21. EL EJÉRCITO TRAGADO POR LA TEMPESTAD
Aquel atardecer, el temor se apoderó de la mayoría de los hombres del Cid. Desde lo alto de su campamento se veía el ejército almorávide, que se estaba acercando y acababa de acampar a una jornada de Valencia. Eran tantos que las tiendas se multiplicaban y se perdían en el horizonte.
—¡Mañana atacarán! —dijo Bermúdez con pesar—. ¡Hay que prepararse!
El Cid contempló aquel ejército, que era mayor de lo que había pensado; temió por sus hombres y dudó. La grave herida en la garganta y la muerte de Martín Antolínez en un incidente menor no le habían mermado el valor, pero le habían vuelto más precavido. Había obtenido tantas victorias que se había creído invencible y tocado por la gracia de Dios. Estaba pensativo cuando se le acercó Muño.
—¡Va a ser una noche larga, señor!
—Sí, amigo. Tal vez nuestra última noche —suspiró el Cid—. Creo que tendríamos que habernos retirado hacia una fortaleza para defendernos mejor, como me aconsejasteis, pero me cegó mi afán por poseer Valencia.
—¡No os preocupéis! ¡Dios nos ayudará!
—Así me gustaría pensarlo, pero el Señor sabe que he cometido pecado de soberbia...
En esta conversación andaban cuando una luz afilada, como un gigantesco latigazo, incendió el cielo y un trueno asoló el espacio. Parecía que se abría la tierra.
Al instante comenzó a llover con tal intensidad y persistencia que aquello les pareció a todos el diluvio universal.
Los hombres que estaban en los montes vigilando el camino tenían barro hasta las rodillas, y el campamento se asemejaba a un campo de arroz.
Dura y terrible fue aquella noche que parecía no tener fin, en donde las aguas escapaban feroces hacia el valle.
La lluvia se calmó con los primeros fríos del alba, y en ese momento se dieron cuenta de que apenas tenían tiempo para prepararse para la lucha.
—¡Subid allá y estudiad la posición del enemigo! —le dijo el Cid a Pedro Bermúdez mientras trataba de infundir valor a su desanimada, agotada y empapada tropa.
Al poco tiempo bajó su capitán, entre asustado y confundido, gritando ya desde lejos:
—¡No están! ¡No están! ¡No están!
—¿Qué queréis decir?
—¡Los almorávides...! No están en su campamento. No se les ve por ninguna parte. Han desaparecido.
Los soldados comenzaron a mirar, desconfiados, hacia todos los lados. Si no se les veía en el campamento, y no habían cruzado por el único camino que llegaba hasta ellos, ¿qué habían hecho? ¿Dónde estaban ahora?... ¿Habían hallado un pasadizo secreto y podían caer en cualquier momento y desde cualquier lugar? ¿O eran magos y tenían poderes contra los que no se podía luchar?
Todas estas y más preguntas se hicieron los guerreros.
La tierra estaba encharcada, blanda y peligrosa. Apenas si podían mantenerse sobre el caballo.
Rodrigo Díaz replegó su tropa por el campamento y mandó a varios de sus hombres en todas las direcciones para que se enterasen de por dónde andaba el enemigo.
Fueron muchas horas de ardiente espera, al cabo de las cuales llegó uno de sus vigías para comunicarle que los almorávides regresaban a África. Al parecer, aquella noche de tormenta, el agua, que bajaba en riada, había inundado su campamento y habían tenido que escapar veloz y desordenadamente para salvar sus vidas.
—¡Dios está con nosotros! —suspiró Muño.
Grande fue el desánimo de los valencianos cuando supieron que sus hermanos de religión no acudirían a ayudarlos, y mayor fue el temor de Yahhaf, el gobernador que había roto su amistad con el Campeador y era odiado por casi todo su pueblo. Tal era su desesperación que intentó pactar otra vez con el Cid, pero a Rodrigo Díaz no le interesaba el trato con un traidor que en cualquier momento le podría vender, y sabía que la ciudad andaba revuelta y sin fuerzas.
—¡Ahora o nunca! —clamó—. Esta es la mejor ocasión para rendir Valencia.
Seguro de lo que dijo, decidió emprender un meticuloso plan que tenía bien estudiado, y así se lo fue comunicando a sus capitanes.
