Berta revisó por última vez el jardín del hotel donde, en cuestión de dos horas, se iba a celebrar una boda. La suya con Jorge. En los dos años que llevaba compartiendo con él la dirección del establecimiento este había comenzado a celebrar todo tipo de eventos, y su idea de organizar bodas temáticas había tenido un gran éxito.
Cuando Jorge le pidió matrimonio unos meses atrás le dejó muy claro que no se casaría vestido de nada que no fuera él mismo, y ella aceptó encantada. Lo que no le dijo era que tomaría sus palabras al pie de la letra, pero que la comida y la celebración que se llevaría a cabo después de la ceremonia sería otra cosa. La particularidad del hotel eran las bodas temáticas, y Jorge no se iba a librar de ella.
Habían cerrado al público durante todo un fin de semana para acoger en él a la numerosísima familia Luján y también a la suya propia, que se había desplazado desde Extremadura para acompañarla en un día tan especial. La ceremonia se llevaría a cabo en el jardín, donde había montado una pérgola de lo más tradicional para no asustar al novio, y el salón donde se llevaría a cabo el banquete, en principio estaba decorado para una cena normal.
Pero contaba con un magnífico equipo de profesionales que lo transformarían durante la noche y en secreto en un salón de té japonés. Desde que Jorge volviera de este país entusiasmado con su cultura, su gastronomía y su gente de carácter serio, supo que su fiesta de bodas sería a la usanza nipona. De igual modo que su viaje de novios los llevaría al país asiático al que Jorge deseaba volver y ella anhelaba conocer en su compañía.
La pérgola, las sillas, todo estaba dispuesto, y por fin sus cuñadas Iris y Paula, de las que se había hecho muy amiga y que la ayudaron a organizarlo todo, consiguieron llevarla a la suite donde se prepararía para el acontecimiento. Después del viaje, Jorge y ella residirían en una casa situada cerca del hotel, en la que dispondrían de todas las comodidades del mismo y, además, de la privacidad que necesitaban.
Durante unas horas se puso en manos de peluqueras y maquilladoras —había todo un equipo contratado para embellecer a las asistentes femeninas— acompañada en todo momento por su madre. Los ojos de Lucía brillaban al contemplarla.
—¡No te imaginas lo que me emociona este momento! Aún recuerdo la primera vez que te vi, pidiéndome una tirita para un rasguño en el dedo. ¡Mi niña preciosa! No podría quererte más si te hubiera parido. Lo sabes, ¿verdad?
—Claro que lo sé. Y yo no he deseado jamás otra madre más que tú. Me acuerdo de tu boda con mi padre[1], la ilusión que me hizo llevar las arras. ¡Me sentía tan importante! ¡Tan querida! Me gustaría que participaras más en la ceremonia, pero el papel de madrina le corresponde a Victoria y el padrino tiene que ser papá.
—Por supuesto que debe ser él. Nadie le va a quitar el privilegio de llevarte al altar, o a la pérgola, aunque suene peor. Y no te extrañe si llora, ya sabes lo tierno que es bajo ese barniz de hombre duro.
—Espero que no lo haga porque entonces lloraremos los dos, y sería una pena estropear este maquillaje tan espectacular que me han hecho.
—Vamos, deja que te ayude con el vestido, que todos deben estar ya impacientes y Jorge se morirá si llegas siquiera un minuto tarde.
—No puedo correr el riesgo de enfadarlo, en vista de lo que le tengo preparado para después.
—No tienes que preocuparte, al igual que Álvaro, no es tan fiero como parece.
—¡Lo sé!
***
Del brazo de su padre, Berta hizo su aparición en el jardín. Jorge sintió, como siempre que la contemplaba, que la felicidad le inundaba y le corría por las venas como un torrente. Nunca había imaginado sentir algo tan intenso como lo que Berta le provocaba, sería capaz de cualquier cosa por ella. Siempre se había considerado un hombre frío, pero se volvía puro fuego en su presencia, en cuanto ella le tocaba o simplemente le sonreía. Y aquella extraordinaria mujer le daría el sí quiero en cuestión de pocos minutos, iba a compartir su vida con él, los días y las noches, la alegría y los sinsabores durante el resto de su existencia.
