11. LOS ALMORÁVIDES INVADEN LA PENÍNSULA
Los almorávides eran los guerreros más fieros del islam. Procedían de las tribus nómadas del desierto del Sahara, y en poco tiempo habían conquistado el norte de África y pregonaban la llamada guerra santa: los hijos de Mahoma debían unirse contra los siervos de la Cruz.
Por eso acudió a ellos el rey de Sevilla, que veía amenazado su reino tras la conquista de Toledo por Alfonso VI. Yusuf, el emir de los almorávides, se puso en marcha hacia la Península con millares de soldados bien armados.
Esta fue la noticia que le llegó al rey Alfonso cuando estaba ocupado en el asedio de Zaragoza.
—Los guerreros africanos han cruzado el Estrecho y se dirigen a Toledo... —le dijo entonces uno de los emisarios.
—Es el ejército más grande que se ha visto nunca en Europa —insistió el otro.
Ambos mostraron un gesto de terror. Alfonso VI no se asustó. Siempre había salido victorioso de su enfrentamiento con los árabes, a los que consideraba unos guerreros débiles y huidizos. Esta vez, y debido a tan nutrido ejército, llamó a sus mejores hombres y se encaminó a defender la ciudad.
Pero los almorávides no subieron hacia Toledo, como había previsto el rey Alfonso, sino que continuaron avanzando hacia el oeste con una tropa cada vez más numerosa.
—¿Qué es lo que se propone ese loco?
—No lo sabemos, majestad, pero nada bueno. Las tropas de los reyes de Almería, Málaga, Granada y Sevilla acompañan al africano, que se dirige hacia Badajoz.
Nadie entendía cómo los reyes árabes, que habían estado en continua lucha entre sí, dejaban ahora sus viejas peleas y se unían contra los cristianos.
—¡Nunca creímos que esto podría suceder! —afirmó un conde.
—¡Aunque se unan todos los árabes del islam, sabremos defendernos! —afirmó, orgulloso, Alfonso VI—. Toledo no caerá...
—Majestad —le dijo Álvar Fáñez, el mejor guerrero del Cid, que, tras el perdón real a Rodrigo, había dejado sus tropas para servir como capitán a Alfonso VI—, los guerreros africanos no pretenden conquistar Toledo.
—Estoy seguro de que Toledo es su objetivo —insistió el monarca.
—Es posible, señor, pero no ahora. Estudiad sus pasos —dijo, señalando en el mapa—. Han recorrido Andalucía hasta el oeste y ahora se encaminan hacia el norte.
En ese instante Alfonso VI comprendió la osadía de los almorávides.
—¡Maldición! ¡Quieren conquistar León! ¡Van hacia el corazón de mi reino!
Inmediatamente, las tropas cristianas dejaron Toledo y prosiguieron su marcha hacia Badajoz. Y allí, a diez kilómetros al norte de la ciudad, en el campo de Sagrajas, les salió al encuentro el ejército musulmán.
Fue una batalla desigual: las fuerzas cristianas atacaron con todo su peso a las fuerzas árabes, cuyos guerreros seguían mostrando la misma debilidad de siempre. Lo que no sabía Alfonso VI era que el hábil Yusuf había puesto en primera línea a las tropas de sus aliados, mientras que sus hombres, fuertemente armados, observaban atentamente desde la retaguardia, dispuestos a entrar en combate al primer aviso.
Cuando los cristianos creían que la victoria era suya, comenzó a oírse en el horizonte el redoble de multitud de tambores.
—¿Qué es esto?
Nunca, en ninguna batalla conocida, había sucedido algo igual.
Y, como si respondieran a su llamada, miles de soldados de piel oscura surgían por todos los lados, como una aparición, armados con espadas cortas, muy afiladas, y escudos de piel de hipopótamo. Avanzaban ciegamente pero en armonía, como si fuesen un solo hombre.
—¡Huid, huid!
—¡Estamos rodeados!
El rey Alfonso, herido por una lanza enemiga, pudo escapar gracias a Álvar Fáñez, que, con un pequeño grupo, abrió una brecha en el cerco humano de los almorávides.
El resto de sus hombres pereció en aquella «batalla a muerte» en la que Yusuf había decidido no hacer prisioneros. Mandó cortar las cabezas a los miles de cristianos, muertos, vivos o malheridos, y con ellas hizo una gigantesca montaña.
Al enterarse el Cid de la derrota del ejército cristiano, se despidió del rey de Zaragoza y comenzó su marcha hacia Burgos con la intención de ponerse a disposición del soberano de Castilla.
—¡Mi señor me necesita! —se justificó como un buen vasallo.
Tras el desastre de la batalla de Sagrajas, Alfonso VI ya no era invencible para los árabes, y tal vez ahora comenzarían a recuperar las tierras que les habían arrebatado. Eso era lo que temían todos.
