Berta salió de la fiesta con una mezcla de alivio y pesar. Deseaba quedarse más que nada en el mundo, pero sabía que la situación se le estaba escapando de las manos y tenía pánico de hacer algo indebido. Sus sentimientos por Jorge se le estaban desbordando y no estaba segura de poder contenerlos sin ponerse en evidencia delante de él y de toda su familia.
Hubiera preferido que la hubiese dejado marchar al principio de la fiesta, porque conocer a los Luján al completo, sus padres, tíos y primos, además de sus hermanos y las parejas de estos, había resultado una prueba. Verlo rodeado de sus seres queridos, que tan bien la habían aceptado en su celebración, la había hecho desear formar parte de ellos. Hubiera deseado unirse a Iris y Paula como pareja de uno de los trillizos y no como mera organizadora de la celebración.
Pero lo realmente difícil había sido bailar con Jorge, sentir su proximidad, que la abrazara en la pista de baile, con más torpeza que soltura a la hora de ejecutar los pasos, pero turbadoramente cerca. Tanto que había estado a punto de dejarse llevar por sus sentimientos hacia él más de lo que había hecho nunca. Por un momento, su mente traicionera había imaginado que le acariciaba la espalda, y sus dedos, siguiendo un impulso, habían hecho lo mismo con la nuca de él. No tenía duda de que la caricia por parte de Jorge solo existió en su imaginación, él jamás osaría permitirse algo semejante, y mucho menos delante de su familia. Ni siquiera deseaba bailar con ella —ni con nadie—; si lo había hecho había sido porque sus hermanos la habían invitado repetidas veces y quedaría muy extraño que no lo hiciera él también, siendo uno de los homenajeado y el único que la conocía.
Pero su corazón enamorado había brincado al sentir que la rodeaba con los brazos, que apoyaba las manos en su espalda desnuda y que no la soltaba y huía despavorido al terminar la canción. Su cerebro, enamorado también, había fantaseado con que inclinara la cabeza y le susurrara algo al oído, le rozara el cuello con los labios o directamente la besara en la boca.
Cuando sus dedos ansiosos comenzaron a deslizarse por la nuca y a ascender hasta el nacimiento del pelo, la alarma del reloj tuvo el acierto de poner freno a sus avances. Solo entonces se percató de que se estaba dejando llevar más allá de lo razonable y que, seguro, estaba haciendo el ridículo delante de Jorge y de su familia.
Se separó al instante, decidiendo que había llegado el momento de marcharse, a pesar de que él la instó a quedarse. Si lo hacía, entre las copas que había tomado y los sentimientos que le inspiraba y que llevaba conteniendo desde la noche que salieron a cenar, acabaría haciendo alguna estupidez que no solo podría terminar con su despido, sino haciendo el ridículo delante de él, lo que era mucho peor.
Tras despedirse de todos salió del salón y se dirigió a su cuarto, pero estaba demasiado alterada para dormir, por lo que decidió seguir su rutina diaria y bajar a la playa. Se quitó el vestido rojo, uno de los que había comprado para las fiestas que se celebraban los sábados y cuyo coste el hotel asumió considerándolos uniformes de trabajo.
Se desmaquilló, observando en el espejo el brillo intenso y enamorado de su mirada, y se puso un pantalón corto y una sudadera para bajar a la playa. Utilizó la puerta trasera para evitar que alguien la pudiera ver desde el salón de baile y, una vez en la arena, se sentó sin meterse en el agua. Había tomado unas copas y no quería correr el riesgo de sufrir algún percance mientras nadaba sin que hubiera nadie que pudiera socorrerla. Porque aquella noche Jorge estaba ocupado celebrando su cumpleaños con su familia, pero sentarse al aire libre le haría bien, la libraría de los lujuriosos pensamientos que su jefe le provocaba y que esa noche sentía con más fuerza que nunca.
—¡Ay, Jorge! —se lamentó en voz baja—. ¿Por qué eres mi jefe? Si no lo fueras, ya te habría hecho saber lo mucho que me gustas.
***
Jorge salió del salón donde se celebraba la fiesta con grandes zancadas. No tenía claro si Berta habría bajado a la playa, pero si lo había hecho, él deseaba estar con ella. Sentarse a su lado en la arena, contemplar su perfil en la oscuridad y tal vez se atreviera a preguntarle por qué le había acariciado el cuello. Tal vez hubiera sido un movimiento reflejo a la caricia que él mismo había dejado en su espalda o quizás hubiera sido fruto de las copas ingeridas, como la noche que salieron a cenar y lo besó en la comisura de los labios. Pero seguramente no se atrevería a preguntar nada. Faltaban dos semanas para el término de la temporada alta en el hotel y para que su contrato finalizara. Disponía de quince días para encontrar la forma de conseguir que quisiera renovarlo y no marcharse de nuevo con su familia. Pero no sabía cómo hacerlo. Después de la temporada alta, los clientes no solían ser veraneantes con ganas de divertirse y casi nunca había niños a los que entretener, por lo que una animadora no tendría sentido. No podía simplemente decirle que no deseaba que se marchara porque se había enamorado de ella y ofrecerle otro puesto, cuando debía despedir al resto de personal de temporada; no le parecía ético ni justo. Ya lo pensaría, en aquel momento solo deseaba seguir con ella un rato más.
