La nueva animadora se incorporó al hotel, tal como había anunciado, a las siete en punto de la mañana. Ni un minuto antes ni uno después, y eso le gustó a Jorge. No la había contratado por impulso, ni porque se le acababa el tiempo que le concedió su tío antes de que le enviaran alguien de otro establecimiento, sino por el perfil que ofrecía.
Había meditado muy bien su decisión. El hecho de que no fuera una profesional de la animación y que donde trabajaba antes solo se hubiera dedicado a entretener niños era un punto a su favor. Un punto muy fuerte. Su bien organizado hotel necesitaba controlar a los menores que acudían de vacaciones con sus padres, esa era una realidad, y él no deseaba nada más. El hecho de que Berta no tuviera ideas propias ni preconcebidas sobre la animación que debía realizarse en un hotel —a todas horas y casi siempre bulliciosa— lo había hecho decidirse en su favor. También su cara tranquila y apacible le había indicado que sería una empleada dócil y fácil de controlar y no le llenaría el hotel de actividades ruidosas y molestas.
Dejó aviso en la recepción para que se incorporase a las rondas de informes diarios que realizaban sus empleados. La ubicó justo después de la gobernanta para que se fuera habituando cuanto antes a su cometido, y procedió a comenzar su metódica jornada laboral.
***
Cuando llegó al hotel, cargada con la maleta que constituía su escaso equipaje, Berta se dirigió a recepción para recibir instrucciones. No llevaba mucha ropa, no imaginaba que la admitirían y comenzaría a trabajar en seguida. Tendría que aprovechar su primer día libre para bajar hasta su casa a por un equipaje más amplio, si lograba el puesto. De momento, se apañaría con lo que llevaba.
La misma chica del día anterior le sonrió de una forma abierta y menos mecánica, y tras presentarse como Celia, volvió a darle la enhorabuena por haber conseguido al menos una oportunidad.
Le entregó también la llave de una habitación, situada en la planta baja del hotel, y le indicó cómo llegar hasta ella.
—De momento estarás sola —le comentó— pero, en temporada alta, a veces se necesita más personal y es posible que debas compartirla.
—Ningún problema.
—En cuanto termines de instalarte, regresa para reunirte con Jorge.
—¿Quiere verme de nuevo? ¿Para qué? —inquirió temerosa de que se hubiera replanteado su decisión.
—Para crearte una ficha de tiempo y establecer cuándo vas al baño —afirmó Celia—. Es broma. Te verá cada día, lo hace con todos los empleados que tienen alguna responsabilidad. Le gusta tenerlo todo bajo control, es muy «especialito». Yo también paso por su despacho a diario para informarle de lo que puede ver nada más mirando el ordenador. Ya te acostumbrarás. Tendrás que pasarle un informe de tus actividades al minuto.
—Aún no he realizado ninguna tarea, acabo de incorporarme. Y ni siquiera sé si me contratará o no.
—De todas formas, deberás informarle de algo —añadió con una chispa divertida—. Y si quieres superar la semana de prueba, te doy un consejo: no le lleves la contraria en nada. No quería animación en el hotel, y se ha visto obligado a incorporarla por una orden «de arriba», de modo que no le contradigas.
—No es muy popular entre los empleados, ¿verdad?
—No demasiado. Aunque no es mal jefe, solo un poco rígido. Y un obseso de la puntualidad. Si te adaptas a su forma de trabajar, no habrá problemas. Pero si te enfrentas a él, irás a la calle sin miramientos. Con una buena indemnización, pero a la calle.
—Gracias por el consejo. ¿Debo vestirme de alguna forma?
—Supongo que si te contrata tendrás un uniforme, como todos los demás, que consiste en un pantalón negro y una parte superior que varía según el puesto de cada uno. Como puedes ver, yo llevo chaqueta, y el portero también. El resto del personal depende de sus funciones, visten más o menos elegantes, pero el uniforme es obligatorio en el hotel.
—Tener uniforme será un alivio, pues no he traído mucho equipaje.
—Ten las llaves y no tardes mucho en instalarte, no es aconsejable que llegues con retraso a la reunión si quieres pasar la prueba.
—Me limitaré a dejar la maleta en la habitación y cambiarme el pantalón por uno negro y bajaré para esperar su llamada.
—Ahora está reunido con la gobernanta y normalmente suelo entrar yo después, pero me ha dicho que hoy te haga pasar a ti. Suele dedicar quince minutos a despachar con cada empleado.
