12
Cuando una voz femenina llenó la bóveda para avisar que el Boeing 927 no aterrizaría en Monterrey, sino que regresaría a la ciudad de México, Ashby, de pie en el aeropuerto, supo que era el fin. También cuando él voló por la mañana, nada podía verse tras la ventanilla salvo la espesa neblina. En un segundo rememoró a Amaya rogándole que fuera a recibir a Monterrey al licenciado Salvador López Rea porque a ella le era imposible hacerlo.
—Es absurdo, güerita, a la que invitaron es a usted.
—Sí, pero yo no puedo y al licenciado le dará gusto que usted me represente.
—Yo no represento a nadie, güerita, si apenas me represento a mí mismo desde que la conozco.
—Por favor, Ashbito, es muy importante para mí, para nosotros.
—¿Para nosotros? ¿Por qué?
—Porque sí. Se lo diré más tarde, le aseguro que es crucial.
—Usted es muy mentirosa, güerita.
Amaya no se enfadó. Con voz melosa y persuasiva, insistió.
—Ya sabe usted que no me gustan los aviones —alegó todavía Ashby.
Total, voló junto a la ventanilla en el asiento 21 a con su cinturón amarrado diciéndose: “Hasta aquí llegué”, porque el vuelo resultó infernal, el jet se despresurizó, saltaron las máscaras de oxígeno y pensó en Rodrigo, en Alvin, en Nora, en sus caballos, pero el rostro de Amaya, su mirada de incendio que a veces podía cubrirlo con devoción perruna lo abarcó por entero. La intoxicación espiritual de Amaya era tan densa como la neblina sobre las alas del avión.
Quién sabe cómo aterrizaron. Ashby se fue al hotel y regresó más tarde para formar parte de la comisión de notables que recibirían al licenciado López Rea y a su esposa Guadalupe.
El Boeing (¡qué nombre de elefante!) estaba lleno de hombres importantes de traje y corbata con sus mujeres también envueltas en fino casimir, camisas de seda y bolsas de Hermès —señoras que se pueden colgar de un gancho en la noche de tan planchadas—, secretarios particulares, ayudantes obsequiosos y portafolios de documentos confidenciales, carteras, Bvlgari, Rolex, anillos, credenciales del PRI, joyeros de cuero de Aries cerrados con una llave diminuta. Los políticos se saludaron al abordar, se presentaron a sus cónyuges “Mi señora”. Sus trajes brillaban tanto que se preguntaban: “Oye, ¿en qué hojalatería te lo cortaron?” Hacían juego con el avión. El país dependía de ellos. El avión debería haberse ido para arriba jalado por tantas ambiciones, tantos planes a futuro. Ninguno tuvo el presentimiento de que este sería el vuelo más alto de su imaginación.
Ahora el avión había dado la vuelta en la opacidad de las nubes cargadas de malos augurios y Ashby tuvo la certeza de que se dirigían a la muerte. Vio con claridad la alerta general en el aeropuerto, los encabezados en los periódicos, el piloto que hacía desaparecer el jet en un espacio misterioso llamado “mal tiempo”, el vacío, lo improbable de algún sobreviviente, las falsas ilusiones. En tierra, desde la torre de control, se avisó a los aviones de Aeronaves de México, de Braniff, de American Air Lines que buscaran sobre la ruta que siguió el Boeing 927 de Mexicana. Respondieron por radio: “Hay muchas nubes, neblina, granizo y lluvia; no podemos ver nada”.
Algunos en tierra tenían la esperanza de que el avión hubiera aterrizado en La Habana —después de todo el último informe era que la nave iba fuera de la ruta—, pero la noticia final resultó tan brutal como una puñalada. El avión se estrelló contra el Pico del Fraile, una pared casi perpendicular que forma un ángulo recto con otra cuya cima se encuentra a más de seis mil pies de altura.
Durante toda la mañana la montaña estuvo cubierta por un banco de nubes que fue tal vez la causa del accidente. Desde el kilómetro 20 de la carretera Monterrey-Monclova, el sitio donde cayó el avión se distinguía por una pequeña columna de humo. Diseminadas las partes, a las faldas del cerro se instaló un campamento de brigadas de rescate para buscar los restos en una hondonada ahora sepultura de los pasajeros. De todos los cuerpos, sólo el de López Rea fue identificable porque un pedazo de su saco quedó adherido al cadáver y llevaba la etiqueta de la tintorería con su nombre. Las rocas, los precipicios, los espinos, la montaña que durante todos esos días permaneció oculta, retrasaron la tarea de los montañistas. “No, no, no, yo me conformo con ver una mano o un brazo de mi marido”, protestó la esposa de uno de los muertos cuando alguien sugirió una fosa común en el cerro.
El sábado 7 de junio a las siete y media de la noche se dio por terminado el rescate de los restos de las víctimas. En 23 sacos de yute partieron los despojos. Leandro Vega Ramírez, agente del Ministerio Público, se encargó de meter en sobres el dinero, joyas, documentos y otros objetos recogidos en el lugar de la tragedia, además de 265 mil pesos en oro.
