18. LA VENGANZA CONTRA SU MAYOR ENEMIGO

Era tal el prestigio del Cid que en pocas semanas consiguió duplicar su ejército, al que se apuntaron hombres que buscaban fortuna llegados de todos los lugares, incluso de detrás de los Pirineos, aunque la mayor parte eran castellanos y musulmanes del reino de Zaragoza.

Y así, con este ejército bien armado y prosiguiendo con su plan de venganza, el Cid Campeador se internó en La Rioja, tierras del rey Alfonso gobernadas por su enemigo García Ordóñez, y sus hombres comenzaron a saquear y asolar todo lo que encontraron a su paso.

Iban dejando tal reguero de sangre, polvo y destrucción que parecían los heraldos de la muerte.

El Cid acababa de tomar la fortaleza de Alfaro cuando llegó un emisario del conde riojano.

—Mi señor os pide que le deis un plazo de siete días, no más, para que forme un ejército y os desafía a enfrentaros con él en el campo de Alberite.

—Decidle a vuestro señor —habló el Campeador desde lo alto de Babieca— que esperaré ese tiempo y con mucho gusto me enfrentaré con él y con sus parientes y aliados.

Rodrigo Díaz, para motivar a los suyos, les había explicado que García Ordóñez, al que ya venció en la batalla de Cabra, había mentido, engañado y conspirado en la corte contra él, y que era el culpable de todos los males que habían padecido, además de ser un cobarde.

A los cinco días, los espías del Cid le comentaron que avanzaba hacia ellos a buen trote un ejército con más infantes que caballería, pero tan numeroso que, al menos, les duplicaba en hombres. El Campeador no se preocupó, y en vez de retroceder ante tantos enemigos, como había previsto García Ordóñez, ordenó marchar hacia el campo de batalla.

Al día siguiente, otro espía le informó de que el ejército del conde seguía avanzando, pero más despacio.

Al tercer día, y ya en la fecha señalada para la batalla, los hombres del Cid llegaron al campo de Alberite, y allí permanecieron, erguidos, en orden, perfectamente formados y bien armados esperando al enemigo.

Al atardecer apareció en la distancia una tropa cansina, que ocupaba todo el horizonte, pero se movía con torpeza y confusión. Delante de ellos, García Ordóñez y sus amigos trataban de poner orden y disciplina, pero ni ellos mismos estaban seguros de lo que hacían.

Antes de que oscureciera, el campo se llenó de hombres con armas. Estaban los dos ejércitos uno enfrente del otro, mirándose atentamente, y en mitad de ellos un amplio terreno despoblado que sería el lugar del enfrentamiento. La suerte estaba echada. Al alba comenzaría la batalla.

Pero el amanecer no solo trajo la luz, sino también una sorpresa que algunos ya se esperaban. Muño, el escudero del Cid, fue uno de los primeros en levantarse; en cuanto alcanzó a ver el horizonte, se frotó los ojos, incrédulo, y corrió hacia la tienda del Campeador, que muy tranquilamente estaba vistiéndose.

—Señor, señor, no lo vais a creer, pero... ¡no tenemos ­enemigo!

—¿Qué queréis decir?

—El ejército de García Ordóñez ha desaparecido. Se han debido de ir esta noche —trató de razonar—, pero, si no querían batallar, ¿para qué han venido hasta aquí? ¿Para qué ha formado tan numeroso ejército el conde?

—¡Qué poco me conoce ese perro! —sonrió el Cid—. ¡Creía que con un ejército más grande que el mío me iba a acobardar y huiría sin presentar batalla!

—Entonces ¿nunca pensó en enfrentarse con vos?

—No creo. García Ordóñez es un cobarde y un traidor, pero no es tonto, y sabía que cada jinete nuestro, bien armado y con experiencia en las guerras, podía destrozar a diez de los suyos. La mayor parte de aquel ejército, ¿no lo visteis?, eran campesinos de sus tierras y de las de sus parientes reclutados a la fuerza...

—Claro —dijo Muño—. Así que al vernos a nosotros enfrente se murieron de miedo.

—O les habrá contagiado el conde su propio miedo —se rio el Cid—. ¿Recordáis cómo huía de Cabra?

Aquella rendición y la humillación que suponía huir antes de presentar batalla no fueron suficientes para el Cid, que había acumulado gran odio hacia García Ordóñez y aún necesitaba sed de venganza, o de justicia, como él lo llamaba.

—¡Hemos vencido! ¿Nos retiramos hacia Zaragoza? —le preguntó Muño.