Su madre, a su lado, le sonreía al ver la expresión de arrobo con que contemplaba a la que sería su mujer en pocos minutos. Ella sabía mucho de amor, le constaba que adoraba a su padre, aunque a veces disfrazara ese amor ante los demás con una capa de frialdad como hacía él con Berta, porque se parecían muchísimo y nadie lo comprendía tan bien como Victoria.
—Está preciosa, ¿verdad? —susurró henchido de felicidad.
—Lo está —afirmó la mujer—. Los dos sois muy afortunados de teneros uno al otro.
—Lo sé.
La pareja avanzó hasta llegar bajo la pérgola donde la esperaba. Cuando llegó a su lado, Berta le dedicó una sonrisa maravillosa que le hizo temblar el alma y el cuerpo, y situándose a su lado, comenzó la ceremonia.
Tras las preguntas de rigor, llegó el momento en que cada uno expresara sus votos. Se volvieron a mirarse. Berta le agarró las manos y expuso los suyos:
—Cuando te conocí me pareciste un hombre demasiado serio, frío e incapaz de sentimientos intensos. Y desafiarte se convirtió en una meta para mí. Hoy que te conozco hasta en lo más íntimo, he cambiado de opinión y quiero decirte que eres el hombre más maravilloso que he conocido, el único capaz de llenar de paz mi existencia y de amor mi corazón. Quiero pasar contigo el resto de mi vida, compartir lo bueno y lo malo que el futuro nos tenga reservado, y seguiré desafiándote cada día porque hacerlo me llena de felicidad.
Jorge carraspeó para borrar la emoción que le habían producido las palabras de Berta. Sin embargo, no pudo evitar que su voz sonara ligeramente titubeante cuando habló.
—Yo… no soy de muchas palabras, y menos aún de discursos, y aunque he recibido ofertas de ayuda para elaborar uno a la altura de este momento tan importante, he preferido hacerlo con las mías, torpes y tal vez erráticas, tratando de expresar en ellas mis sentimientos. Solo voy a decirte que el día que entraste en el despacho dispuesta a conseguir una plaza como animadora en mi hotel cambiaste mi vida de un modo que jamás habría imaginado. Revolviste mi mundo y mi ordenada existencia para llenarla de caos y también de felicidad. Te colaste en mi corazón de forma furtiva y silenciosa sin que me diera cuenta, hasta el punto de que hoy no sería capaz de vivir sin ti. Soy como arcilla en tus manos cuando me miras con esos ojos y me sonríes. Quiero que sepas que, igual que en nuestros primeros encuentros en la playa, voy a dedicar el resto de mi vida a cuidar de ti, a protegerte, aunque a veces tengo la sensación de que eres tú quien me protege a mí. Te quiero, Berta, y hoy es el día más feliz de mi vida porque, a partir de este momento, tú estarás a mi lado, espero que para siempre.
No pudo evitar que la voz le temblara al pronunciar la última frase, cargada de emoción. Berta no le dio opción a recomponerse. Le echó los brazos al cuello y lo besó con una intensidad que le hizo olvidar que estaban rodeados de gente.
—Bueno… —dijo el oficiante—. Iba a decir que los declaraba marido y mujer, y que ya podía besar a la novia, pero al parecer ella no ha tenido la paciencia de esperar. Besaos, chicos, ya estáis casados.
Embargado de emoción la rodeó con los brazos y respondió a su beso, y aunque aún se sentía incómodo ante las muestras de afecto en público, le entregó hasta la última fibra de su ser en aquel beso. Su primer beso de casados. Después los rodearon familiares y amigos para felicitarles. Entre ellos estaban los empleados del hotel, puesto que para la ocasión habían contratado personal adicional para que los habituales pudieran asistir a la ceremonia.
Tras un rato que le pareció demasiado largo, pues seguían sin gustarle las celebraciones, la cogió de la mano para dirigirse al salón donde tendría lugar la cena y la fiesta que seguiría a esta y de la que confiaba escabullirse lo antes posible. De repente notó cierta tensión entre los asistentes, pero trató de ignorar esa sensación, pues se sentía demasiado feliz.
—Jorge, cariño… —susurró Berta deteniendo sus pasos—. Aún no podemos ir al salón.
—¿Por qué no? —preguntó extrañado.
—Tenemos que cambiarnos de ropa, al igual que el resto de los invitados. Vamos a la suite y te lo explico.
—¿Cambiarnos de ropa?
