–¿Es que vas a dejarla marchar? –preguntó Rosie inocentemente, observando la rápida escapada de Jenny–. Ni siquiera se ha despedido. ¡Dios mío! ¿Acaso he dicho algo malo, Ty?
–¿Es que vas a dejarla marchar? –la imitó Tyler burlándose–. ¿He dicho algo malo, Ty? Maldita sea, Rosie, ¿por qué no te metes en tus asuntos? No tienes ni idea de a qué me enfrento aquí.
–Eres un chico grande, puedes enfrentarte a cualquier cosa –respondió Rosie poniéndose de puntillas y dándole un capón–. Voy a ver a esos dos. Cuando vuelvas, tráeles un par de hamburguesas del bar.
–¿Cuando vuelva de dónde? –musitó Tyler observando a Jenny desaparecer, balanceando las caderas con absoluto desdén.
–De perseguirla –explicó Rosie–. Jamás te había visto perseguir a una mujer, va a ser muy entretenido. Y no te olvides: dos hamburguesas. Sin cebolla ni mostaza. Solo ketchup, ya sabes. Y a mí tráeme una cerveza. Bueno, vete. ¿A qué estás esperando?
Tyler apretó los dientes y gruñó frustrado, pero inmediatamente salió corriendo en dirección a la puerta. Lo sentía por Jenny. Rosie jamás había tenido pelos en la lengua, costaba acostumbrarse a su sentido del humor, tan poco sutil. Tyler temía que Jenny hiciera autostop y se subiera al primer camión que pasara.
Una vez fuera, Tyler se detuvo en seco. No la veía por ninguna parte. No podía haberle dado tiempo a cruzar la calle y volver al Cotton Tree. ¿Dónde se había metido?
Tyler corrió a un lado y otro del aparcamiento, deteniéndose incluso a agacharse y buscarla bajo los coches aparcados. Aquella mujer parecía tener talento para desaparecer. Pero de pronto la vio.
Su imagen lo pilló por sorpresa. Estaba sentada sobre el capó de un Ford, al final del aparcamiento. Tenía los hombros caídos, las manos entrelazadas en el regazo. La luz del cartel de la bolera incidía sobre su figura, coloreándola alternativamente de distintos colores, como un arcoiris fantasma. Mientras la observaba, Tyler tuvo la clara sensación de que luchaba por contener las lágrimas.
A aquella distancia su figura resultaba diminuta, como la de una muñeca de porcelana entre coches y camiones gigantes. Diminuta y extrañamente cansada. Estaba a escasos pasos de la carretera. De pronto pasó un camión, haciendo que sus cabellos volaran. Tyler tenía la sensación de que había querido cruzar al otro lado, al motel, pero no había tenido la energía suficiente.
De pronto sintió ansiedad, y echó a caminar en dirección a ella. Jenny no lo oyó llegar hasta que no estuvo prácticamente a su lado. Entonces alzó la cabeza. No lloraba, pero sus ojos brillaban, a la defensiva. No había rastros de lágrimas en su rostro, como esperaba. Tyler vaciló. Hubiera jurado que estaba llorando.
–No me lo digas –dijo ella con voz algo ronca–, deja que adivine. Vas a arrestarme por marcharme de la bolera bruscamente. No dispares, sheriff. Obedeceré.
–Eso quisiera verlo –sonrió él débilmente.
–Entonces, ¿no he quebrantado ninguna ley?
–No, a menos que contemos la de enturbiar la paz del sheriff.
–¡Qué alivio! Por un minuto creí que ibas a hacer de forzudo otra vez, y a cargarme al hombro. Y para que lo sepas, me revuelve el estómago esa posición, boca abajo.
–Jamás te tomas un respiro, ¿verdad? –preguntó Tyler tras una pausa en silencio, sin dejar de observarla–. Una broma detrás de otra. ¿Por qué te has marchado así de la bolera? Rosie siempre dice lo que piensa, es así con todo el mundo. Su brutal sinceridad tiene a todo el género masculino del pueblo aterrorizado, lo cual explica por qué pasa las tardes de los viernes conmigo.
–Lo que tú digas, pero te prometo que eso no va a quitarme el sueño. En realidad tu hermana parece una buena persona. Cuesta creer que seáis hermanos.
–Debiste ser un puerco espín en tu vida anterior. ¿Por qué me pinchas cada vez que trato de ser amable contigo? Soy un buen tipo, Problemas. No supongo ninguna amenaza para ti.
