13. LA CUEVA DEL TESORO

La derrota ante los almorávides no le hubiese producido mayor pesar al rey Alfonso. Regresaba con su ejército intacto del castillo de Aledo, tras la huida de Yusuf, pero en su rostro se notaba una honda preocupación.

—¿Qué le habrá pasado a Rodrigo, que no ha podido ­reunirse con mi ejército como habíamos acordado? —se preguntaba.

Los condes y magnates, que rodeaban al monarca, vieron que aquella era la gran ocasión para vengarse del Campeador, y comenzaron a murmurar y hablar mal del que siempre fue el mejor guerrero del reino.

—Ya veis, majestad, no ha acudido en vuestra ayuda ese infanzón de Vivar que se cree el más valiente.

—¡Seguro que se ha entretenido conquistando castillos en su provecho!

—¡Acaso esté pactando con los sarracenos, majestad! No os podéis fiar de él. ¡Rodrigo no es como nosotros!

De todos los nobles, el que más conspiraba era García Ordóñez, que no había olvidado su humillante derrota en la batalla de Cabra. Se había casado con una hija del rey de Navarra, y Alfonso VI le había concedido el gobierno de La Rioja.

—¡Desengañaos de Rodrigo, majestad! Fue amigo de vuestro hermano y combatió contra vosotros, no lo olvidéis. Nunca os podrá ser un fiel súbdito, ni podréis contar con él, ya lo estáis viendo.

—¡Callad, mi buen García Ordóñez! —clamó el soberano—. No quiero oír ni una palabra más sobre Rodrigo, que es, y tenéis razón, el mayor traidor del reino.

Muy enfadado, el rey ordenó que a Rodrigo le fueran arrebatados los castillos, villas y honores que tenía y que le confiscasen todas sus heredades. Era tal la ira regia que apresó a su mujer y a sus hijos.

Ningún caballero había sido castigado tan duramente. Rodrigo Díaz no sufría solo la pena de destierro, como siete años antes, sino que perdía sus posesiones y títulos, y pesaba sobre su nombre la palabra «traidor», la deshonra más grave que podía caer sobre un caballero.

Álvar Fáñez, uno de los capitanes más valientes del rey y sobrino del Cid, quiso intervenir a su favor, pero de nada le valieron sus palabras. Tampoco fueron escuchadas las razones que el mensajero de Rodrigo Díaz quiso dar al rey para justificar el desencuentro de los dos ejércitos.

Ante estos oídos sordos del monarca, el Cid escribió hasta cuatro documentos en los que proclamaba su inocencia bajo juramento.

Pero nada ni nadie fueron capaces de convencer al rey de su airada decisión. Tan solo se limitó a poner en libertad a Jimena (que era prima suya) y a los tres hijos del Cid, lo que fue una alegría inesperada en medio de tanta injusticia y amargura.

Comenzaba su segundo destierro.

—¿Qué hacemos, señor? —le preguntó Muño—. ¿A qué rey ofrecemos esta vez nuestros servicios?

El confidente del Cid, que también era su escudero, comenzó a pensar en voz alta. Antes de nada, desestimó los reinos pequeños y también los del sur, demasiado revueltos con las idas y venidas de los almorávides. Tan solo le quedaron unos pocos:

—Valencia —reflexionó en voz alta— no es mala tierra, pero su rey tiene la protección del rey Alfonso; Lérida está muy al norte y hace frío; en Aragón y Pamplona, ¡ay!, hay demasiadas montañas; Barcelona, ¡no!, su conde ya rechazó una vez nuestro ofrecimiento... ¡Solo nos queda Zaragoza!

—concluyó Muño, complacido.

Se acordaba de los cinco años que había vivido en aquella ciudad de lujosos palacios, con fuentes en las casas y hermosas bailarinas con velos en las caderas. Y corrió a comunicárselo a su señor.

Rodrigo estaba reunido con Martín Antolínez y Pedro Bermúdez, sus capitanes. Los tres se le quedaron mirando.

—¡Pasad! —dijo el Campeador—. ¡Vos también debéis conocer nuestra decisión!

—¿Vamos al reino de Zaragoza, señor? —preguntó Muño, ilusionado—. ¡Es lo mejor, lo he pensado bien!

—Oh, no —se rio el Campeador—. A partir de ahora no seremos vasallos de ningún rey o señor. Lucharemos para nosotros mismos. —Y, mirando a sus capitanes, añadió—: Corred a comunicárselo a vuestros hombres, y decidles que los que no acepten pueden irse libremente a servir a otro señor.