Al final, cinco cadáveres casi íntegros aparecieron en una barranca. Ashby Egbert, que prácticamente vivió en el aeropuerto General Mariano Escobedo durante aquella semana, pensó que él bien podría ser uno de esos cinco cuerpos milagrosamente intactos. De tener que morir, era preferible hacerlo de cuerpo entero. A pesar de las cicatrices que nadie había visto salvo los médicos y sus mujeres, Ashby amaba su cuerpo alto y flexible endurecido por el deporte.
Nora, sus hijos, Amaya habrían podido reconocerlo. Este pensamiento le produjo una suerte de consuelo. Por primera vez, durante esos días atroces, pudo conciliar el sueño.
Finalmente, el domingo 8 de junio, Ashby regresó a México en avión. Permaneció sentado, su cinturón sobre su vientre duro y no quiso mirar a los demás. A lo mejor todos pensaban lo mismo porque fue un vuelo extrañamente silencioso. Escuchó a una mujer rezar el rosario en voz alta. Ninguna oración vino a su mente. Había pasado dos años de su corta vida en un hospital, había vivido un amor casi intolerable en su desasosiego. Durante un segundo, Ashby se sintió suspendido en el vacío. Un apretado nudo se le deshizo dentro. La neblina invadió el interior del avión, borró los contornos de todos y de todo y Ashby se perdió en su inmensidad.
Al bajar, encontró en el aeropuerto Benito Juárez un movimiento extraordinario desde que los cuerpos empezaron a regresar a la capital. Lo que quedó de las 79 víctimas fue entregado a los deudos. “Fírmele aquí, original y tres copias”.
Todo sucedió tal y como lo previó Ashby, aunque Amaya, siempre revoltosa e inasible escapara a su visión del futuro. Al no poder comunicarse, escondida tras grandes anteojos negros, Amaya fue todos los días por noticias al aeropuerto donde la desgracia hermanó a los familiares que también iban de un lado al otro, pañuelo en mano. Cuando Amaya vio a Ashby Egbert caminar hacia ella, pegó un grito gutural como el de una bestia herida y cayó en sus brazos. Tomaron un taxi, Ashby abrió la puerta del departamento y Amaya lo amó. En la madrugada le dijo suplicante:
—Dame tu pañuelo, cualquier cosa tuya, tu pañuelo. Allá en el aeropuerto todos llevaban algo en la mano, una foto, un documento, un recuerdo, yo no tenía nada, tu pañuelo, Ashby, tu pañuelo.
Estar en el departamento de Ashby no la consoló. Prendió un cigarro mientras iba de una recámara a otra midiéndolas con sus pasos de maniática. Cayó la noche y, por fin, decidió irse.
—Güerita, pero si no me he muerto, aquí estoy.
—Sí, pero usted hubiera podido morirse.
—No sea morbosa, aquí estoy abrazándola.
—Sí, pero no lo puedo vivir de otro modo; es que sufrí demasiado en tantas horas de espera, sufrí como nunca. No puedo ahora dar marcha atrás: todo el tiempo pienso que usted pudo haber muerto.
—No sea neurótica, güerita, celebremos la vida.
—No, Ashby, no puedo, esto no puede quedarse así. Algo tiene que suceder.
—¿Algo, güerita? ¿Qué más puede suceder que no nos haya pasado ya?
—Algo, algo dentro de mí. Algo, no sé qué, pero algo. Cuando pensé que usted había muerto, algo cambió en mi interior. Tengo que tomar nuevas decisiones.
—¿Decisiones? Si usted sólo se deja llevar por los acontecimientos, güerita, y actúa por impulsos. Siga usted su instinto, sea fiel a su naturaleza.
Al día siguiente, cuando Amaya puso los pies sobre la alfombra de su casa, se dio cuenta de que no tenía nada que hacer. Todas sus ocupaciones habían desaparecido. ¿Era esa la venganza de Ashby? No, era demasiado noble para hacerle algo semejante, era incapaz de hacerle daño a alguien voluntariamente. Decidió ir sola a Santiago pero al reflexionar en el camino que de seguro le preguntarían por Ashby se dio la vuelta en U en Tres Marías. Llovió y no hubo limpiadores para sus lágrimas que empañaron sus ojos. “Soy la mujer más triste de la tierra”, pensó Amaya. Nora, al menos, tenía a sus hijos, ella sólo un pañuelo. Se dio cuenta con amargura de que jamás se habían tomado una fotografía juntos. No tenía ni un ovalito de pasaporte con la frente amplia y noble, la boca llena, los ojos de hombre bueno y generoso de Ashby Egbert.
Al día siguiente también la emprendió a Santiago con el mismo resultado, pero ver paisajes le daba paz. Se hacía la ilusión de que era Ashby el que manejaba y que ella iba junto a él, sus piernas dobladas bajo sí misma, coqueteándole, un cigarro en la boca. Todos los días le dio por salir a carretera en la camioneta que él le regaló. Esos viajes eran su terapia. Regresaba a su casa más tranquila, su alma tapizada de verde.
—Si tanto me quiere ¿por qué no me ha llamado, güerita?
