemos a la cara, él imponente sobre mí, yo pequeña, indefensa, adormecida por las drogas, doblada por el dolor. No creo que hubiera mucha pelea si llegáramos a eso. Tengo el pequeño cuchillo… ya es algo. Y tengo mi odio, mi miedo, mi rabia.

—¿Sigues usando ese rifle? ¿A eso sales en el día? ¿A encontrar supervivientes y matarlos?

Sacude la cabeza. Quiero que se vaya ahora, para poder sufrir en paz. Mi cabeza está ardiendo, palpitando tan fuerte que veo estrellas. Pero trato de pensar como un soldado, o una superviviente, intento ignorar el dolor y lo asustada que estoy. Tengo que… ¿hacer que se preocupe por mí? ¿No es así como funciona en el cine? Pero ése no es mi estilo. Y quizá no haría ningún bien de todos modos.

—¿Por qué llevas el rifle por ahí si no lo usas?

Suelta el aliento, como si estuviera pensando en ello.

Ver bien.

Resoplo una risa, asfixiando el pensamiento de lo humano que es. Así que quiere estar armado por razones de moda, como un hombre. Pero mientras él se mueve para dejarme, mi mente se desplaza hacia otro pensamiento. No creo que haya dicho que su rifle se vea bien, creo que dijo que se ve correcto, como si en el mundo exterior él tuviera que verse como el resto de ellos.

—¿Augusto?

Se vuelve en la puerta.

—¿Hay… otros… como tú? ¿Allá afuera?

Asiente.

Tú quedar. Poder herir.

Una advertencia, no una amenaza.

Hacemos una pausa en ese punto, mientras asimilo esa realidad. Entonces, hay algo de secreto en lo que está sucediendo aquí, en lo que está haciendo conmigo. Tal vez debería sentirme reconfortada porque me protege de otros de su clase, pero también hay algo horrible en ser la consorte secreta de un monstruo. Tal vez lloraría, si no pensara que mi dolor de cabeza se transformaría de un dolor que encoge las pelotas a uno que pare el corazón.

—Ya no puedo tomar esas píldoras que me encontraste —digo, volviéndome a mirar por la ventana, a la nevera, a cualquier parte excepto a él—. Me harán enfermar. Necesito unas que vienen en frascos blancos más grandes, no las pequeñas amarillas. ¿Podrías buscarlas para mí?

Da un paso adelante y abre el angosto armario junto al lavabo. Está repleto de medicinas, banditas, protector solar. Un montón de ibuprofeno. Quien vivía aquí estaba bien provisto.

Augusto confía en que yo determine las dosis con estas píldoras, supongo. Se vuelve hacia la puerta y se aleja. Desaparece en el pasillo.