—Mi misión —dijo el doctor— ya está cumplida, y puedo afirmar con orgullo que bien cumplida. Sólo falta alejarle a usted de esta ciudad fría y dañina y darle un par de meses de aire puro y tranquilidad de conciencia. Esto último depende de usted. En cuanto a lo primero, creo que puedo proporcionarle ayuda. Verá usted qué casualidad: el otro día precisamente vino el cura del pueblo, y como somos viejos amigos, aunque de profesiones contrarias, me pidió auxilio para aliviar la penosa situación de unos feligreses suyos. Se trata de una familia que... Pero usted no conoce España, y aun los nombres de nuestra grandeza le dirían muy poco, le basta, pues, con saber que en otro tiempo fue una familia eminente, y que se encuentra ahora al borde de la miseria. No les queda nada a excepción de una finca rústica y algunas leguas de monte abandonado que, en su mayor parte, no son suficientes para alimentar una cabra. Pero la casa es muy buena: una finca antigua, en lo alto de unas colinas, un lugar de lo más salubre. En cuanto mi amigo me expuso el caso, me acordé de usted. Le dije que justamente estaba asistiendo a un oficial herido, herido por la buena causa, que necesitaba cambiar de aires: y le propuse que sus amigos lo recibieran a usted como huésped. Conforme a lo que me esperaba, el cura se puso al instante muy serio. Me dijo que era inútil hablar de eso. «Entonces, que se mueran de hambre», le contesté, porque el orgullo en el menesteroso es algo que no me agrada. Y nos separamos enfadados; pero ayer, con gran sorpresa mía, el cura vino a verme e hizo acto de contrición: había tratado el asunto, dijo, y la dificultad no era tan grande como él se temía; en otros términos: que la orgullosa familia estaba dispuesta a guardarse su orgullo para mejor ocasión. Entonces cerré el trato y, si le parece bien, hemos quedado en que se irá a pasar una temporada a la residencia campestre. El aire de la montaña le renovará la sangre, y la quietud en que vivirá vale por todas las medicinas del mundo.
—Doctor —dije yo—, hasta aquí ha sido usted mi ángel bueno, y un consejo suyo es para mí una orden. Pero hágame el favor de contarme algo de la familia con la que voy a vivir.
—A eso voy —replicó mi amigo—, porque realmente la cosa ofrece alguna dificultad. Estos indigentes son, como he dicho, personas de muy alta descendencia y tienen una vanidad de lo más infundada. Durante varias generaciones han vivido en un aislamiento creciente, alejándose, por una parte, del rico que ya estaba demasiado arriba para ellos, y por otra, del pobre, a quien todavía consideraban muy abajo. Ahora mismo, cuando ya la pobreza los obliga a abrir su puerta a un huésped extraño, no pueden hacerlo sin establecer una condición muy desagradable. Y es que usted deberá permanecer siempre ajeno a sus vidas; ellos le atenderán, pero desde ahora se niegan a la sola idea de la más leve intimidad entre ustedes.
No puedo negar que esto me impresionó un poco, y que tal vez la curiosidad acrecentó mi deseo de ir a aquel sitio, porque yo confiaba en que, si me empeñaba, rompería la barrera.
—La condición no tiene nada de ofensiva —declaré—. Y entiendo los motivos.
—Verdad es —añadió el doctor cortésmente— que no lo han visto a usted nunca; y si supieran que es el hombre más apuesto y agradable que nos ha venido de Inglaterra (donde, según me aseguran, abundan los hombres apuestos, pero no tanto los agradables), no hay duda que le darían la bienvenida que se merece. Pero, puesto que usted no lo toma a mal no hay más que hablar. A mí me parece una falta de cortesía. Pero es usted quien sale ganando. La familia no tiene mucho que ofrecer. Una madre, un hijo y una hija: una señora que parece ser está medio imbécil, un chico zafio, una muchacha criada en el campo, a quien su confesor tiene en muy alta estima y que, en consecuencia —añadió el médico con cierta sonrisa—, debe de ser fea: todo esto no es para cautivar a un bizarro militar.
—Sin embargo —objeté—, dice usted que son de muy alta cuna.
—Bueno, distingamos —replicó el doctor—. La madre lo es: no los hijos. La madre es el último vástago de una raza principesca, tan degenerada en sus virtudes como decaída en su fortuna. El padre de esta señora, además de pobre, estaba loco; y ella, la hija, vivió abandonada en la residencia hasta que él murió. La mayor parte de la fortuna pereció con él; la familia quedó casi extinta; la muchacha, más desatendida y desamparada que nunca, se casó al fin, sabe Dios con quién: unos dice que con un arriero; otros, que con un traficante y tampoco falta quien asegure que no hubo tal matrimonio, y que Felipe y Olalla son bastardos. Sea como sea la unión quedó disuelta trágicamente hace algunos años, pero la familia vivía en una reclusión tan completa, y la comarca, por aquel tiempo, estaba en un desorden tan grande, que el verdadero fin del padre sólo lo conoce el cura, si es que él lo conoce.
—Me parece que voy a ver cosas extrañas —dije.
—Yo, en su caso no fantasearía mucho —repuso el doctor—; me temo que se encuentre con la realidad más llana y rastrera. A Felipe, por ejemplo, lo he visto. ¿Y qué le puedo decir? Es un chico muy rústico, muy socarrón, muy zafio, en definitiva, un inocente; los demás miembros de la familia son dignos de él. No, no, señor comandante. Usted debe buscar la compañía que le conviene en la contemplación de nuestras hermosas montañas; y en esto, si sabe usted admirar las obras de la Naturaleza, le prometo que no quedará defraudado.
Al día siguiente, Felipe vino a por mí en un tosco carro tirado por una mula; y, poco antes de dar las doce, tras haber dicho adiós al doctor, al posadero y a algunas almas caritativas que me habían auxiliado durante mi enfermedad, salimos de la ciudad por la puerta de Oriente, y empezamos a subir a la sierra. Tanto tiempo había estado prisionero desde el día en que, tras la pérdida del convoy, me dieron por muerto, que el solo olor de la tierra me hizo sonreír. La zona que atravesábamos era rocosa y agreste, cubierta parcialmente de bosques hirsutos, ya de alcornoques, ya de castaños —los robustos castaños españoles—, y frecuentemente interrumpida por torrenteras. Brillaba el sol, el viento susurraba, gozoso, habíamos hecho ya algunas millas, y la ciudad aparecía como un montoncito de tierra en el llano que se extendía a nuestra espalda, cuando comencé a reparar en mi compañero de viaje. A primera vista, era un muchacho campesino, bien formado, pero zafio, como me lo había descrito el doctor; muy presto y activo, pero exento de toda cultura. Para la mayoría de los que lo conocían esta primera impresión era definitiva. Lo que comenzó a chocarme en él fue su charla familiar y desordenada, que parecía estar tan poco de acuerdo con las condiciones que se me habían impuesto, y que, en parte por lo imperfecta en la forma y en parte por la vivaz incoherencia del asunto, era tan difícil de seguir. Es cierto que ya antes había hablado con gente de constitución mental semejante, los cuales, como este muchacho, parecen vivir sólo por los sentidos, apoderándose de ellos por completo el primer objeto que se ofrece a la vista, y que son incapaces de descargar sus mentes de esta fugitiva impresión. La conversación de aquel muchacho me parecía la propia de conductores y cocheros, que se pasan la mayor parte del tiempo en completo ocio mental, desfilando por entre paisajes familiares. Pero el caso de Felipe era otro, porque según él mismo me contó, era como el cabeza de familia.
—Ya quisiera haber llegado —dijo; y mirando un árbol junto al camino, añadió al momento que un día había visto allí un cuervo.
—¿Un cuervo? —repetí yo, extrañado de la incoherencia, y creyendo haber oído mal.
Pero el muchacho ya estaba embarcado en otra idea. Con un gesto de atención concentrada ladeó la cabeza, frunció el ceño y me dio un empujón para obligarme a guardar silencio. Después sonrió y movió la cabeza.
—¿Qué ha oído usted? —pregunté.
—Nada, no importa —contestó. Y empezó a chillar a su mula con unos gritos que resonaban extrañamente en los muros de la montaña.
Lo observé más de cerca. Estaba admirablemente bien formado: era ligero, flexible, fuerte; de facciones regulares, de ojos dorados y muy grandes, aunque tal vez no muy expresivos. En conjunto, era un muchacho de muy buen porte en quien no descubrí más defectos que la tez sombría y cierta tendencia a ser velludo, cosas ambas de las que abomino. Pero lo que en él me atraía más, al par que intrigaba, era su espíritu. Volvió a mi memoria la frase del doctor: «Es un inocente». Y me preguntaba yo si, después de todo, sería eso lo más exacto que de él se podía decir, cuando el camino comenzó a descender hacia la garganta angosta y desnuda de un torrente. En el fondo tronaban las aguas tumultuosas y el barranco parecía henchido por el rumor, el tenue vapor y los aletazos de viento que hacían coro a la catarata. El espectáculo impresionaba, pero el camino era muy seguro por aquella parte y la mula avanzaba sin un tropiezo. Por eso me sorprendió advertir en la cara de mi compañero la palidez del terror. La voz salvaje del torrente era de lo más cambiante: lo mismo languidecía con fatiga que redoblaba sus gritos roncos. Momentáneas crecidas parecían hincharlo de pronto, precipitándose por la garganta y agolpándose con furia contra los muros de roca. Y pude observar que, a cada espasmo de clamor, mi conductor desfallecía y palidecía visiblemente. Cruzó por mi espíritu el recuerdo de las supersticiones escocesas en torno al río Kelpie, y me pregunté si habría algo semejante en aquella región de España. Al fin, dirigiéndome a Felipe, traté de averiguar lo que le ocurría:
—¿Qué pasa? —le dije.
—Es que tengo miedo —me contestó.
—Pero ¿de qué tiene usted miedo? —insistí—. Este me parece uno de los sitios más seguros de todo este peligrosísimo camino.
—Es que como hace ruido... —confesó con una ingenuidad que aclaró todas mis dudas.
Sí: aquel muchacho tenía una mente pueril, activa y ágil como su cuerpo, pero retardada en su desarrollo. Y en adelante comencé a considerarlo con cierta compasión y a seguir su cháchara inconexa primero con indulgencia y finalmente hasta con agrado.
Hacia las cuatro de la tarde ya habíamos pasado las cumbres y, despidiéndonos del crepúsculo, empezábamos a bajar la cuesta, asomándonos a los precipicios y discurriendo por entre las penumbras de bosques sombríos. Por todas partes se levantaban los rumores de las cascadas, no ya condensados y fuertes como en la garganta que habíamos dejado atrás, sino dispersos, alegres y musicales, entre las cañadas del camino. El ánimo de mi conductor pareció también recobrarse: comenzó a cantar en falsete, con una singular carencia de sentido musical, desentonando y destrozando la melodía, en un desatino continuo, y, sin embargo, el efecto era natural y agradable, como el del canto de los pájaros. A medida que la sombra aumentaba, el sortilegio de aquel gorjeo sin arte se fue apoderando más y más de mí, obligándome a escuchar, en espera de alguna melodía definida, pero siempre en vano. Cuando al fin le pregunté qué era lo que cantaba.
—¡Oh —me contestó—, si sólo canto!
Lo que más me llamaba la atención en aquel canto era el artificio de repetir incansablemente, a cortos intervalos, la misma nota, lo cual no resultaba tan monótono como pudiera creerse o, por lo menos, no era desagradable, y parecía mostrar alegría ante todo lo que existe, como la que creemos ver en la actitud de los árboles o en el reposo de un lago.