—Necesito vivir mi duelo sola.
—No sea absurda ¿de qué duelo habla si estoy aquí junto a usted?
—Es otro tipo de duelo el mío. Voy a dar un paso más adelante.
—No dramatice, güerita, le aseguro que su conducta es malsana. ¿Qué paso va usted a dar?
—No le puedo decir.
—Es usted incomprensible.
—Sí, yo misma no me comprendo pero no puedo dejar de obedecer a mis estados de ánimo —dijo Amaya con humildad.
—Por favor, güerita, recupere su salud mental.
En otro tiempo, Amaya le habría gritado, ahora sólo le respondió con una sonrisa triste:
—Tengo que llegar al fondo del pozo.
—Pero si estoy vivo, Amaya, estoy vivo.
—No puedo dejar de pensar en el infierno que viví cuando creí que había muerto, no puedo salir de esa trampa.
—Vivamos juntos, hagamos el amor. Estoy vivo, junto a usted, puedo besarla.
—No, Ashby, no, las cosas no son así.
—Está usted enferma, güerita.
—A lo mejor.
—Déjese ya de perversidades. Hoy en la noche voy a ir a tomar una copa al 1-2-3. ¿Me acompaña?
—Ni loca.
—Bueno, pues si prefiere usted llorarme como viuda, la dejo.
Ashby pensó: “Ya se le pasará”. Fue al Club a ver montar a sus hijos y sus personas y sus progresos le proporcionaron una gran alegría. Vio de nuevo a sus amigos. Se ocupó de ordenar sus libros en el departamento y mandó forrar de nuevo un sillón de terciopelo. A las dos semanas se dio cuenta de que nada sabía de la loca de Amaya, ya era como para que hubiera vuelto a sus cabales. Habló a su casa y le informaron que se encontraba en las montañas de Guerrero.
Alguna vez Amaya le contó:
—¿Sabe usted lo que hay en el campo? Ratas. Ratas enormes en las casas de campesinos, en los campos de tomate, en los surcos, ratas a medio camino, ratas gigantescas como cocodrilos, ratas monstruosas, ratas. Así vive la gente, en medio de los monstruos.
Su rostro descompuesto reflejaba el terror. Ashby sabía que las ratas de campo son grandes pero no tanto y que permanecen ocultas en las siembras. Amaya era víctima de otros fantasmas: alucinaciones que le impedían vivir. Él conocía el infierno, bajó a él durante los días de espera en Monterrey. Así, pensó, Amaya debía consumirse todos los días. Él no podría soportarlo. Su vida era otra. Se hundió en un sillón del 1-2-3, ordenó un whisky, tomó un puñito de cacahuates ricamente tostados que tronaron entre sus dientes y como estaba solo abrió el periódico comprado en la esquina. Una noticia captó su atención. Un grupo de guerrilleros urbanos fue interceptado por la policía en una casa semiabandonada en el Ajusco y la balacera —dos horas y media— dejaba un saldo de cinco muertos del lado de la policía y siete del lado de los rebeldes. “Dos horas y media de balazos son mucho —pensó Ashby—, los muertos han de haber quedado como coladeras.” Los tiros salían desde el interior de la casa y eran devueltos por los judiciales. Los cadáveres eran irreconocibles. El periódico encabezaba la nota con una palabra en grandes letras: “Carnicería”. Ashby dio vuelta a la página y leyó otras noticias: “Caen recursos contra pobreza”, “Romero de Terreros, arriesgado y soñador”, “Persiste nerviosismo financiero”, “Ahorcó a su mamacita sin causa justificada”, “Conflicto en UHF contra SCT, se unen CTM y CNC contra PRI, PAN, PPR, PPS, ante la compra de CFC y SCT por Pemex.” Recordó cómo a George Orwell, el de “Homenaje a Cataluña”, le enfermaban las siglas durante la Guerra Civil de España en 1936. Casi a pesar de sí mismo regresó a la página 2 de la sección C y volvió a leer la información bajo el título de “Carnicería”. Pidió a Sergito, su mesero, que le trajera un teléfono y marcó el número de Amaya. La respuesta con voz gangosa: “La señora no está en México”, lo tranquilizó.
Alejandro Redo, Chapetes Cervantes, Enrique Corcuera y Pablo Aspe se le unieron. “¡Quihúbole desaparecido! ¿Dónde te has metido que nos has hecho mucha falta?” Sentados, frente a ellos en la mesa, pidió otro whisky. Sí, era buena la vida así, muy buena. Decidieron ir a cenar juntos al Jena. Solo a las tres de la mañana, en su departamento, se percató de que se había traído el periódico consigo, él, que siempre los tiraba, salvo los suplementos culturales que amontonaba en pilas.
