Después de firmar el contrato y entregárselo a Jorge, Berta solicitó un día adicional de permiso además del que le correspondía para ir a su casa a recoger el equipaje que necesitaría durante todo el verano. Sobre todo, ropa de baño porque había cogido el hábito de bajar a la playa después del almuerzo y salir a nadar también por la noche tras la jornada laboral.
Con el uniforme definitivo que le habían proporcionado consistente en el habitual pantalón negro y un polo con el logo del hotel y la palabra Animadora bordado en el mismo, no necesitaba mucha ropa. No obstante, quería algo para cuando saliera con Celia o con Jaume en su día libre, pues ambos se habían ofrecido a enseñarle la amplia oferta de ocio con que contaba Tarragona.
Al principio nadaba por la noche para fastidiar a Jorge, para dejarle claro que no pensaba aceptar sus órdenes ni sus sugerencias, pero después de varios días comprobó que le relajaba muchísimo la tensión del día ese rato a solas con el mar y sin que la playa estuviera plagada de bañistas.
El lunes bien temprano subió al coche y enfiló el camino hacia Jaraíz de la Vera, donde estaba situado el centro de ocio y multiaventura de su familia. Tenía pensado almorzar en Madrid para hacer en dos veces las siete horas y pico de camino. Le gustaba conducir, sobre todo fuera de los grandes núcleos urbanos.
Se sentía libre sin el estricto horario que tenía en el hotel. Con música a volumen alto, disfrutó de la conducción, del paisaje y de la satisfacción de haber conseguido el trabajo a pesar de sus frecuentes oposiciones a las estrictas ideas de Jorge.
Llegó a Jaraíz a las cinco de la tarde, a tiempo de tomar un café con su familia. Lucía se encontraba, como cada verano, en la enfermería; su padre, en una ruta ciclista, pero su hermano disfrutaba de una siesta tras haber realizado una excursión a caballo por la mañana. En el centro de ocio, y en verano, todos trabajaban en las actividades que ofrecían.
—¡Hola, peque! —saludó a Darío.
—Lo de peque lo dirás por la edad, ¿no? Porque por el tamaño… —especificó enterrándola en un abrazo.
Se sintió minúscula contra su amplio pecho. A pesar de que era seis años mayor que él, le sacaba una cabeza y veinte centímetros de ancho de espalda.
—Por supuesto. ¿Me invitas a un café? Me he levantado muy temprano para llegar pronto y veros al menos unas horas.
—Mamá ha preparado el pastel de carne que tanto te gusta. Pensará que te alimentan mal en el hotel de cinco estrellas.
Aunque el resto de las comidas solían hacerlas en el comedor del centro, desde que Lucía y su padre se mudaron a la casa, las cenas las hacían en ella, en familia y sin el bullicio de los huéspedes y el resto de la familia.
—La comida del personal es muy buena, el director no es tacaño en absoluto a la hora de alimentarnos.
—¿En otros aspectos sí?
—No, tacaño no es. Tiene otros defectillos, pero ese no.
—¿Sigue sin agradarte?
—No es que no me agrade, solo chocamos mucho a la hora de llevar a cabo las actividades. Pero lo voy reconduciendo. ¡Hasta he conseguido que monte un karaoke bastante profesional! Eso sí, me ha hecho instalarlo en una sala insonorizada.
—Te lo vas a pasar bomba, con lo que te gusta cantar.
—Es para los huéspedes. Al personal solo nos está permitido usar la playa, y porque no puede ponerle puertas al mar.
—Pero seguro que tú encuentras el hueco para hacer tus pinitos sin que se entere nadie.
—Seguro que sí.
—¿Qué tal con el personal, aparte de tu jefe?
—Bien. He hecho bastante amistad con la recepcionista de la mañana y uno de los botones; son de mi edad. Solemos ir a la playa a mediodía cuando nos coinciden los turnos, y también hemos hablado de salir alguna noche por ahí el día que yo descanse.
—Mi hermanita haciendo amistades, como siempre.
—Por supuesto. —Era muy extrovertida y necesitaba la compañía de los demás en su vida—. Tomemos ese café y luego me pondré a preparar el equipaje. Mañana quiero salir también temprano. Con tantas horas de camino, prefiero ir sobre seguro. Nadie está libre de un pinchazo, una avería o cualquier otro contratiempo, y no quisiera incurrir en la ira de mi jefe llegando tarde el miércoles.