Ya era noche cerrada cuando salimos a una meseta y descubrimos un bulto negro, que supuse sería la residencia campestre. Mi guía, saltando del coche, estuvo un rato gritando y silbando inútilmente, hasta que por fin se nos acercó un viejo campesino que salió de entre las sombras que nos envolvían, con una vela en la mano. A la escasa luz de la vela pude ver una gran puerta en arco, de estilo árabe: tenía unos batientes con chapas de hierro y en uno de ellos, un postigo que Felipe abrió. El campesino se llevó el coche a algún edificio cercano y mi guía y yo pasamos por el postigo, que se cerró nuevamente a nuestras espaldas. Alumbrados por la vela, atravesamos un patio, subimos por una escalera de piedra, cruzamos una galería abierta, de nuevo subimos por otra escalera y, finalmente, nos encontramos a la puerta de un aposento espacioso y algo desamueblado. Este aposento, que comprendí iba a ser el mío, tenía tres ventanas, estaba revestido de tableros de reluciente madera y tapizado con pieles de animales salvajes. En la chimenea ardía un fuego muy fuerte, que difundía por la estancia su resplandor voluble. Junto al fuego había una mesa dispuesta para servir la cena, y, al otro extremo, la cama ya lista. Estos preparativos me produjeron una emoción agradable, y así se lo manifesté a Felipe, el cual, con la misma sencillez que ya le había observado, confirmó calurosamente mis alabanzas.
—Un cuarto excelente —dijo—. Un cuarto muy hermoso. Y fuego también: buena cosa para alegrar los huesos. Y la cama —continuó, alumbrando la otra parte de la habitación—: vea usted qué buenas mantas, qué finas, qué suaves, suaves...
Y pasaba la mano una y otra vez por la manta, y ladeaba la cabeza hinchando los carrillos con una expresión de agrado tan grosera que casi me molestaba. Le quité la vela, por miedo de que incendiara la cama y me dirigí a la mesa. En la mesa había vino: llené una copa y lo invité a beber. Se me acercó al instante con una viva expresión de anhelo, pero, al ver el vino, se estremeció y dijo:
—No, no. Eso no: eso, para usted. Yo aborrezco el vino.
—Muy bien, señor —le dije—. Entonces voy a beber a su salud y por la prosperidad de su casa y su familia. Y a propósito —añadí, tras apurar la copa—, ¿sería posible ofrecer mis respetos a su señora madre?
Al oír esto, la expresión infantil desapareció de su rostro, dando lugar a una indescriptible expresión de astucia y misterio. Retrocedió como si yo fuera un animal dispuesto a saltar sobre él o algún sujeto peligroso que blandiese un arma temible y, al llegar a la puerta, me echó una mirada sañuda, con los párpados contraídos, y...
—No —me dijo. Y salió silenciosamente del aposento. Oí el ruido de sus pisadas por la escalera, como un leve rumor de lluvia. Y la casa se sumergió en el silencio.
Cené. Acerqué la mesa a la cama y me dispuse a dormir. En la nueva posición de la luz, me llamó la atención un cuadro que colgaba del muro: era una mujer, todavía joven. A juzgar por el vestido y cierta blanda uniformidad que reinaba en la tela, era una mujer muerta hacía tiempo; pero atendiendo a la vivacidad de la actitud, los ojos y los rasgos, me parecía estar contemplando en un espejo la imagen de la vida. El talle era delgado y enérgico, de proporciones muy justas; sobre las cejas, a modo de corona, se enredaban unas trenzas rojas; sus ojos, de oro oscuro, se apoderaban de los míos; y la cara, de perfecto dibujo, tenía, sin embargo, un no sé qué de crueldad, de adustez y de sensualidad a un tiempo. Algo en aquel talle, en aquella cara, algo exquisitamente inefable —eco de un eco—, me recordaba los rasgos y el porte de mi guía, y un buen rato estuve considerando, con una curiosidad incómoda, la singularidad de aquel parecido. La herencia común, carnal, de aquella raza, originalmente trazada para producir damas tan superiores como la que así me cautivaba en la tela, había decaído a usos más bajos, y vestía ahora trajes campesinos, y se sentaba al pescante y llevaba la rienda de un coche tirado por una mula, para traer a casa a un huésped. Tal vez quedaba aún un eslabón intacto; tal vez un último escrúpulo de aquella sustancia delicada, que un día vistiera el satén y el brocado de la dama de ayer, se estremecía hoy al contacto de la ruda frisa de Felipe.
La primera luz de la mañana cayó de lleno sobre el retrato, y yo, desde la cama y ya despierto, continuaba examinándolo con creciente complacencia: su belleza se insinuaba hasta mi corazón insidiosamente, acallando uno tras otro mis escrúpulos; y, aunque sabía que enamorarse de aquella mujer era firmar la propia sentencia de muerte, también me daba cuenta de que, de estar viva, no hubiera podido por menos de amarla. Día tras día fue haciéndose mayor esta doble impresión de su perversidad y mi flaqueza. Aquella mujer llegó a convertirse en heroína de mis sueños, sueños en que sus ojos me arrastraban al crimen y eran, después, mi recompensa. Mi imaginación, por su influjo, se fue haciendo sombría; y cuando me encontraba al aire libre, entregado a ejercicios vigorosos y renovando saludablemente el flujo de mi sangre, no podía por menos de regocijarme ante la idea de que mi embrujadora beldad yacía bien segura en la tumba, roto el talismán de su belleza, sellados sus labios en mutismo eterno y agotados sus filtros. Y, con todo, en mí bullía el incierto temor de que aquella mujer no estuviera muerta del todo, sino resucitada —por decirlo así— en alguno de sus descendientes.
Felipe me servía de comer en mi aposento, y cada vez me impresionaba más su parecido con el retrato. A veces, esta semejanza se desvanecía por completo; otras, en algún cambio de actitud o en una expresión momentánea, era tan misteriosa que se apoderaba de mí. Extrañamente yo le resultaba simpático, le enorgullecía que me fijara en él y trataba de llamarme la atención con mil trazas infantiles y cándidas. Gustaba de sentarse junto a mi fuego y soltar su charla inconexa o cantar sus extrañas canciones sin término y sin palabras; y, alguna vez, me pasaba la mano con una familiaridad afectuosa que me provocaba cierta inquietud y que incluso me avergonzaba. Pero de pronto le entraban raptos de ira inexplicables o se ponía de mal humor. A la menor palabra de protesta, volcaba el plato que acababa de servirme sin disimulo, con franca rudeza, y en cuanto yo manifestaba la menor curiosidad hacía también alguna extravagancia. Mi afán de saber era más que natural en aquel extraño lugar y entre gente tan rara, pero en cuanto le hacía una pregunta, retrocedía, amenazador y temible. Entonces, durante una fracción de segundo, el tosco muchacho resultaba un hermano gemelo de la dama del retrato. Pero pronto se disipaba este humor sombrío y con él también el parecido.
Durante los primeros días no vi a nadie más que a Felipe, salvo a la dama del retrato; y como el muchacho estaba bastante desequilibrado y tenía raptos de ira, parecerá extraño que yo tolerara con tanta calma su trato peligroso. Y la verdad es que durante los primeros días me inquietó, pero pronto llegué a ejercer tal autoridad sobre él que pude estar tranquilo.
Y así es como sucedió. Él era por naturaleza holgazán y tenía mucho de vagabundo. Sin embargo, gobernaba la casa y no sólo atendía en persona a mi servicio, sino que trabajaba todos los días en el huerto o en la pequeña granja que había a espaldas de la residencia. En esta labor le auxiliaba el labriego que vi por primera vez la noche de mi llegada, el cual habitaba en el término del cercado, en una casita rústica que quedaba a una media milla. Pero yo estaba seguro de que Felipe era el que más trabajaba de los dos. Cierto que a veces lo veía arrojar la azada y echarse a dormir entre las mismas plantas que había estado arrancando, pero su constancia y energía eran admirables, y más si se considera que yo estaba seguro de que eran extrañas a su disposición natural y producto de un esfuerzo penoso. Yo lo admiraba, preguntándome qué podía provocar, en aquella cabeza llena de pájaros, un sentimiento tan claro del deber. ¿Qué fuerza podía mantenerlo? ¿Y, hasta qué punto prevalecería sobre sus instintos? Tal vez el sacerdote era su consejero y guía, pero sólo había venido a la residencia una vez y, desde una loma donde me entretenía en hacer apuntes del paisaje, lo vi entrar y salir tras un intervalo de cerca de una hora, tiempo en el que Felipe continuó su ininterrumpida labor en el huerto.
Al fin, un día, con intención verdaderamente punible, decidí separar al muchacho de sus buenas costumbres y, acechándolo desde la puerta, fácilmente lo persuadí para que se reuniera conmigo en el campo. Era un hermoso día y el bosque adonde lo conduje estaba rebosante de verdor y alegría y embalsamado e hirviente de zumbidos de insectos. Aquí puso de manifiesto toda la vitalidad de su carácter, llegando a unos límites de regocijo que casi me humillaban y desplegando una energía y gracia de movimientos que deleitaban los ojos. Saltaba, corría a mi alrededor lleno de júbilo; de pronto, deteniéndose, miraba, escuchaba y parecía beber el espectáculo del mundo como se bebe un vino cordial; y después trepaba a un árbol de un salto y allí se balanceaba y brincaba a su gusto. Aunque me habló poco y cosas sin importancia, raras veces habré disfrutado de una compañía más grata; sólo el verlo tan divertido era ya una continua fiesta; la viveza y exactitud de sus movimientos me encantaban y, sin duda, habría incurrido en la maldad de convertir en costumbre estos paseos al campo de no haber sido porque el azar había previsto una brusca interrupción de mis alegrías. Un día el joven, con no sé qué mañas o destrezas, atrapó una ardilla en la copa de un árbol. Estaba algo lejos de mí, pero lo vi claramente descolgarse de las ramas, ponerse en cuclillas y gritar de gozo como un niño. Aquellos gritos —tan espontáneos e inocentes— me produjeron una emoción agradable. Pero al acercarme, el chillido de la ardilla me asustó. Yo había oído hablar, y había presenciado muchas crueldades de muchachos, y sobre todo entre la gente de campo, pero esta me encolerizó. Sacudí al perverso muchacho, le arrebaté el pobre animalillo y, con eficaz compasión, le di la muerte. Después me volví al verdugo y le hablé largo rato lleno de indignación, le dije mil cosas que parecieron avergonzarlo y, finalmente, indicándole el camino de la casa, le ordené que se fuera y me dejara solo, porque a mí me gustaba la compañía de los seres humanos, no de las sabandijas. Entonces cayó de rodillas y, hablándome con más claridad que de costumbre, desató una corriente de súplicas conmovedoras, pidiéndome que por favor le perdonara, que olvidara lo que había hecho y confiara en su conducta futura.
—¡Es que me cuesta tanto trabajo! —exclamó—. Comandante: ¡perdone usted a Felipe por esta vez; ya no volveré a ser bruto!
A esto, mucho más afectado que lo que dejaba traslucir, cedí, en efecto, y al fin cambiamos un apretón de manos y dimos por concluido el asunto. En cuanto a la ardilla, yo me empeñé en que fuera enterrada, como penitencia, y le hablé largamente de la belleza del pobre animalejo, de lo que había sufrido y de lo bajo que es abusar de la propia fuerza.
—Mira, Felipe —le dije—, tú eres muy fuerte. Pero, en mis manos, casi serías tan débil como en las tuyas ese indefenso huésped de los árboles. Déjame la mano. Ya ves que no te puedes soltar. Pues figúrate ahora que yo fuera cruel contigo y me complaciera en hacerte sufrir. No hago más que apretar la mano y ya ves lo que te duele.
Gritó, se puso pálido y sudoroso, y cuando al fin lo solté se dejó caer al suelo, y estuvo acariciándose la mano y quejándose como un bebé. Pero le sirvió de lección y, sea por esto o por lo que le dije, o porque ahora conocía hasta donde llegaba mi fuerza física, su afecto tendió a transformarse en una fidelidad, en una adoración, como la del perro por su amo.