Por alguna razón, quizá de recuperación emocional, Ashby borró a Amaya de su vida en los dos meses que siguieron. ¿No quería verlo?, de acuerdo, no se verían. Sus hijos llenaron el hueco y una tarde, para su gran sorpresa, Nora llegó al Club Hípico a recogerlos en vez del chofer. Mayor sorpresa aún: no sólo lo saludó sonriente, sino de beso. Respiraba abierta a los árboles y a diferencia de Amaya, no construía su propio escenario. Ashby se quedó con la imagen de una mujer llena de gracia. Para despedirse de él, estiró una mano delgada y a Ashby le dio un vuelco el corazón comprobar que no se había quitado su argolla matrimonial. Estuvo a punto de decirle: “Let’s have a drink”, pero algo en sus ojos lo contuvo. Los niños brincaban en torno a ellos, cachorros felices del reencuentro y repetían en coro papi, mami, papi, mami, mira, papi, dime, mami, como para pegarlos a piedra y lodo de tanto machacar los únicos nombres que contaban para ellos. Exultaban. Cuando Nora arrancó el automóvil y todos le dijeron adiós con la mano a través de la ventanilla, Ashby sintió que con ella quizá no todo estaba perdido y su tórax y su corazón se llenaron de sangre caliente.
Una mañana, casi por no dejar, marcó el número de Amaya.
—Pos qué no sabe, señor, la señora Mayito pasó a mejor vida —respondió la misma voz lenta y gangosa.
—¿Qué dice usted? —gritó.
—Que ya es difuntita la seño.
Ashby azotó la bocina. Le tomó una buena media hora vencer el temblor que lo invadió y después quiso pensar que seguramente esa pinche vieja imbécil no sabía ni lo que decía. Apuró un whisky solo y otro y un tercero y cuando sintió que la tensión bajaba, tuvo la certeza de que la horrible voz gangosa había dicho la verdad. Después miró durante largo tiempo el ventanal de su departamento y se dio cuenta de que tenía el rostro empapado. Debía hacer algo para saber qué había pasado, a qué horas, cómo, dónde y cuándo. La noticia de la muerte de Amaya lo vació, la sangre se detuvo y supo que jamás podría volver a correr por sus venas como antes. No era él, Ashby, el que murió en el desastre aéreo, era Amaya la que se había matado. Desde el accidente en Monterrey, Amaya supo que iba a morir. ¿Se habría suicidado? Ashby buscó el Diario de la Tarde, lo encontró doblado exactamente en el artículo “Carnicería”, lo tomó y salió a la calle. Primero dio vueltas en el automóvil. Tenía que saber quiénes eran los “guerrilleros urbanos”, como los llamaban. ¿Dónde enterarse? ¿La procuraduría de justicia? ¿La delegación? ¿Dónde, Dios mío? ¿Eustaquio Cortina, el abogado? ¿Quién podría ayudarlo? ¿A quién recurrir? Se decidió por la Procuraduría en San Juan de Letrán. Después de estacionar su Mercedes en Gante, subió en elevador hasta el último piso. Vio a los agentes secretos disfrazados de civil kaki, verde, marrón, con sus burdos pisacorbatas y sus anillos de graduación en tortura, y le parecieron una especie humana distinta y despreciable. Las secretarias de cinturita y melena abultada eran parte de esa fauna sombría. Pidió ver al procurador y lo miraron de reojo:
—¿Tiene usted cita?
—No.
Finalmente lo recibió el secretario particular del subprocurador que le tendió la mano, sonriente:
—Señor Egbert, lo conozco, he visto sus fotografías en la sección de Sociales de Novedades. El señor Agustín Barrios Gómez habla mucho de su ilustre familia en su “Ensalada Popoff”. Yo soy de la familia Pérez-Rodríguez de Guadalajara por parte de padre y de los Martínez-López de San Luis Potosí por el lado materno. Mucho gusto. Tome usted asiento, por favor.
Ashby desplegó el Diario de la Tarde y le dijo al licenciado Pérez-Rodríguez Martínez-López:
—Quisiera mayores informes sobre este asunto. ¿Puede dármelos?
Pérez-Rodríguez Martínez-López escrutó el periódico.
—Mire usted, en general no abrimos nuestros archivos pero tratándose de una persona de su alcurnia voy a hacer una excepción.
Pérez-Rodríguez Martínez-López se puso de pie y dio órdenes por teléfono. Regresó hacia el conjunto de sofá y sillones imitación piel y permaneció parado frente a Ashby con la clara intención de señalarle que la entrevista había terminado. Ashby no se movió.
—Señor Egbert, va a llevar algunos días permitirle el acceso a ese caso particular porque se trata de opositores armados contra el gobierno constitucional del señor Presidente, pero si usted nos hace el honor de regresar dentro de algunos días, podrá examinar en la comodidad de nuestras oficinas el material que tendremos a sus apreciables órdenes.
—Esto no tiene ni tres meses, no ha de ser muy difícil localizar el expediente, tengo una gran urgencia…
—Mire, para que vea cómo lo aprecio, venga usted mañana en la tarde. Yo mismo pondré el fólder en sus manos, claro, con carácter confidencial.
—Necesito verlo ahora mismo.
—Es imposible, tiene usted que esperar a mañana.
Ashby pasó la noche y la mañana siguiente sostenido por su botella de Chivas Regal. No pudo probar bocado. A las tres de la tarde se dio cuenta de que debía bañarse y rasurarse para ir de nuevo a la Procuraduría.
