14. LOS TRES REYES CONTRA EL CID

Tras conseguir el enorme y bien oculto tesoro que guardaba el rey de Lérida y Denia, el Cid ordenó levantar un castillo que había casi en ruinas en las proximidades. Allí Rodrigo Díaz y su escudero recordaban su última aventura en el castillo de Palop, de la que habían salido vivos gracias a la ayuda del cielo.

—¿Os acordáis de cuando oímos a los soldados detrás de la puerta? ¡Estábamos perdidos! —evocó Muño—. ¡Por suerte no venían a por nosotros!

—El alcaide estaba tan muerto de miedo que no se le pasó por la cabeza traicionarnos —continuó el Cid—. Solo pensaba en cómo salir vivo.

—Tuvimos suerte de que aquella cueva, que parecía un verdadero laberinto, tuviera un túnel de salida que nos llevó hasta lo más profundo del bosque.

—Lo construirían para escapar en caso de que cayera el castillo en manos enemigas. Sus precauciones nos han venido muy bien para sacar de allí tal tesoro sin que nadie se enterase.

Una vez que el alcaide de Palop los llevó a la cueva, descubrieron tanta cantidad de oro, plata, joyas, vestidos y piedras preciosas que el Cid le entregó una pequeña parte para que pusiera tierra de por medio, como así hizo el alcaide, quien se embarcó en una nave hacia Jerusalén, pensando que aquella ciudad sería un lugar tranquilo y lo suficientemente alejado de la Península.

—La verdad, señor, es que somos muy listos —dijo Muño y le miró, cómplice—. Y ricos. Sienta bien ser independiente.

—A pesar de todo, Castilla sigue siendo nuestra tierra, querido Muño, no debéis olvidarlo —le advirtió Rodrigo Díaz, y tras pensarlo brevemente murmuró—: Quizás sea ahora el momento de contaros lo que mi padre me dijo al morir...

—¡Os escucho!

Pero fue entonces cuando apareció ante ellos un mensajero del rey de Lérida, quien les anunciaba que su rey les pagaría un fuerte tributo si abandonaban aquel castillo y se establecían en otro lugar, lejos de sus dominios. El monarca musulmán aún no se había enterado de que le habían robado su bien guardado y secreto tesoro.

El Cid aceptó el trato y, tras esconder el resto del tesoro, dejó aquel castillo, una vez más, en busca de su destino.

—¿Hacia dónde vamos, señor? —preguntó Martín Antolínez.

—Hacia Valencia —afirmó el Cid, y en esos momentos supo que aquel reino sería suyo.

El rey de Valencia, el cobarde Al-Qadir, al enterarse de que el Campeador se aproximaba a sus tierras, salió a recibirle cargado de regalos, y le invitó a firmar un acuerdo de amistad y protección a cambio de pagarle unos tributos anuales, dejándole establecerse con sus hombres en su territorio.

—No solo protegeré vuestro reino, sino que limpiaré los castillos y fortalezas de cualquier intento de rebelión y trataré de extender las fronteras hacia el sur y hacia el norte —dijo el Cid a un complacido Al-Qadir, que ya se imaginaba como el más poderoso de los reyes musulmanes.

La verdadera intención del Campeador era delimitar claramente el territorio valenciano y, una vez que estuviese bajo su poder, atacar la ciudad de Valencia.

Sabía que Al-Qadir no era un rey fuerte y que con tal de salvar su vida entregaría su reino al primer ejército que le amenazase.

Así que Rodrigo y su ejército, formado por más de dos mil hombres, conquistaron el castillo de Murviedro, cuyo alcaide se había pasado al bando del rey de Lérida, y otras pequeñas fortalezas, y siguieron ascendiendo hasta Morella, una zona rica en trigo y caza, en la que hallarían provisiones para toda su tropa durante el largo invierno que se aproximaba.

El rey de Lérida no vio con buenos ojos los avances del Cid y sus hombres, tan cerca de la capital de su reino, pero como no podía hacerles frente, corrió a pactar con el conde de Barcelona, Berenguer Ramón II, al que le ofreció una gran suma de dinero para que reclutase un ejército y atacara a su enemigo.

—Sois muy generoso —dijo el conde catalán—. ¡Dad por muerto a vuestro oponente! —continuó ufano, y ya se estaba dando media vuelta cuando preguntó—: ¿A quién he de ma­chacar?

—¡Al Cid Campeador!

—¿A Rodrigo Díaz, ese infanzón de Vivar que fue desterrado por su rey? —preguntó el conde, a la vez que iba perdiendo la voz, cada vez más aguda.

—¿Acaso os encontráis mal?

—Oh, no, no. Me estaba imaginando que daba muerte a... ese perro castellano. —Y, según lo decía, se le torcían los ojos como si estuviera bizco—. ¡Sí, sí, con estas manos le destrozaré!

