10
—No creo que deba visitar a los pobres con abrigo de pieles, güerita.
—Soy como soy.
—Lo suyo es una provocación. También sus pulseras de oro.
—¿Por qué? Que me vean como soy. Me gusta el oro. Además, este abrigo resultó invaluable cuando dormí en la calle. Ya está un poco gastado, me hace falta uno nuevo.
Ashby la miró. Un pensamiento oscureció la admiración que en él crecía hasta desbordarse: “Yo soy el pendejo que le comprará su nuevo mink”. Para Amaya, que él se hiciera cargo de todo era apenas lo justo. Que sirviera para algo.
—Su personalidad es la del dador. ¿Recuerda usted los trípticos de los Arnolfini? ¡Ésos sí eran benefactores! Los mecenas de México, si es que así puede llamárseles a esos arribistas, son caquitas de chivo —sonrió Amaya de oreja a oreja.
—Cuando estuve hospitalizado en el Obrero, nunca les dije quién era. No podía. Les conté que era un mozo de caballeriza, mi propio mozo. Me encantó inventarme.
—A lo mejor es lo más creativo que ha hecho usted en su vida, Ashby —le dijo Amaya con una voz dulcísima.
Él la besó diciéndole que ahora con ella todo se volvía creación. “Usted tiene la imperiosa necesidad de correr grandes riesgos, maestra.” Se lanzó a contarle que había descubierto que a su lado podría poner una bomba, puesto que ella las hacía estallar todos los días, que dentro de él había un bárbaro pero también un santo, un genio, un príncipe idiota, y algo menos, y algo más.
—¿Ah, sí? —dijo ella displicente.
Dentro de él vivían ahora todas las posibilidades. Al tocarlo, ella lo hizo trascenderse.
—Mi encuentro con usted es para siempre. Antes de conocerla yo era un garabato.
—¿Y ahora qué es usted? —preguntó Amaya.
—Ahora soy su gato.
Ashby sentía que una marea de agradecimiento inmenso subía hasta su garganta, lo ahogaba. Gracias a ella, que era muchas mujeres, tenía el privilegio de salir de sí mismo.
Ashby hubiera querido decírselo pero ella siempre tenía tareas más urgentes que el autoanálisis.
—Con usted vivo colgando entre la salvación y el naufragio y ese estado me hace sufrir.
Amaya lo miraba irónica.
—¡Qué falta de imaginación la suya, Ashbito, y qué inútiles sus mezquinos sufrimientos de rico!
Tenía un odio absoluto a los ricos. “A ésos hay que sacarles todo y dejarlos en la calle, especialmente a los mexicanos, que son los más ramplones del mundo.” No obstante, ella vivía como rica sin tener un centavo y no quería ni podría vivir de otro modo. Jamás hubiera aceptado una mascada que no fuera de Cartier. Sus zapatos tenían que ser de Gucci, si no, le apretaban, ¡y esos abrigos de pieles! A Ashby había que reconocerle el talento de su pasión por ella, pero toda pasión paga un precio.
Una tarde fueron a Santiago y se toparon con un cartel en un poste —que por lo bien impreso pensaron que era oficial— con el rostro de Ashby junto al del líder guerrillero Florencio Arredondo bajo la leyenda “Se buscan”. Amaya primero sonrió pero después se puso a temblar y le dijo:
—¡Si lo buscan a usted que apenas si es Sancho Panza, a mí me van a aplastar bajo las ruedas de un camión carguero! ¿Quién los mandó distribuir? ¿Qué partido, qué personaje político del sur?
Desde ese día perdió todo control. Tres hombres permanecían veinticuatro horas en la contraesquina de su casa mirando hacia sus ventanas. El teléfono sonaba, Amaya corría a contestar y nada. Finalmente una voz cavernosa advirtió: “¿Ya te fuiste a confesar?”
—Podemos denunciar a la policía espionaje telefónico —le sugirió Ashby.
—¡No, no, ni de chiste! No hay nada más corrupto en México que la policía. A lo mejor son ellos mismos, a sueldo del gobernador de Morelos. ¿Cómo saber? Además, si Alfonso se entera, me mata.
Las alusiones a Alfonso eran escasas, al grado de que Ashby había olvidado su existencia. Se hizo la imagen de un perseguidor, que incluso ausente oprimía a Amaya Chacel. Después de diez días de locura, ante su estado de nerviosismo, Ashby propuso:
—Es mejor que se vaya usted un mes o dos, que le pierdan la pista, yo voy a comprar el boleto, le voy a reservar el hotel, le daré para sus gastos.
—Me parece muy bien, Ashbito. Quiero ir a Nueva York.
—¿A Nueva York?
—Allá tengo amigos, puedo ir de compras, visitar museos, ver teatro. A usted, que tanto le gusta el teatro, ¿por qué no me alcanza? Ándele, anímese. Amaya se fue y Ashby se hizo a la idea de que era un pozo sin fondo, supo muy pronto que allá gastaría cinco veces más de lo previsto. Escogió el Hotel Plaza e hizo sus compras en Saks Fifth Avenue y en Tiffany’s. A los cinco días lo llamó por teléfono:
—No pensé que todo estuviera aquí tan caro. Se me acabó. ¿Cómo se le ocurrió darme tarjeta con límite de crédito? Jamás pensé que fuera usted un hombre tan avaro. Teniendo tanto, qué le cuesta, oiga. Es de no creerse.