Cuando el secretario del subprocurador le abrió la puerta de un privado y le dijo que se sentara porque iba a poner las evidencias del caso frente a sus ojos, Ashby tuvo un desfallecimiento y al mismo tiempo, la esperanza loca de que su corazonada fuera falsa. El secretario se excusó:
—Lo dejo solo, tengo que acompañar al señor subprocurador a su acuerdo con el señor procurador, que tiene acuerdo presidencial en Los Pinos con nuestro primer mandatario. Cuando termine, por favor, le avisa a la señorita Jennifer Jacqueline, mi secretaria.
Ashby sólo respondió con un ronco “Sí”. Pérez-Rodríguez Martínez-López esperaba que Ashby se deshiciera en demostraciones de gratitud y se echara en sus brazos llamándolo hermano, pero no enseñó su decepción. “Este tipo está enfermo —pensó—, como todos los de su clase, es un degenerado. Lo noté desde un principio en sus ojos enrojecidos y en su voz cascada.” Cerró la puerta tras él.
Antes de abrir, Ashby respiró muy hondo. Ojalá hubiera recordado llenar su anforita de whisky para darse fuerza, pero no. Estaba solo. Tuvo muchas dificultades para leer el acta con esa jerga abominable de los legistas. A medida que avanzaba, empezó a adquirir la certeza de que Amaya nada tenía que ver con esas jerigonzas y mucho menos con el hecho que las provocó. Jamás se había presentado a las once de hacía tres meses en esa casa del Ajusco con un cargamento de armas, jamás había disparado desde ventana alguna. Estaba a punto de cerrar el expediente, un gran alivio subiendo por su garganta, cuando otro sobre atrajo su atención. Era el de las fotos. Sintió ganas de vomitar. Carnicería era la palabra exacta. Las fue volteando rápidamente boca abajo para ya no verlas. El asco lo atenazaba. La última captó su atención. Como las otras, era un amasijo de sangre y trapos, pero sobre un fragmento de cuello vio la cadena de oro con el dije. Era la de Amaya. Ashby la volteó con mayor lentitud que las otras, la miró de nuevo y con gestos de autómata las metió todas en el sobre amarillo, puso la liga en torno al expediente, hizo a un lado el paquete y supo que no podría controlar el enorme sollozo que subía desde aquel espacio dentro de su cuerpo donde el pensamiento le dolía mucho.
A la media hora, Ashby, tembloroso y a punto del desvarío, salió de la Procuraduría sin que los guaruras parecieran inmutarse. Demasiado acostumbrados al espectáculo del sufrimiento, lo vieron dirigirse a la puerta y salir al tráfico de la avenida San Juan de Letrán.
“No es cierto, no murió, es un error. Amaya se merecía una muerte bella. La muerte de una mujer así tiene que ser poética. Así no. Es un error. A Amaya no puede haberle tocado ese fin brutal, grotesco, dislocado.” Amaya tasajeada. Sus pies por un lado, cercenados, Amaya que tenía cosquillas en los pies, como descubrió la primera vez que los besó, Amaya monigote. No degollada. Es un error. Tiene que ser un error. Amaya la mujer más culpable de la tierra, Amaya con sus aves marías y padres nuestros, Amaya hincada, Amaya de pie frente al político, la más airada del mundo, Amaya sin pasado, sin parientes, Amaya casada con un fantasma, Amaya con sobrinos inventados, puesto que presumía de ser un hecho aislado, de haberse dado a luz a sí misma, Amaya cuyo nombre era vasco y significaba nada menos que el principio del fin, eso era ella, de eso presumía, de principio y de fin, Amaya sórdida, Amaya purificada en cada uno de sus pedazos.
Empezó a llover y Ashby tardó en darse cuenta porque otro cielo se le había despeñado adentro. Enceguecido por la lluvia acertó a accionar los limpiadores. Dentro de él, giraba su obsesión. No, no puede ser, es un error. Pero allí, en ese fragmento de carne informe brillaba la diminuta cadena. No es cierto, estoy loco, hay miles de mujeres con cadenas en el cuello. Pero ninguna como la de Amaya, con sus eslabones de esmalte blanco, la cadena de su Primera Comunión, la que jamás se quitaba. Mi amor. Mi amor, no se vale. No se vale morir antes. No se vale morir sin mí. Dijiste que nos tocaría juntos. Mentiste. Siempre mentiste. Nos íbamos a ir de la mano ¿recuerdas? Traidora. Veías traidores hasta en la sopa y fuiste la primera en traicionar. Y yo que no estuve allí para protegerte de tu miedo, tú, Amaya, heroica, Amaya temerosa hasta dejar de respirar, Amaya blanca de miedo, loca de miedo. Amaya, ¿no te das cuenta de que me mataste también? Amaya, eras muchas Amayas, cada una peor que la otra, cada Amaya mejor, sí, mejor, mejor, mejor.
