9

Ashby se volcó de lleno en Amaya y en sus preocupaciones. Cada vez que leía la noticia de una toma de tierra, como un relámpago se le venía a la mente: “Amaya está allá”, si había un amparo de vecinos ante un desalojo violento por los granaderos: “Detrás de eso debe andar Amaya.” Seguramente señaló con la mano las tierras en que podían instalarse los paracaidistas, porque así era ella, una repartidora de lo ajeno. Ashby podía reconocer con los ojos cerrados las acciones en que participaba su amante. “¿Usted cree que soy la mujer maravilla?”, rió Amaya con todos sus dientes cuando le contó que estaba seguro de que ella había viajado al estado de Hidalgo al leer en El Universal: “Tensión en el Valle del Mezquital, hombres armados con palos, machetes, azadones y fierros exigieron desalojar…” Ashby levantaba la bocina para marcar el teléfono con el corazón en la garganta. Por Amaya descubría que los indígenas de Milpa Alta y Tláhuac vivían en condiciones infrahumanas, por ella se enteraba de un quemado vivo en Chicalachapa, porque según tres campesinos, un retén de soldados quiso llevárselo y opuso resistencia.

En el lenguaje de Amaya aparecía continuamente la palabra “pecado”, “pecado social”, “pecado por omisión”, “pecado de soberbia”, “pecado que no se perdona”, “pecado mortal”, “pecado venial”. Una noche, Amaya declaró a todos que era partidaria de la monarquía y que cualquier soberano, por designio de Dios, tenía que ser mejor que el más excelso presidente de democracia alguna. “El pueblo no sabe elegir, no fue hecho para eso.” Para ella, la Revolución francesa había sido una masacre y la mexicana una revuelta que mató a un millón de hombres, aunque adoraba a Zapata. De la rusa, lo que le fascinaba era el destino de la hija del zar, Anastasia, y hablaba mucho más de ella que de Lenin. De Stalin decía: “Es un monstruo, es repugnante.” Sus conversaciones eran desafíos y salpicaba sus diatribas de “Nomás lloviendo me mojo” cuando alguien le preguntaba acerca del peligro de sus aventuras. Curiosamente, al mismo tiempo que usaba palabras de español antiguo como “bellaco”, “hurgamandero”, “ma­­landrín”, hablaba de “esquites” y no de granos de maíz tierno, de quelites en vez de espinacas, de mercedes y no de favores: “Hágame usted la merced de no ser tan canalla”.

Ahora que la apoyaba, Ashby adquirió la clara conciencia de que Amaya y su aparente dulzura se metían en todos los líos imaginables. En la cava de su casa, y a pesar de Alfonso guardó durante días un baúl que le confió un líder campesino coprero “guapísimo, y con un apellido muy poético” y sólo cuando vino a recogerlo se dio cuenta de su contenido: rifles. Ashby, aterrado, le preguntó por qué le había franqueado la puerta y simplemente exclamó:

—­Es un Adonis, no podía negarle nada, yo sucumbo ante la belleza.

A Ashby le gustó menos enterarse de que, después de haber escondido su baúl, el hermoso líder Leonardo Cienfuegos le pidió que lo ocultara a él.

—­¿Y dónde lo escondió usted, Amaya? —­le preguntó Ashby desconfiado.

—­Le arreglamos un catre en la cava.

Si Alfonso nunca hacía acto de presencia, era plausible que no se enterara de que su mujer encubría a un guerrillero. Sin embargo, todo lo que rodeaba a Amaya era fluctuante, inasible, hasta tramposo. Una vez, en la carretera a Cuernavaca, sentada a su lado, Amaya le pidió que detuviera el auto junto a un ojo de agua:

—­Ashbito, ¿no está usted viendo lo que yo veo?

—­¿Qué, güerita?

—­Aquella mujer toda vestida de blanco del otro lado del ojo de agua.

—­No veo nada ¿cuál?

—­Mírela usted, tiene la mirada fija dentro de sus grandes ojeras, véala, nos está clavando sus ojos.

