11

También Ashby empezó a hacer su propia vida, puesto que no podía contar de seguro con Amaya. Recuperó algunas costumbres, el club hípico, la universidad, y por primera vez en meses habló con su apoderado. Era importante volver a su mundo para no perder la cordura, porque Amaya, a pesar de los oasis, era un planeta incendiario y el asunto más pequeño se volvía entre sus manos un caos. Girar únicamente en torno a ella era caer en una fiebre virulenta cuyo desgaste lo dejaba en los huesos.

—­Ashby, ¿resucitaste de entre los muertos? —­le preguntó Maruca Tolentino—­. Claro que te ves muy interesante con tu nueva intensidad en la mirada, pero me gustabas más antes.

—­Señor Egbert, dichosos los ojos —­exclamó el barman Luisito Muñoz al recibirlo en el 1-2-3—­. ¿Estuvo usted enfermo? Lo veo muy desmejorado.

Ashby pensó por un momento decirles que había estado en la guerra. No habría mentido. Las acciones de Amaya tenían lugar en un campo de batalla. En una de ésas se miró al espejo. Había cambiado, pero lo que más le sorprendió fue notar lo abultado de sus labios, la sensualidad en su boca. En el rostro demacrado, los labios resaltaban como nunca. Y también los ojos ardientes, inquisitivos bajo las cejas levantadas.

—­Te has vuelto un hombre fascinante —­le dijo Leonor del Val—­. En los showers todas hablan de ti. Mujer que tratas, mujer que dejas enamorada.

—­¿Cómo?, si no trato a nadie.

—­Desde que te separaste de Nora, son muchas las que se te quieren echar encima.

Ashby sonreía. Volver a su mundo era pisar un terreno más mullido que la tierra tepetatosa y árida por la que lo conducía Amaya. Ella era su arriero, él, el compañero de sus quijotadas.

Cuando ella se perdía durante varias semanas, Ashby podía verla con mayor distancia, analizarla con una objetividad que a su lado se venía abajo. Los rasgos de carácter que juzgaba encantadores adquirían otros matices. El hecho de que nunca se dejara retratar le pareció una prueba de su modestia, pero un día la escuchó decir:

—­Si pudiera ordenar a los fotógrafos que tomaran sólo mi mejor ángulo, como María Félix, entonces me dejaría.

A veces, el regodeo en sí misma duraba toda la tarde. Sus obsesiones consistían en verse rubia entre morenos, lúcida entre imbéciles, leal entre traidores, única entre vulgares y su imagen corriendo por las calles lluviosas con su gabardina en los hombros, se repetía hasta la saciedad. Siempre había alguien persiguiéndola, bastaba con asomarse para ver el peligro recargado en el poste de la luz, la inminencia de la puñalada trapera. Vivía entre metrallas y fuegos de artificio y se le confundían al igual que los cohetes que a veces son disparos. Fugitiva, defendía a los débiles y a los fracasados por extranjería, porque nunca podría pertenecer a este país de arribistas y rastacueros, porque los ricos mexicanos la enfermaban por innobles, y no era que deificara a los pobres, sino que le parecían la opción más inteligente.

Un mediodía en que Ashby entró al Lincoln en Luis Moya, el capitán y los meseros le reprocharon su ausencia. ¿Cómo era posible que los abandonara durante tanto tiempo? ¿Estuvo fuera del país? ¿Acaso quería radicar definitivamente en Londres? Ashby se instaló contento en una de las sólidas “caballerizas” de cuero negro, aislada del resto, propicia a la confidencia y hasta a la seducción. Había citado a las dos y media a Santiago Creel, a quien no veía hace meses.

Pidió un martini seco y de pronto escuchó la alta risa de Amaya. De un salto fue en su búsqueda y la encontró frente a frente con Agustín Landeta, su mano sobre la de Amaya.

—­¡Ashby, qué gusto! —­le dijo ella sin inmutarse mientras el banquero se ponía de pie para las presentaciones.

—­¿Estás solo? ¿Quieres sentarte con nosotros? —­sonrió Amaya.

Confundido, Ashby murmuró un rápido “No, gracias, espero a un amigo” y regresó a su mesa. Santiago llegó once minutos tarde, cuando Ashby, despechado, iba por su cuarto martini. La comida perdió su encanto. “¿Qué hacía Amaya con ese fulano?” Privado por los celos, de martini en martini, Ashby nunca supo a qué hora salió Amaya del Lincoln, nunca pasó a despedirse y maldijo la privacía de las caballerizas.