Apenas cruzó la puerta trasera y giró hacia el camino de tablas que llevaba hasta la playa, su corazón se expandió. Berta estaba sentada en la arena como cada noche, quiso pensar que esperándolo.
No se había cambiado de ropa, seguía llevando el traje y la corbata roja, que aflojó mientras caminaba, pero ni se planteó subir a quitárselos para no perder un segundo. No iba a nadar, si ella deseaba hacerlo, la seguiría con la mirada desde la arena, observando que no le ocurriese nada, como hacía al principio.
Se quitó los zapatos que dejó junto al camino de tablas, y descalzo se acercó despacio. Berta pareció percibir su presencia, porque cuando se encontraba a pocos pasos giró la cabeza y lo vio. Se sentó a su lado sin decir palabra.
—¿Qué haces aquí? Deberías estar en la fiesta, celebrando tu cumpleaños con tu familia.
—Ya he estado allí casi tres horas. Créeme, es mucho más de lo que todos esperaban que les dedicase.
Había luna llena aquella noche, y bajo su resplandor pudo ver que Berta sonreía.
—Confío en que no te haya molestado que organizara esta fiesta a tus espaldas. Sé perfectamente que no te gustan las celebraciones, y mucho menos si tú eres uno de los protagonistas, pero cuando Nico vino hace unas semanas y me pidió que colaborase con él para orquestarlo todo, no pude negarme. Los treinta suponen un cambio de década y hay que celebrarlos como se merecen, aunque uno tenga fobia a los eventos.
—Al principio me molestó, sí, pero en ningún momento te he culpado a ti, sino a mis hermanos. Pero tienes razón, los treinta son una edad importante. Gracias por ocuparte de todo.
—¿Ha sido tan terrible? Me refiero a participar de la fiesta.
—No. Pero ya hasta los cuarenta que no cuenten conmigo para otra celebración. Salvo que alguno de ellos se case antes, porque estaría feo no asistir a la boda de un hermano, ¿verdad?
—Estaría muy feo, sí.
—¿Te han caído bien Daniel y Nico? He visto que bailabas mucho con ellos.
La cara de Berta se puso seria.
—Estaba trabajando, Jorge. Mi cometido era que todo el mundo se sintiera a gusto, y rechazar un baile con los clientes hubiera creado mal rollo, ¿no te parece? De todas formas, sí, me caen genial. Y también tus padres y toda tu familia.
—Mi madre y yo nos parecemos mucho en la forma de ser. Todos afirman que soy tan borde como ella antes de que conociera a mi padre; que él la suavizó mucho.
—Entonces habrá que suponer que alguien te suavizará a ti algún día.
—Probablemente.
—Pero tú no eres borde… solo un poco…
—¿Qué?
—Serio… peculiar… y bastante controlador en el trabajo.
—No eres la más indicada para afirmar eso, porque nunca te has dejado controlar, ni siquiera por mí.
—Nadie me ha dicho jamás lo que debía hacer, mis padres me han dado siempre libertad de actuación en el trabajo y no estoy acostumbrada a obedecer a nadie que no argumente de forma razonable el por qué debo hacer algo.
—¿No te vale el argumento de que soy el director del hotel?
—Debería, pero…
—Pero no.
—Pues no.
Esbozó una amplia sonrisa.
—Si te digo que me gusta que me desafíes ¿me lo echarás en cara mañana en el despacho? ¿Aprovecharás mis palabras para hacer lo que se te antoje los quince días que quedan de temporada alta? —Al decirlo su rostro se ensombreció un poco. Empezaba a ser consciente de que el verano se terminaba y, que tal vez, Berta se iría con él.
—No lo sé.
—¿No consideras que ya he cedido en suficientes cosas?
—¿En qué cosas?
—Karaoke, fiestas temáticas, niños en la piscina… incluso he salido a cenar fuera del hotel, y hasta me has hecho bailar.
—¿Todo eso es culpa mía?
—Todo.
—¿Lo de bailar también? Eres tú quien me lo ha pedido.
«Porque estaba muriéndome de celos del buen rollo que tenías con mis hermanos».
—Es lo que correspondía, ¿no? —alegó.
—No, si no deseabas bailar.
—También es mi cumpleaños. Correspondía.
La cara de Berta se tornó sombría.
—De modo que has bailado conmigo porque te sentías obligado a seguir el ejemplo de tus hermanos.
—¡No! —La exclamación le salió demasiado vehemente, demasiada sincera—. Deseaba hacerlo —aseguró con voz ronca. «Me moría de ganas de hacerlo y tener una excusa para abrazarte».
—¿Por qué conmigo y no con tu madre o algún miembro de tu familia?
—Porque ellas no me desafían a hacer cosas que no me gustan. —«No, mierda, no, no es eso lo que quería decir. Qué torpe soy para estas cosas, joder»—. Deseaba bailar contigo y con nadie más.