Ashby pensó que hubiera querido ver su último rostro, enterrarla, cubrir su tumba de flores blancas, escuchar llantos, pésames apagados y voces que dijeran el rosario, las misteriosas y bellas jaculatorias, y que un sacerdote guapo, el padre Carlos Mendoza (Amaya no habría tolerado un gordo panzón) dijera misa de cuerpo presente con olor a nardos y a incienso. A Amaya la excitaban el olor a incienso, las pilas de agua bendita ante las que hacía una señal de la cruz elaborada, los confesionarios en los que seguramente decía puras mentiras. Era parte de su confesión:
—¿Por qué mientes tanto, hija?
—No lo sé, es mi naturaleza.
Le fascinaban los rituales, primero los de la corte, luego los de la Iglesia.
Durante un mes, Ashby no salió de su departamento, casi no comió y finalmente dejó de beber. Aun en las devastadoras crudas, Amaya era su delirio.
Cuando por fin volvió a la vida decidió ir a ver a sus hijos al Club.
—Me voy de viaje, ustedes están bien, no me necesitan.
No lo contradijeron. Su padre les importaba, sí, pero un poquito menos que el nuevo caballo que galopaba en el picadero: “Black Velvet”, un regalo de Nora. El nombre se lo puso ella y Ashby la recordó toda de negro, su pelo también terciopelo. Ese caballo bueno en la pista de salto y bueno a campo traviesa tenía la virtud de no distraerse jamás. Lo meterían primero a la pista tipo steeplechase y luego lo lanzarían al cross country. Alvin le había perdido por completo el miedo a montar y le arrebataba la palabra a su hermano. “No les hago falta” se convenció Ashby, aunque al volver la cabeza antes de subir al Mercedes vio que también Alvin dirigía hacia él su perfil sensible encima del cuello blanco de su camisa y su casaca roja.
Ahora tenía que deshacerse del Mercedes. Fue una especie de amputación. El dueño de la agencia de autos de segunda mano quedó encantado. “A éste sí que lo hice güey. Pagué una bicoca. Pobre tarado. Todavía me dijo: Me lo cuida usted mucho.” Ashby malbarató su departamento, se deshizo de los muebles y sólo metió en un veliz lo indispensable: su ropa más usada. Regaló los trajes, las corbatas y en una carrera dejó un paquete con su Rolex, su llavero de oro, mancuernillas y cinturones de Ortega en casa de Nora. Ni siquiera escribió en la caja: “Para mis hijos.” Al abrirla, Nora reconocería todo.
Veliz en mano, tomó el metro y bajó en la estación Taxqueña. Pensó que así, enchamarrado y con tenis, no se distinguía de los demás usuarios. En el vagón todos dormitaban.
Al entrar al baldío, lo primero que lo atosigó no fue la mugre ni el abandono, sino el olor. “El Gansito” vivía con sus cuates del alma, bajo un techo improvisado. Era el único al que había vuelto a ver en todos esos años. Un día en Taxqueña se lanzó sobre el parabrisas del Mercedes con su botella de agua jabonosa preguntando sin verlo:
—¿Se lo limpio, patrón?
“El Gansito” no lo reconoció y Ashby agradeció a la corte celestial su distracción. Sin embargo, quedó impresionado y un mediodía fue a buscarlo a Taxqueña porque le dijeron que allí dormían muchos chavos de la calle. Lo encontró tirado en el suelo sobre el piso de concreto de una bodega abandonada. “El Gansito” entonces sí lo reconoció. La alegría en los ojos del muchacho fue un regalo inmerecido para Ashby. Despertó a los demás, entre otros a una muchacha toda arañada que jamás logró articular palabra. Ashby reconoció a “la Carimonstrua”.
—Vengan, conozcan a mi cuate Ashby. ¿Te acuerdas de mi vieja, güey?
“El Gansito” lo llevó a la Guerrero, a la fonda de don Lolo, afanado y sudoroso tras las cacerolas de arroz y chicharrón en salsa verde. El abrazo de don Lolo fue húmedo de amor y de hervores.
—¿Cómo te ha ido, hijo? Fuiste el único que se desapareció. Todos los compas del Obrero nos hemos seguido viendo estos años, echándonos la mano. Somos una familia, ya contigo está completa.
—Los he echado de menos. Lo que pasó es que mi patrón me mandó con las bestias al otro mundo. Todos estos años estuve en el extranjero con él y me trajo en chinga. No tenía tiempo de escribirles ni unas líneas. Ahora ya dejé esa chamba y aquí estoy, como el hijo pródigo, al pie del cañón. Quisiera encontrar un cuartito por aquí.
—Eso está fácil, hay muchos en la calle de Niños Héroes, también hay en San Juan de Letrán, en Hidalgo si quieres, pero queda más retiradito. ¿Y ahora de qué la giras?
—De maestro. Tengo mis certificados. Voy a ir a la Secretaría de Educación Pública a ver qué me resuelven.
Don Lolo se entusiasmó:
—Muchacho, cómo has avanzado. ¿Así que te hiciste maestro? De veras que te felicito.
Don Lolo le dio otro largo, apretado abrazo.
—¿Cómo está Genoveva? —preguntó Ashby.
—Sigue trabajando con la misma señora, ya ves que esa patrona le salió buena gente. Genoveva quiere bien a doña Lupita Loaeza, que así se llama.