—­Perdón, Amayita, ¿no será que usted lee historias de espantos últimamente?

Lo mismo le sucedió una noche en la suite de lujo de “Las mañanitas”. Amaya lo despertó a media noche.

—­Allí está un hombre que no nos quita los ojos de encima.

—­¿Dónde?

—­Detrás de la cortina. Es un hombre altísimo vestido de frac.

Ashby prendió la luz y fue a revisar.

—­No hay nadie. ¡Será que usted se enamoró del mesero que nos sirvió las Crêpes Suzette!

Amaya pasó del terror a la animación.

—­¡Qué buena facha!, ¿verdad? Estoy segura de que ese hombre me quiere llevar con él. Varios signos muy sutiles me dieron a entender que desea que lo alcance en algún lado.

—­¿Dónde?

—­Quizá en Alemania, ese caballero es de los Habsburgo.

A Ashby, que nunca los había experimentado, por primera vez en su vida lo atenazaron los celos cuando Amaya le contó con toda naturalidad que el depuesto príncipe Marsilio de Saboya llevaba quince días durmiendo en su casa y que no tenía para cuándo irse.

Entre un golpe y otro, Amaya desaparecía sin dejar rastro y sin decir adiós.

Ashby marcó el número de su amada y, para su sorpresa, una voz clara respondió dando una información precisa:

—­La señora salió hace cinco días al norte, a Monclova.

—­¡Ay, Dios mío! —­fue todo lo que pudo exclamar Ashby.

En Monclova, unos hambrientos habían asaltado un tren cargado de frijol. Levantaron una pesada barricada con piedras y palos sobre los rieles para bloquear el paso y el maquinista tuvo que utilizar los frenos de emergencia. Apenas frenó, las pedradas cayeron encima de la locomotora y cuatro hombres, que por lo visto sabían de máquinas, cerraron las válvulas para detenerla completamente. Entre tanto, los ­asaltantes abrían los vagones y las góndolas. Ya estaban preparados con palas y diablitos, costales, bolsas, cazuelas, lo que fuera. Hombres, mujeres, niños y ancianos saquearon los vagones. Los niños, encantados, jugaban a resbalarse encima del montón de frijol mientras sus padres corrían con el tesoro en carretillas. Ashby visualizaba a Amaya, la autora del asalto, de pie a un lado de los rieles azuzándolos, su cabello rubio formándole una aureola: “Córranle, no pierdan tiempo, píquenle, píquenle, no sean majes”.

Hasta que llegó la fuerza pública con su ulular de sirenas y, al igual que el tren, recibió una andanada de piedras.

A pesar de las pedradas, la policía agarró parejo y se llevó a todos a la cárcel.

—­Vea usted nada más. ¿De qué sirvió la cochina Revolución? —­se quejó Amaya a su regreso.

Sí, claro, ella participó en el asalto al tren; sí, claro, ayudó a llenar costales de frijol; sí, sí, a ella no le hicieron nada aunque les pidió que también se la llevaran: “No, señora, usted no, ¡cómo cree!”, y se vino a México en el Chrysler blanco con un muchachito que ahora dormía en la portería. Pero las cosas no iban a quedarse así, eso sí que no. Volvería al norte a sacarlos a todos de la cárcel.

—­Voy a pedirle que venga usted conmigo, necesito un hombre.

—­Estoy a su disposición, lo que usted ordene.

Ashby prácticamente ya no vivía en su casa.

Encerrado en la biblioteca, subía a la recámara como ladrón embozado y una noche que ella prendió la lámpara y lo miró con desesperación no pudo soportar la idea de que Nora iniciara en ese momento una lista de agravios en su contra y se fue a acostar a otra de las grandes habitaciones. A partir de ese momento, nunca más volvió a la matrimonial. Pasaba a su vestidor, sacaba chamarras y camisas, pañuelos y los mocasines más cómodos por si tuviera que salir intempestivamente a algún campo de batalla en provincia. Así, sin hablarlo siquiera, Ashby y Nora hicieron chambre à part.

