24. MUERTE DEL HIJO DEL CID
El emir Yusuf era uno de los monarcas más poderosos del mundo. Su imperio se extendía desde el río Níger, en el centro de África, hasta las inmediaciones del Tajo, pues había conquistado casi todos los reinos árabes hispanos.
—¡Hemos de recuperar Valencia! —les repetía el anciano emir a los generales en su palacio de Marruecos—. Cuando caiga Valencia, asaltaremos Toledo, y entonces toda la Península volverá a ser del islam, como en los gloriosos tiempos de nuestros antepasados.
—Señor, el Cid es un diablo. Nada podemos hacer contra él.
—El Cid es solo un hombre, pero sé que es muy listo y estudia los movimientos de cada batalla. Tenemos que cambiar de táctica, no podemos sufrir más derrotas... —dijo el octogenario monarca y luego suspiró—: ¡Ay, si tuviera diez años menos!
El emir esta vez no envió a millares de guerreros desde África, sino que le dijo a uno de sus generales que reclutase un poderoso ejército entre los reinos del Levante y se dirigiera a tomar Peña Cadiella, un castillo que dependía del Cid.
Cuando aún estaba formándose la tropa, el Campeador, que tenía espías en los antiguos reinos moros, se enteró de las intenciones del emir, y pidió ayuda a Pedro de Aragón, con quien había suscrito un pacto de amistad.
Desde que subió al trono, el joven monarca y el Cid se habían convertido en buenos amigos, y ahora caminaban juntos hacia Peña Cadiella al frente de sus ejércitos.
El rey aragonés le contaba su reciente victoria contra el rey de Zaragoza, que había estado apoyado por el rey Alfonso.
—¿Y decís que las tropas castellanas las mandaba García Ordóñez? —preguntó el Campeador, muy interesado.
—Oh, sí. ¿Le conocéis acaso?
El Cid cruzó una mirada de complicidad con Muño, su escudero, quien advirtió una sonrisa en los labios de su señor, y se regocijó, pues hacía mucho tiempo que no le veía tan risueño.
La expedición cristiana iba cargada de armamento y alimentos para los moradores del castillo, y fueron aumentando sus víveres a medida que avanzaban y cruzaban por poblaciones, dependientes de territorios musulmanes, a los que asaltaban y robaban.
Tras dejar en Peña Cadiella el cargamento y a algunos hombres de su confianza para que dirigieran la resistencia, el Cid y Pedro de Aragón comenzaron el retorno a Valencia. Esta vez quisieron tomar el camino de la costa, y estando en ello, desde lo alto de un montículo, divisaron unas embarcaciones árabes que se acercaban a tierra.
—¡Están aprendiendo a organizarse! —exclamó Rodrigo Díaz—. Esas naves llevan alimentos para los almorávides.
—Si los barcos ya han llegado —razonó el monarca aragonés—, quiere decir que su ejército está cerca.
El rey Pedro y el Cid, en lugar de mandar exploradores para que averiguasen la situación del enemigo, tomaron a un pequeño grupo y se encaminaron personalmente hacia el sur, teniendo mucho cuidado de pasar desapercibidos.
A los dos días supieron que el ejército africano se aproximaba. No lo habían visto, pero hacía tanto ruido al avanzar que parecía una manada de animales salvajes.
Los cristianos los estuvieron siguiendo en la distancia. Observaban atentamente todos sus movimientos, y al anochecer el rey aragonés comentó:
—¡Son muchos, pero están desorganizados!
—Sí, y aún no están preparados para entrar en batalla. No esperan encontrar ninguna fuerza que se les ponga por medio.
El Cid y Pedro de Aragón se miraron. Al instante supieron que les había llegado la misma idea. Así que, dejando a un explorador, volvieron sobre sus pasos y se pusieron al frente de sus ejércitos.
Su plan era muy sencillo: avanzarían durante la noche y al amanecer caerían sobre ellos en una amplia y contundente carga frontal, de modo que dejase a la tropa africana partida en dos y sin capacidad de reaccionar.
Y tal como lo planearon lo hicieron.
Los almorávides, que no se esperaban que nadie los atacase, se sintieron confundidos, asustados, perdidos, y se lanzaron a huir en todas las direcciones posibles.