Cuando le reclamó una semana más tarde, Amaya airada preguntó:

—­¿Qué compromiso tengo yo con usted?

—­Ah, bueno, entonces voy a hacer lo mismo —­la amenazó Ashby.

—­Haga lo que le dé su chingada gana —­respondió su amante con mirada negra.

Ashby así lo hizo e invitó a Maruca Tolentino a cenar a El Patio. “Escuchamos a Toña la Negra y rematamos en algún antro de rompe y rasga, Las Catacumbas, Las Veladoras o algo por el estilo.” Todavía en El Patio, mientras bailaba en la única forma que podía hacerlo, asido como ancla a su compañera, se desconcertó al sorprender a Amaya. Lo miraba fijamente desde una mesa cercana a la pista.

A los tres días Amaya lo llamó para preguntarle si podía ir a verlo:

—­¡Qué gusto, güerita, claro que sí!

—­¿Pero no habrá nadie?

“Ya empezamos”, pensó Ashby con cansancio y se limitó a responder:

—­No, no habrá nadie.

Al entrar, Amaya miró la estancia del departamento como si no la conociera. Después se sentó en el suelo, cerrado el rostro, y comenzó a hablar con una voz muy dulce de la otredad y su significado. Sin dejar de fumar, sin levantar la vista, le dijo en una voz tan baja y por lo mismo inquietante que en los últimos meses él había demostrado una voracidad repugnante por parecerse a ella: Amaya.

—­Sí, Ashbito, su avidez por lo otro no tiene límites.

—­¿Avidez por lo otro?

—­Usted se muere de envidia.

—­¿Qué?

—­Usted no es nada y por eso quiere ser lo que yo soy.

—­¿Considera usted que yo no soy nada? ¿En dónde queda su tan mentada caridad cristiana?

—­Como miembro de la clase ociosa, usted, Egbert XXI, no ha logrado nada, absolutamente nada, ni siquiera con su fortuna, y como yo soy la única persona que lo ha ayudado a hacer algo y por lo tanto a “ser” algo —­aunque todavía informe, permítame decírselo—­, pretende ahora suplantarme.

—­No veo cómo podría suplantarla —­respondió Ashby sin ironía—­, usted es única y yo soy su devoto. Tiene usted razón, Amaya, yo vivía dentro de unos límites que me protegían y desde esos límites percibía al otro. Usted me hizo traspasarlos, vivir en la constante percepción del otro, y lo que usted me ha dado tiene un valor inestimable.

Hizo chirriar el cerillo al encender el Delicado de Amaya. Desde que comenzó a andar con ella, nunca volvió a usar encendedor.

—­Soy su deudor de aquí a la eternidad. La sigo con veneración porque lo que usted dice y hace me afecta mucho más que cualquier otra cosa en la vida, salvo mis hijos y mis accidentes. Usted es el accidente que va a salvarme, pero eso no me resta capacidad para pensar.

Amaya le dirigió una sonrisita:

—­Usted, Ashbito, no puede desprenderse de mí, usted sólo siente vivir en mí. Antes de mí, usted era un puro vacío, como diría nuestro amigo Juan Rulfo.

—­Es cierto, güerita, tiene usted toda la razón —­repuso Ashby con su acostumbrada bonhomía—­, usted me es indispensable y sin usted no podría vivir. A usted la amo más que a mi vida.

—­Entonces ¿por qué baila usted con otra? —­levantó la voz que se volvió un agudo silbido que obligó a Ashby a taparse las orejas.

Así que todo ese discurso, esas frases hirientes acerca de su nulidad iban encaminadas a un punto: la escena de celos. En aquel momento, el estallido de Amaya tuvo más que ver con un estado de locura que con una discusión filosófica. Gritó, se encaminó a la puerta para que Ashby la detuviera; al no conseguir reacción, se regresó pateando los muebles, aventándolos al suelo. Tomó una taza que estrelló contra el espejo. “Siete años de mala suerte”, pensó Ashby. Las escenas de celos son de por sí teatrales, y a los diez minutos, Ashby, con su voz de barítono, la paró en seco, enojado:

—­De tanto escucharla, me he dado cuenta de que muchas veces no sabe ni de lo que habla. También he descubierto que no sabe nada de muchas de las cosas que yo sé. ¿Conoce siquiera a aquellos por los que usted mete la mano al fuego?