—Me encantaría saludarla.
—¡Ah, qué bueno, ella también te recuerda a cada rato! En tanto tiempo, nunca te ha olvidado. ¡Y mira que han pasado los años!
—¿Cómo la localizo?
—Claro, mira, apunta su teléfono.
—Y de su señora, doña Goyita, ¿qué me cuenta?
—Se nos adelantó hace cinco años; el cáncer, ya sabes. Dios la tenga en su santa gloria.
Al atardecer, Ashby se encontró instalado en un cuarto con ventana a los toldos de lona de los puestos callejeros de Niños Héroes. Era ruidoso, pero en el baño la regadera, por quién sabe qué milagro, tenía una potencia enorme. Colgó en el ropero de pino sus pocas pertenencias y se sentó al borde de la cama dura. Era necesaria una lámpara de cabecera y se compraría una mesita de palo en La Lagunilla. ¿Lo que había vivido era ficción? ¿Lo que ahora vivía era realidad? En la noche, antes de apagar la luz, rezó por Amaya. Pensó que a ella eso le habría gustado. “¿Por qué no supe detenerla?”, se preguntó como lo hacía cada día desde su muerte. “¿Por qué no me la llevé a otro país? Ella hubiera aceptado, estoy seguro, en realidad era como una niña atrabancada y grosera, sí, sí, eso es lo que era, una berrinchuda genial. Debí esforzarme, razonar con ella, pero preferí la huida”.
Este soliloquio que lo desvelaba hacía meses también lo conducía, mal que bien, al sueño, y a la mañana siguiente, después de desayunar en la cafetería Coatepec, Ashby se dirigió a la Secretaría de Educación Pública. Amaya ahora era su sombra, lo seguía en sus quijotadas, era su Aldonza y a la vez su Sancho Panza. De heroína de caballería pasó a ser escudera silente.
Todos los días Ashby comía en la fonda de don Lolo.
—El domingo vamos a traer aquí a la palomilla del Obrero, dile a Genoveva, hazme el “plis”, yo busco al “Gansito” y a “la Carimonstrua”, yo disparo, Eulogio.
—Don Eleazar ya casi no ve, se cae de viejo y nomás se la pasa diciendo incoherencias de los aztecas, pero yo creo que con esto se va a poner requete contento.
El domingo fue día de fiesta, a pesar de la vejez, a pesar de la droga, a pesar de la muerte. Cada uno fue contando su vida (con excepción de Eleazar, que volvió a contar la de Moctezuma), acodado en el mantel de plástico a cuadritos amarillos y blancos. A partir del momento en que se dejaron en el hospital habían vivido existencias de película. Hasta “la Carimonstrua” parecía concentrarse en el momento:
—Pues sí, aquí le seguimos tupiendo duro a la sustancia pero no le hacemos daño a nadie, y lo estás viendo, somos de güevos, somos tu raza, tú eres mi brother, yo soy tu sister y “el Gansito” mi camote y hay respeto.
—Eso, respeto —dijo “el Gansito”.
—Claro, respeto —completó Ashby.
Nada había cambiado gran cosa y eso tranquilizó a Ashby. Cuando le tocó su turno, empezó a hablar en voz muy baja, rindiéndole homenaje a Amaya. A medida que se reinventaba, sus palabras le producían la más honda emoción desde la muerte de su amante inasible, su amante bruja y cómplice a la vez. Reafirmó lo aprendido años atrás en el Hospital Obrero: que era posible tener la vida que creaban las palabras. Genoveva abría sus grandes ojos y a Ashby le gustó volver a encontrar en ellos la misma mansedumbre. Dieron las nueve de la noche y no se habían movido, ni siquiera para ir al baño. Ashby entonces supo que su vida, cualquiera que esta fuera, valía la pena, puesto que los tenía a todos pasmados, detenidos dentro del más profundo silencio. “Voy a ser un buen maestro”, pensó con gratitud.
En su interior, Amaya se había ido haciendo cada vez más joven. Su risa saltaba, el movimiento de su falda al caminar, su collar de perlas, lo mecían durante horas. Una noche, en la pulquería “Los llanos de Apan”, Ashby tomó de la mano a un mesero de delicadas maneras. “Véngase, vamos a bailar usted y yo.” El muchachito bailaba con gracia, platicaba con gracia, se enojaba con gracia. Ave Amaya llena de gracia. Amaya siempre con él, incluso durante sus encuentros con Rodrigo y con Alvin, que ya no se daban en el Club, sino en el kiosco morisco de Santa María la Ribera, otra extravagancia de Ashby según Nora.
—Es que no hay camiones que lleguen hasta allá, hijos.
—Pobrecito papá, tienes un agujero en la suela de tu zapato.
