Esta leyenda la leí hace tiempo en un periódico literario sardo, La terra dei nuraghes, escrita diáfana por Pompeo Calvia, uno entre los más grandes de los poetas sardos.
Es sobre la iglesia de San Pedro de Sorres, cerca de Torralba: una antigua iglesia histórica, ahora casi arruinada, considerada, dice Calvia, como el más antiguo monumento de arte medieval que reluzca la provincia. La dulce y misteriosa leyenda cuenta que vivía antiguamente, quizás sobre el año mil, un joven maestro de Sorres, artista, poeta gentil; que volviendo a su pueblo después de estudiar en el otro lado del mar, donde el taller de un pintor y arquitecto famoso, observó en la aldea una ventana misteriosa «donde con mucha gracia y abundancia crecían las rosas, y las campánulas se entrelazaban con las espirales de las pequeñas columnas», que no se abría nunca, y que entre las flores nunca asomaba ninguna cabeza. Solo cada mes un tapiz tejido con astros, de figuritas y de hojas de laurel, ondeaba ligero sobre el antepecho, pero la mano que lo tendía y lo retiraba era invisible. Animado por la curiosidad el joven artista pidió informaciones sobre aquella casita arcana; pero nadie supo dárselas. El misterio más intenso reinaba en su entorno.
Entonces el joven se fue a orejear por aquella ventana y oyó solo una suavísima voz de mujer que cantaba «como un canto de cisne que muere», y sentía también el ruido ligero de una lanzadera de un telar que se movía.
Consumido por la curiosidad otra noche cogió su mandola y cantó una triste y apasionada canción debajo de la ventana extraña. Luego, debido a que la nieve empezó a caer y la noche era cruda, tocó a la puerta pidiendo asilo y diciendo que era un transeúnte perdido. Pero una voz suave le contestó: «Yo no tengo pan para dejarte, en mi pequeño lecho no hay que espinas; miles y miles de escalones graneados tienes que subir para llegar donde yo estoy que tan cerca te parezco. Cuando llegues soy fría como la muerte. ¡Transeúnte, vete!». Como él insistió ella le aconsejó que buscase amparo en la iglesia cercana, pero él replicó que la iglesia estaba arruinada y adentro nevaba como afuera.
«¡Hagas una, entonces!» exclamó la voz.
«¡Yo la haré si tú me inspirarás el dibujo!»
«¡Te lo daré, vete!» Y la voz dejó de hablar.
El joven se fue, y después de muchos meses vio en la ventana tendido un magnífico tapiz con una iglesia pisana allí bordada. Era maravilloso: se podía vere todo el interior, con los más mínimos particulares, y el artista lo entendió inmediatamente y se grabó en la cabeza aquel diseño. Pero se necesitaba mucho dinero para construir un semejante templo y el pueblo era muy pobre. ¿Qué hacer? El joven, enamorado perdidamente de la misteriosa moradora de Sorres que le había propuesto la construcción de la iglesia, decidido en cumplir su promesa con el fin de llegar a conocerla, pintó una Virgen en campo de oro, con un almendro florecido en la mano, y regaló la exquisita pintura suya a la vieja iglesia cadente. Todos admiraron aquella pintura, y una mañana vieron que la Virgen en lugar del almendro sujetaba en la mano, una iglesia. Era parecida a la del tapiz, y había sido el joven que, colándose durante la noche en la iglesia la pintó, borrando el almendro. ¡Se gritó el milagro, y de pronto se dijo que la Virgen quería una iglesia así! Entonces un frailecito cogió la pintura milagrosa y recorrió los castillos y los condados y las villas recogiendo el dinero y ofrendas para la construcción de la iglesia. Y cuando llenó de oro muchos cofres propuso al joven maestro de Sorres de edificar el templo. Él aceptó: se llamaron a muchos obreros para la obra y en poco tiempo – a pesar de los malos espíritus que cada noche destruían el fabricado –, la iglesia surgió, ¡bella y rica como en el dibujo del tapiz!
La noche anterior al día de la consagración, mientras toda la aldea, animada por las gentes de las aldeas cercanas, celebraba el gran acontecimiento, el joven maestro se fue a la casita misteriosa y tocó a la puerta.
«¿Quién eres tú?», preguntó la dulce voz encantadora.
«He venido a coger una flor de tus manos para ponerlo donde la Virgen, suspiró el joven, ábreme!...»
«Está bien, voy.» La puerta se abrió por encanto y el joven se encontró delante a la misteriosa, que parecía vestida de plata, con una estola negra sobre el vestido, esparcido y rubio era el pelo en los hombros y muy pálido el rostro que mucho resaltaba delante de los bordados de las paredes, que siempre iban cambiando, en entrelazamientos de arabescos y figuras perfectamente bordadas y diseñadas. En el medio de dichos tejidos, inmutable resaltaba la iglesia de San Pedro de Sorres. Por un lado, estaba el telar, y de oro parecían todos los hilos. La bella parpadeó con los ojos serenos, sin mutarlos, toda compuesta en la suavidad del acto como las figuras que se ven en los mosaicos bizantinos. Tenía en los pies ramitas de olivos y en las manos ramas de laurel con bayas de oro.
La bella dejó caer una hoja de laurel, y él se agachó para recogerla, y como vio que la mujer empezó a acercarse, tan bella como los sueños del ideal, el joven se acercó y un beso le dio en aquellos labios divinos. ¡Pero nada más besarla, se sintió todo un hielo como de agotamiento por los miembros, y caído a sus pies, mirándola dulcemente, murió!