Amaya había invadido a Ashby por completo. Sólo pensaba en ella. Tampoco veía a sus hijos y no los extrañaba. A veces los oía correr por el pasillo o reír en el jardín. No necesitaba el contacto físico, los llevaba dentro, sus rostros y sus modos impresos en su alma.

Una tarde, toda vestida de negro, Nora abrió suavemente la puerta de la biblioteca y dijo:

—­Necesito hablar contigo.

Con su habitual cortesía, Ashby le ofreció una silla.

—­Preferiría que fuéramos a la sala.

—­Donde tú quieras.

En la sala, de pie junto a la chimenea, sus manos la una sobre la otra, la figura de Nora tenía una callada dignidad. Hizo un esfuerzo visible para preguntar mirándolo de frente:

—­¿Hasta cuándo vamos a seguir así, hasta dónde piensas llegar? Lo mejor es que te marches. Voy a pedir el divorcio.

—­¿Divorcio?

—­Sí, divorcio.

A Ashby la noticia le cayó del cielo. En los últimos tres meses o tres años o trescientos, Nora nunca le había hecho una escena, ni un reclamo, nada, salvo aquella mirada de desesperación que él sepultó cambiándose de recámara. Nora era su mujer, su posesión, la ma­­dre de sus hijos, la dueña de la casa, su novia, su copiloto, su socia, su compañera útil, práctica, eficaz, la garante del buen funcionamiento del hogar, la que aceitaba los engranajes. Todavía el sábado anterior recibió con esplendidez a sus invitados.

—­Nora, ¿qué te pasa?

—­Quisiera que te fueras a vivir a otra parte, que buscaras un departamento o que volvieras a tu casa de Paseo de la Reforma.

Estupefacto, Ashby sólo acertó a preguntar:

—­¿Para qué?

—­Quiero que te vayas.

—­¿Ya no quieres verme?

—­Nunca nos vemos. ¿O no te has dado cuenta?

—­Por favor, Nora, dame una explicación.

—­Lo he reflexionado mucho, creo que es lo mejor para todos. Jamás ves a los niños, ninguno de los tres te hacemos falta. Tu vida ya no está aquí.

—­Pero, Nora, vamos a hablarlo, nunca me esperé esto.

Ashby le tendió la mano e hizo el ademán de jalarla para el sofá. Ella, muy pálida, lo rechazó:

—­No hagamos escenas de mal gusto, las detesto. Dije lo que tenía que decir. Espero que mañana ya no estés aquí.

Atónito, la miró caminar hacia la puerta, su altiva cabeza en tensión. ¡Qué delgada estaba! El negro la convertía en una figura trágica. Jamás pensó que su mujer tuviera esos tamaños. Después de un momento salió tras ella y en su biblioteca reconstruyó la breve conversación. Nora no había mencionado a Amaya una sola vez. Así como él y Amaya siempre la pasaron por alto, Nora se daba el lujo de no pronunciar su nombre. La expresión de dolor en su rostro lo impresionó. Algo muy grave debía sucederle, nunca antes lo miró así, desde el fondo de un abismo al que él no podía llegar. Ashby provocaría otro encuentro. Tal vez su mujer volvería sobre su decisión, pero su rostro estaba demasiado cargado de tragedia para que sus palabras no fueran ciertas. ¿Cómo es posible que él nunca antes hubiera visto en el fondo de sus pupilas esa profundidad? La descubría. No quería perderla. La recuperaría. Ashby no pensó un solo momento en Amaya. Al escuchar el motor de un coche y un portazo violento salió de su biblioteca. El mozo anunció:

—­De parte de la señora.

Le presentó en la charola de plata un sobre blanco sin rotular. Adentro en una hoja, con su letra de alumna del Sagrado Corazón, Nora había escrito:

“Salgo al campo con los niños. Espero ya no encontrarte a nuestro regreso. Por favor, llévate tus cosas. No quiero volver a verte sino en el juzgado.”