–Te tomo la palabra –respondió ella burlándose, esbozando una expresión inocente–. Soy así de crédula. Siempre estoy deseando creer cualquier cosa. Una más, de esas cabezas huecas que tú…
–¡Para un poco, chica! –la interrumpió Tyler–. No te va a ocurrir nada, tranquila.
Jenny habría podido soportar cualquier comentario, pero no ese. No un comentario tan inesperadamente amable. Eso la ponía nerviosa. Evitó los ojos de Tyler, metiéndose los pulgares en los bolsillos de los vaqueros y mirando el asfalto. Tyler suspiró pesadamente, como si llevara un tremendo peso a la espalda: el peso y la confusión de un misterio que era incapaz de resolver.
–Otra vez te pones a la defensiva –insistió Tyler–. No estoy aquí para torturarte, lo creas o no.
–Y entonces, ¿por qué estás aquí?
–Solo quería asegurarme de que estabas bien –respondió Tyler haciendo una pausa, eligiendo con cuidado las palabras–. Pareces… solitaria.
Jenny se quedó mirándolo. Brutal sinceridad… eso no lo esperaba. Debía ser un rasgo familiar. El dolor constante de su pecho pareció avivarse, obligándola a respirar entrecortadamente. ¿Solitaria?
A decir verdad, Jenny no recordaba ningún momento de su vida en el que no se hubiera sentido solitaria. Pero la ponía nerviosa que él lo adivinara. Había salido precipitadamente de la bolera, empujada por un sentimiento de indignación y por el deseo de escapar, tan familiar en ella. Abandonarlo todo y a todos. Pero una vez fuera, sin embargo, el cielo sin apenas estrellas se le había antojado demasiado oscuro, la noche demasiado fría y el motel demasiado lejano, al otro lado de la carretera. Demasiados obstáculos que salvar. Por eso se había sentado sobre el capó del camión más cercano, cerrando los ojos y concentrándose en la necesidad de reprimir el dolor que sentía en su interior. Solo necesitaba tiempo, como un animal herido refugiándose en una cueva. Pero él la había seguido y la había obligado a volver a la realidad antes de que estuviera preparada.
–Quiero que te alejes de mí. Por favor.
Jenny avanzó un paso, pasando por delante de él con los ojos fijos en el cartel luminoso del Cotton Tree Motel, su santuario. Allí, encerrada en la habitación con las cortinas echadas, era donde necesitaba estar. Y al día siguiente se marcharía a recorrer lugares desconocidos para ella.
Tras pensar en esa idea, Jenny no recordó ver nada más. No recordó ver un coche acercándose. Un segundo de huida, y al instante siguiente se veía deslumbrada por las luces, helada, mientras trataba de cruzar la carretera. Oyó un terrible ruido y un grito. Quizá fuera ella, o Tyler, o los frenos del coche.
Luz y ruido, y luego… nada.
Tyler no la soltó hasta que no lo echaron de la sala de urgencias del hospital del condado. Entonces se quedó de pie, junto a la cortina blanca que corrieron alrededor de su cama. No hacía más que gritar a las enfermeras que iban y venían, sintiéndose morir por momentos. Su escasa experiencia con heridos le indicaba que Jenny no tenía nada grave. Sus signos vitales eran estables, no parecía tener ningún hueso roto. Pero Jenny no había recuperado la consciencia desde que el coche la había atropellado lanzándola por los aires como a una muñeca.
En aquel instante, Tyler había descubierto qué era el terror. Se había enfrentado a toros y potros salvajes que lo habían vapuleado y arrastrado por los suelos… pero jamás había tenido miedo. Hasta esa noche.
Tyler contuvo el aliento hasta ver aparecer al doctor Grady, casi una hora después. Grady Hansen salió del cubículo cerrado por las cortinas y aseguró que Jenny estaba bien.
–¿Bien? –repitió Tyler, terriblemente nervioso. La cualificada opinión de Grady apenas podía reconfortarlo. Era difícil mirar a un amigo al que había visto borracho y pensar en él como en un verdadero médico–. ¿Qué quiere decir eso de que está bien?, ¿qué me dices de la sangre que tiene en el pelo y en la cara? ¡Si ni siquiera está consciente! ¿Le has examinado las rodillas, Grady? Tiene los vaqueros destrozados. Y el tobillo hinchado. ¿Lo has visto?
–Sí, ya me he dado cuenta.
