6. INTRIGAS PALACIEGAS CONTRA RODRIGO
En los tiempos de Rodrigo Díaz, la península ibérica estaba dividida en pequeños reinos, que peleaban los unos contra los otros para ampliar sus fronteras o dominar al vecino.
Al norte se situaban los territorios cristianos: el condado de Barcelona, los reinos de Aragón y Pamplona, y el mayor de todos, que comprendía los reinos de Castilla, León, Galicia y Portugal, unidos bajo la corona del rey Alfonso VI.
El sur y el este de la Península lo ocupaban, al menos, once reinos musulmanes, llamados taifas, que no cesaban de atacarse y de conspirar entre sí. Los más importantes eran los reinos de Zaragoza, Sevilla, Badajoz y Toledo. La mayoría de sus monarcas se dedicaba a la vida festiva en sus lujosos palacios y jardines. Eran reyes que se interesaban por los poetas, los pintores, los músicos y la cultura, pero se olvidaban del pueblo. Por eso surgían el descontento y las protestas, que aprovechaban los enemigos para intentar suplantar al rey.
Esto es lo que sucedió en el reino musulmán de Toledo, cuyos súbditos se rebelaron, y el monarca tuvo que huir (llevándose los tesoros) para salvar su vida. Su vecino, el rey de Badajoz, supo que esa era la ocasión para apoderarse del territorio, y se encaminó hacia Toledo al frente de un numeroso ejército. Ni siquiera tuvo que presentar batalla: los toledanos le abrieron las puertas convencidos de que ningún otro gobernante podría ser peor.
Cuando llegó la noticia a la corte de León, su rey Alfonso VI se inquietó y supo que había que actuar inmediatamente, así que mandó llamar a sus nobles.
—La unión de esos dos reinos musulmanes, que limitan con nuestro territorio, es una amenaza grave para Castilla —les explicó—. No podemos consentirlo, y, aún menos, permitir que esté al frente de ellos el rey de Badajoz, que no nos paga tributos como hacía el rey de Toledo. Hay que hacer algo. ¿Qué proponéis?
—¡Atacar! Formemos ahora mismo un ejército y destruyámoslos —dijo García Ordóñez.
—No os precipitéis, apasionado amigo —le interrumpió Rodrigo Díaz—. Toledo es una ciudad con fuertes murallas levantadas sobre el tajo del río. Será imposible rendirla si no contamos con ayuda desde dentro.
—¡Yo tengo un plan! —dijo uno de los magnates.
—¡Y yo otro mejor! —añadió uno de los condes.
Durante varios días estuvieron discutiendo la forma de asaltar Toledo, ya sin la presencia de Rodrigo Díaz, que se sintió, de repente, muy enfermo. Muño, su escudero, estaba asustado.
—Os veo con muy mala cara. ¿No hubiera sido mejor quedaros en palacio, señor?
—No es nada —dijo, con dificultad, al trote de su caballo—. Unos días de tranquilidad en Vivar y se me pasará.
Pero Rodrigo Díaz no mejoraba, sino que se levantaba frecuentemente bañado en sudor y deliraba. Sus hijos pequeños correteaban alrededor, muy asustados: siempre habían visto a su padre fuerte y erguido, como si fuese un gigante de piedra. Su esposa, Jimena, cuidaba de su marido, muy preocupada, y ni siquiera dejó que, unas semanas más tarde, entrase el mensajero del rey.
—Señora, el rey ordena que Rodrigo y sus hombres se presenten en palacio para ir a una expedición de guerra contra Toledo.
—Decidle a mi primo, el rey Alfonso VI, que Rodrigo está muy enfermo y sería una carga más que una ayuda para todos.
En la larga reunión en palacio, los nobles no se pusieron de acuerdo sobre qué hacer, pero el rey Alfonso lo supo muy pronto, ya que recibió una llamada del desterrado rey de Toledo, que le pedía la colaboración para recuperar su reino con la ayuda de los partidarios que tenía en el interior de la ciudad.
A pesar de esa inesperada ayuda, era una empresa peligrosa. Alfonso VI quiso rodearse de sus mejores hombres para tal aventura, y el mejor era Rodrigo Díaz, que aún seguía con fiebres en Vivar.
Al enterarse del mensaje del emisario real, Rodrigo Díaz trató de tomar su caballo, pero apenas si pudo ponerse en pie y cayó desfallecido.