Ashby pensó que a lo mejor tenía razón y corrió al banco sintiéndose un miserable.
Se aventó a ciegas. La alcanzó en Nueva York y durante quince días olvidaron las amenazas y los peligros que corrían en México. En la noche, les agradaba escuchar juntos los cascos de los caballos que jalan los breaks alrededor de Central Park. En la mañana, a la hora del desayuno, mientras Ashby destapaba un frasquito de mermelada de naranja amarga para su rebanada de pan generosamente cubierta de mantequilla civernesa, Amaya dijo con alegría:
—¿Por qué no nos vamos a París?
—¿Qué?
—Sí, Ashbito, hoy en la tarde llegamos al Kennedy Airport y tomamos Air France. Yo empaco todo.
—Por el momento no tengo ese dinero.
—¿Cómo voy a creer? ¡Es ridículo! Dígale usted a sus empleados que se lo envíen al Georges V. ¿O prefiere el Plaza Athénée? Ahorita llamo a la administración para que reserven…
Ashby, sin habla, obedeció. Después de todo sería maravilloso ver París junto a Amaya.
Al día siguiente descansaban del vuelo en los Champs Élysées. Amaya daba la cara a un sol pálido y le sonreía a Ashby, quien pensó que difícilmente podría ser más feliz. Qué bien habían hecho. Pasaron junto a unos viejos de traje, corbata y abrigo, esos mendigos de París que a veces tienen tan buena facha y se mantienen erguidos dentro de sus ropajes casi reales. Amaya se detuvo.
—Ashbito, deme por favor —y multiplicó los peces y los panes.
Al finalizar, Ashby le preguntó a su amante:
—¿Por qué les dio tanto dinero?
—Porque uno de ellos me recordó a mi padre.
Al otro día quiso hacer lo mismo y al quinto también. Al sexto, ya en la recámara del Georges V, después de haber visitado los Monet en el Petit Palais y explicado a Amaya su significado en un arrebato, porque a Ashby le fascinaba la pintura, Amaya comentó que a la mañana siguiente uno de los mendigos vendría al hotel porque ella le prometió otra limosnita.
—Amaya, aún no me ha llegado el segundo giro de México y ya nos gastamos el primero —se irritó Ashby.
—Seguramente llega. Después de todo sólo es dinero.
—A usted le gusta mucho hacer caravanas con sombrero ajeno —dejó salir Ashby.
Jamás lo hubiera dicho. Amaya fue a sacar su veliz del ropero y tocó el timbre para que viniera la recamarera.
—Que me laven y planchen todo esto. Lo necesito dentro de una hora, hoy mismo dejo el hotel y si no puedo hoy, mañana a primera hora.
No volvió a dirigirle la palabra y pidió que le hicieran su cama en el petit salon de la suite.
Al día siguiente, tomaron Air France a México y Amaya exigió asientos separados. Sólo al llegar a México, en el pasillo hacia la aduana, al ver a vigilantes empistolados, se acercó a Ashby y apretó contra su cuerpo su mink de reciente adquisición.
—¿Me da el brazo, Ashbito?
—Es un honor que usted me concede.
—¿Me llamará mañana?
—Claro, Amaya.
Al tomar su brazo, Ashby se dio cuenta de que Amaya temblaba. Era capaz de actos de un extraordinario valor pero también podía embargarla una atroz cobardía. El amargo encarnizamiento con el que atacaba a los demás se diluía para dar lugar al desvalimiento. “Todos somos contradictorios —pensaba Ashby— pero a veces, con Amaya, tengo la sensación de estar ante la malignidad”.
A Ashby lo descansó no ver a Amaya durante una semana. Tenía varios asuntos que atender y se sorprendió al ver lo mermada que estaba su cuenta bancaria. ¡Qué exaltación haber gastado tanto! Nunca antes había soltado el dinero a manos llenas. Con Nora, tan mesurada, los billetes se le pegaban a los dedos. “Ashby, no necesitamos eso. Ashby, no seas despilfarrado. Ashby, dejaste más propina de lo que nos costó la cena. Ashby, ese impermeable del año pasado te lo has puesto sólo tres veces.” Las familias bien eran ahorrativas. Los nuevos ricos malgastaban, de ahí su rastacuerismo.
Lo primero que hizo Egbert II fue correr a la clase de equitación de sus hijos y le conmovió la forma en que vinieron a refugiarse en sus brazos. “Papá, papá.” El chofer lo saludó con un correcto “Buenas tardes, señor”. Rodrigo montaba cada vez mejor, Alvin mucho menos y sintió por su hijo menor una solidaridad infinita y le dedicó casi toda su atención. Alvin se sentó en sus piernas a la hora de los jugos y las papitas en el bar del club y le confesó que no le gustaba montar.