–¿Entonces qué quieres decir con eso de que está bien? Tiene un chichón en la cabeza del tamaño de una pelota. No eres muy observador, Grady. Necesitamos una segunda opinión…
–Grita un poco más –lo interrumpió Grady agarrándolo de la camisa y sacándolo fuera, a la sala de espera–. Probablemente quedan unas cuantas mujeres en maternidad que no te han oído.
–Necesito un médico, no un comediante.
–Lo que necesitas es una patada en el trasero –replicó Grady sin dejarse impresionar–. Le daré unos cuantos puntos en el codo y la rodilla derecha. He mandado que le hagan rayos X en el tobillo. Me preocupa la posibilidad de que se lo haya fracturado. Y sí, ha recuperado la conciencia, así que relájate y márchate a hacer tu patrulla, a ver si me dejas trabajar. Si todo va bien, podrás llevarla de vuelta a casa en un par de horas.
–¿A casa? –preguntó Tyler en blanco.
–Es amiga tuya, ¿no? Al ser tú quien la ha traído, he supuesto que…
–Sí, es amiga mía –confirmó Tyler cerrando los ojos, aliviado–. Aunque ella aún no lo sabe.
–Bien, porque no puedo darle el alta si no tiene un lugar al que ir para recuperarse. Ve a tomar una taza de café, Ty, no tienes buen aspecto –añadió Grady dándose la vuelta–. Ah, a propósito… me encantan tus zapatos, sheriff.
Tyler se miró los pies. Aún llevaba los zapatos reglamentarios de la bolera, en rojo y verde. Técnicamente hablando, acababa de cometer su primera fechoría. Pero decidió no arrestarse a sí mismo. En lugar de ello, se dirigió a la pequeña sala que servía de capilla y se sentó en un banco durante una hora. No rezó, dando las gracias por el milagro ocurrido aquella noche, pero seguramente alguien, en alguna parte, comprendió qué estaba haciendo.
Jenny no recordaba gran cosa.
Sabía que había estado en el hospital. Recordaba haber hablado con un médico joven, de encantadora sonrisa y reconfortantes palabras. Y definitivamente recordaba que alguien había dicho, mientras le limpiaban la herida de la rodilla: «esto te va a doler». Pero lo que sí recordaba, con toda claridad, era que le había dolido.
De pronto, una enfermera de guantes verdes lo había pinchado en la cadera, y Jenny había caído rendida en un trance químico, sin dolor alguno. Y ahí acabó todo.
Minutos más tarde, horas más tarde, o quizá días más tarde, Jenny volvió a abrir los ojos. No vio nada excepto una potente luz blanca, muy molesta. Tenía una sábana entre las manos, de la que tiró para taparse la cara. Luego volvió a asomarse poco a poco, saliendo de nuevo al mundo como una cría de un huevo. Y se dio cuenta de unas cuantas cosas. Primero, de que llevaba uno de esos indecentes camisones de hospital, y nada más. Segundo, de que era de día. Pero lo más sorprendente de todo, sin embargo, fue el enorme payaso de tamaño real, pelo naranja y pantalones de rayas moradas que flotaba sobre su cama.
Mientras se despejaba, Jenny cayó en la cuenta de que era un globo gigante. Volvió la vista a la izquierda y vio una estantería llena de payasos de todos los tamaños y colores. La volvió a la derecha y vio un póster de… un payaso.
Así que eso era lo que ocurría cuando alguien moría e iba al infierno. Pedro te cerraba las puertas del cielo y te mandaba al infierno de los payasos. La vista comenzó a nublársele cuando se abrió la puerta y Tyler Cook entró en aquel purgatorio que parecía un circo. Llevaba el pelo mojado y un albornoz muy escotado, atado descuidadamente con un cinturón. Tyler la observó, sobresaltado evidentemente por sus lágrimas.
–Estás llorando.
–¿Estoy llorando? –repitió Jenny parpadeando confusa, alzando una mano para tocarse la cara–. No me había dado cuenta. Es extraño. ¿Qué me ha ocurrido? Me siento… confusa.
–Probablemente sea el shock. No creo que te atropelle un Pontiac todos los días –contestó él fingiendo buen humor, pero asustado aún tras haber sido testigo del accidente. Había visto al coche y había visto a Jenny, pero había sabido instantáneamente que no podía hacer nada para evitar el atropello. Sencillamente, había tenido que observarlo impotente. Y seguía aterrorizado–. Me has dado un buen susto.