Entre tanto, mi salud se recobraba rápidamente. La residencia se levantaba en un valle rocoso, al que servía de corona; valle abrigado de montañas por todas partes, de manera que sólo desde el techo —en forma de garita— era posible distinguir, por entre dos picos, un trocito de llanura azul y distante. A esa altitud, el aire circulaba amplia y libremente; se apiñaban grandes nubes que el viento desgarraba luego, convirtiéndolas en pluma, prendidas a las cumbres de las colinas; alrededor se oía el rumor, bronco aunque difuso, de los torrentes. Era un sitio propio, en suma, para estudiar los caracteres más rudos y antiguos de la naturaleza, en el hervor de su fuerza primitiva. Aquel escenario vigoroso me gustó desde el primer momento, lo mismo que su clima mudable, y también la vieja y destartalada mansión a la que fui a vivir. La casa era un rectángulo que se prolongaba en las esquinas opuestas por dos apéndices como bastiones, uno de ellos sobre la puerta, y ambos con troneras para mosquetería. Además, la planta baja carecía de ventanas para que, en caso de sitio, la plaza no pudiera ser atacada sin artillería. Este recinto bajo se reducía a un patio donde crecían granados. De aquí, por una amplia escalera de mármol, se llegaba a una galería abierta que corría por los cuatro lados y cuyo techo estaba sostenido por sólidas columnas. Y de allí; otras escaleras cerradas conducían al piso superior, dividido en departamentos. Las ventanas, interiores y exteriores siempre estaban cerradas; algunas piedras de los dinteles se habían caído, una parte del tejado había sido arrancada por los fuertes vientos, cosa frecuente en aquellas montañas, y la casa toda, al fuego del sol, yaciendo pesadamente entre un bosquecillo de pequeños alcornoques, cenicienta de polvo, parecía el dormido palacio de una leyenda. El patio, sobre todo, era la propia morada del sueño: por sus galerías zumbaba el arrullo de las palomas y, aunque no daban al aire libre, cuando soplaba el viento afuera, el polvo de la montaña se precipitaba allí como lluvia espesa, empañando el rojo sangriento de las granadas. Lo rodeaban las ventanas condenadas, las puertas cerradas de numerosas celdas, los arcos de la amplia galería, y todo el día el sol proyectaba perfiles rotos por alguna de sus cuatro caras, alineando sobre el suelo de la galería las sombras de los pilares. En el piso bajo, entre unas columnas, había un rinconcito que bien podía ser una habitación. Quedaba abierta al patio y tenía una chimenea, donde ardía todo el día un buen fuego de leña; el suelo de azulejos estaba tapizado con pieles.
Allí vi a la propietaria por primera vez. Había sacado una piel al sol y estaba sentada sobre ella, apoyada en una columna. Lo que primero me llamó la atención fue su vestido, rico y abigarrado, que casi brillaba en aquel patio polvoriento, o alegrando los ojos como las flores del granado. Después reparé en su extremada belleza. Cuando alzó la cara —supongo que para verme, aunque no distinguí sus ojos— con una expresión de buen humor y alegría casi imbécil, mostró una perfección de rasgos y una nobleza de actitud mayores que las de una estatua. Yo me descubrí al pasar y en su cara se dibujó entonces un gesto de desconfianza tan rápido y leve como el temblor del agua con la brisa, pero no hizo caso de mi saludo. Yo continué, camino de mi paseo habitual, un poco desconcertado: aquella impasibilidad de ídolo que turbaba. A mi regreso, aunque estaba aún en igual postura, me chocó advertir que, siguiendo el sol, se había trasladado al otro pilar. Esta vez ya me saludó: fue un saludo trivial, bastante cortés en la forma, pero en el tono, tan profundo, indistinto y balbuciente que, como en los de su hijo, contrariaba la expresión a la exquisitez del saludo. Contesté sin saber lo que hacía, porque aparte de que no entendí claramente, me quedé asombrado ante aquellos ojos que se abrieron de pronto. Eran unos ojos enormes, con el iris dorado como en los de Felipe, pero la pupila tan dilatada en aquel instante que casi parecían negros. Lo que más me asombró no fue el tamaño, sino —quizá como consecuencia de lo otro— la singular insignificancia de la mirada. Jamás había visto una mirada más anodina y estúpida. Mientras contestaba el saludo, desvié mis ojos instintivamente y subí a la habitación, entre sorprendido y contrariado. Pero cuando, al llegar allí, contemplé el retrato, de nuevo se apoderó de mí el milagro de la descendencia familiar. La propietaria era, desde luego, de mayor edad y más desarrollada que la dama del cuadro, los ojos eran de otro color, su rostro no tenía nada de aquella expresión perversa que tanto me atraía y ofendía en el retrato, no; en él no se leían ni el bien ni el mal, sino la nada moral más inexpresiva y absoluta y, con todo, el parecido era innegable; no expreso, sino inmanente; no en tal o cual rasgo particular, sino más bien en el conjunto. Se diría, pues, que el pintor, al firmar el retrato, no sólo había sorprendido en ella a una mujer risueña y artera, sino a toda una raza, en su calidad esencial.
A partir de aquel día, al entrar o salir, estaba seguro de encontrarme siempre a la señora sentada al sol y apoyada en una columna, o acurrucada junto al fuego sobre un tapete. Sólo alguna que otra vez cambiaba su sitio acostumbrado por el último peldaño de la escalera donde, con el mismo abandono habitual, la encontraba en mitad de mi camino. Y nunca vi que empleara en nada la menor cantidad de energía, excepto la muy escasa que es necesaria para peinar una y otra vez su copiosa cabellera color de cobre, o para balbucir, con aquella voz rica, profunda y quebrada, sus acostumbrados saludos perezosos. Creo que estos eran sus mayores placeres, además del que le proporcionaba la tranquilidad. Parecía estar muy orgullosa de lo que decía, como si todo ello fuera muy ingenioso. En realidad, aunque su conversación era tan poco importante como suele serlo la de tanta gente respetable, y aunque se refería a asuntos muy limitados, nunca era incoherente ni sustancial; más aún: sus palabras poseían no sé qué belleza propia, como si fueran una emanación de su alegría. Hablaba del buen tiempo, del que disfrutaba tanto como su hijo; de las flores de los granados, de las palomas blancas y de las golondrinas de largas alas que abanicaban el aire del patio. Los pájaros la excitaban. Cuando, en sus vuelos ágiles, azotaban los arcos de la galería o pasaban junto a ella casi rasándola en un golpe de viento, la dama se agitaba un poco, se incorporaba y parecía despertar de su plácido sueño. Pero fuera de esto, yacía voluptuosamente replegada en sí misma, hundida en un perezoso placer. Al principio me molestaba aquella alegría invencible, pero al cabo me resultó un espectáculo reparador, hasta que acabé por acostumbrarme a perder un rato a su lado cuatro veces al día —a la ida y a la vuelta— y charlar con ella somnolientamente, no sé ni de qué. En suma, acabé por gustar de su sosa y casi animal compañía; su belleza y su bobería me confortaban y me divertían a la vez. Poco a poco descubrí en sus observaciones cierto sentido trascendental y su inalterable buen humor causaba mi admiración y envidia. La simpatía era correspondida; a ella, medio inconscientemente, le agradaba mi presencia, como le agrada al hombre sumergido en meditaciones profundas el parloteo del arroyo. No puedo decir que, al acercarme yo, hubiera en su rostro la menor señal de satisfacción, porque esta estaba escrita en él permanentemente, como en una estatua que representara la sandez contenta; pero una comunicación más íntima aún que la mirada me revelaba su simpatía hacia mí. Hasta que un día, al sentarme junto a ella, en la escalera de mármol, alargó de pronto una mano y acarició la mía. Hecho esto, volvió a su actitud acostumbrada, antes de que me diera cuenta de lo sucedido, y, cuando busqué sus ojos, no leí nada en ellos. Era evidente que no daba la menor importancia al hecho y me censuré interiormente por mi exceso de prejuicios y escrúpulos.
La contemplación y, por decirlo así, el trato con la madre confirmaron el juicio que del hijo me había formado. La sangre de aquella familia se había ido empobreciendo, sin duda por causa de una larga consanguinidad, error común de las clases orgullosas y cerradas. Sin embargo, no podía advertirse la menor decadencia en las líneas del cuerpo, modelado con maestría y fuerza. Así las caras de la actual generación tenían tan marcado el cuño como aquella cara de hacía dos siglos que me sonreía desde el retrato. Pero la inteligencia —que es el patrimonio más precioso— había degenerado; el tesoro de la memoria ancestral había caído muy abajo y fue necesario el cruce plebeyo y potente del arriero o contrabandista de las montañas para levantar el torpor de la madre hasta la actividad desigual del hijo. Sin embargo, entre los dos, yo prefería a la madre. A Felipe, vengativo un día y otro sumiso, lleno de arranques y arrepentimientos, inconstante como una liebre, fácilmente me lo imaginaba convertido en un ser perjudicial. Pero la madre, en cambio, sólo me sugería ideas de bondad. Y como los espectadores son rápidos a la hora de tomar partido, yo escogí pronto en la sorda enemistad que creí descubrir entre ambos. Dicha enemistad me parecía manifiesta, sobre todo en la madre. A veces, cuando el hijo se acercaba a ella, parecía que perdía el aliento y sus pupilas inexpresivas se contraían de horror y miedo. Las emociones de la madre, por escasas que fuesen, eran enteramente superficiales y fácilmente las comunicaba. Aquella repulsión latente hacia su hijo llegó a ser para mí un motivo de preocupación, y a menudo me preguntaba cuáles podían ser las causas de aquella anomalía, y si realmente el hijo tendría la culpa de todo.
Hacía unos diez días que había llegado a la residencia cuando el viento se soltó, soplando con gran fuerza y arrastrando nubes de polvo. Aquel viento venía de pantanos insalubres y bajaba de las sierras nevadas. Todo el que sufría su azote quedaba con los nervios destemplados y maltrechos, con los ojos irritados de polvo, las piernas doloridas bajo el peso del propio cuerpo, y sólo frotarse las manos producía una sensación insoportable. El viento bajaba de las barrancas y zumbaba en torno a la casa con un rumor profundo y unos silbidos inacabables tan fatigosos para el oído como deprimentes para el ánimo. No soplaba en ráfagas súbitas, sino con el ímpetu continuo de una cascada, de manera que, en cuanto empezaba, no había reposo posible. Pero, sin duda, en las cumbres era más desigual y tenía repentinos accesos de furia, porque de allá nos llegaban de vez en cuando como doloridos lamentos que hacían daño, y otras veces, en algún declive o explanada, se alzaba y se deshacía en un instante una torre de polvo semejante al humo de una explosión.
No acababa de abrir los ojos cuando me di cuenta de la gran tensión nerviosa y depresión general provocadas en mí por el mal tiempo, y esta impresión fue en aumento según pasaba el tiempo. En vano traté de resistirla, en vano me dispuse a mi paseo matinal, como de costumbre: aquel viento tan continuo y furioso pronto quebrantó mis energías. Y volví a la residencia, rojo de calor y blanco de polvo. El patio tenía un aspecto lamentable. A veces se veía algún rayo de sol, a veces el viento hacía presa en los granados, sacudiendo y dispersando las flores y las ventanas cerradas vibraban incesantemente. En su rincón, la señora paseaba de aquí para allá con el rostro encendido y los ojos ardientes. Hasta me pareció que hablaba sola como una persona encolerizada. Al dirigirle mi acostumbrado saludo, apenas me contestó con un gesto agrio y continuó su paseo. El mal tiempo había logrado perturbar hasta aquella impasible criatura. Pensando en esto, llegué a mi aposento menos avergonzado de mi propio malestar.