En cuanto se fue el rey de Lérida, el conde le dijo a su ge­neral que reclutara el mayor ejército que se había visto nunca, y partió hacia Zaragoza, donde intentó convencer a su rey de formar una alianza contra Rodrigo.

Este monarca tenía aprecio al Cid. Había sido el mejor capitán de su abuelo y de su padre, pero temía que, tal como le había contado el conde, intentase conquistar sus propios territorios. Por lo que se vio obligado a ver al Campeador como un enemigo, pero era un enemigo muy peligroso.

—¡El Cid es prácticamente invencible!

—Bah, no creáis —le contradijo Berenguer—. A mí me venció porque tropezó mi caballo y me atacó a traición, pero si me lo encontrara ahora frente a frente... ¡ya vería lo que es un conde catalán!

—Sus hombres también son temibles —continuó el rey moro—. Algunos de mis mejores guerreros están ahora en su tropa. ¡Si consiguiésemos unir en nuestra alianza al rey Alfonso VI, la victoria estaría asegurada!

El rey castellano se encontraba —río arriba— en Miranda de Ebro, y allí acudieron, como un solo hombre, el rey moro y el conde catalán; pero Alfonso VI rechazó su plan muy cordialmente. A su lado estaba García Ordóñez, que, una vez que se retiraron los recién llegados, habló así a su rey:

—Debisteis aceptar esa alianza, majestad. Era la mejor ocasión para desembarazaros de una vez por todas de ese vasallo traidor que busca vuestro mal.

Pero Alfonso VI ya no oía sus palabras. A Castilla le interesaba una Valencia protegida por el Cid antes de que cayera en poder de Zaragoza o Barcelona, que siempre habían ambicionado el reino.

El conde catalán empleó todo el dinero que le dio el rey de Lérida en formar un ejército que era tres veces superior al del Cid, con hombres de Cataluña, Aragón y hasta de Navarra. Y así, bien resguardado, se encaminó hacia Morella, lugar donde estaba acampado el enemigo, al tiempo que esperaba los refuerzos prometidos por el rey de Zaragoza.

Berenguer creyó que tan elevado número de guerreros atemorizaría a los hombres de Rodrigo, y que muchos de ellos emprenderían la huida.

—Será el comienzo de mi victoria —se dijo, y lo dijo en voz alta. En cuanto pensaba en Rodrigo, el conde tenía ataques de delirio, hablaba solo y hasta torcía los ojos.

Iba tan seguro de su poderío que acampó con su numerosísimo ejército cerca de Morella y envió una larga carta al campamento de Rodrigo, en la que le invitaba a rendirse o, si era un verdadero caballero, a salir a campo llano para enfrentarse abiertamente con él.

El Cid, ante el gran número de enemigos, buscó la complicidad del terreno, y llevó a sus hombres hacia un valle rodeado de montes al que solo se podía entrar por un estrecho desfiladero que no permitía un frente de más de veinte jinetes. Ya lo había hecho en otras batallas y siempre había salido victorioso.

Pero esta vez no se sentía tan confiado ante este plan demasiado arriesgado, pues, si eran derrotados, no había posibilidad de escapada y el lugar se convertiría en un cementerio.

—¿Os noto preocupado, señor? —le dijo Muño.

—Estaba pensando en algún plan para equilibrar la batalla —le respondió Rodrigo—. El terreno está a nuestro favor, pero no es suficiente. Son demasiados...

—Si se dispersaran… —suspiró el escudero.

—¿Dispersarse? —Se quedó pensativo y, después, ex­clamó entusiasmado—: Tenéis razón, Muño. Vos lo habéis dicho. Ya sé lo que haremos. Fingiremos que algunos de nuestros hombres desertan. Cuando sean atrapados, confesarán que estamos atemorizados, que los soldados no quieren ir a una derrota segura y que, aprovechando la noche, los capitanes y sus hombres se escaparán por los montes...

—Claro, señor, así el conde mandará a la mitad de sus hombres a los caminos por los que pueden huir para apresarlos. Pero ¿qué pasará cuando el conde descubra la verdad y regresen sus soldados sin ningún prisionero? Matarán a nuestros hombres y vendrán doblemente furiosos contra nosotros.

—Ya lo he pensado, amigo. Esta tarde desertarán nuestros hombres, y al día siguiente atacará Berenguer con toda su rabia...

—¡Demasiado precipitado, señor! No creo que lo haga.

—Lo hará. Conozco bien a Berenguer II y a los que son como él. Mañana, al amanecer, recibirá una carta de mi parte que no podrá olvidar mientras viva.

—Cuidaos bien, que ya fue derrotado una vez por vos, y es como un jabalí herido.

—Un jabalí herido tiene mucha fuerza, pero no sabe administrarla. Ataca de frente, sin pensar, descuida los costados y no ve más allá de sus narices.