—Saquead los arrabales y todos los poblados que rodean las murallas. Traed lo que encontréis por allí, y destrozad las casas. Hay que evitar que los puedan ayudar desde fuera.
Así lo hicieron.
Al amanecer, como si fuesen jinetes del alba, Pedro Bermúdez y un grupo de hombres exaltados aparecieron con sus armas para llevarse todo lo que hallaban en el camino, incluidos hombres, mujeres y niños, que eran vendidos como esclavos a los traficantes musulmanes que merodeaban por el campamento.
Por las noches salían los habitantes de la ciudad para apropiarse de madera, piedras, animales o alimentos que no había podido llevarse el ejército del Cid, quien repitió su operación de pillaje, raptos, robo y destrucción día tras día.
Cuando alcanzaron los últimos arrabales, los soldados los hallaron desiertos. Allí no había nada de valor que llevarse ni arrasar, pues lo habían hecho sus propios habitantes antes de buscar refugio en la ciudad.
—¡Señor, ya no queda nada en pie alrededor de las murallas! ¿Qué hacemos?
—¡Excavad los cimientos y los suelos de las casas! —dijo el Cid, y los soldados hallaron, enterrados, ropa, trigo y los pocos objetos de valor que tenían sus moradores.
Finalmente, Rodrigo Díaz ordenó incendiar lo que quedaba de los arrabales, de modo que alrededor de las murallas solo se divisaba un campo ruinoso, desierto, calcinado, adonde nadie podía acercarse para llevarles ayuda sin ser visto por los hombres del Cid.
Una vez logrado el total aislamiento de Valencia, el Campeador mandó leer un pregón en el que se anunciaba a sus habitantes que todo aquel que escapara de la ciudad sería apresado, torturado y ejecutado, como así se hizo.
Porque, a pesar de estos castigos, la situación era tan desesperada en Valencia que algunos intentaron huir por la noche. Si los encontraban los soldados, solían venderlos a los mercaderes, pero si se enteraban el Cid o alguno de sus capitanes, ordenaban cortarles la lengua y los brazos, y colgarlos delante de las murallas para ejemplo de los demás.
—¿Es necesario tanta crueldad? —preguntó Muño, que comenzó a dudar, por primera vez, de los actos de su señor.
—Lo cruel para todos sería vivir la agonía que supone un asedio demasiado prolongado, y puesto que vamos a tomar Valencia, cuanto antes se haga mejor. En la guerra hay que tomar los métodos más eficaces, por duros que sean, porque son los únicos que valen —le dijo el Cid, y entonces le recordó que, en los asedios, lo primero que hacen los sitiados es expulsar a las mujeres, los niños y los enfermos para no alimentar bocas inútiles—. Ya veis, amigo, que, si no somos crueles nosotros, lo será el enemigo.
—¡En la guerra siempre pierden los mismos! —suspiró Muño, su escudero, que hubiera sido un buen rey. A Rodrigo Díaz nunca se le hubiera ocurrido pensar en ello, pues era un guerrero y, como tal, la guerra tenía sentido en sí misma.
En Valencia la situación era desesperada: los pobres se iban cayendo muertos por las calles según andaban; los ricos pagaban el trigo a precio de oro, y hacía tiempo que se había acabado la carne. Mataron burros y caballos para comérselos, y ya ni siquiera había gatos, perros o ratas del hambre que padecían.
Muchos fueron los que se arrojaron directamente al vacío para no seguir sufriendo. Los soldados contemplaron a madres que saltaban de las murallas llevando en brazos a sus hijos más pequeños.
Aquel paisaje cada día se parecía más al infierno. El propio Rodrigo Díaz sentía dolor por lo que estaba viendo, pero sabía que no podía volverse atrás, y que, si lo hacía, perdería su prestigio, sus hombres —cristianos y musulmanes— no le seguirían como habían hecho hasta ahora, y que aflojar el cerco en esos momentos sería como dar por inútiles los padecimientos pasados. Además, en ese tiempo le llegó una noticia que inquietó a su tropa y renovó el escaso ánimo de los habitantes de Valencia, a punto de rendirse.
—¡Vuelven los almorávides! ¡Los almorávides de Denia se acercan para socorrer Valencia!