—­Yo se los presenté, no lo olvide, Ashby Egbert. Los he visto todos los días en la lucha.

—­¿Los conoce usted?, esa es mi pregunta. ¿Se ha preocupado por saber de dónde vienen, quiénes son, qué hacen cuando usted no los ve? Porque yo sí, güerita.

Amaya lo miró con sorpresa. Él continuó:

—­¿Sabe usted lo que hicieron cuando lograron sacar al rector? ¿Lo sabe? Se fueron treinta de ellos en un autobús de la UNAM y en dos camionetas enviadas por papá gobernador de Sinaloa a su hijito como premio por su triunfo. Escogieron Acapulco y sus playas para festejar, embriagarse y llorar.

—­¿Llorar? ¡Por favor! ¿Llorar porque triunfaron?

—­Porque en la carretera se les mató uno de ellos que se llama como mi hijo, Rodrigo, un muchachito de ojos verdes. Chabela Avendaño era la única mujer entre ellos. “La Gorda”, como la llaman, les dijo antes de salir: “No se lleven esa camioneta, no la saquen a carretera, anda mal, descuadrada, no tiene luces, ya se nos volteó una vez en la colonia Pantitlán.” No le hicieron caso. La camioneta no tenía luces, Rodrigo, que era un chavito estudioso, el único de ellos que no bebía, solidario hasta las cachas, se llevó la camioneta porque se lo pidió “el Chufas”. “Te vas pegadito a la otra, ésa te alumbra, así llegamos, allá en Acapulco la mandamos componer”.

Amaya fumaba y dejaba que la ceniza invadiera su colilla.

—­Bueno ¿y qué? —­dijo insolente.

—­Iban en el autobús por el Cañón del Zopilote, cantando —­eso es lo que hacen a todas horas, cantar—­ cuando vieron la camioneta del “Chufas” regresar con los cuates gritándoles despavoridos que el Rodrigo estaba mal y lo llevaban de vuelta. El autobús esperó el mejor sitio para dar la vuelta, regresaron chutando a Chilpancingo, Chabela entró a la Cruz corriendo y oyó las palabras del médico de guardia: “No tiene remedio. Está en las últimas.” Entonces a sus compañeros, los “héroes” del 60, les dieron ataques de llanto, crisis nerviosas, vómitos. “La Gorda” los cuidó a todos. Decidieron salir a Acapulco de todos modos. “Yo me quedo —­dijo Chabela—­ a esperar a sus padres y ayudar al traslado.” “No, tú te vas —­ordenó ‘el Chufas’—­, yo soy el responsable.” En Acapulco, lo único que hicieron los pobres diablos fue ponerse hasta atrás de la tristeza, robar botellas, “apañarlas” como dicen ellos, “seguirla” hasta caerse de borrachos. Qué bonita vacación, qué bonito premio a la victoria. Vea usted nada más, Amaya, quién es esta gente a la que usted apoya.

—­¡Qué barbaridad, qué horror!

—­Volviendo a mi envidia de su personalidad, güerita, el nuestro no es un problema de competencia, sino de convivencia. Su tan mentada libertad no es tanta ni mi abyección tan absoluta. Usted acaba de hacerme una escena digna de mejor causa. ¡Qué buena representación!

—­No la representé ni soy buena actriz como otras.

—­¿Cuáles otras?

—­Sus amigas, las actrices, especialmente ese costal de pecados a quien usted llama…

—­¿Vamos a empezar de nuevo?

Esa noche Amaya se quedó con Ashby y fueron mejores amantes que nunca. La noche siguiente regresó, amorosa, dulce, complaciente. Ashby llenó el refrigerador de Veuve Clicquot y caviar, compró delfinios gigantescos para darle a su sala un aire de fiesta, fue a La Esmeralda por un broche de rubíes engarzado a la antigua entre dos enormes dormilonas que su amante, aunque no le gustaran las joyas, ponderó extasiada. Al cabo de ocho días de semejante tren de vida se percató de haber gastado una fortuna.

—­Yo no sé usted de qué se preocupa, sus hijos lo van a mantener.

A Ashby se le cayó la quijada de la sorpresa.

