7. DEFENSA DEL REINO DE ZARAGOZA
Aún era de noche cuando Rodrigo Díaz salió de Castilla seguido de sus guerreros: el recio Martín Antolínez, el hábil Pedro Bermúdez y el batallador Álvar Fáñez encabezaban la marcha de unos hombres duros y fieles que no habían dudado en dejarlo todo para seguir a su señor.
Su rostro, que se asomaba en la neblina matinal, se mostraba firme y tan gris como el paisaje que los rodeaba. El Campeador los miró con dulzura. Aquellos hombres que formaban su ejército eran ahora su familia: atrás quedaban sus tierras, su casa, su mujer, Jimena, y sus tres hijos: Diego, Cristina y María. También, su gloria y demasiados recuerdos que le pesaban como si fuesen de acero.
—¡Por aquí, amigo, fui con el infante Sancho a cobrar los tributos al rey de Zaragoza!
Rodrigo le comentaba a su escudero aquel viaje que tanto le había marcado. Fue su primera salida de Castilla en un tiempo luminoso en el que todo parecía posible.
Y continuó con sus recuerdos:
—¡Aún no había sido armado caballero y ya era un joven impetuoso, deseoso de entrar en batalla!
—Entonces ¿vamos a ir a servir al rey moro? —preguntó el escudero.
—No lo sé bien, Muño. En el trono de Zaragoza continúa Al-Muqtadir, hombre sabio y buen gobernante, pero preferiría poner mi espada al servicio de un monarca cristiano —dijo Rodrigo, que pensaba dirigir sus pasos hacia las tierras de los condes de Barcelona.
No le quedaba otro territorio cristiano adonde acudir, pues Aragón y Navarra, que se habían unido, andaban en continuo conflicto con Castilla. Y él no deseaba enfrentarse a Alfonso VI, al que seguía considerando su rey.
—¡Barcelona! —suspiró con pesar Muño, limpiándose el polvo de sus labios—. ¿No habrá demasiado mar en aquella tierra? Ya sabéis, señor, que el agua...
Pero Rodrigo tenía sus ojos mucho más allá. El destierro era una pena leve: el monarca perdía la confianza en su vasallo y le expulsaba del reino, pero respetaba sus posesiones y títulos. El desterrado, como él, era libre para buscar una nueva tierra y servir a cualquier otro monarca o señor e, incluso, para enfrentarse a su antiguo rey. Algo que Rodrigo quería evitar yéndose a la zona cristiana más alejada de Castilla.
Llevaban varios días de marcha cuando el caballo de Muño comenzó a brincar y dar vueltas, como si hubiese pisado una serpiente. El propio escudero saltó de su montura echando a tierra todo lo que llevaba en su estómago, y el animal, a su vez, le imitó.
—¿Qué os pasa, amigo? —dijo Rodrigo, tapándose la nariz—. ¿Habéis comido algo que os ha sentado mal?
—Oh, no, señor, es el mar.
—¿Qué decís? ¿Os ha calentado demasiado el sol la cabeza?
—No, señor, es que no me gusta mucho el agua, y... ¡estoy oliendo el mar!
—¿El mar?
—Sí, ya lo estoy sintiendo, y lo siento aquí —dijo el escudero, con la mano en el estómago, y volvió a correr, tratando de alejarse de su señor.
A los dos días divisaron, al fin, el mar en la lejanía, y Muño tuvo que sujetarse a la crin de su caballo para no caerse al suelo de un repentino mareo.
No fue el único. Pocos guerreros castellanos conocían el mar.
—¡No os preocupéis! —les dijo uno de ellos, que había conocido el Cantábrico—. El agua del mar no se desborda, como la de los ríos, pero tened cuidado al meteros porque no se toca el fondo.
En el condado de Barcelona gobernaban conjuntamente Ramón Berenguer II y Berenguer Ramón II, hijos, a su vez, de Ramón Berenguer I, una familia que, a pesar de tantos nombres iguales, nunca se llevó bien. Los dos hermanos gemelos solían tener distintos pareceres, y esta vez tampoco llegaron a un acuerdo cuando Rodrigo Díaz, el guerrero más reputado de Castilla, les ofreció sus servicios y los de sus hombres.
