De arriba a abajo: una conversación
con Elena Poniatowska
Prólogo
Paseo de la Reforma es “un espejo que se pasea por un gran camino”, como dijo Stendhal en Le Rouge et le Noir: el camino aquí es la avenida Reforma y nuestro paseo comienza literal y metafóricamente narrado desde “arriba” del Paseo de la Reforma: en las Lomas de Chapultepec, donde Ashby, un joven aristócrata, gran jugador de polo que ya antes había sufrido un percance a caballo, nuevamente se accidenta al tratar de bajar con un gancho la ropa que se ha volado del tendedero. Se electrocuta y se quema con unos cables. “Es un accidente proletario, no es un accidente de niño rico [a diferencia del de polo]”, comenta Elena Poniatowska cuando charlamos sobre su novela. Este accidente cambia su perspectiva del mundo y es, justamente, lo que inicia ese paseo para el protagonista. Y como escribe Noé Cárdenas sobre esa travesía espiritual del personaje, “el descenso social que por voluntad asume el protagonista equivale a un ascenso moral” en esta obra.
Por otro lado, el paseo también recorre con nitidez el estilo de vida de los integrantes de la alta burguesía del México a mediados del siglo XX, descrito con la mirada aguda que otorga la distancia, ya que la novela fue escrita treinta años después. No me parece coincidencia, además, que Poniatowska revisite esa época precisa después de la firma del Tratado de Libre Comercio, del levantamiento zapatista y en lo que parecía el ocaso del auge priista, que la novela retrata muy bien desde el punto de vista de aquellos a quienes ese sistema económico y político había beneficiado, y de los pocos que naciendo allí se salieron de ese orden de las cosas. Hablamos de Ashby, y Elena cuenta que se inspiró en la vida de “Archy”, Archibaldo Burns, cineasta mexicano de origen aristocrático, “quien perdió todo por un amour fou con Elena Garro”, cuenta. “Acabó vendiendo hasta su colección de pintura, perdió su casa, se quedó sin nada. Todo por amor. Terminó viviendo en un departamentito donde le llevaba de comer su hijo”. Dice Elena que Archy leyó la novela, le gustó, y que le hubiera gustado que lo visitara para escribir más: “pero a mí no me daba esa historia para más páginas”. Es una novela breve que condensa mucho. Agrega que, además, Ashby también se basa en Enrique Corcuera, quien “enamoraba a todas las mujeres, y venían actrices de Hollywood a verlo y él las sacaba a los cabarets. Pero era antes del viagra, no sé cómo le hacía o qué tomaba”, relata con humor.
El tránsito o paseo de Ashby se desata en el hospital, una vez que el joven ha salido de la comodidad de su hogar y que se encuentra, cara a cara y cuerpo a cuerpo, al límite del dolor y a la vez como testigo de casos peores que el suyo: “¡Cuánto abandono, cuánta carne supurando, cuánta piel como papel quemado, cuánta miseria humana!” El accidente sucede mientras sus padres están fuera del país, y es llevado al Hospital Obrero. En esa sección de la novela Ashby decide deshacerse de su historia de vida para contar una alternativa: se inventa que es “mozo” de establo de un patrón y les habla a sus compañeros de habitación sobre sus viajes y aventuras hasta transformarlos a todos: “Ninguno en el dormitorio era ya un despellejado, un desollado vivo, un hombre vuelto hacia afuera”. Allí es que logra lo que en la novela se describe como la exaltación de “verse a sí mismo como otro”, y me pregunto: ¿será que esta voluntad de salirse de sí mismo lo enaltece como personaje y a la vez es su perdición? ¿Será que ese ímpetu de alteridad es lo que está detrás del acto de contar historias?
Más allá de lo que Ashby imagina en su vida alternativa y lo que después empieza a moverlo de lugar en el orden social, su cuerpo también sufre una transformación que hace eco de ese paseo o tránsito: al pasar de ser el cuerpo de un “galán” de clase alta a ser “un cuerpo destrozado”, como dice Elena. Renguea, tiene cicatrices, se convierte en un cuerpo fuera de las normas de la belleza. “A Ashby, su enfermedad lo había desensimismado y en su mirada había hambre de los otros”, se describe en la novela. Me pregunto si ese cuerpo accidentado, ese cuerpo dolido, es lo que hace posible que salga de sus privilegios de clase e incluso de género, puesto que, conforme avanza la narración, el cuerpo de Ashby además se feminiza: hacia el final, Poniatowska lo describe así: “[…] se miró al espejo. Había cambiado, pero lo que más le sorprendió fue notar lo abultado de sus labios, la sensualidad en su boca. En el rostro demacrado, los labios resaltaban como nunca. Y también los ojos ardientes, inquisitivos bajo las cejas levantadas”, y más adelante “[…] y sus labios una sensualidad que destacaba cada vez más dentro de la delgadez de su rostro”. En esta novela el dolor humaniza y lleva al tránsito. Y aún más, en ese tránsito, me parece que la obra hace alarde de un gran oído por parte de Poniatowska en relación a los diálogos de los “de arriba” y los “de abajo”, un juego mitad Guadalupe Loaeza, mitad Carlos Monsiváis, y completamente buñuelesco. “Sí. Y yo quise y admiro mucho a Buñuel”, recalca ella.