El viento duró todo el día. Me instalé a mis anchas, traté de leer, estuve paseando de un lado a otro y oyendo sin cesar el tumulto de afuera. Llegó la noche y me sorprendió sin una vela. Sentí la necesidad de la compañía y bajé hasta el patio. Este estaba sumergido en la bruma azul de las primeras sombras, pero en el rincón ardía un fuego rojo. Había mucha leña amontonada y el alto penacho de llamas bailaba sin cesar en la chimenea. Al tembloroso resplandor, la señora continuaba yendo y viniendo, con ademanes descompuestos frotándose las manos: cruzándose de brazos, echando atrás la cabeza como quien clama al cielo. En este desorden de movimientos, su belleza y gracia lucían todavía más que de ordinario, pero en sus ojos ardía una chispa inquietante... Tras observarla en silencio, sin ser advertido, me volví por donde había venido y me encaminé a mi cuarto, resignado a pasar la noche solo.
Cuando Felipe entró a traerme unas velas y a servirme la cena, mi nerviosismo era ya considerable, y si el muchacho hubiera sido el mismo de siempre, le habría obligado —aun por la fuerza— a compartir mi triste soledad. Pero también sobre Felipe el viento había producido su efecto. Todo el día había tenido fiebre y, al anochecer, había caído en un estado de depresión y en un humor irritable que obraban, a su vez, sobre mi propio estado. Sólo el ver su cara asustada, sus estremecimientos, su palidez, la inquietud con que se ponía a escuchar de repente el ruido exterior, me puso enfermo. Cuando se le cayó un plato que se estrelló en el suelo, di un salto en mi asiento sin poder contenerme ya. Todavía, tratando de bromear, exclamé:
—Creo que hoy todos estamos locos.
—¡El viento negro! —contestó amargamente—. Está uno como si tuviera que hacer algo, sin saber qué.
La descripción era exactísima. Felipe, en efecto, tenía a veces un raro tino para expresar con palabras las sensaciones del cuerpo.
—Lo mismo está tu madre —continué—. Parece que la afecta mucho el mal tiempo. ¿No se habrá puesto mala?
Se me quedó mirando un instante, y luego repuso, como quien lanza un reto:
—No.
Y después, llevándose la mano a la frente, se quejó amargamente de aquel ventarrón y de aquel ruido que parecía andarle en la cabeza.
—¡Quién va a estar bueno hoy! —exclamó.
Y, la verdad, no pude menos de repetir sus palabras, porque yo me sentía trastornado.
Me metí en la cama temprano, fatigado de aquel día de malestar, pero la venenosa naturaleza del viento y sus impíos e incesantes aullidos no me dejaron dormir. Y así estuve dando vueltas, los nervios y los sentidos tensos, dormitando a ratos entre horribles pesadillas que me obligaban a despertar otra vez, y perdiendo la noción del tiempo entre aquellos intentos de sueño.
Era ya muy tarde sin duda cuando de pronto me sobresaltó un ruido de gritos horribles y temerosos. Brinqué de la cama, creyendo que soñaba. Pero los gritos continuaban, llenando todos los rincones de la casa: unos gritos que parecían de dolor y, al mismo tiempo, de rabia, tan descompuestos y salvajes que apretaban el corazón. No, no eran imaginaciones: estaban torturando a algún ser vivo, a algún loco, a algún animal salvaje. Y el recuerdo de la ardilla de Felipe estalló en mi mente y corrí a la puerta... ¡Pero me habían encerrado con llave por fuera!
Preso y bien preso, por más que sacudía la puerta. Los gritos continuaban. Primero menguaban en unos gemidos articulados, y luego creía percibir claramente que eran voces humanas. Y de pronto se desataban otra vez, llenando la casa de alaridos infernales. Yo, pegado a la puerta, escuchaba. Al fin cesaron. Pero mucho tiempo después continuaba al acecho y me parecía seguir oyéndolos, mezclados con los alaridos del viento. Cuando, por fin, me tumbé en la cama fatigado, estaba mortalmente enfermo y sentía el corazón sumido en profundidades horrendas.
Como era natural, no pude conciliar el sueño. ¿Por qué me habían encerrado? ¿Qué había sucedido? ¿Quién gritaba de aquella manera indescriptible y extraña? ¿Era un ser humano? ¡Inconcebible! ¿Una fiera, acaso? Sí: los gritos eran bestiales. Pero salvo un león o un tigre, ¿qué animal podía hacer temblar así los muros de la casa? Y, reflexionando, caí en la cuenta de que aún no había llegado a ver a la hija. La hija de aquella señora, la hermana de Felipe, bien podía estar loca, era lo más probable. Aquella gente ignorante y estúpida muy bien podía tratar a golpes a una pobre loca: nada más creíble. La suposición no era descabellada; con todo, al recordar aquellos gritos —y sólo el recuerdo me hacía estremecerme— la suposición resultaba insuficiente: ni la misma crueldad era capaz de arrancar a la locura misma tales aullidos. Sólo de una cosa estaba seguro: me era imposible continuar en una casa donde existían semejantes misterios, sin tratar de averiguarlos y sin intervenir, si era preciso.
Amaneció al fin. El viento se había aplacado y nada quedaba que pudiera recordarme el suceso de la noche anterior. Felipe vino a sentarse a mi cabecera muy alegre. Al pasar por el patio, vi a la señora al sol con su habitual impasibilidad. Y al salir a la puerta, me encontré con que la naturaleza sonreía discretamente, los cielos eran de un azul frío, sembrado de islotes de nubes, y en las laderas de la montaña se desplegaban zonas de luz y sombra.
Un breve paseo me hizo recobrar el dominio de mí mismo y me reafirmó en mi decisión de averiguar el misterio. Cuando, desde la altura de una loma, vi que Felipe se dirigía al huerto para empezar sus labores cotidianas, regresé a la casa para poner mis planes en práctica.
La señora se había dormido. Me detuve un poco a observarla: no pestañeó. Mis deseos, por indiscretos que fueran, no tenían nada que temer de semejante guardián. Entonces subí decidido hacia la galería para comenzar mis exploraciones en la casa.
Toda la mañana anduve de una en otra puerta, penetré en cuartos espaciosos y destartalados, unos cerrados a machamartillo, otros abiertos a plena luz, todos vacíos e inhóspitos. Era aquella una riquísima casa, empañada por el vaho del tiempo y mancillada por el polvo. Por todos lados colgaban telas de araña. Una tarántula gorda huía por las cornisas. Las hormigas formaban avenidas sobre el piso de los salones; el asqueroso moscón de la carroña, mensajero de la muerte, escondía su nido entre los huecos de la madera podrida y zumbaba, terco, en el aire. Aquí y allá algún que otro banquillo, un canapé, un lecho, un sillón labrado, olvidados a modo de islas sobre el suelo desnudo, daban testimonio de que aquello había sido en otro tiempo una morada humana. Por todas partes colgaban en las paredes retratos de los antepasados. Gracias a esas borrosas efigies pude juzgar la grandeza y hermosura de la familia por cuyo hogar andaba curioseando. Muchos llevaban en el pecho la insignia de alguna Orden y tenían la dignidad de los oficios nobles. Las mujeres estaban ricamente ataviadas. La mayoría de las telas ostentaban firmas ilustres.
Pero más que estas evidencias de la grandeza —aún contrastada con la actual decadencia de aquella poderosa casa— me impresionó la parábola de la vida familiar, escrita en aquella serie de rostros gentiles y talles apuestos. Nunca había percibido mejor el milagro de la estirpe continua, de la creación y la recreación, del removerse y mudarse y remodelarse de los elementos carnales de una familia. El que nazca un hijo, el que crezca y se revista —no sabemos cómo— de humanidad y herede hasta la forma de mirar, y mueva la cabeza como tal o cual de sus ascendientes, y dé la mano como aquel otro, son maravillas que el hábito y la repetición han ocultado a nuestros ojos. Pero en aquellas generaciones pintadas que colgaban de los muros, en la singular uniformidad de las miradas, en los rasgos y portes comunes, el milagro se me reveló completamente y frente a frente. Y como casualmente encontré un antiguo espejo, me detuve a contemplar largo rato mis propios rasgos, trazando con la imaginación, a uno y otro lado, las líneas de mi descendencia y los vínculos que me unían con el centro de mi familia.
Al fin, en el curso de mis investigaciones, abrí la puerta de una sala que tenía trazas de estar habitada. Era de vastas proporciones y daba al Norte, donde las montañas del contorno adquirían perfiles más acentuados. En la chimenea humeaban y chisporroteaban las ascuas. Cerca había una silla. El aposento poseía un ambiente extremadamente ascético. La silla no tenía almohadón, el piso y las paredes estaban desnudos y entre los libros que yacían en desorden por el cuarto no había ningún instrumento u objeto decorativo. El ver libros en aquella casa me llenó de asombro, y a toda prisa y temiendo ser interrumpido comencé a recorrerlos para ver de qué clase eran. Los había de muchas materias: de religión, de historia, de ciencia, pero la mayoría eran muy antiguos y estaban en latín. Algunos mostraban señales del estudio constante, otros habían sido arrojados por ahí, como en un arrebato de petulancia o disgusto. Finalmente, navegando por la estancia desierta, di con unos papeles escritos a lápiz y olvidados en una mesa que estaba junto a la ventana. Con mecánica curiosidad tomé un papel y pude leer unos versos toscamente escritos en español, que decían así:
Llegó el placer entre vergüenza y sangre;
con diadema de lirios, el dolor.
El placer señalaba —¡oh, Jesús mío!—
la alegre luz del sol;
pero el dolor, con fatigada mano,
—¡oh, Jesús mío!—
a Ti, en la cruz, Te señaló.
La vergüenza y la confusión se apoderaron de mí al mismo tiempo y, dejando el papel en su sitio, me batí en retirada. Ni Felipe ni su madre eran capaces de leer aquellos libros ni de escribir aquellos versos, aunque no sublimes, tan sentidos. Era, pues, evidente que la alcoba que yo acababa de invadir con pies sacrílegos pertenecía a la hija. Sabe Dios que mi propia conciencia me lo reprendía y castigaba cruelmente. La sola idea de que hubiera osado penetrar en la intimidad de aquella niña, a quien la vida había colocado en situación tan extraña, y el temor de que ella lo averiguarse de algún modo, me oprimían como pecados mortales. A pesar de esto, me reprendía a mí mismo por las sospechas de la noche anterior, avergonzado de haber atribuido aquellos gritos descomunales a una mujer que ya se me figuraba una santa, de semblante espectral, desvaída por la penitencia, entregada a las prácticas de la devoción y conviviendo entre sus absurdos parientes con una ejemplar soledad de alma. Y cuando me inclinaba en la balaustrada de la galería, para ver el jardín de granados y a la dama somnolienta del vistoso vestido —quien en aquel preciso momento se desperezaba, humedeciéndose delicadamente los labios con la más completa despreocupación—, surgió en mi mente una rápida comparación entre aquel cuadro y la fría alcoba que miraba al Norte, hacia las montañas, donde vivía la hija recluida.
Aquella misma tarde, desde lo alto de la colina, vi que el sacerdote cruzaba la reja de la residencia. La impresión que me causó descubrir el misticismo de la joven se había apoderado de mí hasta el punto de casi borrar los horrores de la noche pasada, pero al ver al sacerdote, no sé cómo, los recuerdos tristes revivieron. Bajé de mi atalaya y, dando un rodeo por el bosque, me aposté a medio camino para salirle al paso. En cuanto le vi aparecer lo abordé y me presenté diciéndole que yo era el huésped de la casa. Tenía un aire muy robusto y de buena persona y fácilmente adiviné lo que pensaba de mí: me veía a la vez como un extranjero y un hereje y como un aliado. Habló de la familia con reserva, pero con evidente respeto. Le dije que aún no había visto a la hija, a lo cual repuso —mirándome de soslayo— que era natural. Finalmente, me armé de valor y le conté la historia de los gritos y extrañas voces que me habían sobresaltado durante la noche. Me escuchó en silencio y luego, con un leve movimiento, me dio a entender claramente que debíamos separarnos.
