16. LA IMPOSIBLE RECONCILIACIÓN

Dos años después de haber intentado conquistar el castillo de Aledo, el emir Yusuf volvió a la Península por tercera vez. Su intención no era apoyar a ningún rey musulmán, como antes, sino hacer justicia.

Los reyes de Granada y Málaga, que eran hermanos, vivían en pelea continua, de espaldas a sus súbditos y sin seguir las reglas del Corán, así que el emir decidió intervenir, y fue tomando, una a una, las plazas de ambos reinos. Poco tardó en caer Málaga.

Ante esta amenaza, el rey de Granada pidió ayuda a los otros reyes musulmanes, que le contestaron que resistiera, y después a Alfonso VI.

Pero todo fue inútil. Yusuf conquistó Granada, apresó a su monarca y le envió a vivir al desierto, donde ya estaba su hermano. Después puso a un primo suyo al frente de estos territorios y, una vez cumplida su misión, Yusuf regresó a África sin que nadie se enterara.

Estas noticias le llegaron a Rodrigo en un tiempo en el que andaba muy ocupado extendiendo las fronteras del reino de Valencia a costa de las tierras de Zaragoza. Ya había conquistado el castillo de Yubayla, y se hallaba en pleno asedio a la fortaleza de Liria cuando un mensajero de la reina Constanza, la esposa de Alfonso VI, entró en el campamento y leyó un mensaje que dejó al Cid hondamente preocupado y dudoso.

—¿Qué hemos de hacer? —preguntó a sus capitanes—. Alfonso prepara una gran expedición militar contra el reino de Granada. La reina y los pocos amigos que tengo en la corte creen que es el mejor momento para reconciliarme con el monarca. Me sugieren que, ahora que el rey necesita todas las fuerzas cristianas, vaya con mis hombres y me una a su ejército. ¿Qué opináis vosotros?

—Tal como dice la reina —señaló Muño—, es una gran oportunidad que no deberíais desaprovechar.

—No estamos seguros de que sea el mejor momento —intervino Martín Antolínez—. El castillo de Liria está a punto de rendirse, y, cuando lo haga, las demás fortalezas, que son mucho más débiles, se entregarán sin luchar. En cambio, si nos vamos, todo el trabajo de este año puede perderse y el rey de Zaragoza volverá a recuperar las plazas tomadas. Mis hombres y yo lo pensamos así.

—No sé qué deciros —dudó el Cid—. ¡Dejadme pensar!

Tras pasar la noche sin dormir, al amanecer ya había tomado una decisión, que era firme y no podía ser dis­cutida.

—¡Levantad el campamento! ¡Vamos hacia Granada!

El Campeador dejó un destacamento para que vigilara la zona, y con la mayor parte de su ejército se encaminó hacia el sur.

Al conocer el rey Alfonso la llegada de Rodrigo, salió a su encuentro recibiéndole en paz y con todos los honores, y así juntos avanzaron hasta las cercanías de Granada.

Una vez allí, el monarca mandó emplazar sus tiendas entre las montañas. Rodrigo, en cambio, hizo fijar las suyas en plena llanura, en un pasaje que se encontraba delante del campamento real para proteger y guardar la acampada del mo­narca.

Esta acción fue malinterpretada por el rey, sobre todo cuando los nobles, que se habían situado por detrás de las tiendas reales, comenzaron a murmurar:

—¡Mirad y contemplad, majestad, qué injuria y qué ofensa nos infiere a todos!

—¡Ese guerrero os arrebata el lugar de honor en el campamento!

—¡Es un engreído! Con su actitud nos insulta. Nos viene a decir que él es más valiente que nadie, pues acampa más cerca de las murallas musulmanas.

—¡Se está burlando de vos, majestad! ¡Intenta desafiaros!

—¡Viene muy crecido de sus conquistas del Levante! ¡Co­mo si fuera él quien llevara la iniciativa de esta expedición!

—¡Querrá quedarse con toda la gloria! ¡Claro, como cantan sus hazañas esos juglares a los que él paga!

—¡Seguro que está pensando en traicionaros, majestad!

El conde García Ordóñez, como siempre, llevaba la iniciativa de estas murmuraciones, que eran seguidas por el resto de los condes y magnates. Solo Álvar Fáñez defendía a Rodrigo, pero enseguida le acusaban de ser pariente suyo.

Estas falsedades pusieron a Alfonso en contra de su vasallo. A partir de entonces ya no se mostró tan amable con él, y apenas si coincidían.

Además, al llegar a las puertas de Granada, se llevó una doble sorpresa que trastocó sus planes: el emir Yusuf ya había abandonado la Península. Pero no fue esta noticia lo que más le preocupó, sino comprobar que los partidarios del antiguo rey no se alzaban en armas contra los almorávides, ahora que llegaba un ejército en su ayuda.

Nadie peleaba tras las murallas, y sin esa colaboración no era posible tomar una ciudad tan bien resguardada.

El rey Alfonso, que había dedicado cuatro meses a reclutar el más poderoso ejército, se hallaba confundido. Cinco veces mandó emisarios a los almorávides para que presentaran batalla en terreno abierto, y en ninguna ocasión tuvo respuesta.

Ante esta situación, al sexto día levantó el campamento y emprendió el regreso con un amargo sabor de derrota.

Largas eran las caras de los soldados que volvían hacia sus tierras sanos y salvos, sin heridas ni sangre, pero también sin la gloria de una victoria y, lo que es peor, sin el botín obtenido «limpiamente» tras una batalla que nunca tuvo lugar.

Fueron semanas de fatiga y privaciones para nada.

El rey Alfonso era el que se mostraba más indignado. Ni siquiera los nobles de su corte se atrevían a hablarle.

Cuando llegaron a la fortaleza de Úbeda, junto al Guadalquivir, Rodrigo ordenó levantar el campamento cerca del cauce del río, lo que contrarió al monarca al ver que uno de sus vasallos decidía libremente sin tener en cuenta su regia voluntad.

Hasta tal punto se irritó el rey contra el Campeador que le llamó a su tienda, le insultó y casi le agredió, esperando que su vasallo hiciera un gesto de rebeldía para prenderle.

Rodrigo aguantó pacientemente tanta humillación, pero al caer la noche, y sabiendo que su vida peligraba, abandonó el campamento de Alfonso VI y se fue hacia el suyo.

Al día siguiente, algunos de sus hombres, temerosos de la ira regia, dejaron el ejército del Campeador y se pasaron al del rey, lo que exaltó a Muño.

—¡Traidores! ¡No se puede abandonar a alguien cuando más lo necesita!

—¡Dejadlo, amigo! —dijo el Cid—. Ellos miran por sus intereses. ¡El miedo es humano!

—¡No son dignos de estar a vuestro lado!

El Campeador miró por última vez las aguas de aquel río, que le recordaban a las del Duero, y se acordó de su tierra castellana, que tal vez no pisaría nunca más.

Fue un momento de duda, pero luego, sin más vacilaciones, dio orden de que recogieran inmediatamente el campamento.

—¡Ya no tenemos nada que hacer aquí!

Aquella misma mañana, Rodrigo, molesto por no haber podido reconciliarse con el monarca y con una tristeza sin límites, dejó al rey y marchó directamente, entre grandes fatigas del camino, hacia tierras de Valencia, donde iba a permanecer mucho tiempo.