Viajar en el metro era una aventura cotidiana. Apenas se cerraban las puertas automáticas, una señora irrumpía con su canto de arrabal, otra declamaba “Cultivo una rosa blanca en junio como en enero para el amigo sincero que me da su mano franca”, unos jipis tocaban música andina, dos jovencitas se secreteaban y cubrían sus risas con las manos, el estudiante lo miraba con recelo, la del rebozo dormía con la boca abierta. Estaba cerca de la gente. No entendía cómo había podido vivir tanto tiempo lejos, “Quién sabe dónde chingados”, diría Amaya. Ya no se sentía solo. Bastaba que la señora del suéter cerrado por un alfiler encima de su mandil se sentara a su lado para que la convirtiera en su mamá, en su tía, en su mejor amiga.
Le gustaba su vida, enseñar, leer, sentarse al solecito, comer despacio los domingos en la fonda de don Lolo con sus cuates. Le salía barato. Jamás pedía carne porque una vez que cortó un T-bone, Amaya le preguntó horrorizada: “¿Va usted a comer carne roja?”
Todos lloraron a don Eleazar cuando murió.
—Entrego mi alma a nuestro señor Huitzilopochtli y a nuestra madre Coatlicue; también a ti, hermana Coyolxhauqui —fueron sus últimas palabras.
Don Lolo se echó unos cafés con piquete de más durante el velorio en una funeraria del ISSSTE en Doctor Balmis y preguntó a Ashby por qué no se había fijado en Genoveva.
—La muchachita no se ha casado por ti, ¿lo sabías?
Ashby sintió tristeza. Fue hacia ella y la tomó suavemente de los hombros para consolarla.
También en la calle las mujeres le sonreían y si podían se le insinuaban. “A mi edad soy galán”, sonrió Ashby. Más que galán, se había vuelto extraordinariamente hermoso. Su cara, sobre todo, tenía una nobleza de patricio y sus labios una sensualidad que destacaba cada vez más dentro de la delgadez de su rostro. Su frente ancha bajo los cabellos grises, admirable. Amaya seguramente lo cuidaba desde el cielo, hincada en una nube, sentada al lado de Dios Padre, exigiéndole a voz en cuello que nada se le marchitara adentro.
“Papacito, eres un cuero”, se formó una secretaria tras de él frente a la ventanilla de los cobros. También la cajera retenía su mano entre las suyas al pasarle su mísero sueldo. La vida sabía a calle y la calle, todos lo sabemos, resulta de lo más entretenida. Ashby tardaría mucho tiempo en descubrir que su salvación tampoco estaba en la colonia Guerrero, ni en la sonrisa desdentada de “la Carimonstrua”, ni en la comida de don Lolo bajo su letrero: “Hoy no fío, mañana sí.” Parecía estar oyendo a Amaya reconvenirlo: “No seas maniqueo, Ashbito”.
Al abrir el suplemento México en la Cultura, Ashby se enteró de que Nora había publicado un libro y llamó a sus hijos:
—¿Así es de que mami volvió a la poesía? Díganle que me mande un ejemplar.
Todo volvía a su lugar. Tout est bien qui finit bien, les dijo a Alvin y a Rodrigo para que se lo preguntaran a su profesor de francés. ¿Viviría para la próxima reunión? Claro que sí. Todavía nadie le decía “cuidado con el escalón”. Por lo pronto tendría que preparar lo que les contaría a sus hijos y anticipaba desde ahora los ojos claros de Alvin, su asombro y su devoción. La vida que se había fabricado para don Lolo, Genoveva, “el Gansito”, también la fantaseaba para Rodrigo y Alvin cada diez días. Era su forma de preservar a Amaya. Ir por los días sin un punto determinado significaba ganar horas para estar con ella. En la noche tenía mucho tiempo para pensarla.
Alguna vez, después de su muerte, llamó a la casa de los Chacel fingiéndose director de una galería de arte para preguntar por los coleccionistas de la obra de Amaya.
—¿Cuál obra?
—Su pintura.
—Amaya jamás pintó.
—¿No era pintora?
—No, señor.
Los dos colgaron. Estaba seguro de que quien le contestó fue Alfonso. O ¿existiría Alfonso? Y de ser así ¿fue en verdad su marido? ¿Quién era aquel hombre llamado Alfonso Chacel al que vio sólo una vez, durante aquella cena y a quien Amaya seguía sin chistar? ¿Otro fantasma de Amaya? Habría de aprender una lección: con Amaya siempre era mejor suponer que afirmar. Por cierto, ¿realmente se llamaría Amaya Chacel?
Las dudas de Ashby acabaron por perderse en el barullo del centro y sus calles pululantes de gente que camina y de perros que también van de aquí para allá a veces con la cola en alto, a veces con la cola entre las patas. Caminar. Es bueno caminar. Con Amaya se esfumaron los deseos de salvar almas, inclusive la suya propia. Ahora lo sabía: al Ashby que avanzaba trabajosamente, al Ashby hipnotizado que andaba solo, lo acompañarían, hasta el fin, el bosque de prodigios, la carretera a Cuernavaca en la que de repente saltaban los tigres, el pueblo de Santiago casi a la sombra de las montañas tepoztecas, los pozos petroleros enrojeciendo la noche, los volantes mimeografiados, las marchas, los mítines, las calles, “la Carimonstrua” y “el Gansito” abrazados y, arriba, Amaya y el vuelo largo de las aves del cielo.