—Te lo cuento en privado. Y espero que no quieras pedirme el divorcio antes de la noche de bodas, tengo preparado algo especial.
La siguió lleno de aprensión. Con la sensación, que ya no era nueva, de que lo que le tenía reservado no le iba a gustar.
—¿Qué ocurre? ¿Qué trampa me has preparado esta vez? —le preguntó más expectante que enfadado en cuanto se encontraron solos en la habitación. Aquel día nada de lo que le hiciera podría molestarle, estaba seguro. Se sentía demasiado feliz.
—He organizado una fiesta temática. No, no digas nada aún… —replicó antes de que él pudiera hablar—. Déjame terminar. El hotel se especializa en ese tipo de eventos, hay lista de espera para que les organicemos una boda temática adaptada a los gustos de cada pareja contrayente. La nuestra no podía ser menos.
—¿Qué me vas a hacer? —preguntó resignado.
—Nada muy terrible. La fiesta será a tu gusto. Sé cuánto te fascina Japón y su cultura y he pensado… bueno, he convertido el salón de celebraciones en una casa de té y los invitados deben ir vestidos en consonancia. El novio también.
—¿Y me vas a poner…?
—Un hakama de samurái, de lo más varonil y sexi. Mira —dijo abriendo el armario y mostrando el típico pantalón ancho y kimono que usaban los samuráis siglos atrás, todo de color negro.
—¿Y tú?
—Yo este kimono tan bonito —añadió sacando otra de las perchas, donde colgaba una delicada prenda de seda blanca con pequeñas flores bordadas en tonos rosas y malvas. La tela suave y ligera debería adaptarse a la figura de la que ya era su mujer de forma sutil y seductora.
Se imaginó quitándoselo unas horas después y respiró hondo.
—Por verte con esto me pondré el hakama y lo que haga falta. Espero no sentirme demasiado ridículo.
—Todos los hombres irán vestidos de forma similar, unos con hakama y otros con el yukata tradicional, pero te aseguro que a ninguno le sentará como a ti —le aseguró zalamera, abrazándolo—. Vas a estar guapísimo con él. —Lo besó ligeramente en los labios—. Otra fiesta temática que se me ocurrió fue convertir el salón en un jardín de Edén, y en ese caso te hubiera tocado ir vestido de Adán. Seguro que prefieres el hakama.
—Sin ninguna duda.
La estrechó en sus brazos con fuerza. Ojalá nunca llegara a imaginar hasta qué punto estaba dispuesto a complacerla, que podría hacer con él lo que quisiera cuando lo miraba con los ojos castaños que le robaban el aliento y hasta el alma. Pero mientras la besaba comprendió que ella ya lo sabía, que se pondría la ropa de samurái o se vestiría de Adán si se lo pedía.
—¿Me vas a ayudar a quitarme el vestido y ponerme el kimono? —le preguntó mimosa—. Iris y Paula se han ofrecido a ayudarme, pero yo prefiero que lo hagas tú.
—Por supuesto. ¿Y tú a mí? No tengo ni puñetera idea de cómo se pone esto, pero imagino que tú te habrás documentado sobre cómo hacerlo.
—En efecto. Y he aprendido también una serie de masajes eróticos japoneses para esta noche —le susurró insinuante mientras le deshacía el nudo de la corbata y lo ayudaba a desnudarse.
—¿Estás segura de que tenemos que ir a la cena? ¿No podemos pedir algo al servicio de habitaciones, quedarnos aquí y pasar directamente a la noche de bodas? Voy a estar muy impaciente esperando ese momento. Podríamos mandar una foto nuestra en representación o algo así, ¿no te parece?
—Ni por asomo. No vas a privarme del placer de verte convertido en un samurái fiero y sexy. Yo también voy a estar impaciente por que llegue el momento de retirarnos a la habitación después de la fiesta, pero hasta entonces vamos a disfrutarla los dos, ¿verdad?
—Verdad.
No tenía ninguna duda de que disfrutaría viéndola vestida con la sutil prenda que iba a ponerse para la celebración. Tampoco de que soñaría cada minuto de la cena con el momento en que se retiraran para estar a solas. De lo que no tenía ninguna duda era de que aquella sería una noche de bodas memorable. Y él tenía la intención de hacer especial cada una de las que les quedaban por vivir.