Le cuento que Ashby me recuerda por momentos a Nick Carraway admirando al Gran Gatsby (¡a la vez que Ashby también es como el Gran Gatsby!). Y en efecto, aunque pareciera ser el protagonista de la novela y a pesar de que claramente es quien hace un paseo por esa reforma que es de clase, del alma, de ética personal, la novela tiene otro personaje a mi parecer con mayor peso: el que admira Ashby y que lo cambia radicalmente y para siempre, Amaya Chacel. Amaya o Mayito como le dicen algunos de sus compañeros de lucha, es un personaje complejísimo, contradictorio: religiosa y revolucionaria, amante libre y a la vez entregada, lista para defender a los campesinos del despojo pero defensora de la aristocracia, duerme en las barricadas de la calle pero sobre su abrigo de mink, trágica, heroica y por momentos cómica y hasta patética. Es a través de esta heroína de la literatura mexicana poco visitada hasta ahora, que Poniatowska narra las grandes tensiones sociales de mitad de siglo XX en México —desde las luchas campesinas, guerrilleras, hasta la lucha estudiantil.
Pero antes de continuar con Amaya, un poco de contexto en nuestro paseo: después de su accidente, Ashby se ha vuelto un soltero codiciado y termina casándose con Nora, una poeta (por eso conquista a Ashby), mujer hermosa, adinerada, y admirable en todos sentidos según la narración. Y resulta no ser solamente una gran ama de casa, esposa y madre, sino también una fantástica anfitriona para las tertulias que Ashby comienza a organizar en su casa y a las que asisten tanto españoles exiliados como artistas reconocidos o personajes inolvidables (como la propia Amaya, personaje basado en Elena Garro). Esta sección de la novela es divertida y satírica: a través de los comentarios de Amaya, “toda ella al acecho, toda ella crueldad” —la joya que corona estas veladas, a quien los invitados rodean como fieles seguidores—, Poniatowska critica desde las contradicciones políticas de Diego y Frida, hasta la corrupción petrolera, pasando por la pretensión estética que quiere hacer de México un país del “primer mundo” sin dejar de hacer una oda a un momento muy especial en la vida intelectual mexicana. Por momentos en estas descripciones, Poniatowska parece escribir la crónica de las veladas a las que seguramente asistió. Fragmentos de esta sección me recuerdan a la secuencia del cumpleaños 37 de Carlos Fuentes en Tajimara de Juan José Gurrola (1965) y también a las fiestas en Las dos Elenas de José Luis Ibáñez (ambos cortometrajes formarían parte de Amor, Amor, Amor, 1965). Casi se puede oler el humo de cigarro y el vino regado por la alfombra que despiden estas páginas.
Amaya es la hoguera que arde, y en la cual Ashby se consume. Hablando de este personaje, Poniatowska me cuenta: “Yo creo que la figura de Elena Garro me impactó y trasladé muchas cosas de las que fui testigo al libro, a la novela. Tiene rasgos de ella que me impactaron. Hay cosas de Pita Amor allí también”. Y al hablar de sus contradicciones y su final trágico, continúa: “En las historias de las mujeres de esa época en México sí sientes que hay un elemento de locura. Las maltrataban en el sentido de decir ‘vieja loca’ cada vez que una quería hacer algo. Como con mi tía, Pita Amor. Ella decía que era ‘la reina de la tinta americana’. Hay cierta teatralidad y actuación en ello. Las mujeres tenían mucha tendencia a perder la brújula, a caerse fuera de la vida, a tirarse al agua. Aunque si ahora le preguntas a una joven escritora, sí se siente reconocida, ¿no crees?”, me lanza de regreso.