–Mi mente está como nublada –comentó Jenny restregándose los ojos y descubriendo de pronto que tenía las manos magulladas–. ¿Qué has dicho, que me ha atropellado un Pontiac? ¡Dios, mis manos!
Tyler era incapaz de discernir hasta qué punto tenía Jenny consciencia. La había recuperado un par de veces en el trayecto desde el hospital, pero ni una sola de ellas se había mostrado por completo coherente. Y en ese momento tenía la misma mirada ausente que había tenido en la cama del hospital. Estaba pálida, y sus ojos parecían dos pozos profundos y oscuros.
–Volvamos atrás –sugirió Tyler–. Acabo de traerte a casa desde el hospital, hace unas pocas horas. ¿Recuerdas haber estado en el hospital?
–Lo recuerdo… sí, recuerdo el hospital. Y recuerdo estar en una bolera. Pero después de eso… –Jenny hizo una pausa, frunciendo el ceño–. No, después de eso todo está borroso. No recuerdo que ningún coche me atropellara. Ni Pontiac, ni Chevy ni Ford. Aunque me siento como si me hubieran atropellado los tres. Me duele todo el cuerpo –comentó, añadiendo después–: ¿Juego yo a los bolos?
–Bueno, anoche no –sonrió Tyler, tratando de reconfortarla, inquieto ante su expresión, como perdida–. Solo estabas de visita. No estás en ningún equipo, tranquila. Todo irá bien, ya verás. Irás recordando poco a poco.
–¿Y qué hay de…? –Jenny hizo una pausa, tratando de ordenar sus escasos recuerdos–. Recuerdo encontrarte en un restaurante mejicano. Llevabas un uniforme o algo así, ¿no? Eres guarda forestal. Te llamas Tyler…
–En realidad, yo te arresté en ese restaurante mejicano. Y soy sheriff, no guarda forestal. Los guardas forestales llevan un ridículo uniforme verde de pantalón corto, cosa que yo jamás me pondría. Pero sí, me llamo Tyler Cook. ¿Lo ves?, empiezas a recordar. Por un momento he temido que sufrieras algún tipo de shock postraumático…
–¿Cómo he llegado aquí?
–¿Que cómo has llegado aquí?
–Ese sitio, ese restaurante mejicano. ¿Fui a comer con alguien? Recuerdo a una viejecita de pelo blanco…
–Ella –explicó Tyler–. No, no fuiste a comer con Ella. Vamos, concéntrate.
–No tengo nada en qué concentrarme –respondió Jenny tratando de recordar algo de lo sucedido antes de entrar en el restaurante. Era increíble, no se acordaba de nada–. Lo digo en serio, no creas que me dejo llevar por el pánico. Lo estoy intentando, pero… Espera un minuto, ¡me cargaste a la espalda como si fuera un saco! Me sacaste del restaurante a la espalda. ¿Cómo se te pudo ocurrir algo así?
–Trataba de arrestarte. No querías venir por tu propia voluntad –añadió Tyler defendiéndose–. No te mostraste muy cooperativa, que digamos.
–¿Y por qué querías arrestarme?
Jenny comenzaba a ponerse nerviosa, era evidente. Tyler se sentó al borde de la cama, tratando de no asustarla.
–No sé por dónde empezar. Vamos a ver… Primero cenaste en Ernie’s y no tenías dinero para pagar. Luego descubrí que no tenías el permiso de la moto.
–¿Soy una criminal? –preguntó Jenny, aprensiva, con ojos inmensamente abiertos–. No me siento como una criminal. No seré un angelito de la guarda infernal, ¿verdad?
–Eso depende de qué entiendas por angelito de la guarda infernal. Personalmente, creo que te describe a la perfección. Pero tú viajabas sola cuando te conocí. Y definitivamente eres una novata con la moto. No sabes nada de ellas, excepto cómo matarte.
–¿Pero me metí en el restaurante sabiendo que no tenía dinero para pagar?
–No exactamente. Te pusiste a comer, y luego no podías encontrar tu cartera. ¿Recuerdas a esa anciana, Ella? Tiene un pequeño problema de cleptomanía. Por suerte, antes o después siempre acaba devolviéndolo todo. ¿Vas acordándote? –preguntó Tyler.
–¡Sí, sí, ya recuerdo! La camarera se comportó de un modo abominable conmigo.