—Debisteis avisarme, Jimena, de su llegada —insistió—. Aunque yo no pueda ir, mis hombres son los guerreros más valerosos del reino.
—Sin vuestro ejemplo y valentía, vuestros hombres son como los de cualquier otro ejército. Estar con vos es lo que los hace diferentes.
El rey Alfonso y sus nobles fueron al encuentro del destronado rey moro, y juntos se dirigieron hacia Toledo, tras tomar las plazas y fortalezas que hallaron a su paso. El ambiente andaba cada vez más revuelto, y las conspiraciones crecían dentro y fuera de la ciudad. Si seguían así, podrían tomar Toledo sin presentar batalla.
Fue una victoria rápida de las tropas cristianas, que pusieron en el trono al antiguo rey y aliado; pero Alfonso VI consideró necesario quedarse allí con sus hombres durante un tiempo, pues proseguían las escaramuzas y peleas entre los que estaban a favor y en contra del rey musulmán.
El anuncio de la victoria cristiana, tan celebrada, llegó a Vivar poco antes de otra noticia que indignó a los castellanos y aún más a Rodrigo Díaz. Al parecer, un grupo de sarracenos contrarios al rey de Toledo habían entrado en tierras cristianas y, por sorpresa, habían asaltado el castillo de Gormaz, habían matado a sus moradores y se habían llevado un gran botín.
El Campeador estaba entrenándose en las armas con Muño, como lo habían hecho —años antes— cuando eran unos niños. Al enterarse del asalto exclamó:
—¡Saldré tras esos bandidos y lograré atraparlos!
Inmediatamente preparó un batallón con sesenta de sus hombres a caballo que, siguiendo el camino desde el castillo de Gormaz, se internaron, por Medinaceli, en las tierras del reino de Toledo, y allí encontraron a los saqueadores, que, asombrados ante la rápida respuesta cristiana, no supieron defenderse.
Muy pronto recobraron lo robado, y eran tales la indignación y la ira de la expedición cristiana de castigo que continuaron asolando los pueblos contiguos y prosiguieron hasta el sur, incendiando y robando todo lo que había a su paso.
Al cabo de unas semanas regresaron a Gormaz con riquezas y cientos de esclavos que vendieron a los mercaderes.
Fue una incursión rápida y muy dura, que mostró la fortaleza de los hombres de Rodrigo Díaz.
El rey Alfonso, que se encontraba aún en el reino de Toledo, no sabía si premiar o castigar la acción de su vasallo. Le agradaba comprobar que los cristianos sabían responder a las provocaciones musulmanas, pero sus consejeros no lo veían así.
—¡Un vasallo no puede emprender una acción de represalia sin contar con vuestro permiso, majestad!
—¡Qué ejemplo está dando! ¿Qué pasaría si cada noble hiciese lo que quisiera?
Otros aprovecharon la circunstancia para seguir sus murmuraciones contra aquel guerrero al que tanto envidiaban.
—No podéis confiar, majestad, en el que ha sido el amigo de vuestro hermano.
—¡No es uno de los nuestros! —Las murmuraciones se repetían.
—No ha sido una expedición de castigo, sino de pillaje y de enriquecimiento personal.
—¡Nunca me gustó ese infanzón que aspira a convertirse en conde! —aprovechó García Ordóñez—. Cuando viajó a Sevilla se quedó con los regalos que el rey le entregó para vos, majestad.
Eran los nobles los que hablaban y conspiraban siempre que iban a palacio. Lo que más indignó a Alfonso VI, que no era un rey débil, fue el saber que la acción de su vasallo podía haber desbaratado las sutiles alianzas políticas del reino. Así que, influido por sus nobles, pero profundamente convencido, el rey decidió imponer a su vasallo la pena de destierro.
En nueve días, Rodrigo Díaz debería abandonar el reino de Castilla.
Cuando le llegó el castigo, que consideraba tan injusto, Rodrigo sintió como si se le abriera la tierra bajo sus pies. Con lágrimas en los ojos, tan fuertemente llorando, miró sus tierras por última vez.
Lentamente se fue despidiendo de lo que fue toda su vida, que se veía obligado a dejar atrás. Le seguían sesenta hombres, criados en las difíciles tierras fronterizas y curtidos en innumerables batallas. Sin saber bien adónde dirigirse, Rodrigo Díaz avanzaba hacia el oriente, camino del destierro.