Una vez más, el Cid Campeador, ayudado en esta ocasión por su amigo aragonés, había destrozado a los temibles almorávides.
Cuando llegó la noticia de esta nueva derrota a oídos de Yusuf, el emir saltó de su trono, airado, y, tras insultar a todos sus generales y a parte de su familia, concluyó:
—¡Atacaremos a esos perros cristianos!
—¿Otra vez, señor? —le dijo su consejero, que sabía que los hombres no se habían repuesto de la humillación del Cid, al que se consideraba un diablo.
—Sí, pero esta vez no será al Cid. ¡Iremos a Toledo! Al rey Alfonso ya le vencimos una vez y podemos hacerlo otra. Yo mismo cruzaré el Estrecho y dirigiré las operaciones desde Córdoba.
Tantas habían sido las batallas desde que tomó Valencia que Rodrigo Díaz no había tenido tiempo de organizar la ciudad de acuerdo con los principios de caridad y justicia en los que creía. Si en la guerra el Cid era firme y cruel, en la paz se comportaba como un hombre generoso y comprensivo, preocupado por sus súbditos.
Y en esto andaba un día que estaba escuchando a las dos partes de un juicio cuando entró Muño, inquieto.
—Señor, señor, el emir Yusuf ha vuelto a cruzar el Estrecho con un ejército numerosísimo.
—¿Otra vez? —suspiró el Cid, que había cumplido cincuenta años y se sentía cansado de tanta guerra. Ahora añoraba la paz en el reino conquistado—. ¡Habrá que ir preparándose para la defensa!
Al cabo de una semana, las noticias eran sorprendentes.
—¡Se han asentado en Córdoba, señor!
A los pocos días comprendieron que los almorávides no querían atacar Valencia (al menos, por ahora) y que se dirigían a Toledo. Al enterarse, el rey Alfonso pidió ayuda a otros reyes cristianos y también al Cid, quien no pudo ir personalmente, pero le envió una formación de trescientos caballeros bajo el mando de su hijo Diego, que apenas tenía veinte años, pero ya era un buen guerrero y algún día sería rey de Valencia.
—¡Suerte, hijo! —le despidió con lágrimas en los ojos—. ¡Contigo se va la mejor parte de mi alma!
Los dos ejércitos se encontraron en el campo de Consuegra, al sur de Toledo.
El rey Alfonso, que nunca fue un buen estratega, estaba ansioso de venganza y no esperó a las tropas de Álvar Fáñez. Así que, en cuanto divisó a los africanos, ordenó atacar directa y frontalmente con todas sus fuerzas, sin reservar, siquiera, la caballería ligera para intervenir tras el choque de los dos ejércitos e ir a auxiliar a las zonas más dañadas.
Los almorávides, que tuvieron muchas bajas, aguantaron el empuje de los cristianos.
Una vez repuestos del choque, los moros lanzaron a sus hombres de refresco y rodearon a la desorganizada y confundida tropa de Alfonso VI, que no pudo hacer un frente común, y cada cual intentó huir como pudo.
Antes de la derrota total, el rey escapó hacia el castillo de Consuegra, y en aquella batalla, resistiendo hasta el fin, en plena lucha contra varios moros, fue herido mortalmente el joven Diego, el hijo del Cid.
Cuando le llegó la noticia de la muerte de su hijo, Rodrigo se encerró en sus habitaciones y durante una semana nadie le vio. Ni siquiera quiso hablar con Jimena, su esposa, que durante largo tiempo lloró desconsolada la muerte de Diego.
A los diez días apareció el Campeador, perfectamente serio, y le dijo a su capitán:
—¡Preparad una tropa con todo lo necesario para un largo asedio! En cuanto esté lista partiremos hacia Murviedro.
El castillo de Murviedro, que luego daría origen a la villa de Sagunto, era el más poderoso del Levante y siempre había apoyado a los almorávides. Constituía una amenaza permanente para la ciudad de Valencia. Ahora el Cid, cargado de amargura, y tal vez para vengar, o acaso olvidar, la tragedia de su hijo, decidió conquistar aquella bien guardada fortaleza, como si le fuese la vida en ello.
A los pocos días llegó con sus hombres y muchas máquinas de guerra, y, tras rodear y aislar severamente el castillo, comenzó a atacar con flechas, piedras lanzadas por las catapultas y bolas de fuego.