–Creo que has visto El mago de Oz demasiadas veces –comentó Tyler comenzando a tranquilizarse. Era evidente que la contusión la había dejado muy confusa, pero por suerte Jenny iba recordando–. ¿Lo ves? No debes sentir pánico. Estás bien, pero necesito saber con quién debo ponerme en contacto para avisarlo de tu accidente. Pensaba hacer averiguaciones por medio de la matrícula de tu moto, pero… he estado ocupado, gritando y amenazando al médico. ¿A quién quieres que avise?
–¿A quién? –repitió Jenny respirando hondo.
–Tu familia. Me dijiste que no estabas casada, pero seguro que hay alguien que está preocupado por ti en este momento.
–¿Mi familia? Pues… no sé… ahora no recuerdo.
–Jenny Kyle, tu apellido es Kyle.
–Sí, eso lo sé –confirmó Jenny.
Pero eso era todo lo que sabía. De pronto se dio cuenta. Todo el mundo tenía una familia. Por supuesto, ella también debía tenerla. En alguna parte. Y esa familia tendría un nombre, y ella tendría recuerdos agradables y tiernos, almacenados en algún lugar de su mente olvidadiza. Pero por mucho que lo intentara, no recordaba nada. Era como si hubiera nacido en el restaurante mejicano.
–Oh… –exclamó Jenny sintiendo de pronto que la habitación daba vueltas, y poniéndose muy pálida–. Creo que ya sé en qué concentrarme. Me voy a poner enferma.
–Toma, usa esto –indicó Tyler acercando la papelera y tendiéndosela, para salir corriendo después al baño y mojar una toalla con agua fría–. Y esto. Póntelo en la frente.
–Estoy bien –dijo Jenny poniéndose la toalla–, de verdad. Pero será mejor que te ocupes de tu albornoz, y pronto. Se te está abriendo.
Tyler bajó la vista y descubrió que estaba a punto de hacer striptease. Juró entre dientes, y se ajustó el cinturón. Estaba tan preocupado por Jenny, que ni siquiera se había dado cuenta. Era cierto, ella no recordaba nada de su pasado. Ni siquiera sabía si tenía familia o no. A pesar de todo, acababa de recuperar la consciencia, de abrir los ojos, y seguía bajo los efectos de una fuerte medicación. Quizá solo necesitara tiempo.
–Jenny, si te acuerdas de tu nombre, tienes que acordarte de tu familia. Tienes que acordarte de… tu vida. Cálmate. Respira hondo, y cálmate.
–Recuerdo algo –musitó ella aferrándose a la papelera.
–Estupendo.
–Recuerdo que no me gusta que me digan que me calme –continuó Jenny abriendo los ojos y demostrando que había recuperado en parte su carácter–. De eso estoy completamente segura.
–Quizá lo estemos haciendo mal. Recuerdas el restaurante mejicano, ¿no? Entonces quizá recuerdes algo de lo sucedido antes de entrar.
–No –negó Jenny.
–Seguro que sí, inténtalo.
–Lo intento, pero no recuerdo nada de antes del restaurante. Gritas demasiado, me duele terriblemente la cabeza. Y cada vez que intento pensar, me duele más. ¿Es esta tu casa?
–Sí, es mi casa. Pero ahora no estamos hablando de casas, estamos tratando de asegurarnos de que…
–¿Por qué la has decorado con payasos? Es raro, eres un adulto –comentó Jenny.
–Y tengo un dormitorio de adulto al otro lado del pasillo, decorado en beis y negro. Esta es la habitación de mis sobrinos, los gemelos. La reservo para cuando vienen. ¿Te acuerdas de ellos?
–Sí, creo que sí… los gemelos, y tu hermana Rosie. Recuerdo a tu familia, pero a la mía no.
–Quizá estemos apresurando las cosas –afirmó Tyler tratando de calmarla. No quería asustarla, de modo que esbozó una sonrisa falsa y se dirigió a la puerta–. Cuando estabas en urgencias, el médico dijo que era normal que estuvieras confusa durante un par de días. Se debe a la contusión.
–¿Tan confusa?
–Bueno… pues… sí. Es normal, el médico dijo que era perfectamente posible. Tranquila, todo va bien. Ahora tengo que marcharme, pero volveré a verte dentro de un rato. Tengo que hablar con tu médico, tengo que contarle una cosa.
–¿Qué cosa?, ¿qué vas a contarle?
–Ya te lo diré luego –respondió Tyler saliendo al pasillo y cerrando la puerta, para musitar muy desanimado–: Tengo que arrestarlo por fingir ser un médico cualificado.