—¿Te importa mucho la ira de tu jefe? —preguntó socarrón su hermano, que la conocía bien.
—Entre tú y yo… ni un ápice. Me encanta picarlo y ver cómo se traga las ganas de decirme a todo que no. Pero debe reconocer que tengo razón en muchas cosas y no le permitiré que lo ignore.
—Esa es mi hermana. Ahora vamos a por ese café.
***
Jorge se encontró con quince minutos libres a las once, pues Berta tenía dos días de descanso y se había ido a su pueblo a recoger equipaje, según le había dicho. No sabía qué hacer con ese espacio de tiempo. Durante los días de asueto de los otros empleados y para no cambiar la hora de despachar del resto, se dedicaba a responder los correos electrónicos. Cualquier cosa menos perder el tiempo.
Pero con Berta era diferente. Se sentía desazonado, como si le faltara algo. Tras mucho pensar, con la mirada perdida en la pantalla del ordenador, comprendió que echaba de menos su dosis diaria de enfrentamiento que, desde que Berta llegó al hotel, se había convertido en cotidiana. Decidido a encontrar un punto de desencuentro para cuando volviera de su corto viaje, se dirigió a la sala que ella había acondicionado para las actividades de los adultos. Seguro que encontraba algo que recriminarle a su vuelta.
Salió del despacho ante la mirada incrédula de Celia, que lo contempló desde su puesto con expresión atónita. Nunca salía de su sagrado recinto por la mañana, aguardaba en él como un rey en su trono a que sus vasallos fueran a rendirle el homenaje de la información. La saludó con un leve movimiento de cabeza y continuó su camino.
Abrió la sala y contempló de nuevo el trabajo que había realizado Berta para adecuarla. Por unos doscientos euros, había conseguido un equipo bastante decente. Lo había comprobado en Internet cuando le informó de la marca y el precio. Al aceptar instalar un karaoke, imaginó que resultaría más costoso, pero la animadora había buscado ofertas y comparado diferentes equipos hasta lograr el que había instalado. Debía reconocer que había hecho un buen trabajo; respecto al karaoke no podría recriminarle nada.
Siguió mirando por doquier: varios juegos culturales para adultos y, sobre la mesa, varios carteles anunciando los bailes que se celebrarían dos veces por semana, ya preparados; imaginaba que para mostrárselos a él y pedir su beneplácito. En los que tenían fecha del fin de semana, a la palabra de fiesta se unía la de temática. Se preguntó qué pretendería hacer y se dijo que ahí tenía el motivo para las recriminaciones de su siguiente reunión. No permitiría que montara ningún circo en su bien organizado hotel.
Empezaba a disfrutar los enfrentamientos, le encantaba ver cómo los ojos de su empleada refulgían de rabia y de impotencia, y cómo trataba de ahogar las respuestas mordaces o provocativas que acudían a su boca de forma impulsiva. A veces lo conseguía y otras no, pero él, con cara de póker y sin mostrar un ápice de sus propios pensamientos, lo disfrutaba.
Cerró con cuidado la puerta y, tras acercarse al bar y solicitar que le llevaran un café al despacho —algo que no siempre hacía pues no disponía de tiempo durante las mañanas para un segundo desayuno—, se recluyó de nuevo en su recinto sagrado en espera de recibir al siguiente empleado que debería informarle sobre su cometido.
***
Berta regresó al hotel el martes a media tarde. La visita a su familia se le había hecho muy corta, apenas pudo disfrutar de una cena con ellos, pues volvió a emprender el camino al amanecer con el portaequipajes lleno de maletas y otros enseres para los tres meses de verano que duraría su contrato.
A pesar del corto tiempo de descanso que había tenido, le gustó volver al hotel. Deseaba comenzar a desarrollar su trabajo al completo, montar el karaoke y ver si tenía éxito. Sentía la íntima satisfacción de haber llevado a Jorge a su terreno, pero si no funcionaba y nadie se apuntaba, la iba a despellejar viva, aunque fuera solo con esa mirada fría y cargada de reproches que le dedicaba a veces.