—¿Toma usted rapé? —me dijo, ofreciéndome su tabaquera. Yo rehusé, y él continuó—: Soy bastante viejo y no le molestará que le recuerde que usted es un simple huésped en esta casa.
—¿Quiere decir que me aconseja usted —contesté con firmeza, aunque avergonzado por el comentario —dejar las cosas como están, sin tratar de intervenir en nada?
—Sí —me contestó. Y con un saludo algo torpe se alejó de mí.
Pero aquel hombre había conseguido un doble triunfo: primero, tranquilizar mi conciencia; segundo, despertar mi delicadeza. Hice, pues, un esfuerzo; arrojé de mí el recuerdo de la noche y me entregué de nuevo a fantasear en torno a mi santa poetisa. Al mismo tiempo, no podía olvidar que me habían encerrado con llave y por la noche, cuando Felipe me llevó la cena, lo interrogué secamente sobre aquellas dos cuestiones:
—Nunca veo a tu hermana —le dije.
—¡Ah, no! —dijo él—. Es una muchacha muy buena, pero que muy buena.
Y, al instante, se puso a hablar de otra cosa.
—Tu hermana —insistí— ha de ser muy religiosa, me figuro.
—¡Ah! —exclamó juntando las manos con fervor—. ¡Una santa! Ella es quien me sostiene.
—Pues tienes suerte. Porque la mayoría, y yo entre ellos, estamos siempre a punto de caer.
—No, señor —dijo Felipe gravemente—. Eso no se dice. No tiente usted a su ángel de la guarda. Si uno se deja caer solo, él ¿qué ha de hacer?
—¿Sabes, Felipe? Ignoraba yo que fueras predicador, y buen predicador por cierto. Supongo que eso lo debes a tu hermana.
Él me miró con sus grandes ojos redondos sin decir palabra.
—De modo —continué— que tu hermana te habrá reprendido por tus crueldades.
—¡Doce veces por lo menos! —exclamó.
Con esta frase expresaba siempre esta extraña criatura su sentimiento de la frecuencia.
—Y yo le conté que usted también me había reprendido —añadió muy orgulloso—. Me acuerdo bien que se lo conté. Sí. Y a ella le pareció muy bien hecho.
—Y dime, Felipe —continué—: ¿qué gritos eran esos que se oían anoche? Porque parecían gritos de sufrimiento...
—Sería el viento —contestó Felipe mirando el fuego de la chimenea.
Le cogí la mano. Él, tomándolo por caricia, sonrió tan confiadamente que estuvo a punto de desarmarme. Pero recobré ánimos.
—El viento, ¿eh? —repetí—. Pero yo creo que quien me encerró antes con llave fue esta mano.
El muchacho se desconcertó visiblemente, pero no contestó una palabra.
—Bueno —continué—. Yo soy extranjero y un simple huésped. A mí no me corresponde mezclarme en vuestros asuntos ni juzgarlos; en este punto, lo mejor será hacer caso al consejo de tu hermana, que será sin duda excelente. Pero, por lo que a mí respecta, no quiero ser prisionero de nadie. ¿Entiendes? Y me vas a entregar la llave.
Media hora más tarde, mi puerta se abrió de golpe, y la llave cayó, resonando, en mitad de la habitación.
Uno o dos días después de esto, volvía de mi paseo un poco antes de mediodía. La señora yacía envuelta en su habitual somnolencia, a la entrada del rincón tapizado de pieles. Los pichones dormían sobre los arcos como grandes copos de nieve. La casa toda estaba sumida en el sortilegio adormecedor del mediodía. Apenas un vientecillo grato y vagaroso que bajaba de las cumbres resbalaba por la galería y susurraba entre los granados, haciendo que se mezclaran sus sombras. El silencio, el reposo, ganaron mi ánimo. Y atravesé el patio rápidamente y comencé a subir por la escalera de mármol. Al llegar al último peldaño se abrió una puerta y he aquí que me encuentro frente a frente con Olalla.
La sorpresa me inmovilizó. Su belleza me llegó al alma. Olalla, en la sombra de la galería, brillaba como una gema de colores. Sus ojos aprisionaban y retenían los míos, juntándonos como en un apretón de manos. Y aquel instante en que, frente a frente, los dos nos mirábamos y, por así decirlo, nos bebíamos el uno al otro, fue un instante sacramental, porque en él se cumplieron las bodas de las almas. Ignoro cuánto tiempo pasé en aquel éxtasis profundo; al fin, haciendo una forzada reverencia, continué hacia el segundo piso. Ella no se movió. Pero me siguió con sus grandes ojos sedientos. Y cuando desaparecí, imaginé que palidecía y caía desmayada.
Una vez en mi cuarto, abrí la ventana y me puse a contemplar el campo, sin entender qué cambio había acontecido en aquel austero teatro de montañas, que ahora todo parecía cantar y brillar bajo la dulzura de los cielos. ¡La había visto! ¡Había visto a Olalla! Y los picos rocosos contestaban: «¡Olalla!». Y hasta el azur insondable y mudo repetía: «¡Olalla!». La pálida santa de mis sueños se había desvanecido para siempre, cediendo el lugar a esta mujer en quien Dios había derramado los más ricos matices y las energías exuberantes de la vida, haciéndola tan vivaz como un gamo, tan esbelta como un junco, y en cuyos grandes ojos ardían las antorchas del alma. El temblor de su vida joven, tensa como la del animal salvaje, había hincado en mí toda la fuerza de aquella alma que, acechándome desde sus ojos, cautivaba los míos, invadía mi corazón y brotaba hasta mis labios en canciones. Ella misma circulaba ya por mis venas; formaba parte de mí.
Y mi entusiasmo crecía. Mi alma se recogió en su éxtasis como en un fuerte castillo, y en vano la sitiaban de afuera mil reflexiones frías y amargas. No podía dudar de que me había enamorado de ella desde el primer momento, y con un ardor palpitante del que no tenía experiencia. ¿Qué iba, pues, a pasar? Era la hija de una familia castigada: la hija de «la señora», la hermana de Felipe: su misma belleza lo decía. Tenía, del uno, la vivacidad y el brillo: vivacidad de flecha, brillo de rocío. De otra, ese resplandecer sobre el fondo pálido de su vida, como el cáliz de una flor. Yo no podría nunca dar el nombre de hermano a aquel muchacho simplón, ni el nombre de madre a aquel bulto de carne tan hermoso como impasible, cuyos ojos inexpresivos y sonrisa perpetua me eran ahora francamente odiosos. Y si no podía casarme con Olalla, ¿entonces?...
Ella estaba desamparada en el mundo. Sus ojos, en aquella única y larga mirada a que se reducían nuestras relaciones, me habían confesado una debilidad idéntica a la mía. Pero yo sabía que aquella mujer era la que estudiaba solitaria en la fría alcoba del Norte, la que escribía versos de dolor, y esto hubiera bastado para contener a un bruto. ¿Huir? No tenía yo el valor de hacerlo. Por lo menos, me juré a mí mismo guardar la circunspección más completa.
Al alejarme de la ventana, mis ojos cayeron de nuevo sobre el retrato. El retrato se había apagado, como una vela ante la luz de la aurora: parecía seguirme penosamente con sus ojos pintados. Ahora estaba seguro de que aquel retrato se asemejaba al modelo, y me asombraba una vez más ante la tenacidad de la herencia en aquella estirpe decadente. Pero ahora la semejanza general se desvanecía para mí ante la diferencia particular. El retrato —bien lo recordaba yo— me había parecido hasta entonces una cosa superior a la vida, un producto del arte sublime del pintor más que de la naturaleza humilde; y ahora, deslumbrado ante la hermosura de Olalla, admiraba mis propias dudas. Muchas veces había contemplado la belleza sin sentirme deslumbrado; y algunas veces me habían atraído mujeres que eran bellas sólo para mí. Pero en Olalla fundía cuanto yo había apetecido sin ser capaz de imaginarlo.
No la vi al día siguiente y ya me dolía el corazón, y mis ojos la deseaban como el viajero a la luz de la mañana. Pero al otro día, al regresar a la hora acostumbrada, la encontré en la misma galería, y una vez más nuestras miradas se juntaron y penetraron. Hubiera podido hablarle, hubiera podido acercarme, pero aunque ella reinaba en mi corazón, atrayéndome como un potente imán, me contuvo un sentimiento todavía más imperioso, y, así, me limité a saludarla con una inclinación y seguí mi camino. Ella, sin contestar mi saludo, me siguió con sus bellos ojos.
Me sabía de memoria su imagen y, al recordar sus líneas, parecía leer claramente en su corazón. Vestía con algo de la coquetería materna y con buen gusto por los colores. Su vestido —que sospeché era obra de sus manos— la envolvía con una gracia sutil. Conforme a la moda del país, el corpiño se abría por el pecho, en un escote estrecho y largo en ángulo, y descansando sobre su pecho moreno se veía —a pesar de la pobreza de la casa— una medalla de oro colgada de una cinta. Por si hacía falta, estas eran pruebas bastantes de su innato amor a la vida y su carácter nada ascético. Por otra parte, en aquellos grandes ojos que se prendían a los míos pude leer profundidades de pasión y amargura, fulgores de poesía y esperanza, negruras de desesperación y pensamientos superiores al mundo. El cuerpo era amable, y lo íntimo, el alma, parecía ser más que digno de tal cuerpo. ¿Era posible que yo dejara marchitarse aquella flor incomparable, perdida en la aspereza de la montaña? ¿Era posible que yo desdeñara el precioso don que me ofrecían, con silencio elocuente, aquellos ojos? Alma encarcelada, ¿no había yo de derribar sus prisiones? Ante estas consideraciones, todos los demás argumentos desaparecían: así fuera la hija de Herodes, habría de hacerla mía. Y aquella misma noche, con un sentimiento de traición e infamia, me dediqué a ganarme al hermano. Sea que lo viera yo con buenos ojos, sea que el solo recuerdo de su hermana me hiciera ver virtudes en aquella alma imperfecta, el caso es que el muchacho me pareció más simpático que nunca; su parecido con Olalla a la vez me inquietaba y me predisponía en su favor.
Pasó el tercer día en vano: un desierto de horas. Yo no desperdiciaba ocasión y toda la tarde anduve paseando por el patio y hablando más que de costumbre con la señora, por matar el tiempo. Bien sabe Dios que ahora la estudiaba con un interés más tierno y sincero. Hacia ella, como antes hacia Felipe, sentía brotar en mí un nuevo sentimiento de tolerancia.
Con todo, aquella mujer me sorprendía: aun en mitad de mi charla, dormitaba a veces con un sueño ligero y luego despertaba sin manifestar la menor vergüenza. Esta naturalidad era lo que más me desconcertaba. Y observando los infinitos cambios de postura con que de vez en cuando saboreaba y palpaba el placer corpóreo del movimiento, me quedaba asombrado ante tal abismo de sensualidad pasiva. Aquella mujer vivía en su cuerpo: toda su conciencia estaba como hundida y diseminada por sus miembros, donde yacía con una pereza lujuriosa... Además, yo no podía acostumbrarme a sus ojos. Cada vez que volvía hacia mí aquellos dos inmensos orbes, hermosos y anodinos, abiertos a la luz del día, pero cerrados a la comunicación humana; cada vez que advertía los rápidos movimientos de sus pupilas, que se contraían y se dilataban de pronto, no sé lo que me pasaba, porque no hay nombre para expresar aquella confusión de desconcierto, repugnancia y disgusto que corría por mis nervios.
Yo intentaba darle conversación sobre mil asuntos diversos, siempre en vano. Finalmente se me ocurrió hablarle de su hija. Pero ella siguió tan indiferente. Dijo, sí, que era una chica bonita, lo cual era el mejor elogio que sabía hacer de sus hijos, pero no pudo decir nada más. Y cuando observé que Olalla parecía llevar una existencia muy tranquila, se conformó con bostezarme en la cara y después añadió que el don del habla no era cosa muy útil cuando no tenía uno nada que decirse.