—A lo mejor me pasa lo que a ti y me quedo sin piernas.
—Pues no montes, hijo. Tu mamá me dijo alguna vez que eras buenísimo para el tenis. Dedícate al tenis. Dile que ya te di permiso. A propósito ¿cómo está mami?
De “muy bien” no los sacó pero se enteró de que tenían bicicletas nuevas y que su vida social era intensa: habían ido a Pastejé, a Estipac, a Galindo, a la hacienda de los Lascuráin y los Souza iban a invitarlos a “La Picuda” en Acapulco. Pasarían también unos días en Fortín de las Flores y en Veracruz con los Ruiz Galindo.
—¡Qué buena vidurria se dan ustedes!
—No menos buena que la tuya —contestó Rodrigo con rencor.
Ashby le dio un largo trago a su whisky mientras sus hijos le pedían al mesero una nueva dotación de cacahuates.
—Sí, somos una familia privilegiada.
—¿Familia? —replicó Rodrigo.
Alvin en cambio seguía acurrucado contra él, sus piernas colgando, y cuando se despidieron porque el chofer vino a urgirlos, se colgó del cuello de su padre como un ahogado al salvavidas. Ashby lo abrazó muy fuerte. “Nos vemos mañana.” Frente al volante de su Mercedes pensó que había sido imprudente y que a lo mejor recibiría una orden imperativa de Amaya. “Ashbito, lo necesito.” Así sucedió.
Cuando la vio, Ashby no pudo dejar de decirle:
—Es horrible llegar a México y entrar a un departamento vacío, es horrible vivir solo.
—Hay remedio para eso.
—Claro, la compañía. Pero no puedo tener ni un perro porque viajamos demasiado.
—¿Viajamos, Ashby?
—¿No se ha dado usted cuenta de lo mucho que salimos?
—Por lo pronto, invíteme a comer a un sitio muy bonito.
Ashby prefería aventurarse a restaurantes fuera de la ciudad y evadía aquellos a los que iba antes con Nora. Cuando propuso “Las Mañanitas” en Cuernavaca, Amaya palmeó como niña añadiendo:
—Así podemos ir después a Santiago a ver cómo va nuestro asunto.
—¿No podríamos tener un día de vacación de todos los asuntos?
—No, porque entonces nos peleamos.
Amaya tenía razón. Si no estaba poseída por alguna misión urgente, su irritabilidad crecía y estallaba en cólera por razones nimias. Necesitaba el peligro. Alguna vez Ashby le dijo riendo: “Güerita, a usted le hace falta meter las manos en un montón de basura y de iniquidades ¿verdad?”, y jamás lo volvió a decir porque recibió una filosa mirada de odio que todavía lo azoraba recordar. Ahora que gracias al tiempo podía verla de más lejos, Ashby recuperaba su mirada crítica. Su paciencia ya no era inconmensurable. Cuando Amaya, en la mesa, entre los hors d’œuvres y el lenguado, hizo un gesto vulgar levantando el cordial derecho, Ashby gritó:
—¡No haga eso!
Amaya, paralizada, se llevó la servilleta a la boca. No quiso seguir comiendo, tomó su bolsa y se fue al baño. Cuando regresó, Ashby se dio cuenta de que había llorado:
—Nunca nadie me humilló en esa forma, Ashbito —le dijo con la voz más humilde y levantó hacia él una húmeda mirada de perro.
Ashby pidió dos whiskys y fueron a sentarse a un rincón del jardín. Resonaba en el espacio y en el tiempo, en su descubrimiento el uno del otro, el grito de Ashby como una bofetada. Tal vez se tratara de una premonición. Amaya había perdido su urgencia, no desbordaba ya energía revolucionaria, Ashby descubría otra Amaya, su frágil andamiaje, su falta de seguridad a pesar del supremo poder que ejercía sobre los demás. Como era un hombre de absoluta buena fe no se le ocurrió sacar ventaja de su descubrimiento, más bien sintió compasión por esta guerrera desarmada.
—¿Quiere usted que vayamos ahora a Santiago?
—No, quedémonos a dormir aquí.
Nunca Amaya fue tan amorosa como esa noche. Fue ella quien le hizo el amor a Ashby, lo asumió por entero poseyéndolo con un vigor desconocido. Ashby se sintió deseado.
—Eres un macho cabrío —le dijo a Amaya.
Juntos se bañaron, juntos salieron a las diez de la mañana del día siguiente a comprarse cepillos y pasta de dientes. Al pasar frente a una tienda, Amaya señaló: “¡Qué bonito vestido!”, y Ashby entró y exigió que se lo pusiera en ese instante. Amaya, con el pelo mojado y la mirada de perro que no la dejaba desde que oyó a Ashby gritarle, era otra y él contempló la posibilidad de que, ahora sí, esa mujer estuviera enamorada de él.
Regresaron a México felices. A los dos días, Ashby buscó a Amaya en su casa sin éxito. Creyó que la nueva Amaya lo buscaría, pero la espera fue vana.