Capítulo 6

Tal como había afirmado Berta, tuvo la sala roja acondicionada para comenzar sus actividades el sábado siguiente. Jorge se había asegurado de ello el viernes por la noche, entrando con su llave maestra en la misma después de que ella terminaste su jornada de trabajo. La habitación ofrecía un aspecto muy diferente al habitual: los sofás habían sido retirados, lo que dejaba un espacio más amplio; en un estante en la pared, a una altura suficiente para que los pequeños no pudieran alcanzarlos, se encontraron los juegos de mesa que había comprado; más abajo estaba colgada la pizarra, y en un arcón colocado en una esquina, había material suficiente para rodar, si fuera necesario, una película de piratas, indios, caballeros medievales, princesas y un variado abanico de personajes que harían las delicias de los críos. No había duda de que Berta comprendía la mente infantil y sus preferencias.

Ella parecía temer no superar la prueba, pero después de ver aquella habitación, él estaba seguro de que la contrataría sin que siquiera finalizara la semana. Aunque ya no lo estaba tanto de que la animadora respetara sus deseos de mantener a los críos calmados dentro de la habitación. Cuando hablaron del tema, sus ojos tenían un brillo travieso que le hacía temer que no acataría sus órdenes al cien por cien. Le intrigaba saber cuánto tardaría en desobedecerlas, y sobre todo, cómo reaccionaría él. Porque le estaba consintiendo cosas que jamás le había consentido a otros asalariados. Nunca había recibido a un empleado por la tarde ni tampoco ninguno le había hablado cómo lo hacía ella, con esa ironía que pensaba que no captaba, pero que en el fondo le divertía. Tenía ovarios la chica, o no estaba tan interesada en trabajar en el hotel como afirmaba.

Tras darle el visto bueno, cerró con cuidado la puerta de la habitación y miró el reloj. Eran las doce y diez de una noche preciosa, cálida y perfumada y no le apeteció meterse en su habitación. Decidió salir a dar un paseo por la playa, libre de visitantes a aquellas horas. Solía hacerlo a veces para relajarse después de la rutina y del estrés del día.

Subió a su suite, compuesta por un espacioso dormitorio, un baño y una sala de estar cómoda y sobria a la vez, y situada en la última planta del hotel, para cambiarse de ropa y ponerse un pantalón vaquero y un polo, ambos negros. Cruzó con sigilo la piscina, cerrada a aquellas horas, sin que nadie se percatase de su presencia. Algunas mesas del bar estaban ocupadas por grupos que tomaban una copa, pero nadie reparó en él.

Bajó por el camino de tablas que llevaba hasta la playa y, una vez allí, se descalzó y se subió los pantalones hasta la rodilla. Caminó por la arena aún cálida sintiendo el suave masaje que ejercía en sus pies, embutidos durante todo el día en unos carísimos y cerrados zapatos de piel.

Después del trabajo solía hacer una hora de ejercicio intenso al día para mantenerse en forma y también para relajar el estrés que le producía la gestión de su hotel pero, en ocasiones, no era suficiente, necesitaba salir a respirar fuera del mismo. Aquella era una de esas noches en las que dejaba de ser el director del Imperial y se convertía en Jorge, simplemente un hombre.

Se sentó en la arena, en un rincón apartado y a oscuras, al que no llegaba la iluminación procedente de la piscina, y permaneció un buen rato ensimismado, contemplando la cadencia de las olas y el reflejo de la luna sobre la superficie del agua. Estos momentos de intimidad y soledad, que apreciaba de forma especial —puesto que vivía en un hotel por el que, de forma habitual, pululaba mucha gente—, le aportaban la paz que su vida cotidiana le negaba.

De pronto le pareció vislumbrar algo que se movía en la superficie del mar. Tras observar con atención, comprobó que se trataba de un nadador, algún loco temerario que había bajado a darse un solitario baño nocturno. Esperaba que no se tratase de ningún huésped, era peligroso lo que estaba haciendo y lo último que deseaba eran problemas. Permaneció allí mientras la figura realizaba su ejercicio, con soltura, con una cadencia rítmica y regular. Sabía lo que hacía, desde luego, no era ningún nadador novato, pero aun así no se sintió tranquilo hasta que, pasado un buen rato, lo vio dar la vuelta y dirigirse hacia la orilla.