—Oh, no, amigo. El conde ha de recibir una lección que no olvidarán ni él ni sus parientes, ni sus amigos, ni todos sus descendientes.

—Pero, señor, ¡eso es venganza! —dijo Muño, que nunca había visto al Cid moverse de una forma tan impulsiva.

Hasta entonces había sido un guerrero frío, tranquilo, racional, que afrontaba una batalla con la misma mirada que un navegante construye un barco.

—No es solo por mí, Muño, sino también por mis hombres. ¡Miradlos! Son muchos, leales y entregados, y no conviene, ni puedo hacerlo, que los deje sin ganancias...

Así que, esa misma mañana, aquel ejército de hombres bien armados partió hacia el interior de La Rioja. Primero entraron en Calahorra, donde la mayoría de los habitantes habían huido a las montañas, y la saquearon y arrasaron, llevándose todo cuanto había de valor. Después llegaron hasta Logroño, cuyos vecinos salieron a la entrada, ofreciéndoles sus riquezas y rogando que respetasen sus casas.

Pero estaban en guerra y el Cid ni siquiera los escuchó: ordenó arrasar la ciudad para luego incendiarla, no quedando en pie ni un solo muro. Y así procedieron con otros pueblos, villas y fortalezas que hallaron a su paso durante dos semanas seguidas. Al cabo de las cuales regresaron a Alfaro, el punto de partida, cargados de riquezas, pero dejando a sus espaldas un paisaje de sangre, ruinas y desolación. Si miraban hacia atrás, no había nada que no recordase a la muerte. Las ricas tierras de García Ordóñez parecían las laderas del infierno.

Al entrar en Zaragoza, el Cid y sus hombres fueron recibidos como héroes.

Esa noche, Muño, que se alojaba en uno de los palacios del rey, no podía dormir y se levantó a dar un paseo por el jardín. Bajo un árbol encontró a Rodrigo Díaz, pensativo y un poco triste. Su rostro no parecía el de un hombre que se había vengado de su mayor enemigo.

—¿Qué os pasa, buen amigo? —le preguntó el Campeador al verle.

—Debo estar envejeciendo, señor, pero después de lo que ha pasado no me siento ningún héroe.

—Yo tampoco, Muño. No es bueno que el corazón mande en cosas tan importantes, pero no estoy arrepentido. Ahora sé que el rey Alfonso sabrá valorar mejor a su gente.

—Eso también me preocupa.

—¿Qué es lo que os preocupa?

—Que si el rey os desterró por unos rumores en palacio, y luego os despojó de vuestro honor y vuestros bienes por no llegar a tiempo a una batalla, ¿qué hará ahora que habéis humillado a uno de sus hombres de confianza y habéis asolado la tierra más fértil de su reino?... —Muño se asustaba con solo pensarlo—. ¡Su castigo puede ser terrible! ¿Dónde nos esconderemos?

—No lo veo así, querido amigo. Creo que es ahora cuando el rey reflexionará y se mostrará más cauto sobre a quién otorga sus afectos y su ira. Si Alfonso piensa y actúa como un verdadero rey, y no dudo que lo hará, pues es un soberano ambicioso, sabrá a quién le conviene tener a su lado y no en su contra.

—¿Así lo pensáis?

Al cabo de unas semanas, y mientras el Cid se encontraba en la vendimia, llegó un mensajero con una carta del rey Alfonso en la que le perdonaba todo mal que le hubiese hecho en el pasado, revocaba la sentencia de traidor, le devolvía los honores y las tierras confiscadas y le invitaba a regresar a Castilla cuando quisiera.

Tras su fracasado asedio a Valencia y la destrucción de La Rioja, el rey había comprendido que Rodrigo era el mejor guerrero y gobernante de su reino, al que no podía tener en su contra, y que la única manera de controlar el Levante era con su ayuda.

El perdón real alegró más a Muño que al propio Rodrigo Díaz, que ya se lo esperaba.

—¿Cuándo nos vamos, señor? ¿Cuándo regresamos a casa?

—No lo sé, mi buen Muño.

—¿Qué queréis decir con ello? —insistió el escudero, que miró a su señor y percibió algo extraño, o tal vez nuevo, en su mirada.

—Ya no sé cuál es mi casa.

Esa noche, el Cid estuvo pensando en los lugares en los que había vivido: Vivar, Burgos, Zaragoza, tierras valencianas... Recordaba aquel impulso que, como una iluminación, tuvo una vez:

—¡Algún día Valencia ha de ser mía!

Lo que no sabía Rodrigo Díaz era que en Valencia la situación había cambiado totalmente, y los almorávides habían entrado en aquella ciudad protegida por sus hombres.