Pocos fueron los soldados que desertaron. El Cid no solo era el mejor guerrero de su época, sino un jefe generoso, aunque muy exigente, que se preocupaba por mantener la ilusión de sus soldados.

Al cabo de unos días, Rodrigo contempló a sus hombres, firmes e ilusionados con la nueva situación: era un enorme batallón que confiaba en él, pero ya no quedaban provisiones en aquella zona.

—¿Hacia dónde nos dirigimos ahora? —le preguntó Martín Antolínez.

—Necesitamos dinero —se dijo el Cid—. Los reyes del Levante ya no nos pagarán sus tributos, pues los cobrábamos en nombre del rey de Castilla. Así que ahora... —dudó—. Ahora es mejor que os vayáis a descansar. Nos espera un duro viaje. ¡Mañana os comunicaré nuestro destino!

 

Fue una noche larga, muy larga, en la que nadie pudo dormir en el campamento: los soldados estaban inquietos; Muño se acordaba de los palacios de Zaragoza que ya no iba a pisar, mientras que Rodrigo estuvo pensando en el camino a tomar.

Ya había amanecido cuando entró en la tienda de su escudero con los ojos brillantes:

—¿Os acordáis, Muño, de que alguien nos contó que el rey de Lérida guardaba los tesoros que recaudaba en la fortaleza de Palop?

—Ah, sí —dijo el escudero, tras hacer memoria—. Nos lo confesó un capitán del conde de Barcelona antes de morir, pero... ¡nos engañaba! El desconfiado rey de Lérida no puede guardar sus tesoros en una fortaleza tan alejada de su reino principal.

—Es absurdo, lo sé. Precisamente por ello me parece que puede ser cierto —dijo el Cid, que intentaba ponerse en la mentalidad del rey moro—. Además, no creo que un moribundo quiera mentir en su último suspiro. Nos lo confesó para que le diésemos cristiana sepultura.

—¡Tenéis razón! ¡El camino está claro, señor!

Rodrigo y sus hombres se encaminaron, entonces, hacia la fortaleza de Palop, próxima a Denia. A los tres días llegaron hasta sus murallas.

Viéndola de cerca, nadie diría que allí se albergaba uno de los mayores tesoros sarracenos. El mismo Cid dudó de haber acertado en su misión, pero ya no podía volverse atrás. Miró, de nuevo, en silencio, aquel pequeño castillo.

—¿Preparo la tropa para el asedio, señor? —le dijo Martín Antolínez.

—Oh, no, capitán. Aquí no hay suficientes víveres para nuestros soldados y no parece una fortaleza muy difícil. La asaltaremos.

Rodrigo preparó minuciosamente la estrategia. Primero envió un mensajero para pedir la rendición del alcaide. Ante su negativa, al amanecer del día siguiente, los guerreros del Cid se aproximaron con ballestas para intentar tomar el castillo. Pero se retiraron antes de llegar a las murallas.

A la mañana siguiente hicieron lo mismo. Al tercer día un pequeño grupo simuló un ataque al castillo, pero enseguida se retiraron los guerreros cristianos, como si tuviesen miedo de asaltar aquella fortaleza.

El alcaide de Palop se mostraba seguro de su superioridad y, viendo que los castellanos atacaban siempre por la mañana, dejó una pequeña guardia nocturna, mientras que el grueso de sus hombres descansaban profundamente para estar listos con el alba.

Todo estaba saliendo según lo planeado por el Cid.

Así que, al cuarto día, que era una oscura noche sin luna, el propio Rodrigo y diez de sus mejores hombres se deslizaron desde los matorrales hasta el pie de las murallas, y tre­paron silenciosamente, como arañas, por las piedras.

Fue un golpe de audacia. Los cristianos atacaron a los vigilantes que hacían guardia. Ante el ruido de la pelea, se movilizaron los guerreros musulmanes, pero la sorpresa del ataque y la oscuridad de la noche confundieron a los refuerzos, que no veían al enemigo ni sabían hacia dónde dirigirse. Los soldados sarracenos daban vueltas alrededor de la muralla o vigilaban atentamente los muros, desperdiciando sus flechas ante cualquier ruido o movimiento sospechoso.

El Cid y su pequeño grupo no estaban por aquel lugar.