Una silueta femenina se perfiló en la oscuridad, saliendo de las aguas como la venus de Botticelli, una figura esbelta y de curvas moderadas que atrapó su atención. La mujer se acercó a una zona de la arena, se inclinó y se envolvió en un albornoz, se sacudió el pelo y se dirigió con paso rápido hacia el camino de tablas que conducían al hotel. Una huésped, pensó. Lo que significaba problemas si tenía algún contratiempo. Odiaba los problemas, cualquier cosa que alterase su bien organizada vida y su mejor organizado hotel.

La siguió con la mirada en la impunidad mientras recorría el sendero de tablas, pues desde su rincón apartado del alumbrado, y gracias a su ropa negra, ella no percibió su presencia. No supo quién era hasta que las luces de la piscina la iluminaron.

Lanzó un hondo —y silencioso— suspiro. ¡Tenía que ser ella: Berta! Su piedra en el zapato. ¿Cómo se le ocurría salir a nadar de noche y sola? Podía ocurrirle algún percance y nadie podría ayudarla. Y él, como su empleador, sería el responsable. Hablaría con ella al día siguiente en su reunión matinal. Tendría que renunciar a sus baños nocturnos a menos que fuera acompañada.

Su paz se había alterado, un enfado sordo corría por sus venas arruinando la calma que buscaba en sus salidas a la playa. Dejó pasar un tiempo prudencial para no encontrársela, pues estaba demasiado alterado para recriminarla con la contundencia y frialdad que deseaba, y regresó a su suite.

***

Berta llamó al despacho de Jorge a las once en punto. Estaba deseando terminar con la incómoda sesión de informes matinales para empezar su trabajo como animadora. Iba preparada para escuchar una vez más la retahíla de consejos e indicaciones sobre cómo realizar su tarea, y también a hacer oídos sordos a la misma. Aunque, hasta que hubiera firmado el contrato, trataría de ser cauta y no contravenir las órdenes del Míster de forma demasiado evidente.

La voz que la invitó a entrar sonó como un latigazo seco y agudo, y su cara avinagrada cuando hizo acto de presencia le hizo preguntarse qué le habría ocurrido en sus anteriores entrevistas. Y si ella iba a pagar el pato de algo de lo que no tenía culpa. ¡Cuánta razón tenía Celia al afirmar que no era fácil trabajar con semejante jefe!

—Buenos días, Jorge —saludó mientas tomaba asiento.

—Buenos días —respondió él sin siquiera alzar la mirada, mostrando su expresión más adusta de lo habitual.

Sin duda no estaba de buen humor.

—Todo está preparado para comenzar con las actividades —le informó, con la esperanza de no echar más leña al fuego (cualquiera que fuese) que lo consumía.

—Lo he visto. Anoche revisé la sala roja personalmente para asegurarme. —Recalcó la palabra personalmente con énfasis.

—¿Y qué te ha parecido?

—Aceptable.

—Me alegro. He hecho unos carteles anunciando las actividades y los he colocado en el tablón de anuncios de los eventos, y además he encargado a las recepcionistas y a otros miembros del personal que informen de ellas a las familias con niños.

—Lo sé. He visto los carteles y sé que se está informando a los huéspedes. Por si lo ignoras, estoy al corriente de todo lo que sucede en mi hotel. De todo —puntualizó, y por fin clavó en ella unos ojos de hielo cargados de reproches.

—En ese caso, solo me resta añadir que espero tener muchos participantes esta mañana —replicó sin dejarse intimidar—. He visto bastantes críos salir del comedor a la hora del desayuno. Pero, aunque hoy no cuente con muchos adeptos, estoy segura de que pronto se correrá la voz.

—De lo cual deberás informarme mañana con detalle. Quiero saber cuántos participantes hay y qué habéis hecho cada minuto de la jornada. Niños y adultos.

—Llevaré un registro, si te parece. ¿Tengo que incluir cuando los pequeños salen a hacer pis? ¿Pueden hacerlo o debo mantenerlos confinados en la sala roja hasta el fin de la mañana? En ese caso, deberé aprovisionarme de una fregona, por si acaso.

—El sarcasmo está fuera de lugar en este despacho —gruñó.

