Todavía muy arraigada en el populacho sardo está la creencia que la excomunión del papa o igual de un simple sacerdote, lleve de verdad unas maldiciones sobre a quién se le echó y sobre sus generaciones.
A ese propósito he encontrado entre otras también esta leyenda. En una aldea por los alrededores de Nuoro había un rico monasterio cuyos frailes mandoneaban no solo sobre sus propiedades y sus subalternos, sino sobre todas las tierras y los habitantes cercanos. Por eso estaban por lo general muy malquistos, y ya, secretamente, los aldeanos habían enviado muchas súplicas al Santo Padre porque pusiera un freno a sus vejaciones. Pero en Roma se pensaba a otra cosa que a la pequeña aldea sarda: entonces un grupo de jóvenes un poco descomedidos y sin perjuicios decidió armársela un poco a los monjes, para desacreditarlos a los ojos del papa y signar así su ruina. La ocasión los favoreció muy extrañamente. Un día de fiesta, en que en la iglesia del monasterio se celebraban solemnes funciones, de repente murió un niño, quizás hijo de uno de los conjurados contra los monjes. Sin que en la aldea corriese el rumor aquellos jóvenes cogieron el cadavercito y lo tiraron, de noche, en un pozo del claustro.
El día siguiente toda la aldea comentaba sobre la desaparición del niño, que el día anterior los habían visto merodear, sano y contento, con los demás niños de su edad, por las naves de la iglesia de los monjes. ¡Y busca y busca y busca y por fin encontraron el cadáver en el pozo! ¡Hay que imaginar la indignación y el furor del pueblo! Porque de pronto se dijo que el niño había sido matado bárbaramente por los frailes, y quien sabe por qué. Por poco escamparon al pueblo, pero llegada la noticia del terrible delito a la corte del Juez de Logudoro este, de acuerdo con el papa, emitió un bando, que se destruyera el monasterio y los monjes fueran mandados en exilio.
Sin éxito los pobres trataron de justificarse; ni en Roma ni en Ardara, sede en aquel entonces de los Jueces, se le concedió audiencia ni piedad. Se derrocó el convento y los monjes, bien fuertes y opulentos, se marcharon errabundos. Pero antes de irse echaron sus más formidables excomuniones sobre los habitantes de la aldea y sobre sus descendientes. De hecho, desde entonces, la maldición gravó sobre esta aldea: las pestilencias, las caristias, las desgracias más inauditas cayeron en cada tiempo sobre él, y, no siendo suficiente, los habitantes, corroídos por los odios y por las enemistades más funestas, se arruinaron entre ellos, masacrándose y desbaratándose mutuamente.