—En seguida estaré aquí. No quiero incurrir en la ira del director el primer día.
La habitación que le habían asignado era pequeña, y amueblada de forma bastante espartana: dos camas, separadas por una mesilla de noche, dos pequeños armarios empotrados, y una mesa minúscula con una silla, debajo de la ventana con vistas a las pistas de tenis. Una puerta daba a un aseo provisto de un inodoro, un lavabo y una ducha en la que una persona gruesa debería hacer malabarismos para moverse, pero después de echar un vistazo a los alquileres en Tarragona, se sintió más que satisfecha de tener un alojamiento gratis y un baño a su disposición.
Se cambió de ropa con diligencia y, tras ponerse un pantalón negro y una camiseta blanca, se sintió más que preparada para enfrentare al ogro que parecía ser su jefe. Los empleados, si no le temían, al menos le mostraban un respeto más que considerable, a pesar de que lo llamaban por su nombre y lo tuteaban, lo que creaba una falsa impresión de camaradería. Ella no le temía en absoluto, no en vano era hija del «ogro» de La Cañada del puente tibetano, como llamaban a su padre antes de que Lucía llegara a sus vidas. Por experiencia sabía que los ogros y los dragones tenían su punto débil y ninguno era tan fiero como parecía a primera vista. Sin duda, Jorge Luján no era diferente.
Fue llamada al sancto sanctorum a los cinco minutos de estar de nuevo en recepción. Después de que la gobernanta, una mujer de mediana edad, abandonara el despacho, entró en él con la cabeza bien alta y decidida a no dejarse intimidar.
La puerta estaba abierta y Jorge le indicó que entrase con un leve movimiento de cabeza.
—Buenos días —saludó.
—Buenos días, Berta. Siéntate. Me complace comprobar que has sido puntual.
—Me recomendaste que lo fuera, pero además suelo serlo.
—Imagino que ya te habrán contado que deberás despachar conmigo cada día, al igual que hace todo el personal que tenga un cargo de responsabilidad en este hotel.
—¿Yo tendré un cargo de responsabilidad? Pensaba que solo me encargaría de las animaciones.
—Al decir cargo de responsabilidad me refiero a quien deba tomar decisiones de algún tipo. Obviamente no convoco a camareros, pinches de cocina o limpiadoras, pero sobre ellos me informan sus jefes inmediatos: la gobernanta, el jefe de cocina o el maître. Ninguna actividad, por nimia que sea, escapa a mi control.
—Comprendo. Pero yo hoy no tengo nada sobre qué informar, aún no he comenzado mi tarea.
—Hoy seré yo quien te indique lo que espero de ti.
Clavó en ella unos ojos inquisidores y cargados de autoridad, pero no se amilanó.
—Bien. Dime.
—Te ocuparás sobre todo de entretener a los niños.
—Me encantan los niños y se me da bien tratar con ellos.
—Deberás tenerlos quietos y controlados. Para ello te voy a ceder una sala para que los pongas a colorear o algo semejante. Nada de carreras ni gritos que puedan molestar a otros huéspedes.
—¿Pretendes que tenga a unos niños quietos y encerrados? Eso va a ser muy difícil.
—Ahí es donde debes demostrar tu competencia. Añadiré unos juegos de mesa si crees que serán necesarios.
—Pero los críos necesitan aire libre, sobre todo en vacaciones. Y correr, brincar y liberar tensiones.
—No en mi hotel. Si no crees estar capacitada para la tarea, es el momento de decirlo.
Por supuesto que estaba capacitada, pero le parecía una aberración encerrar a unos niños cuando hacía buen tiempo.
—Haré lo que pueda. ¿Y con los adultos? He estado mirando las animaciones de otros hoteles e incluyen baile y actuaciones, fiestas temáticas y ese tipo de cosas.
—No.
—¿Qué quieres que organice? ¿Un club de lectura?
—Me parece una buena idea.
Estaba a punto de protestar, pero recordó el consejo de Celia: «no le contradigas».
—De acuerdo. Veré qué se me ocurre.
—Y lo consultarás conmigo antes de ponerlo en práctica. En mi hotel no se hace nada sin que yo dé el consentimiento.
—Faltaría más. —Afirmó, y se guardó las ganas de preguntarle: ¿A qué hora debo ir al baño? Comprendió que la recepcionista no había exagerado un ápice al describir a su jefe—. ¿Algo más?