Tras deshacer las maletas y colocar todo en la habitación, que por el momento seguía sin compartir con nadie, bajó de nuevo dispuesta a dar un paseo por Tarragona y conocer un poco mejor la ciudad en la que viviría durante todo el verano. Cenaría en ella, sin hacer uso del comedor del hotel, y tal vez se metería en un cine o un espectáculo para disfrutar hasta el último minuto de sus días libres.
***
Jorge se sentía desasosegado aquella noche. Desde la ventana de su despacho había visto a Berta cruzar la recepción cargada —muy cargada— con maletas y bolsas de todo tipo. Ya había regresado y era muy probable que aquella noche volviera a nadar. La tranquilidad que había sentido el día anterior sabiendo que ella se encontraba muy lejos se evaporó, y tras la cena, se cambió de ropa y acudió a la playa, dispuesto a ejercer de vigilante y protector, como en los días anteriores a su marcha.
Vestido de negro para camuflarse mejor —había decidido sustituir la gorra por una sudadera con una amplia capucha que le ocultaba más el rostro—, se sentó en su rincón de la arena a esperar. Pero las horas pasaban sin que Berta hiciera su aparición. Tal vez su viaje la había hecho desistir de su fijación por nadar de noche, o tal vez, ya contratada, no le apetecía contradecir a su jefe. Fuera por lo que fuera, no hizo su aparición en la playa, y él, en vez de sentirse aliviado, lo que estaba era decepcionado. Casi como si le hubiera dado plantón. Aunque no podía comparar, pues nunca había concertado una cita con ninguna mujer —sus encuentros sexuales siempre habían sido improvisados y sobre la marcha—, intuía que se habría sentido igual si una chica hubiera decidido no aparecer en un encuentro con él.
No podía reprochárselo a Berta, ella ni siquiera imaginaba que acudía cada noche a la playa con la intención de protegerla si le surgía un contratiempo. Se enfadaría sin duda si llegaba a averiguarlo, era muy independiente y dudaba que se lo tomara bien; sin embargo, no podía dejar de hacerlo, algo más fuerte que él lo impelía a velar por su seguridad. Trataba de convencerse de que lo hacía para evitar problemas al hotel, y por añadidura a sí mismo, y de que lo haría por cualquiera de sus empleados, pero una vocecita interna le repetía que no era verdad, que Berta no era como los demás miembros de su personal. El hecho de que se le enfrentara casi siempre —y él se lo permitiera— la convertía en especial. Con cualquier otro habría actuado de forma contundente al primer signo de desafío, despidiéndolo al instante, pero a ella se lo consentía. Incluso le divertía que lo hiciera, y se sentiría decepcionado si acatara sus órdenes sin rechistar, tan decepcionado como se sentía en aquel momento por su ausencia.
Cuando comprendió que no iba a aparecer, cedió a la tentación de darse un baño, de nadar un rato en la soledad de la noche para comprobar qué placer sentía ella en hacerlo. Se quitó la ropa —siempre llevaba el bañador debajo por si necesitaba acudir al rescate— y se metió en el agua sintiendo el frescor de la misma en la piel. Una sensación liberadora se apoderó de él y entendió la fascinación que despertaban en la animadora los baños nocturnos.
Nadó hasta desembarazarse de todo lo que lo embargaba: las tensiones de su trabajo en el hotel, la ausencia de una vida sexual y afectiva más allá de su familia, la certeza de que sus empleados le temían, aunque no hiciera nada para provocarlo… Todo se diluyó en las brazadas con que cortaba el agua, liberándolo.
Cuando se sintió cansado, se dejó flotar permitiendo que las olas lo llevaran de nuevo a la playa. Sin ofrecer resistencia, sin intentar controlar el flujo de la corriente que lo arrastraba hacia la orilla. Sin imponer su voluntad a aquel mar que Berta le había recordado que no era suyo.
Se puso la ropa sobre el cuerpo mojado y se dirigió al hotel por la puerta trasera, ocultando su rostro en la capucha, confiando en que nadie lo sorprendiera entrando en él de forma subrepticia. No había nada de malo en ello, pero prefería que nadie supiera que bajaba por las noches a la playa, que todos pensaran que vivía para el trabajo e ignoraran su faceta humana.