—La gente habla demasiado, demasiado —añadió, mirándome con sus pupilas dilatadas.
Y volvió a bostezar, mostrándome otra vez aquella boca tan preciosa como un juguete. Me di por enterado y, abandonándola a su reposo perpetuo, subí a mi cuarto y me senté junto a la ventana. Allí me puse a ver —sin mirar— las colinas, sumergido en luminosos ensueños y creyendo oír, con la imaginación, el tono de una voz que hasta hoy no había escuchado.
Al quinto día me desperté con un ánimo profético que parecía desafiar al destino. Me sentía confiado, dueño de mí, libre de corazón, ágil de pies y manos y resuelto a someter mi amor a la prueba del conocimiento. ¡Que no padeciera más en las cadenas del silencio, arrastrando una sorda existencia que sólo por los ojos se irradia como el triste amor de las bestias! ¡Que entrara ya en pleno dominio del espíritu, disfrutando de los goces de la intimidad y de la comunicación humanas! Así pensaba yo lleno de esperanzas, como quien se embarca rumbo a El Dorado, y sin temor de aventurarme por el reino desconocido y encantado de aquella alma.
Pero al encontrarme con ella, la fuerza misma de la pasión me anonadó por completo, la palabra huyó de mí y apenas acerté a acercarme como se acerca al abismo el hombre atraído por el vértigo. Al ver que me aproximaba ella retrocedió un poco, pero sin desviar los ojos de mí y esto me animó a acercarme más. Por fin, cuando estuve al alcance de su mano, me detuve. El don de la palabra me había sido negado. Un poco más y me vería obligado a estrecharla contra mi corazón, en silencio. Y cuanto aún quedaba en mí de razón y de libertad se sublevó contra semejante disparate. De modo que permanecimos así unos segundos, con toda el alma en los ojos, cambiándonos ondas de atracción y resistiéndonos mutuamente. Hasta que, con un poderoso esfuerzo de voluntad, y con cierta vaga impresión de amargura y despecho, me volví a otra parte y me alejé silenciosamente.
¿Qué extraña fuerza me había privado de la palabra? ¿Por qué retrocedió ella, muda, con ojos fascinados? ¿Era esto amor? ¿O no era más que una atracción salvaje, inconsciente, inevitable, como la del imán y el acero? Nunca habíamos cruzado una palabra, éramos completamente ajenos el uno al otro y, sin embargo, una influencia extraña y poderosa como la garra de un gigante nos juntaba, silenciosos y absortos... Yo comenzaba a impacientarme. Sin embargo, ella era digna de mi amor: yo había visto sus libros, sus versos y, en cierto modo, divinizado su alma. Sin embargo, me parecía fría. No conocía de mí más que mi apariencia; yo la atraía como la piedra que cae al suelo; las leyes que gobiernan la Tierra, de un modo inconsciente, la precipitaban en mis brazos. Y retrocedí ante la idea de semejantes nupcias y empecé a sentirme celoso de mí mismo. Yo no quería ser amado de esa manera. Al mismo tiempo, me inspiraba compasión, considerando cuál sería su vergüenza de haber confesado así —¡ella, la estudiosa, la reclusa, la santa maestra de Felipe!— una atracción indomable hacia un hombre con quien jamás había intercambiado una palabra. Ante este sentimiento de compasión, todo lo demás fue cediendo: ya no deseaba más que encontrarme con ella para consolarla y tranquilizarla, para explicarle hasta qué punto su amor era correspondido, hasta qué punto su elección —aunque ciega— resultaba acertada.
El día siguiente amaneció espléndido. Sobre las montañas caían doseles de azul profundo, el sol reverberaba y el viento en los árboles y los torrentes en las cañadas poblaban el aire de música. Pero yo me sentía muy triste. Mi corazón lloraba por Olalla como llora el niño por su madre. Me senté en una roca, junto a las escarpaduras que limitan la meseta por el lado norte y me puse a contemplar el valle boscoso donde no había huellas humanas. Me hacía bien contemplar aquella región desierta. Sólo me faltaba Olalla. ¡Qué delicia, qué singular gloria el pasarme toda la vida a su lado, en medio de aquel aire puro, en aquel escenario encantador y abrupto! Así me sentía con un sentimiento de aflicción que poco a poco se fue transformando en un gozo alegre, y haciéndome sentir que crecía en estatura y fuerzas como un nuevo Sansón.
Y, de pronto, apareció Olalla y se me acercó. Salió de un bosquecillo de alcornoques y vino directamente hacia mí. Me puse en pie. Había en su andar tanta vida, ligereza y fuego que quedé deslumbrado, a pesar de que venía lentamente y con gran mesura. Pero en su misma lentitud había fuerza, tanta como si corriera, como si volara hacia mí. Se acercaba con los ojos bajos. Cuando estuvo cerca, se dirigió a mí sin mirarme. Al oír el sonido de su voz me saltó el corazón. ¡Había esperado tanto aquel instante, aquella prueba última de mi amor! ¡Oh, qué clara y precisa su articulación, qué distinta de aquel balbuceo torpe de la familia! Su voz, aunque más grave que en la mayoría de las mujeres, era femenina y juvenil. Las cuerdas vocales eran ricas: dorados sones de contralto mezclados con unas notas roncas: así eran también las mechas rojas tejidas entre sus cabellos castaños. No sólo era una voz que me llegaba al alma: era una voz que definía a Olalla. Pero sus palabras me sumieron en una profunda desesperación.
—Debe alejarse de aquí hoy mismo.
Su ejemplo me alentó y al fin pude romper las amarras del lenguaje. Me sentí aligerado de un peso, libertado de un conjuro. No sé lo que contesté. En pie, frente a ella, entre las rocas, volqué todo el ardor de mi alma, diciéndole que sólo vivía pensando en ella, que sólo soñaba con su belleza y que estaba dispuesto a abandonar patria, lengua y amigos para merecer vivir a su lado. Y después, recobrándome, cambié el tono, la tranquilicé, la consolé, le dije que adivinaba en ella un alma piadosa y heroica, de quien no me consideraba compañero indigno y de cuyas luces y trato quería participar.
—La Naturaleza —le dije— es la voz de Dios, que el hombre no puede desobedecer sin riesgos. Y si de tal manera nos hemos sentido atraídos, casi por un milagro de amor, esto indica que hay una adecuación divina en nuestras almas; esto indica —proseguí— que estamos hechos el uno para el otro, que seríamos unos locos —exclamé—, unos locos rebeldes, alzados contra la voluntad de Dios, si desoyéramos el instinto.
Ella movió la cabeza:
—Usted debe irse hoy mismo —repitió. Y después, con un gesto brusco, con voz ronca—: No, hoy no, mañana.
Ante este desfallecimiento, mis esfuerzos redoblaron en marejada. Alargué las manos suplicantes, grité su nombre y ella saltó a mi cuello y se apretó contra mí. Las colinas parecieron bambolearse, la tierra estremecerse a nuestros pies. Sufrí como un choque que me dejó ciego y aturdido. Y un instante después ella me rechazó, se escapó de mis brazos y huyó, con la ligereza de un ciervo, por entre los alcornoques de abajo.
Me quedé inmóvil, clamé a las montañas y al rato me volví camino de la casa, pareciéndome que flotaba en el aire. ¿De modo que ella me despedía, pero bastaba que yo pronunciara su nombre para que cayera en mis brazos? ¡Debilidad de muchacha, a que ella misma, tan superior a su sexo, no era ajena! ¿Irme yo? ¡No, yo no, Olalla; no, yo no, Olalla, Olalla mía! Un pájaro cantaba en el campo: los pájaros eran raros en aquella estación. Sin duda era un buen augurio, sí. Y de nuevo todas las fuerzas de la Naturaleza, desde las montañas poderosas y sólidas hasta la hoja leve y la más diminuta mosca que flota en la penumbra del bosque, empezaron a girar a mi alrededor con alegría. El sol cayó sobre las colinas tan pesado como un martillo sobre el yunque, y las colinas vacilaron. La tierra, con la insolación, exhaló profundos aromas. Los bosques humeaban al sol. Sentí circular por el mundo la fuerza de la alegría y el trabajo. Y aquella fuerza elemental, ruda, violenta, salvaje —el amor que gritaba en mi corazón—, me abrió como una llave los secretos de la Naturaleza, y aun las piedras con que tropezaban mis pies me parecían cosas vivas y fraternales. ¡Olalla! Su contacto me había removido, renovado y fortalecido hasta el punto de recobrar el concierto perdido con la tierra, hasta una culminación del alma que los hombres han olvidado en su mediocre vida civilizada. El amor ardía en mi pecho con furia y la ternura me derretía: yo la odiaba, la adoraba, la compadecía, la reverenciaba con éxtasis. Por una parte era la cadena que me unía a muchas cosas pasadas; por otra, la que me unía a la pureza y la piedad de Dios: algo a la vez brutal y divino, entre inocencia pura y desatada fuerza del mundo.
Me daba vueltas la cabeza cuando entré en el patio y, al encontrarme con la madre, tuve una revelación. La madre yacía sentada, toda pereza y contento, pestañeando bajo el sol ardiente, llena de pasiva alegría, criatura aparte. Al verla, todo mi ardor se apagó como avergonzado. Me detuve y, dominándome lo mejor que pude, le dije dos o tres palabras al azar. Ella me miró con su imperturbable bondad y su voz, al contestarme, me pareció salir de aquel reino de paz en que siempre estaba sumergida. Entonces, por primera vez, cruzó por mi mente una noción de respeto hacia aquel ser tan invariablemente ingenuo y feliz, y proseguí mi camino preguntándome cómo había podido azorarme de esa manera.
Sobre mi mesa encontré una hoja del mismo papel amarillento que había visto en el aposento del ala norte: estaba escrita con lápiz y por la misma mano, la mano de Olalla. Muy alarmado, cogí el papel y leí:
Si hay en usted algún sentimiento de bondad hacia Olalla, si hay en usted alguna consideración para el desdichado, váyase de aquí hoy mismo; por compasión, por su honor, por Aquel que murió en la Cruz, le ruego que se vaya.
Me quedé un rato sin saber qué pensar y de pronto se despertó en mí un impulso de rechazo hacia la vida. La luz se apagó en las colinas y empecé a temblar como un hombre aterrorizado. Aquel hueco que se abría en mi vida me acobardaba como el vacío físico. Ya no se trataba de mi corazón, ni de mi felicidad, sino de mi vida misma. Y no podía renunciar a Olalla. Me lo dije una y otra vez. Y luego, como en sueños, me dirigí a la ventana, alargué la mano para abrirla y distraído rompí la vidriera. La sangre saltó de mi muñeca. Recobrando instantáneamente el juicio perdido, la apreté con el pulgar para contener la diminuta fuente y me puse a pensar en el remedio. En mi cuarto no había nada que me sirviera; además, era preciso que alguien me ayudara. Se me ocurrió que la misma Olalla podría ayudarme y bajé al otro piso, siempre conteniéndome la sangre.
No encontré a Olalla ni a Felipe, y entonces me dirigí al rincón del patio donde la señora estaba acurrucada, cabeceando junto al fuego, porque todo calor era poco para ella.
—Dispense usted, señora —le dije—, si la molesto, pero necesito que me ayude.
Me miró con somnolencia y me preguntó qué pasaba. Al tiempo que yo le respondía, me pareció que respiraba con fuerza, que se le dilataban las ventanas de la nariz y que por primera vez entraba de lleno en la vida.
—Que me he herido —le dije— y creo que la herida es seria. Mire usted.
Y le mostré la mano, de donde manaba y caía la sangre.