¿Así es que todo lo tenía preparado? ¿Comunicarle su decisión y salir corriendo? Ashby regresó a la biblioteca. No podía quedarse en la casa de la calle de Puebla. Era de ella. La mayoría de los muebles y todo, salvo los cuadros, era de ella. Tenían una cuenta mancomunada en el banco. De pronto un deseo punzante de ver a sus hijos le llenó los ojos de lágrimas. Decidió salir en busca de un departamento y tomó casi sin fijarse el primero que visitó. Ordenó al mozo que empacara trajes y zapatos. No es que quisiera obedecer a Nora al pie de la letra, es que no sabía qué hacer consigo mismo. Hubiera sido bueno hablar con Santiago Creel pero estaba en Europa. ¿A quién recurrir? Quién sabe cómo reaccionarían sus nuevos amigos intelectuales. Tenía que esperar su encuentro con Amaya en la noche.

Cuando se lo contó, sentado en la penumbra frente al buen fuego de chimenea de la sala, Amaya palió su alteración con una enorme indiferencia:

—­Ya no me sigas contando. A mí no me interesan los problemas personales, mucho menos los de la burguesía.

—­Pero tú, Amaya…

—­Yo nada tengo que ver, absolutamente nada. Y te aconsejo que no te desgastes en ese tipo de conflictos que no conducen a nada.

Por un segundo cruzó por la mente de Ashby la posibilidad de que Amaya fuese una cabrona. O Nora. Nora no. Amaya siempre parecía mirar hacia un punto indefinido que sólo ella veía. Así confrontaba cualquier situación. Su intensidad lo abrasaba todo. Con razón le gustaba atizar el fuego, llamas que aniquilaban súbitamente la sombra. Los tizones al rojo vivo eran su alimento. Nora, en cambio, obedecía los cánones y seguía al pie de la letra las formas amatorias. Buena hija, buena esposa, buena madre, la vida a su lado se desenvolvía sin accidentes.

Ashby nunca había experimentado tal sensación de pérdida. Ahora que no los tenía extrañaba a sus hijos y creía verlos en otros niños en la calle. Añoraba sus risas y sus carreras, sus “Buenos días, papá”, “Adiós, papá”, y la clase de equitación a la que él los conducía dos veces a la semana. Su hijo mayor, Rodrigo, seguía sus pasos y pensaba en caballos las 24 horas del día, que para él deberían ser todas de albardón. El otro, Alvin, no, pero en cambio era un excelente tenista. “Lo traen en la sangre”, le decían en el Club y esto lo llenaba de orgullo. Ashby III montaba un purasangre de cinco años de edad con un extraordinario porvenir. Su padre le enseñó a concentrarse antes de entrar a la pista y le gustaba verlo con los ojos apretados, ajeno al bullicio en su derredor, la cabeza inclinada, controlando a “Lancelot” y a su propia emoción. Estaba seguro de que ellos ­preguntaban por él, lo buscaban en las gradas del picadero, extrañaban sus: “Baja los talones”, “Retenlo, ­suavecito, suavecito, siente la cadencia del caballo”, “Alvin, ¿qué no te das cuenta, por Dios, de que estás montando a contrapelo? Haz como Rodrigo, sigue el movimiento del caballo, siéntelo, siéntelo.” La equitación los hermanaba. Muchas noches tomó su automóvil sólo para pasar frente a su casa y ver la luz prendida en el segundo piso e imaginarlos en ­piyama antes de poner su cabeza en la almohada. Tuvo que ­resistir la tentación de tocar a la puerta. Nora probablemente le diría: “¿Qué buscas en mi casa?”

En el departamento amueblado el panorama era desolador y Ashby se dejó ir. Ni hablar de los medicamentos o de la crema obligatoria en sus cicatrices, si sus camisas se amontonaban sin lavar y en el refrigerador se agriaba el litro de leche, el cartón de huevos, la mantequilla, el “deme un cuarto de jamón” de los solteros. Él nunca había vivido con asco, ahora la alfombra verde chícharo lo mareaba, los mueblesotes se le venían encima, tortugas gigantes entre los ceniceros repletos de colillas. Todo allí gritaba auxilio. La portezuela del refrigerador al abrirse era casi un ataúd y lo invitaba a meter la cabeza, también el horno. Sylvia Plath lo llamaba desde adentro. Cabeza congelada, cabeza quemada, tête de cochon, cabeza de puerco.