—Por supuesto que algo más. Necesitarás un uniforme. Dile a Nuria, la gobernanta, que te proporcione un pantalón y una camisa o un polo de tu talla mientras estás de prueba. Luego, ya veremos cómo te vestimos. Imagino que ya has visto la habitación.
—Sí.
—Espero que sea de tu agrado. La cama es cómoda, me gusta que mi personal descanse bien.
«Mi hotel. Mi personal. ¿En qué siglo crees que estás?».
—Ya te informaré cuando lo compruebe, aún no he dormido en ella.
Él pareció sorprenderse de su observación. Era obvio que no la esperaba. De momento aceptaría todo lo que le dijera, hasta conseguir el puesto. Después, trataría de imprimir su propio sello a las actividades. Lo más probable era que en plena temporada Jorge tuviera que ceder un poco para no quedarse sin animación con el hotel lleno de huéspedes.
—Me parece bien. Veo que has captado mi forma de trabajar. Me gusta estar informado de todo.
—Lo estarás. ¿Cuál será mi horario? Porque supongo que tendré uno, que no se esperará de mí que esté disponible las veinticuatro horas del día.
—Por supuesto que no. No soy ningún tirano. —«¿Seguro?»—. ¿Te parece bien de once y media de la mañana a dos de la tarde y de seis a once de la noche? Además de la media hora en que deberás despachar conmigo, justo antes de comenzar las actividades. Eso completará las ocho horas de trabajo. La mañana la dedicarás a los niños y también la tarde hasta las ocho. Después a los adultos.
—Las once de la noche me parece una hora muy temprana para finalizar las actividades de los adultos. No olvides que están de vacaciones. Además, tienen que cenar.
—Los extranjeros cenan temprano y, si no se apunta nadie, no habrá problemas. Reduciremos tu jornada esas tres horas —puntualizó— con el mismo salario.
—De acuerdo. ¿Empiezo hoy?
—Aún no hay muchos niños en el hotel. Dedica un par de días a organizar un plan de actividades, que debes presentarme, en espera del fin de semana en que comenzarás tu trabajo. Sé que puede resultar un poco molesto, pero te agradecería que, aunque solo estés planificando, respetes tu horario.
—¿Quieres decir que debo dedicarme a organizar el trabajo de once a dos, y después de seis a once? ¿Y despachar contigo de once a once y cuarto de la mañana? ¿No sería más lógico que mientras no realice las actividades haga mi jornada del tirón?
—Exactamente eso quiero decir. El horario es el horario y no podemos cambiarlo a cada momento.
Bufó mentalmente, pero guardó la compostura. Al menos no tendría que madrugar.
—De acuerdo, así lo haré. ¿Durante mi tiempo libre puedo abandonar el hotel?
—Siempre que estés de vuelta y debidamente uniformada a tu hora, puedes hacer lo que quieras. Menos utilizar los salones de los huéspedes o la piscina.
—¿A la playa puedo bajar, jefe? —preguntó con ironía, que Jorge no pareció apreciar.
—Aunque es privada del hotel, puedes, porque está fuera del recinto. —«¡Qué generoso!»—. Por hoy hemos terminado —añadió mirando el reloj—. Dile a Nuria que te enseñe la sala roja, será tu lugar de trabajo.
—¿La sala roja del dolor?
—¿Cómo dices?
—Nada. Que se lo diré.
—Te veo mañana a la misma hora y espero que ya tengas algo sobre lo que informarme. Dile a Celia que la espero.
—Muy bien.
Se levantó y se dirigió con paso rápido a recepción.
—Sigo viva —comentó jocosa—. Ahora es tu turno.
—¿Puedes quedarte un momento en mi puesto? Jaume, el botones que suele ocuparlo mientras yo despacho con Jorge, no está disponible. Como hoy hemos cambiado los horarios no ha podido organizarse.
—Claro. ¿Qué tengo que hacer?
—Nada, solo estar presente. Si llega alguien, le pides que vuelva dentro de quince minutos; nunca tardamos más.
—Perfecto. Y creo que mañana recuperarás tu horario normal, pues yo pasaré revista a las once.
—Después del maître. Nos vemos en quince minutos.
—Ni uno más ni uno menos.
Celia se alejó por el pasillo entre carcajadas.