Sus grandes ojos se abrieron inmensamente, las pupilas se redujeron a puntos, un velo cayó de su cara, que al fin adquirió una expresión marcada, aunque indefinible. Y mientras yo contemplaba estupefacto semejante transformación, ella, saltando de pronto sobre mí, me cogió la mano, se la llevó a la boca y me dio un mordisco hasta los huesos. El dolor, la sangre que brotó, el horror mismo de aquel acto, todo obró sobre mí con tal fuerza que la rechacé de un empujón; pero ella siguió atacándome, arrojándose sobre mí con gritos bestiales, gritos que entonces reconocí, los mismos gritos que me habían despertado la noche del huracán. Tenía toda la fuerza de la locura y mi fuerza se debilitaba con la pérdida de sangre, además del trastorno enorme que me había causado aquel acto abominable. Materialmente estaba cogido contra la pared, cuando Olalla llegó corriendo a separarnos y Felipe, que se acercó de un salto, logró derribar a su madre.
Y desfallecí. Podía ver, oír y sentir, pero era incapaz de moverme. Oí claramente que los dos cuerpos luchaban rodando por el suelo. Ella intentaba atraparme, él de impedirlo, y los alaridos de gato montés llegaban hasta el cielo. Sentí que Olalla me cogía en brazos, que su cabellera barría mi cara y que, con la fuerza de un hombre, me levantaba y llevaba a cuestas por las escaleras hasta mi cuarto y me descargaba en la cama. Después la vi correr hacia la puerta, cerrar con llave y quedarse un rato escuchando los gritos salvajes que poblaban la casa. Al poco, rápida como el pensamiento, se me acercó, me vendó la mano y la llevó sobre su corazón, gimiendo y lamentándose con un rumor de paloma. No hablaba: no salían palabras de su boca, sino sonidos más bellos que el lenguaje, infinitamente conmovedores y tiernos. En medio de mi postración, cruzó por mi mente un pensamiento, un pensamiento que me hizo daño como una espada, un pensamiento que, como un gusano en una rosa, vino a profanar la santidad de mi amor. Sí, aquellos murmullos y ruidos eran muy bellos y era indudable que la misma ternura los inspiraba; pero... ¿eran acaso humanos?
Todo el día estuve acostado. Durante mucho tiempo siguieron oyéndose los gritos de aquella hembra abominable que luchaba con su cachorro, lo cual me llenaba de amargura y de horror. Eran los gritos de muerte de mi amor; mi amor había sido asesinado y en su muerte había ofensa. Y, sin embargo, por mucho que lo pensaba y lo sentía así, el amor todavía se agitaba en mí como una tormenta de dulzura y mi corazón se deshacía ante las miradas y las caricias de Olalla. Aquella terrible idea que había surgido de mi mente, aquella sospecha sobre la normalidad de Olalla, aquel elemento salvaje y bestial que se descubría en la conducta de toda aquella familia, y aun se dejaba sentir en los comienzos de mi historia de amor. Todo esto, por mucho que me desanimara, molestara y enfermara, no era capaz de romper el encantamiento.
Cuando cesaron los gritos, se oyeron unos golpes en la puerta: era Felipe. Olalla estuvo hablando con él, a través de la puerta, no sé qué. Pero ya no se alejó más de mi lado: se arrodillaba junto a mi cama con plegarias fervientes, se sentaba, mirándome largamente a los ojos. Así, durante unas seis horas, me estuvo embriagando con su belleza y dejándome repasar silenciosamente la lección de su cara. Contemplé la medalla de oro que llevaba en el pecho, admiré aquellos ojos que brillaban y se oscurecían por instantes. No le oí hablar más lenguaje que el de la bondad infinita. Miré hasta saciarme aquella cara perfecta y adiviné, a través del vestido, las líneas de aquel cuerpo perfecto.
Por fin cayó la noche y en la oscuridad creciente de la alcoba su imagen se me iba perdiendo poco a poco, pero el contacto suave de su mano persistía en la mía y me hablaba a través de ella. Yacer así, en mortal desfallecimiento, y embriagarse con la belleza de la amada es sentir que se reaviva el amor a pesar de todos los despechos. Yo reflexionaba, reflexionaba... Y cerré los ojos a todos los horrores y otra vez me sentí lo bastante audaz como para aceptar el peor de todos. ¿Qué importaba todo si aquel imperioso sentimiento sobrevivía, si todavía sus ojos me atraían y magnetizaban, si ahora, como antes, todas las fibras de mi cuerpo agobiado se encaminaban hacia ella? Muy entrada ya la noche, me recobré un poco y pude hablar:
—Olalla —le dije—, no importa lo pasado. No quiero saber nada. Estoy contento. La amo.
Ella se arrodilló otra vez y se puso a orar y yo respeté sus devociones. La luna brillaba en las ventanas, difundiendo una vaga claridad por el cuarto, con la que podía distinguir a Olalla. Cuando se incorporó, la vi hacer el signo de la cruz.
—Ahora me toca a mí hablar —dijo— y a usted escuchar. Yo sé bien a qué atenerme y sé bien lo que hago; usted sólo sospecha algo. He estado rezando, ¡oh, cuánto he rezado!, para que usted se aleje de aquí. Yo se lo he pedido, y sé bien que habrá aceptado, o, por lo menos, déjeme que lo crea así.
—La amo a usted —le dije.
—¡Y pensar —continuó ella tras una pausa— que usted ha vivido en el mundo, que es un hombre y un hombre juicioso, y yo no soy más que una simple muchacha! Perdóneme si parece que trato de darle lecciones, yo, que soy tan ignorante como el árbol de la montaña. Pero después de todo, aun el que ha aprendido mucho no ha hecho más que tocar levemente el conocimiento: aprende, por ejemplo, las leyes del mundo, concibe la dignidad de los planes generales de las cosas..., ¡pero el horror del hecho huye de su memoria! Nosotras, las que nos quedamos en casa a rumiar el alma, sólo nosotras lo recordamos, sólo nosotras creo yo que tenemos bastante prudencia y compasión. Váyase, será lo mejor; váyase y acuérdese de mí. Así al menos viviré entre sus gratos recuerdos con una vida tan real como la que llevo en mí misma.
—La amo a usted —repetí.
Y con mi mano herida tomé la suya, la llevé a mis labios y la besé. Ella no se resistió, aunque se agitó un poco, y me pareció que me contemplaba con una expresión que, sin dejar de ser bondadosa, era triste y desconcertada. De pronto tomó una resolución extrema: se inclinó un poco, atrajo mi mano y la puso donde más latía su corazón.
—Aquí —me dijo—, aquí está tocando la fuente de mi vida. Sólo palpita por usted: es suyo. Pero ¿es mío siquiera? Es mío hasta donde puedo tomarlo y ofrecérselo como lo haría con el medallón que llevo al cuello, como podía arrancar de un árbol una rama para dársela. ¡Pero no es lo bastante mío! Yo vivo, o creo vivir, si esto es vida, en un sitio aparte, prisionera impotente, arrastrada y ensordecida por una multitud de seres que en vano repudio. Jadeando como jadea el costado del animal con la fatiga, este corazón palpitante ha reconocido en usted a su dueño. Él le ama, es cierto. Pero ¿y mi alma, le ama mi alma? Tal vez no. No lo sé, temo preguntárselo. Cuando usted me habla, sus palabras vienen de su alma, las pide a su alma... Sólo por el alma podría adueñarse de mí.
—Olalla —dije yo—, el alma y el cuerpo son lo mismo, y más para las cosas de amor. Lo que el cuerpo escoge, lo ama el alma; donde el cuerpo se acerca, el alma se junta; y juntos los cuerpos, las almas se juntan al mandato de Dios, y lo más bajo de nosotros (si es que tenemos derecho a juzgar) no es más que el fundamento y raíz de lo más alto.
—¿Ha visto los retratos que hay en la casa? —continuó ella—. ¿Se ha fijado en mi madre o en Felipe? ¿En ese retrato que está allí? La modelo murió hace muchos años: fue una mujer que hizo mucho mal. Pero mire usted: su mano está reproducida en la mía, línea por línea; tiene mis mismos ojos, mis propios cabellos. ¿Qué es, pues, mío de todo esto, y dónde estoy yo? ¡Si todas las curvas de este pobre cuerpo que usted desea, y por el cual se imagina que me quiere, si todos los gestos de mi cara, y hasta el tono de mi voz, las miradas de mis ojos (y eso en el momento en que hablo al que amo), han pertenecido ya a tantos otros!... Otras, en otro tiempo, han subyugado a otros hombres con estos mismos ojos; otros hombres han oído los reclamos de esta misma voz. En mi seno viven las almas de los muertos: ellos me mueven, me arrastran, me conducen; soy una muñeca en sus manos y soy mera reencarnación de rasgos y atributos que el pecado ha ido acumulando en la quietud de las tumbas. ¿Es a mí a quien ama usted, amigo mío? ¿No es más bien a la estirpe que me hizo? ¿Ama usted, acaso, a la pobre muchacha que no es dueña de una sola parte de sí misma? ¿O ama usted más bien la corriente de la que ella es un remanso pasajero, el árbol del que ella no es más que un fruto pasajero? La raza existe: es muy antigua, es siempre joven, lleva en sí su eterno destino; sobre ella, como las olas sobre el mar, el individuo sucede al individuo, engañado con una apariencia de libertad; pero los individuos no son nada. Hablamos del alma... ¡y el alma está en la raza!
—Usted intenta rebelarse contra la ley común —dije yo—. Se rebela contra la voz de Dios, tan persuasiva como imperiosa. ¡Óigala! Escuche cómo habla adentro de nosotros. Su mano tiembla en mi mano, su pecho palpita a mi contacto, y los elementos ignorados que nos integran se despiertan y agitan con una sola mirada. La arcilla terrestre, recordando su independencia primitiva, quisiera juntarnos en uno. Caemos el uno hacia el otro como se atraen las estrellas en el espacio o como va y viene la marea, en virtud de leyes más antiguas y más poderosas que nosotros.
—¡Ay! —exclamó ella—. ¿Qué voy a decirle a usted? Mis padres, hace ochocientos años, gobernaban toda esta comarca; eran sabios, grandes, astutos y crueles; eran, en España, una raza escogida; sus enseñas conducían a la guerra; los reyes los llamaban primos; el pueblo, cuando veía que alzaban horcas o cuando, al regresar a sus cabañas, las encontraba ardiendo, maldecía sus nombres. De pronto sobreviene un cambio. El hombre ha surgido del salvaje y como ha subido de nivel, puede otra vez caer. El soplo de la fatiga comenzó a azotar a aquella raza y las normas se relajaron, y los hombres empezaron a degenerar; su razón se fue adormeciendo, sus pasiones se agitaron en torbellino, reacias e insensibles como el viento en los cañones de la montaña. Todavía conservaban el don de la belleza, pero no ya la mente sabia ni el corazón humano. La simiente se propagaba, se revestía de carne, y la carne cubría los huesos, pero aquello era ya carne y hueso de salvajes, sin más racionalidad que la de la última bestia. Se lo explico a usted como puedo. Usted habrá apreciado ya por sí mismo en lo que se ha convertido mi familia condenada. En este descenso inevitable, yo tengo algo de suerte, y puedo ver un poco hacia atrás y hacia adelante, calculando así lo que perdimos y lo que aún estamos sentenciados a perder. ¿Y he de ser yo, yo misma, que habito con horror esta morada de la muerte, este cuerpo, quien repita el conjuro funesto? ¿He de obligar a otro ser tan renuente a ello como yo misma a vivir dentro de esta abominable morada que yo no puedo soportar? ¿Puedo yo misma empuñar este vaso humano y cargarlo de nueva vida como de nuevo veneno, para lanzarlo después, como fuego devastador a la cara de la posteridad? No, mi voto está hecho; la estirpe tiene que desaparecer de la faz de la Tierra. A estas horas mi hermano estará terminando los preparativos. Pronto hemos de oír sus pasos en la escalera. Usted se irá con él y yo no volveré a verlo en mi vida. Recuérdeme de vez en cuando como a una pobre criatura para quien la lección de la vida fue muy cruel, pero que supo aprovecharla con valor. Recuérdeme como una mujer que lo amó, pero que se odiaba tanto a sí misma que hasta su mismo amor le era repugnante; como una mujer que lo rechazó y que hubiera querido retenerlo para siempre a su lado; que nada desea más que olvidarlo, y nada teme más que ser olvidada.