Recordó una noche en que Nora, al oírlo decir: “Me muero de hambre”, bajó con él a la cocina a prepararle un sándwich delicioso. Una botella de vino tinto, dos vasos, la cocina blanca, Nora, el pelo desatado, el cuerpo dividido en dos por el apretado cinturón de la bata. Nora, su Nora, su mujer, repitió la operación de las tiras cómicas: “Soy tu Blondie, tú mi Dagwood”, una rebanada de pan, una rueda de jitomate, una hoja de lechuga, mostaza de Dijon ¿o mayonesa?, rosbif, otro jitomate, otra rebanada de pan y… abrieron la boca simultáneamente:

—­Nora, nunca he comido nada tan delicioso.

—­Ni yo. Tampoco te había visto abrir tan grandes las de caimán —­rió.

—­Es la primera expresión popular que te escucho, Nora.

—­Y no la última.

Felices, uno frente al otro, se amaron. Ashby recordaba ahora con extrañeza que Nora sabía exactamente dónde estaba todo en el refrigerador. ¿Cómo lo sabía si tenía cocinera, galopina, mesero, garrotero? ¿Cómo, si parecía tan desdeñosa en su altanería distraída? Constató en su recuerdo que los de la casa la querían aunque ella guardara las distancias. Algo de ella se le había escapado pero ¿qué? Nora hacía las cosas sin que él se diera cuenta. Era de esos seres que lo invaden todo a fuerza de no invadir nada y ahora Ashby soñaba con ver su sombra en la estancia desolada o sentir que de pronto saldría tras la puerta del baño para anegarlo con su dulzura, con esa eficacia de reloj que hacía que él levantara los brazos y cruzara las manos al invocarla para su escarnio: “Reina del hogar, ampáranos, señora. Emperatriz de lo cotidiano, ruega por nosotros. Proveedora. Mujer sólida. Puntal de puntales, Señora de los pañales y la mamila tibia, de nosotros tu vista no apartes.” Qué daría ahora por un gramo de la cordura de Nora. Hacía todo con sus ojos risueños buscando los suyos y esperaba la aprobación que él siempre le escatimó.

Se sorprendió a sí mismo diciéndose en voz alta: “Ella realmente me ama”.

Amaya ¿me ama? No, Amaya no es de las que aman.

Una noche en que se atrevió a confiarle a Amaya su desesperación, ella, con su voz dulcísima, le dijo que tenía que pensar que todos los niños del mundo eran sus hijos, aunque no fueran jinetes. “Recuerde usted a Platoncito.” En sus palabras había un dejo de ironía. Era obvio que Amaya era incapaz de compadecerlo y que, de tratarle el punto una vez más, le respondería con desprecio: “Lo que usted me está diciendo son sensiblerías”.

Hasta extrañaba a la perra, una siberian huskie de ojos azules, “Loba”, que embarneció junto con sus hijos, y al gato callejero, “Gaspacho”, que recogieron una tarde de lluvia. Nunca se dio cuenta de que los traía injertados. Algunos de sus libros lo acompañaban pero la biblioteca se quedó allá. Su subconsciente lo había hecho dejar todo, seguramente con la esperanza del regreso, pero para Nora no había reconciliación posible. Amaya lo llamaba de urgencia sólo cuando lo necesitaba. “Estalló un pozo petrolero en Campeche por la criminal negligencia de Pemex, cuyos directores se embolsan el dinero. Hubo cincuenta muertos. Salgo para allá ­porque me hablaron los disidentes del sindicato. Van a organizar una gran marcha de pro­testa. ¿Me acompaña, Ashbito?”