«Si no has follado o estás estreñido no lo pagues conmigo, imbécil».

—Bien, te informaré de todo. ¿Algo más?

—Sí, hay algo más. Anoche estuviste nadando en la playa a altas horas.

«¿Cómo te has enterado? ¿Quién te ha ido con el cuento? ¿Me has puesto vigilancia?».

—Así es —admitió. No había hecho nada malo—. Fuera de mi horario laboral, que termina a las once y media —puntualizó.

—Es peligroso.

—Soy una nadadora excelente.

—Aun así, es peligroso. No volverás a nadar de noche —decretó con frialdad.

Una oleada de rabia se apoderó de ella. Aquel hombre irritaba cada centímetro de su ser y convertía a la tranquila y complaciente Berta en una mujer rebelde.

—No tienes potestad para decirme qué debo hacer y qué no en mis horas libres. Sé lo que hago, no soy ninguna imprudente y estoy habituada a nadar incluso en sitios más arriesgados que una playa apacible. Y, por supuesto, seguiré haciéndolo.

—No en mi hotel. Mientras trabajes para mí, estás bajo mi responsabilidad, y no deseo tener problemas si te sucede algo.

—A partir de las once y media ya no trabajo para ti, ni para nadie. Soy dueña de mi persona y de mis actos. Estás acostumbrado a que todo el mundo te rinda pleitesía y acate tus maniáticas órdenes, y yo, como empleada tuya, lo haré durante el desempeño de mi trabajo: de once y media a dos, de seis a ocho y de ocho y media a once y media. Ni un minuto más. —Le sostuvo la mirada, desafiante—. Y si no estás de acuerdo, no me contrates. No soy tu esclava y no acataré órdenes en mi vida personal.

—Si lo haces y te sucede algo, me crearás problemas.

—¿Cuántos minutos me quedan de despachar contigo?

—Seis —respondió él mirando el reloj de pulsera, evidentemente sorprendido por la pregunta—. Pero no cambies de tema.

—Más que suficiente. Disculpa un momento, en seguida vuelvo.

Se levantó con rapidez y salió del despacho dejando la puerta abierta y estupefacto al hombre sentado tras la mesa. Con paso apresurado se acercó a la sala roja, cogió un folio, un rotulador y escribió con apresuramiento:

Exonero a Jorge Luján, director del hotel Imperial, de toda responsabilidad en algún accidente o incidente que pudiera sucederme fuera de mi horario laboral.

Firmado

Berta Navas

Añadió su número de D.N.I. y rubricó el escrito. A continuación, salió de nuevo en dirección al despacho y le plantó el documento sobre la mesa con un gesto teatral.

—¿Suficiente?

Él lo leyó con atención.

—No. Yo seguiré considerándome responsable de todos mis empleados mientras estén bajo mi techo.

—El mar no tiene techo, y tampoco es tuyo, aunque no dudo de que te gustaría que lo fuera. ¿Te imaginas? ¡Poder controlar el mar, las mareas, el oleaje, el viento…! Tal vez eso satisfaría tus ansias de dominio. Pero no puedes, Jorge, como tampoco puedes controlarme a mí. Y ahora dime, ¿estoy despedida? Si es así, haré mi equipaje de inmediato.

—No estás contratada aún, por lo tanto, no puedo despedirte. Es la hora, vete a tus ocupaciones. Y mañana me informarás de todo lo que hagas… en tu jornada laboral —añadió reticente. Después recogió el folio y lo guardó en un cajón.

Salió del despacho con el corazón acelerado y sin terminar de creerse que no la hubiera mandado de vuelta a Jaraíz sin contemplaciones. Había podido vislumbrar el enfado, pero también la incredulidad en su rostro. ¿Nunca se le había enfrentado nadie? ¿Todo el mundo se inclinaba ante sus órdenes disfrazadas de sugerencias? ¿Era la primera vez que el todopoderoso Jorge Luján tenía que admitir una derrota?

Con paso animoso se dirigió de nuevo a la habitación roja, en cuya puerta ya la esperaban tres niños. Olvidó su reciente enfrentamiento con el director del hotel y se dispuso a divertirse con su trabajo.

—Hola. Soy Berta. ¿Entramos?