—­¿Mantenerme? ¿Mis hijos?

—­Los hijos tienen la obligación de mantener a los padres, lo dice la Biblia, así que no veo por qué usted no habría de gastar su dinero. ¡Oiga, ya ni yo! He vivido en la quiebra siempre y mire usted, salgo adelante.

“Claro, a costa de los demás”, pensó Ashby sin decirlo. Tampoco era cierto. No había más alto destino para cualquier dinero que las empresas de Amaya. Jamás soñó con mejor inversión. En vez de colocar su dinero en el sector inmobiliario como muchos porfiristas que compraban bienes raíces y acabaron por ser dueños de las calles del centro, Madero, Bolívar, Isabel la Católica, él apostaba a una propiedad única: Amaya. Sería más rico que ninguno de sus compañeros. Con Amaya llevaba una vida brutal, al borde del precipicio. Estaba dispuesto a comprarle un pied-à-terre en París, un piso en Madrid, otro en Manhattan, donde ella quisiera, aunque él escogería Suiza, Lausanne o cualquiera de esos burgos apacibles, ronroneantes, los únicos en los que Amaya no podría meterse en problemas.

¿Qué importaba estar un día en la ruina? De todos modos, jamás tocaría los ingresos de sus hijos y Nora también era millonaria. Lo que Ashby no adivinó es que su patrimonio se licuaría entre sus manos al grado de tener que vender su colección de pintura. Amaya devoraba los lienzos a dentelladas con sus exigencias y Ashby extrañaba El Matemático, las monumentales figuras de Ricardo Martínez, el Zárraga encontrado en París, sus cinco Leonora Carrington. Pensándolo bien, ¿qué era eso al lado del lujo de contemplar a Amaya?

Por un lado, la valentía de Amaya deslumbraba, tenía visos de heroína, habría podido enfrentarse con su sola lanza a un ejército de tanques, pero por el otro perdía totalmente el control. En el terremoto de 1957, durante una reunión, quiso aventarse desde el balcón de un segundo piso a la calle de Guadiana mientras el Ángel de la Independencia se hacía añicos. Sollozaba en los brazos de Ashby que pretendía salvarla de sí misma y de las oscilaciones de su desquiciamiento. Pita Amor comentó:

—­¡Está loca de remate!

Si Amaya no sabía confrontar los fenómenos naturales, desafiaba en cambio a los verdugos. La palabra era su arma y su ira la volvía inmune.

Una noche en que Amaya, después de hacer el amor, aceptó quedarse en el departamento, durmieron abrazados hasta que Ashby, al despertar, sintió su pecho mojado. Amaya lloraba sin ruido. Ashby se asombró. No estaba preparado para verla desmoronarse. Sin saber qué decirle, sólo la apretó y le acarició la frente. Por primera vez sintió temor, por él, por ella, por su desasimiento. Frente a él se abría otra faceta de aquella mujer interminable: Amaya como una niña extraviada.

—­Güerita, güerita, cálmese, no llore, yo la quiero mucho.

Amaya lloraba a hachazos, flagelándose.

—­¿Por qué llora? Dígamelo, al menos dígamelo, la amo, usted sabe cuánto la amo.

Sobre el cabello de Amaya, las caricias eran las mismas que se le hacen a un niño, a un animalito asustado. Ya, ya, ya, ya niña, ya, ya pasó. Tenerla así, deshecha entre sus brazos, lo afligía y alteraba el orden de su nueva vida, de por sí endeble. Por un momento se coló en su mente una duda pavorosa: “A lo mejor no sabe lo que está haciendo”.

Hacía meses que presentía la confusión de su amante. Si Amaya no estaba segura de sus actos, mucho menos él que la seguía a ciegas, aunque ahora no tanto porque se atrevía a decirle lo que nunca antes. La inseguridad de Amaya no se limitaba a su situación económica, también había un desacomodo gigantesco entre sus ideas, sus acciones, los conflictos que creaba, las emociones llevadas al límite para luego enfriarse y finamente desaparecer. “Estoy rodeada de desertores”, solía decir con rabia.

Si le hubieran preguntado a Ashby qué era lo que según él nunca le tocaría presenciar, su respuesta instantánea habría sido: “Ver llorar a Amaya.” Histérica, sí, iracunda, sí, fuera de sí, sí, pero sollozando en esa forma, jamás.