FINAL

Después de toda una vida de lucha, Rodrigo Díaz estaba harto de tanta guerra, sangre y destrucción. Había pasado dieciocho años fuera de Castilla, y ahora, en Valencia, como príncipe y señor del reino, sentía que había llegado el definitivo reposo del guerrero.

—Bien podéis descansar, señor. Todo el Levante está bajo vuestros dominios, y los reyes, ya veis, solo quieren la paz y colaboración con vosotros —dijo Muño, recordando los ­pactos de amistad que tenía con Alfonso de Castilla, Pedro de Aragón, el conde de Barcelona e, incluso, el rey moro de Za­ragoza.

—Tenéis razón, amigo. Solo los almorávides nos pueden preocupar ya, pero no creo que se atrevan a atacarnos tras las cuatro derrotas que han recibido de nuestros hombres. El viejo Yusuf debe estar desesperado.

—Así es. Disfrutad, señor, de esta paz que tanto ha costado lograr.

—No me llaméis más señor, mi buen Muño. ¿Os acordáis cuando, de niños, nos peleábamos con las espadas de madera y soñábamos con ser los mejores guerreros del mundo?

—Vos lo sois, Rodrigo.

—¡En estos años, más importantes que las victorias han sido para mí vuestra amistad y lealtad, y saber que siempre estabais ahí, apoyándome!

—He sido y soy vuestro escudero, y un escudero debe seguir a su amo y estar siempre a su lado sin molestar...

—Oh, no, amigo. Fuisteis armado caballero en Vivar, ¿no lo recordáis? Pero, aun así, preferisteis ser mi ayudante, mi sombra y mi confidente, y no separaros de mi lado, por lo que os lo agradezco con el corazón y el alma.

—¡No digáis nada, señor! ¡Lo que hice lo hice porque lo hice y era lo que debía hacer y haciéndolo me he sentido bien! —trató de explicarse Muño, emocionado.

—¡Siempre hubo gran nobleza en vos! —dijo Rodrigo, y poniéndose en pie se le acercó—. Habéis de saber, amigo ­Muño, algo que me confesó mi padre en su lecho de muerte y que os debería haber contado hace mucho tiempo, y lo hubiese hecho de no ser por tanta guerra.

—No es necesario, Rodrigo.

—Lo es, lo es, amigo. Y lo que os quiero decir, y lamento de verdad que sea tan tarde, es que vos, Muño Gustioz, no sois hijo de Juan el labriego, sino de un rey y una campesina, y fuisteis llevado a Vivar para que os criaran allí. Pero por vosotros corre sangre real...

—Ya lo sabía, señor. Lo supe antes de partir con vos hacia el destierro, pero también sabía que mi destino era seguiros, y que, en ningún palacio, en ninguna corte iba a encontrar a alguien tan noble, valeroso y justo como vos.

Y al decir estas palabras, con lágrimas en los ojos, Rodrigo Díaz se aproximó hacia su amigo y se abrazaron mientras el sol se ocultaba en el horizonte.

Un horizonte en el que se adivinaban las tierras de Castilla y de Vivar con su sabor a infancia.

Fue un tiempo de paz y de reposo. Rodrigo Díaz casó a su hija mayor, Cristina, con el infante navarro Ramiro Sánchez, y de este matrimonio nacería García Ramírez el Restaurador, monarca del reino de Pamplona ya independizado de Aragón; un territorio que pasaría a denominarse reino de Navarra con su nieto Sancho VI el Sabio.

María, la hija menor de Rodrigo y Jimena, se casó con el conde catalán Ramón Berenguer III, sobrino del conde de Barcelona, un «viejo amigo» que había sido derrotado dos veces por el Cid y que se había ido a luchar con los caballeros cristianos de la primera cruzada.

Y, cinco días antes de que los cruzados conquistaran la ciudad de Jerusalén, Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, falleció en Valencia en el año más tranquilo y pacífico de toda su existencia.

Apenas tenía cincuenta años y se había convertido en el caballero más admirado y famoso de la cristiandad, cuyas hazañas cantaban los juglares en los pueblos y las cortes europeas.

Nadie fue capaz de derrotarle nunca, ni los cristianos, ni los musulmanes de los reinos de taifas, ni siquiera los terribles guerreros africanos, a los que venció en cuatro grandiosas batallas. Eran tales su valor, su prestigio y el temor que infundía en el enemigo que la sola mención de su nombre servía para hundir la moral de una tropa y desarmar ejércitos, como sucedió con el de García Ordóñez, el del conde de Barcelona o los de tantos reyes musulmanes.

Cuenta la leyenda, y así nos lo creemos, que cuando Rodrigo Díaz estaba en su último suspiro, se acercaron a Valencia los almorávides que seguían en Denia con idea de cercar la ciudad (les habían llegado noticias de su muerte), pero rápidamente levantaron el campamento cuando se abrieron las puertas y contemplaron al frente de las tropas al caballo Babieca y, en sus lomos, al Cid Campeador.

Y fue tanta su alarma que huyeron sin mirar atrás, sin darse cuenta de que Rodrigo Díaz, con el color cambiado, ya había fallecido.

—¡Es el diablo! ¡Es el diablo! —gritaban los sorprendidos y alarmados musulmanes, mientras que Jimena lloraba desconsolada tras las murallas, y Muño Gustioz, con una profunda tristeza, sonreía ante la nueva victoria de su amigo y señor, pues él era, y siempre sería, su escudero. Y ser el escudero del Cid se le antojaba más valioso que cualquier título de infante, príncipe o rey.