La terraza de Madre y Frank es bastante pequeña. Lo suficientemente grande para sacudir una alfombra, y lo suficientemente grande para asomarse cuando se le está echando la bronca a la gente que revuelve en los canalones. Apenas es lo suficientemente grande para que quepan tres sillas pequeñas y una minúscula mesa con un bol. En el bol hay nudos de canela recién hechos que Denisa se mete enteros en la boca. Mastica con toda la cara, sin embargo, intenta hablar. Madre toma café y lee un libro con un ojo. Frank se ha quitado un calcetín y lo ha doblado por la mitad, poniéndolo debajo de la pata de su silla para que no se tambalee.

—Queda muchísimo para que Frank cumpla dieciocho —comenta Denisa.

—Los años pasan muy rápido —dice Madre.

Lleva puesto el sombrero con agujeritos, aunque no haga especial calor.

—Entonces, hasta que cumpla los dieciocho, ¿Frank tendrá que ser un niño normal y corriente?

—Sí —responde Madre con determinación.

Desde la terraza tienen buenas vistas. Observan cómo un avión dibuja un trazo blanco en el cielo, hacia el sur. Del muelle zarpa un barco en dirección a los bancos de pesca. Un coche con la música a tope atraviesa el pueblo con gran estruendo, seguramente de camino a la gasolinera, a por un perrito caliente con queso. Por lo demás, el pueblo es exactamente como antes. Césped con casas. Casas con césped. Alguna oveja que otra. Desde la casa del granjero se oyen martillazos. Está construyendo una terraza alrededor de toda la vivienda.

—Nosotros también podríamos ampliar la terraza —dice Frank.

—Para jugar al bádminton —propone Denisa. Hace un gesto estiloso con la muñeca que no está usando.

Madre toma un sorbo de café y niega levemente con la cabeza.

—Aquí tenemos un bol lleno de nudos de canela, ¿verdad? Si el bol hubiese sido más grande, solo estaría medio lleno, ¿no?

—Sí, ¿y qué? —preguntan Frank y Denisa al unísono.

—La nueva terraza del granjero será grande y bonita. Pero la mayoría del tiempo estará vacía. Una terraza grande vacía es más triste que una terraza pequeña vacía, ¿no os parece?

—Sííí —dice Denisa lentamente—. Visto así.

—Tenéis que coméroslos mientras estén calientes —dice Madre.

Frank y Denisa cogen un nudo cada uno y lo engullen con refresco rojo, que a Denisa le gusta mucho más que el amarillo. Cuando no hablan, oyen los martillazos del granjero con especial intensidad.

—Hay algo de ese hombre que no me cuadra —dice de nuevo Denisa, exactamente como lo hizo fuera del colegio cuando el granjero salió con el enorme cheque.

A lo lejos ven cómo la novia del granjero le ayuda a construir la terraza. Los dos parecen más pequeños que las moscas que Denisa ha matado últimamente.

—¿El qué? —pregunta Frank nuevamente.

—¿Te acuerdas de cuando construimos las pistas de minigolf y él tuvo que ir a comprar más sirope para refresco?

—Sí —responde Frank.

—No condujo hasta la tienda, sino hasta la gasolinera, aunque esté el doble de lejos.

—Y también es el doble de caro.

—Ahí es donde trabaja su novia. En la gasolinera.

—¿Y? —pregunta Frank.

—Creo que él ya estaba enamorado de ella por aquel entonces. Por eso fue a la gasolinera a comprar.

Frank mastica con la misma lentitud con la que asiente.

Denisa ha hablado tanto que se ha acalorado.

—Pero no se atrevía a hablar con ella. Estaba enamorado de ella sin que ella lo supiese.

—¿Y qué?

—Pues... que creo que lo hizo él mismo —declara Denisa.

Madre aparta la mirada del libro.

—¿Hizo el qué? —pregunta Frank.

—¡Destruir el minigolf! ¡Lo roció con gasolina y lo in­cendió!

Frank la mira. Ella le devuelve la mirada; lo mira a él, solo a él, como si Madre no existiese.

—¿Por qué iba a hacerlo?

—Ella regresa del trabajo en mitad de la noche. Seguramente, todas las noches a la misma hora, ¿no crees?

—Sí.

—Y a esa hora no hay nadie más despierto. Por consiguiente, Rolf puede haber pensado: «Si hay un incendio en mi jardín cuando ella pase por delante, se detendrá y vendrá a despertarme». Así podré conocerla.

Frank siente que se le eriza la piel, como cuando le llegó el mensaje sobre el incendio mientras estaba en la playa.

—Él puede haber pensado: «Si todo se quema, le daré lástima a la gente» —dice Denisa.

—Yo, que me he portado tan bien con todos los niños del pueblo —replica Frank con la voz de granjero.

—Les he comprado sirope y todo. He hecho que se levanten del sofá. Les he enseñado a hacer carpintería. Como consuelo recibiré el buenillón. Y quizá hasta me lleve a la princesa al mismo tiempo.

Frank mira a Madre. Denisa probablemente haya estado reflexionando sobre el tema por un tiempo. Tal vez haya pensado que Madre atará cabos y se levantará de un brinco y cogerá el coche y se irá hasta la casa del granjero para apuntarle con un dedo severo y acribillarle a preguntas. Sin embargo, Madre solo eleva ligeramente el mentón para echarle un vistazo a la granja y luego le da un sorbito al café antes de continuar con su lectura.

—Pero ¿tienes pruebas? —pregunta Frank.

—No —responde Denisa.

—¿Es solo algo que crees?

—Sí.

El bol de nudos de canela está medio lleno. Si el bol hubiese sido más grande, estaría casi vacío.

—¿Y todo lo demás? —pregunta Frank—. ¿La cuerda de arranque y el aparcamiento y las manzanas y los pinchazos? ¿Crees que ha sido él?

Denisa se encoge de hombros.

—Madre piensa que ha sido un águila —comenta Frank.

Denisa espira por la nariz.

Frank se imagina un águila entrando al vuelo en el garaje de Helge Myr y picoteando la cuerda de arranque del cortacésped hasta partirla en dos. Madre llega a una página en blanco. Mete el dedo en medio como si fuese un marcapáginas. Se quita el sombrero y reclina bien la cabeza, como si quisiera broncearse el cuello.

Frank y Denisa tardan unos minutos más en vaciar el bol y la jarra de refresco de sirope.

—Yo creo que ha sido un águila —dice Madre.

Siguen su dedo con la mirada. En lo alto vuela un enorme pájaro negro con alas deshilachadas. No es necesariamente un águila. Puede ser otra ave grande y salvaje. Apenas se ven águilas. No se dejan seducir por algún que otro resto de comida sobre una piedra en la orilla. Frank y Denisa observan al ave, se miran el uno al otro y después a Madre.

En su rostro se dibuja una sonrisa. Es una señora con dos niños saciados en una terraza pequeña.