Esta operación se repitió día tras día, y fue tan intenso el ataque que los habitantes supieron que no tenían salvación.
Tras unas semanas de padecer el brutal asedio, el gobernador pidió días de paz al Cid con el fin de que pudiese buscar ayuda, como era costumbre, e insistió en que, si no le concedía ese plazo, preferiría una muerte cierta a entregar la fortaleza sin intentar salvarla.
El Campeador les concedió treinta días.
Rápidamente salieron del castillo seis emisarios que buscaban el socorro en los príncipes musulmanes y cristianos.
El rey Alfonso VI de Castilla fue el primero en responderle:
—Prefiero que Rodrigo sea el dueño y señor de Murviedro antes que cualquier sarraceno.
El rey moro de Zaragoza, que acababa de recibir a un mensajero del Campeador, se vio forzado a denegar su ayuda:
—Tened ánimo y combatid con valor ante el Cid, porque no nos atrevemos a enfrentarnos a él.
El rey de Albarracín no se sentía con fuerzas para tal empresa:
—¡Aguantad y resistid lo más que podáis, hermanos!
Los gobernadores almorávides de las fortalezas cercanas mostraban mejor voluntad:
—Si nuestro emir Yusuf se decidiera a venir, nosotros nos uniremos e iremos a socorreros.
Yusuf no contestó. Posiblemente ni siquiera le llegara el mensaje. El único que les prometió ayuda fue el conde de Barcelona, que, como había recibido tributos del castillo, se sentía obligado a protegerlos.
Pero Berenguer temía a Rodrigo Díaz, así que mandó un mensaje muy claro: «No me atrevo a enfrentarme directamente con Rodrigo, pero cercaré uno de sus castillos, y cuando él acuda a socorrerlo, aprovechad y entrad víveres suficientes para resistir hasta pasado el invierno».
El conde catalán cumplió su palabra. A los pocos días ya estaba asediando el castillo de Oropesa. La noticia llegó a oídos del Cid, que no se preocupó de ello y redobló sus ataques a las murallas.
—¿No vais a ir, señor, a salvar a los de Oropesa?
—¡Antes ha de caer Murviedro!
—Pero, señor, son nuestros aliados y necesitan protección.
—No os preocupéis —dijo el Cid, que conocía muy bien al conde de Barcelona—. Enviaré a un mensajero para que anuncie a Berenguer que vaya preparándose, porque voy hacia allá para enfrentarme con él en un combate singular.
Al oír estas palabras, el conde de Barcelona abandonó inmediatamente el asedio y corrió a refugiarse en sus tierras.
Habían pasado los treinta días que el Cid había concedido de plazo y nadie había llegado a socorrer a la gente de Murviedro. El gobernador del castillo se atrevió a pedir una semana más, ante el asombro de los capitanes del Cid, que sabían que esa falta de palabra provocaría la ira del Campeador y mandaría arrasar la fortaleza y matar a todos.
Pero esta vez Rodrigo Díaz no reaccionó como un hombre de guerra, sino que se mostró benévolo e incluso prorrogó el plazo.
—Aprovechad este tiempo —dijo a los emisarios del gobernador— para tomar vuestras mujeres, hijos y familia, y todo cuanto poseéis, y con todas vuestras cosas id en paz adonde queráis. Desalojad la fortaleza, que yo entraré en ella el día de San Juan.
Todos miraron al Cid con sorpresa, confundidos, sin atreverse a reaccionar. Parecía otro. Muño se acercó a Rodrigo y se sentó a su lado sin decir nada. Sabía que era mucha la amargura que llevaba su señor y que nunca podría superar la muerte de su hijo, el que hubiese continuado su linaje y heredaría el reino de Valencia.
Con lágrimas en los ojos y una sonrisa quebrada en mitad de aquel rostro, cansado de tanta sangre, agotado, roto, Rodrigo Díaz miró hacia el cielo, luego miró a su fiel escudero y le dijo:
—Oh, Muño Gustioz, amigo mío, mi más fiel y mejor hombre. Ahora que siento que mi hora está próxima he de deciros algo que siempre quise hacer, pero no hallé la ocasión entre tantas luchas y guerras. He de confesaros un secreto...