Durante el viaje, Amaya no habló de otra cosa y terminó contagiando a Ashby, cuya cabeza se llenaba de barriles de crudo ligero, de porcentajes y producción nacional. Todos los complejos petroleros del país eran más importantes que sus propios complejos. Obsoletos, como lo afirmaba Heberto Castillo; obsoleto él, Egbert, en su apego a la tradición, la familia, los valores de su infancia. La falta de mantenimiento en las tuberías era su propia falta de sustento, la desidia de sus horas antes de conocer a Amaya. Tenía que leer, pensar, actuar. El abandono en los centros procesadores de gas natural hacía que los accidentes aumentaran de una manera brutal, Ashby conocía los accidentes en carne propia, más aún, había ardido como pozo petrolero, pero muy pronto olvidó la lección y dejó de vivir al rojo vivo. Se volvió conformista. Pemex era una bomba de tiempo, Ashby tenía que transformarse en una bomba de tiempo, actuar contra el reloj y no vivir, como hasta ahora, apoltronado en absurdas reglas de etiqueta, jaiboles, convencionalismos.

Amaya parecía saberlo todo del petróleo mexicano y su fogosidad la volvía tan elocuente como la vio en el despacho del gobernador de Guerrero.

—­Seguro van a venir otras explosiones en el resto del país: en Chiapas, en Tabasco, en Poza Rica, en las plantas de Minatitlán, de Pajaritos, en el Pacífico, y no sólo eso, las instalaciones de distribución de gas en México hacen peligrar las ciudades porque es fácil que exploten los ductos. ¡Vamos a volar todos! Entre tanto, los funcionarios de Pemex no tienen madre. Se embolsan el dinero con la mayor impunidad. ¿Conoce usted la colección privada de Ramírez Estrada? Tiene hasta un Van Gogh, hace poco compró media docena de Riveras. ¿Por qué, dígame usted, a los ladrones les da por el arte? Me contaron que Diego Rivera va a pintar un mural en la casa particular de Sansores Cordera en Cuernavaca, ¿puede usted creer en asco semejante?

“Sabe demasiado”, pensó Ashby, apabullado. Manejaba como experta datos acerca de la ecología, la lluvia ácida, la contaminación de los ríos, el daño a la producción agrícola. Lo sabía todo acerca de los trabajadores más humildes, los que exponían sus vidas para no recibir nada del poderoso sindicato vendido a la empresa, tan amenazantes para ellos como las condiciones en las que vivían.

—­Son como el combustible. Si viene un líder decente y prende la chispa pueden resultar un peligro para la empresa. Ojalá. Por eso estoy con los del sindicato independiente que han hecho contacto conmigo. Si conociera usted a las mujeres y a los niños que ahora viven en el lodo aceitoso de un pantano nauseabundo quedaría usted horrorizado con semejante ignominia.

Ashby la escuchaba maravillado. Qué poca cosa era su vidita personal al lado de los grandes problemas nacionales. Ashby se dejaba envolver y Amaya era la clave de su salvación.

Un día intolerable en que el recuerdo de sus hijos atenazó físicamente su corazón, Ashby decidió ir al Club Hípico a pesar de la prohibición de Nora. Sus hijos corrieron hacia él: “Papá, papá.” Sentir sus rostros fragantes junto al suyo, sus brazos en torno a su cuello, hizo caer al suelo su soledad, Amaya, Nora, sus días necios. Ashby les quitó sus cascos de montar para ver mejor sus caritas. Alvin tenía los ojos de un azul muy claro, los de Rodrigo eran café oscuro y en ambas miradas Ashby leyó una fe en él increíblemente hermosa. Esa fe le hizo regresar a su departamento pensando que no todo estaba perdido, que los niños, por su sola condición de niños, salvarían la situación. Tal certeza lo acometió como un relámpago y produjo en él un efecto extraordinario; Ashby vibró durante los días que siguieron con un sentido del deber que no había experimentado jamás y que ahora ejercería al ocuparse de sus hijos y de Nora.