Hablando de escritoras no reconocidas, Nora, la gran anfitriona que es poeta también, dice Poniatowska que era un poco como Lucinda Urrusti, pintora, hija del exilio republicano español, casada con Burns, y a la vez “tiene que ver con Rosario Castellanos también. Porque ella les tenía miedo a Elena y Pita. No entendía si iban a gritar o agarrarla a cachetadas, entonces Rosario se minimizaba”. Nora es el anverso de Amaya, como si en esa época y en esa clase social, las mujeres sólo pudieran ser o buenas o locas. Entonces mientras que Nora es bella, práctica, cauta y distinguida en todo, Amaya es el peligro, la contradicción y la seducción encarnada. Incluso seduce a Nora: “Le daba un beso muy cerca de la oreja o los labios, enlazaba su cintura y le decía ‘Eres mucha mujer’. Nora reía sin intentar liberarse”. Como me cuenta Elena, Ashby “de tener a Nora en frente se olvida mirarla”, hay algo en la cotidianeidad que la borra, mientras que, en cambio, “Ashby reacciona ante el desafío de Amaya”, me dice. “¿Y usted?”, le pregunto en relación a las mujeres que inspiran a sus personajes:
Yo nomás me dedicaba a entrevistarlas. Yo quise mucho a Rosario. Y también a Elena, pero era impredecible. Y se fijaba muchísimo en el físico. Un día me dijo, “ah, tú eres un Renoir”. Y yo le decía, “pero yo ni bailo”. Te halagaba intelectualmente muchísimo. Pero fue la única que jamás me dijo, “¿por qué no en vez de entrevistar a idiotas te dedicas a escribir lo tuyo?”. Yo he seguido entrevistando idiotas toda la vida, pero fue la única que me decía “yo veo algo más en ti”.
Esa escena que me narra Elena entre ella y Elena se repite casi al pie de la letra en la novela, cuando Amaya le dice a Nora una noche, “en voz baja y rápida: —Eres un Botticelli”. Aunque la narración se centra en el amor de Ashby por Amaya, no se puede hablar de esa relación sin mencionar a Nora. Amaya y Nora son dos mujeres inteligentes, con bellezas distintas, y también dos formas de vivir la feminidad muy distintas, casi en ciertos momentos hasta opuestas o antagónicas. Estas son opciones que les da la ficción. Pero también le pregunto a Poniatowska sobre las otras mujeres que habitan el libro como personajes secundarios, las trabajadoras del hogar, las mujeres del campo que acuden a Amaya, ¿en esa época se podía siquiera hablar de opciones laborales y de vida para ellas? Elena cuenta:
En esa época las mujeres campesinas, sobre todo de Morelos y Guerrero, tenían sus opciones limitadas: quedarse en el campo o venir a la ciudad a trabajar a las casas de los ricos que les daban empleo. Era una situación muy difícil para iniciarse en la vida del trabajo. Mujeres muy pobres, del campo, que venían para tratar de mejorar las condiciones de vida en su casa y ayudarse a sí mismas. Ahora ha mejorado la situación. Una niña del campo que termina la prepa, ¿a dónde se dirige? ¿En dónde acaba? Hay oportunidades que jamás tuvieron las mujeres de hace 50 años como las de la novela, yo sí creo que hay un avance.
En contraste con ellas y con Nora, continúa, “Amaya es una señora, ama de casa, pero también es una mujer más abierta, más capaz de entender, recibir y escuchar al campesinado de México, que es la clase social que le interesa. Ella es más intelectual. Y Nora es una señora más decente, religiosa y que aunque jamás trataría mal a sus empleados no se interesa más en la vida de ellos. Esa diferencia las marca”. Es también esa diferencia marcada la que lleva a Nora por un camino de comodidad y a Amaya por el de la tragedia: los paseos de estas dos mujeres en la novela son muy distintos. Quizá no es casualidad que mucho del movimiento de Amaya en la novela se da toda velocidad, en un coche, por veredas entre campos de caña en Guerrero y Morelos, levantando nubes de polvo entre los baches.
Cuando le pregunto a Poniatowska qué detonó la escritura de esta historia, contesta:
Recuerdo que fue rápido escribir este libro, es el más rápido que he escrito. Pensé en Rosario Ibarra de Piedra y su hijo, en Archibaldo y en Elena. Recuerda también toda una época en la que ese paseo (simbólico y real) de la Reforma era una promesa, “la de un ascenso en el que se suponía que a todos les iba a ir mejor. Al mismo tiempo, no hay ningún poderoso que haya sabido resolver el problema del campo en México. Hay gente que siempre está dispuesta a aprovecharse del otro, y se aprovecha. Es la condición humana, como el título de la novela de André Malraux”.
Entonces hablamos de la élite intelectual a la que pertenecen los personajes centrales de su libro, una élite a la que al final Ashby renuncia, terminando su paseo y su reforma entre sus amigos del Hospital Obrero, en la fonda de Don Lolo, en el centro de la ciudad, y al otro extremo de esa avenida que le da nombre a todo, rodeado por una familia que Ashby elige sobre la propia. Entonces en nuestra conversación, Elena rememora la obra de José Revueltas que, asevera, “fue un extraordinario benefactor que nos enseñó a ver a ferrocarrileros, trabajadores y pescadores, nos enseñó a mirar la miseria, la injusticia, fue no sólo el defensor, sino el expositor y quien denuncia. Claro que había leído todas las novelas de la Revolución, pero éstas no habían tenido lo que logra Revueltas de una manera extraordinaria”. Y es en esa tradición que la autora inserta esta novela que nos invita a salir en un paseo que al final llega “abajo” y sabe a calle, a vida.
GABRIELA JAUREGUI
Septiembre de 2020