—Ahora es un buen momento —dijo uno de ellos—. Estamos preparando una campaña por tierra y mar contra el rey moro de Denia.
—No le contéis nuestros planes, porque puede poner su espada en favor de nuestro enemigo.
—Contratémosle, entonces. Ya lo veis, se ha ofrecido a nosotros primero, y es un grande y fortísimo guerrero. Sus hazañas las cantan los juglares. ¿No las habéis escuchado, hermano?
—¡Oh, no, cantádmelas vos, que manejáis mejor la lira que la espada, hermanito!
—¿Insinuáis que no soy un temible caballero?
—Ya sabéis que el gobierno se apoya en mí. Nuestro padre siempre lo creyó así.
Y, así, Ramón Berenguer y Berenguer Ramón pasaban el tiempo, en eternas discusiones, recelos y odios mutuos.
Rodrigo se dio cuenta de que su presencia no tenía sentido en aquella corte sin pies ni cabeza, y volvió sobre sus pasos, camino de Zaragoza.
Al llegar a la ciudad del Ebro, los recibió con todos los honores el anciano Al-Muqtadir, quien recordaba la primera visita del entonces jovencísimo guerrero castellano. Este rey musulmán andaba muy preocupado porque uno de sus hijos, Al-Mundir, que gobernaba en su nombre el reino de Denia, se había rebelado contra él.
—¡Sed bienvenidos! ¡Llegáis muy oportunos, mi muy estimado Rodrigo! —le saludó el rey en su mejor palacio—. Llevo treinta y cinco años en el poder, y estoy en uno de los momentos más delicados y dolorosos. ¡Atacado desde dentro por la sangre de mi sangre! Para un padre no es fácil aceptarlo, pero como rey me debo a mi reino. He de luchar contra mi hijo. Será un honor teneros a mi lado.
El Campeador comenzó a adiestrar a los guerreros musulmanes, poco habituados a la estricta disciplina castellana, para enfrentarse al rey de Denia, pero tal batalla nunca se celebraría porque falleció el anciano Al-Muqtadir, dejando el reino principal de Zaragoza a su hijo Al-Mutaman, que vivía en su mismo palacio, y las tierras de Lérida, Tortosa y Denia a su hijo menor, que ya no vio necesidad de luchar contra su padre.
Sin embargo, el descontento se apoderó de los dos hermanos, que no se conformaron con la división y querían gobernar el territorio completo de su padre; así que Al-Mutaman encargó al Cid, que era su general, la conquista de las tierras de su hermano, mientras que Al-Mundir buscó la alianza de los condes de Barcelona y del pequeño reino cristiano de Aragón para recuperar la taifa de Zaragoza.
El rey musulmán de Lérida y sus aliados cristianos prepararon un ejército muy numeroso que se dirigió al castillo de Almenar, un lugar estratégico para dominar la región.
Enterado Rodrigo de este ataque, se reunió con Al-Mutaman, partidario de entrar en batalla.
—No es conveniente, majestad. Según mis espías, los enemigos nos triplican en número. Si nos enfrentamos abiertamente a ellos, iremos hacia una derrota segura. Os aconsejo que ofrezcáis un buen dinero a los reyes cristianos, y quizás así se retiren del asedio y dejen solo a vuestro hermano.
—Vos sois el guerrero y el estratega; si así lo decís, Campeador, así se hará. No quiero llevar a los hombres a una muerte segura si puede evitarse.
—¡Sois un gobernante sabio!
Rodrigo envió a tres de sus hombres para hablar con Berenguer Ramón II, el conde que mandaba las tropas cristianas. Al cabo de dos días los mensajeros regresaron descalzos, malheridos, hambrientos y con las ropas destrozadas.
—¡No solo no han aceptado el pacto, sino que se han burlado de nosotros y han humillado a mis hombres! —se irritó Rodrigo Díaz.
Y muy decidido, apuntando al cielo con su espada, proclamó, a grandes voces:
—¡Lucharemos!
Pero luchar cara a cara no era razonable, tal como había dicho el propio Campeador al rey de Zaragoza, y así se lo recordó su capitán Álvar Fáñez.
—¡Tenéis razón! Me ha cegado la ira. ¡Hay que buscar un buen plan!