Los cristianos no intentaron abrir las puertas del castillo para que entrase el resto del ejército, como sospechaban los vigilantes. Tenían otro plan: ir directamente a las estancias del alcaide, quien estaba imaginándose en mitad del jardín del edén. Duro fue su despertar cuando vio aquellas rudas sombras a su alrededor.

—¡Eh...! ¿Qué hacéis aquí?... —Y se frotó los ojos por si era una pesadilla—. ¡Por Alá!

—¡Llevadnos hasta el tesoro que guarda aquí vuestro rey! —le dijo el Cid, en perfecto árabe, mientras su escudero apretaba su garganta con un puñal.

—¡No sé lo que decís! ¡No hay ningún tesoro! —gritaba el alcaide, y repetía—: ¡Podéis hacer conmigo lo que queráis, pero nunca hallaréis el tesoro de la cueva porque no hay ningún tesoro!

Ante estas palabras, el desánimo cundió en los guerreros cristianos.

Rodrigo y su escudero, en cambio, se miraron triunfantes. No le habían hablado de ninguna cueva, así que ahora estaban seguros de que la confesión del soldado catalán era cierta.

Y, con el rostro tan duro que no parecía humano, el Campeador le dijo a su escudero:

—Tomad su propia espada, que es más afilada que las nuestras, y cortadle un brazo...

—No hablaré, no hablaré, no sé nada... —gritaba el alcaide.

Como si no le escuchara, el Cid continuó, muy despacio:

—Luego cortadle una pierna. Después, otro brazo. Y la otra pierna... Pero, antes de todo, arrancadle la lengua para no oír sus gritos. Cuando halláis acabado, echadle a los perros, pues ya no nos servirá.

Nada más darse la vuelta el guerrero castellano, el alcaide, que se veía como un trozo de carne devorado por los animales, gritó:

—Está bien, está bien, os diré dónde está la cueva, pero dejad tranquilos mis brazos y mis piernas y...

—No le tocaremos ni un pelo, ¿verdad? —dijo Muño, riéndose, al ver que bajo su turbante había una calva reluciente.

—Debéis dar una parte del tesoro para llegar a La Meca. Después de esta traición, mi vida aquí no valdrá nada.

—¡Seguro que le habéis robado al rey más de lo que necesitáis!

El grupo de diez hombres se dividió entonces: seis se desplegaron hacia la puerta de entrada del castillo, ahora que los soldados sarracenos habían dejado de buscarlos por allí. El resto avanzaba detrás del alcaide, que tenía las manos atadas a la espalda, al tiempo que Muño le seguía, apuntándole con un puñal.

El alcaide los llevó por un largo pasillo, entraron en una estancia vacía, salieron por la otra puerta y, después, ascendieron por la escalera de caracol de una torre...

—Hmmm —dijo, desconfiado, Martín Antolínez.

Muño, preocupado, se dirigió al Cid:

—¡No lo entiendo, señor! Si buscamos la entrada de una cueva, ¿por qué ascendemos?... ¿Las cuevas no están dentro de la tierra?

Los castellanos se miraron entre sí, y miraron al alcaide, que había entendido su preocupación.

—Os juro que es por aquí, os juro que es por aquí...

—Antes de avanzar un solo paso, explicadnos detalladamente cuál es el camino —le amenazó el Cid.

En esos momentos, previos al amanecer, se oyó un gran revuelo en el exterior. Rodrigo creyó que su ejército ya había entrado al castillo. Se asomó por el ventanuco de la torre, pero no vio a su tropa, sino a un grupo de soldados musulmanes que acababa de apresar a seis guerreros castellanos, fuertemente atados.

—Ya no es posible la toma del castillo. Han cogido a los hombres que iban a abrir la puerta —le dijo el Cid a su escudero en una esquina de la torre. No quería que estos acontecimientos llegaran a oídos del alcaide.

Ahora todo había cambiado: si hallaban el tesoro, ¿cómo iban a sacarlo de allí?

No tuvieron tiempo de pensar nada más, ya que los sucesos se precipitaban. El Cid se lanzó hacia el alcaide y le tapó la boca con sus manos.

—¡Silencio! —le ordenó, y susurró a su gente—: Se acercan por el otro lado.

—¡Nos han descubierto! —exclamó Muño, alarmado—. ¡Alguno de los guerreros ha confesado!

—¡Ninguno de mis hombres abriría la boca! —clamó el Cid.

Y todos pensaron: «¡Estamos perdidos!».