Los ojos de Berta se clavaron en los suyos con un brillo intenso.
—No hace falta que me mientas… lo entiendo.
—No, no lo entiendes.
Y entonces alargó las manos y sostuvo entre las palmas su cara para que leyera en sus ojos que era sincero… y no pudo seguir conteniéndose. Acercó el rostro y la besó. Apoyó los labios contra los de ella, saboreándolos, pero no tuvo suficiente. Con suaves roces, la hizo abrirlos, y con la mente nublada por los sentimientos que se le desbordaban, se apoderó de su boca. Ella permaneció quieta durante unos segundos, pero en seguida le echó los brazos al cuello y respondió con ardor. Los cuerpos permanecieron quietos, sin rozarse; solo las bocas y las lenguas se enredaron en una danza sensual y ardiente, una contra otra, que se prolongó durante un tiempo que les pareció demasiado corto. Cuando al fin se separaron, permanecieron mirándose uno al otro, en silencio.
—Esto… también deseaba hacerlo —murmuró cauteloso.
El corazón de Berta se expandió. Se sentía incapaz de hablar, los sentimientos que el beso le habían transmitido le hacían correr la sangre en las venas y sabía que la voz le saldría temblorosa si decía algo.
Jorge la contemplaba sin pronunciar palabra, veía su boca levemente entreabierta, que parecía invitarlo a besarla de nuevo. No se atrevió. No sabía cómo interpretar su mutismo, ni su cara de sorpresa.
—Yo… espero no haberte molestado… no he debido hacerlo… ha sido totalmente inapropiado. He bebido un poco y… —trató de disculparse. «Di algo, maldita sea. Dame una bofetada o bésame de nuevo, pero no sigas mirándome así, como si fuera el monstruo de las tres cabezas».
Ella reaccionó con un hondo suspiro con el que trató de contener las ganas de llorar que de repente la habían embargado. Había estado a punto de besarlo de nuevo como respuesta, cuando las palabras de Jorge la habían sacudido como un jarro de agua fría.
«No te disculpes, maldita sea. Llevo deseando esto desde hace semanas». Sin embargo, se esforzó por quitar hierro al asunto. Carraspeó para aclararse la voz y respondió:
—No pasa nada, Jorge, es solo un beso. No me has molestado. Considéralo un regalo de cumpleaños.
—El mejor que he recibido. De hecho, el único.
—¿No te ha regalado nada tu familia?
Buscó un tema banal para tratar de recuperar el clima cordial que solían mantener en sus charlas. Aparcaría su decepción hasta que estuviera a solas. Jorge no debería sospechar que la había herido con sus disculpas. Que estaba enamorada de él y que ese beso había sido el más maravilloso que había dado nunca. Y se alegró de no haber hecho el ridículo tratando de repetirlo.
—Aún no. Me he escapado antes del reparto de obsequios. Supongo que me los darán mañana.
—Mañana trabajas.
—Encontrarán la forma. No me quedaré sin regalo.
—¿Puedo hacerte una pregunta?
—Claro.
—¿Has abandonado la fiesta solo porque estabas harto?
—No. Intuía que bajarías a la playa y quería asegurarme de que estabas bien si te decidías a nadar. Has bebido.
—Sí, los dos hemos bebido. El alcohol nos hace actuar a veces de forma extraña, por eso yo… te he devuelto el beso. Pero no voy a nadar esta noche, no soy una kamikaze.
—¿Quieres que me vaya?
—¿Por qué?
—Porque tal vez te sientas incómoda conmigo después de lo que acaba de pasar.
—No me siento incómoda… solo ha sido un beso, Jorge —repitió—. ¿Nunca has besado a nadie?
«Nunca como a ti».
—No de forma impulsiva. Solo como preludio del acto sexual, y en esos casos la mujer lo esperaba. Tú no lo esperabas.
—La verdad es que no. Y me ha sorprendido que besaras tan bien.
«No beso bien. Te he besado con el alma».
—¿Eso es un halago?
—Lo es.
—El primero que me dedicas… y ha sido por un beso. ¡Gracias!
—No hay de qué.
Permanecieron un rato más en silencio, contemplando el mar, sumidos cada uno en sus propios pensamientos. Después, Berta se levantó.
—Es tarde, y mañana tenemos que madrugar los dos. Además, yo tengo que desmontar una fiesta para organizar otra.
—Sí, te espera un día duro. Si quieres, puedo decirle a otro miembro de la platilla que te ayude.
—No es necesario, puedo ocuparme sola. Le dedicaré un rato de mi descanso de mediodía y te lo facturaré como horas extras.
—Ningún problema.
La siguió por el camino de tablas hasta el hotel preguntándose cómo había sido tan estúpido para dejarse llevar. Solía controlar mejor sus instintos, pero aquella noche su contención estaba aniquilada. Por suerte ella no se había enfadado.
Se despidieron como cada noche en el corredor y se dirigió a su suite pensando que había sido el mejor cumpleaños de su vida.