El rey castellano llamó a los reyes y caballeros de la Península y de más allá de los Pirineos para que acudieran a luchar contra el enemigo común, ya que los reinos musulmanes se habían unido e iniciado la guerra santa.
—¿Hacia dónde creéis, señor, que irán los almorávides? —preguntó Muño a Rodrigo Díaz, que encabezaba la marcha de sus hombres. Junto con ellos viajaban también su mujer y sus hijos, pues su etapa en Zaragoza había concluido y volvía a sus tierras de Vivar.
—No está muy claro. Los musulmanes quieren recuperar Toledo, pero Toledo es una ciudad difícil de tomar, y no creo que tras la dura batalla estén en condiciones de sitiarla.
—Entonces ¿qué harán esos africanos?
—No lo sé, amigo. Espero que no se les ocurra avanzar hacia León ahora que nuestro rey está lejos de la corte. Si conquistasen la capital del reino, sería un golpe definitivo y pondrían en peligro todas las tierras cristianas.
—¡Hemos de hacer algo, señor! —dijo Muño, herido en su orgullo.
—Vamos a Burgos. Desde allí estaremos más cerca por si necesitan nuestra ayuda. Y, si se atreven a sitiar León, allí nos encontrarán...
—Eso, señor —dijo el escudero, convencido del triunfo—. Ningún ejército, ni moro ni cristiano, nos ha derrotado nunca.
—Hmmm, sois digno hijo de vuestro padre —sonrió el Cid por primera vez en mucho tiempo—. En cuanto lleguemos a Vivar os haré armar caballero.
—Gracias, señor, gracias... —se apresuró a repetir el escudero y, alzándose en su montura, empezó a soñar—. ¡Apartaos, sarracenos! ¡Tiembla, Yusuf, que aquí viene el caballero Muño de la Gonzaleda...!
Apenas se habían establecido en Vivar cuando el rey Alfonso mandó a Rodrigo que se acercase a Toledo.
Allí, ya recuperado de su herida, recibió el rey al Cid con gran alegría y amistad, satisfecho por tener a su lado a tan valeroso guerrero. Y estando juntos el rey Alfonso y Rodrigo Díaz, entró un emisario con una noticia que los dejó sorprendidos y confusos pero aliviados.
—Yusuf ha abandonado la Península y regresado a África.
—¿Estáis seguros? —preguntó el monarca.
—¡Seguros! —dijo malamente el emisario—. Nos lo han dicho nuestros espías del reino de Sevilla. Ha dejado aquí una guarnición de dos mil hombres y se ha retirado.
—¡No lo entiendo! —dijo el rey, mirando al Campeador.
—¿Qué se propone con esta retirada?
—Quizás tenga problemas en su reino africano, majestad.
No había otra razón para explicar que un buen guerrero abandonase una misión cuando iba ganando. Días después se enterarían de que el hijo de Yusuf había fallecido y el reino africano andaba muy revuelto.
Aunque ya no tenían el peligro inmediato de los almorávides, la situación en la Península había cambiado. El rey Alfonso VI estudió a fondo la situación. Y lo primero que hizo fue enviar a Rodrigo al Levante para proteger el reino de Valencia, en manos de Al-Qadir, su aliado, y le ofreció, y lo ratificó por escrito, unas condiciones muy favorables que nunca había dado a otro vasallo, por muy noble que fuese:
—Toda la tierra y castillos que podáis conquistar de los sarracenos se incorporarán a Castilla, pero serán vuestros y de vuestros descendientes, y vos los gobernaréis y recibiréis los impuestos correspondientes.
—¡Gracias, señor, por vuestra confianza y generosidad! —se despidió el Cid del monarca, y antes de partir volvió la cabeza y exclamó convencido—: ¡Castilla llegará hasta el Mediterráneo!
Una vez que ya había protegido la parte oriental de su reino con las tropas del Campeador, el rey Alfonso decidió vengarse del rey de Sevilla, que era quien había llamado a Yusuf, y para ello conquistó el castillo de Aledo, una fortaleza en el corazón del territorio árabe que, al estar tan alejada de Sevilla, apenas estaba vigilada. Desde allí mandaría patrullas que atacarían y destrozarían todo lo que encontraran en continúas y rápidas expediciones de castigo.
Fue fácil tomar la fortaleza. El monarca avanzó sigilosamente con un pequeño grupo de sus mejores hombres y, en una noche sin luna, ascendieron por las murallas y en poco tiempo se adueñaron del castillo, cuyos moradores, sonámbulos y sorprendidos, no sabían qué estaba pasando ni quiénes los atacaban.
—¡Son diablos! ¡Diablos!
El rey Alfonso VI, demasiado confiado por esta rápida victoria, ignoraba que esa situación tan favorable podía cambiar muy pronto. El dominio de la fortaleza de Aledo sería el origen de la tragedia que se avecinaba.