Y se encaminaba hacia la puerta, y su voz rica y profunda se oía cada vez más lejana. Al llegar a la última palabra, ya había desaparecido del todo, dejándome solo, envuelto en la claridad de la luna. No sé lo que hubiera hecho, de habérmelo permitido la extrema debilidad en que estaba. Se apoderó de mí la desesperación más negra. Poco después entró en mi estancia la luz rojiza de una linterna. Era Felipe que, sin decir palabra, me cargó sobre sus hombros y echó a andar. Y así traspasamos la puerta, junto a la cual ya nos esperaba el coche.
A la luz de la luna, las colinas se destacaban como recortadas en tarjetas; sobre la llanura, y entre los árboles pequeños que se mecían y brillaban, el inmenso cubo negro de la mansión resaltaba como una masa compacta, donde sólo se veían tres ventanas tenuemente iluminadas en el frente norte, sobre la puerta. Eran las ventanas de Olalla. Yo, mientras el carro avanzaba y saltaba entre la noche, mantenía los ojos fijos en ellas. Por fin, al bajar al valle, las perdí de vista. Felipe iba silencioso, en el pescante. De vez en cuando, frenaba un poco la mula y se volvía a mirarme. Poco a poco se me fue aproximando y puso su mano en mi cabeza. Había tanta bondad en aquella caricia, tanta sencillez animal, que las lágrimas salieron de mí como la sangre de una arteria rota.
—Felipe —le dije—, llévame adonde no me hagan preguntas.
No dijo nada, pero hizo girar a la mula, desanduvo un trecho, y entrando por otra senda me condujo al pueblecito de la montaña, que era, como en Escocia decimos, el kirkton, la diócesis de aquel populoso distrito. Vagamente bullen en mi memoria los recuerdos del amanecer en los campos, del coche que se detiene, de unos brazos que me ayudan a descender, de un humilde cuarto en que me alojan y de un desmayo profundo como un sueño.
Al día siguiente, y al otro, y al otro, el sacerdote asistió a mi cabecera con su caja de rapé y su breviario. Después, cuando empecé a restablecerme, me dijo que estaba bien de salud y me convenía apresurar mi regreso. Y, sin dar sus razones, sorbió un poco de rapé y me miró de reojo. Yo no me hice el desentendido. Comprendí que había hablado con Olalla.
—Y ahora, señor —le dije—, pues ya sabe usted que no lo pregunto con mala intención, ¿qué me cuenta usted de esa familia?
Me dijo que eran muy desgraciados, al parecer, una raza decadente, y que eran muy pobres y habían vivido muy abandonados.
—Pero no ella —le dije—. Gracias a usted, sin duda, ella es muy instruida y mucho más sabia de lo que suelen ser las mujeres.
—Sí —afirmó—, la señorita es muy ilustrada. Pero la familia es de lo más ignorante.
—¿La madre también? —pregunté.
—Sí, también la madre —dijo el sacerdote tomando rapé—. Pero Felipe es un chico con buenas intenciones.
—La madre es muy extraña, ¿verdad?
—Mucho —asintió el sacerdote.
—Señor, creo que nos andamos con circunloquios —dije yo—. Usted debe de conocer mi situación mejor de lo que aparenta. Sabe bien que mi curiosidad es, por muchas causas, justificada. ¿No quiere usted ser franco conmigo?
—Hijo mío —dijo el anciano—, seré muy franco con usted en asuntos de mi competencia, pero en los que ignoro no hace falta mucha prudencia para comprender que debo callar. No he de fingir ni disimular: entiendo perfectamente lo que quiere decirme, pero ¿qué quiere que le diga, sino que todos estamos en manos de Dios y que sus caminos no son los nuestros? Hasta lo he consultado ya con mis superiores eclesiásticos, pero ellos también permanecen mudos. Se trata de un misterio muy grande.
—¿La señora está loca? —pregunté.
—Le diré lo que creo: creo que no lo está —dijo el buen cura—, o no lo estaba al menos. Cuando era joven (Dios me perdone: temo haber abandonado un poco a mi oveja) seguramente estaba cuerda; y, sin embargo, ya se le notaba ese síntoma, aunque no llegaba a los extremos de ahora. Ya antes de ella lo había tenido su padre; y aun creo que venía de más atrás. Por eso, tal vez, nunca hice mucho caso... Pero estas cosas crecen y crecen no sólo en el individuo, sino en la estirpe.
—Cuando era joven —comencé, y mi voz tembló un instante, y tuve que hacer un esfuerzo para continuar—, ¿se parecía a Olalla?
—¡No, por Dios! —exclamó—. No quiera Dios que nadie se figure tal cosa de mi penitente favorita. No, no; la señorita (salvo en su belleza, que yo, honradamente, desearía que fuera menor) no se parece a lo que fue su madre ni en un cabello. No quiero que se figure usted eso, aunque sabe el cielo que más le valdría a usted figurárselo.
Entonces me incorporé en la cama y abrí mi corazón al anciano. Le conté nuestro amor y la decisión de ella. Le confesé mis propios temores, mis imaginaciones tristes y pasajeras, aunque asegurándole también que se habían acabado ya. Y con una sumisión no fingida, apelé a su juicio.
Me escuchó con paciencia y sin la menor sorpresa. Y cuando terminé se quedó callado un buen rato. Al fin dijo así:
—La Iglesia... —y se detuvo para pedir excusas—. Hijo mío: había olvidado que no es usted cristiano. Pero es la verdad: en un punto tan excepcional como este, puede decirse que la misma Iglesia no ha decidido nada. Sin embargo, ¿quiere usted que le dé mi opinión? En esta materia el mejor juez es la señorita. Y yo acepto su sentencia.
Después se despidió y en adelante sus visitas fueron menos frecuentes. Lo cierto es que, en cuanto me restablecí del todo, hasta parecía temer y huir de mi compañía, no por mí, sino por escapar del enigma de la esfinge. También en el pueblo se me ignoraba. Nadie quería guiarme por la montaña. Yo creo que me miraban con desconfianza y los más supersticiosos incluso se santiguaban al verme. Al principio lo achacaba a mis ideas heréticas, pero poco a poco fui comprendiendo que la causa de todo era mi estancia en la triste mansión. Aunque nadie hace caso de supersticiones vulgares, sentía que sobre mi amor iba cayendo una sombra fría. No diré que lo apagaba, no: más bien servía para enfurecerlo.
Pocas millas al oeste del pueblo había un paso en la sierra desde donde era fácil distinguir la casa. Allí iba diariamente a respirar el aire libre. En la cima había un bosque y en el sitio justo en que el camino salía del bosque se alzaba un montón de rocas. Encima había un crucifijo de tamaño natural y de expresión más que dolorida. Aquel era mi lugar predilecto. Desde allí, día tras día, acechaba el valle y la antigua casona, y podía ver a Felipe, no mayor que una mosca, que iba y venía por el jardín. A veces había niebla, niebla que el viento de la montaña acababa por disipar. A veces todo el valle dormía a mis pies ardiendo al sol. Otras, la lluvia tendía sobre él sus redes. Aquel vigilar a distancia, aquella contemplación interrumpida del sitio en que mi vida había sufrido tan extraño cambio, ayudaban a mi humor indeciso. Allí me pasaba los días enteros, discutiendo para mis adentros los diversos aspectos de la situación, ya doblegándome ante las seducciones del amor, ya aceptando la prudencia, y finalmente volviendo a mi indecisión primera.
Un día que estaba, como de costumbre, sentado en mi roca, pasó por allí un campesino, un hombre alto envuelto en una manta. Era forastero y no me conocía ni de oídas, porque, en lugar de alejarse de mí, como todos, me abordó, se sentó a mi lado y nos pusimos a conversar. Me dijo, entre otras cosas, que había sido mulero y en otro tiempo había frecuentado mucho aquella sierra. Más tarde había servido al ejército con sus mulas, había logrado ahorrar algo y ahora vivía retirado con su familia.
—¿Y conoce usted aquella casa? —le pregunté señalando la residencia, porque yo no podía hablar más que de Olalla.
Me miró frunciendo el ceño, se santiguó y me dijo:
—¡Y bien que sí! Como que allí vendió el alma a Satanás un compañero. ¡La Virgen María nos guarde de tentaciones! Pero ya lo ha pagado, porque a estas horas está ardiendo en los vivos infiernos.
Sentí un vago terror. No supe qué decir. Y el hombre, como hablando para sí, continuó:
—¡Sí, ya lo creo que la conozco! Alguna vez he entrado allí. Nevaba mucho, y el viento arrastraba la nieve. De seguro andaba la muerte suelta en la montaña, pero era peor todavía en aquel hogar. Y verá usted, señor: entré, cogí del brazo a mi compañero, lo arrastré hasta la puerta, le pedí por lo más sagrado que huyera conmigo; hasta me arrodillé en la nieve y vi claramente que estaba conmovido. Pero en ese instante se asomó ella por la galería y lo llamó por su nombre. Él se volvió. Ella, con una lámpara en la mano, le llamaba y le sonreía. Yo invoqué el nombre de Dios y le eché encima los brazos, pero él me dio un empujón y se me escapó. Ya había escogido para siempre entre el Bueno y el Malo. ¡Dios nos ayude! Yo hubiera rezado por él. ¿Para qué? Hay pecados con los que no puede ni el Papa.
—¿Y en qué paró al fin su amigo?
—¡Hombre, sabe Dios! —dijo el arriero—. A ser cierto lo que se cuenta, su fin fue, como sus pecados, para erizar los cabellos.
—¿Quiere usted decir que lo mataron?
—Claro que lo mataron —repuso el hombre—. Pero ¿cómo, eh? ¿Cómo? Hay cosas que sólo nombrarlas es pecado.
—La gente que vive allí... —comencé a decir.
Pero él me interrumpió rudamente:
—¿Qué gente? ¡Si en esa casa de Satanás no vive nadie! ¿Cómo? ¿Tanto tiempo de vivir aquí y no saberlo?
Y aquí, acercándose, me habló al oído, como temiendo que las aves de la montaña lo oyeran y enfermaran de horror.
Lo que me contó, ni era cierto ni muy original: una nueva versión, remendada por la superstición e ignorancia de los campesinos, de cuentos tan viejos como el hombre. Lo único que me impresionó fue la moraleja final.
En otro tiempo, me dijo, la Iglesia hubiera podido quemar aquel nido de basiliscos, pero ahora la Iglesia es débil. Su amigo Miguel no había sido castigado por la mano del hombre, sino abandonado al tremendo castigo de Dios. Eso no era justo y no debía repetirse. El cura estaba ya viejo y probablemente también a él lo habían embrujado. Pero ahora el rebaño estaba más alerta para cuidarse solo, y algún día —no lejano— el humo de aquella casa subiría al cielo.
Me dejó horrorizado. ¿Qué hacer? ¿Prevenir al cura o directamente a los amenazados? La suerte iba a decidirlo por mí. En efecto, mientras yo vacilaba, vi aparecer por el camino a una mujer cubierta con un velo. El velo no podía engañar a mi vista. En todas las líneas y movimientos del cuerpo reconocí a Olalla. Y, ocultándome tras la roca, la dejé llegar a la cumbre. Entonces me dejé ver. Ella, reconociéndome, se detuvo sin decir palabra. Yo también permanecí silencioso. Y así estuvimos contemplándonos, con apasionada amargura.
—Creí que ya se había ido de aquí —dijo ella al cabo—. Es lo mejor que puede hacer por mí: alejarse. ¡Y usted que se empeña en quedarse!... Pero ¿no ve que cada día acumula peligros de muerte, no sólo sobre su cabeza, sino también sobre la nuestra? Han corrido rumores por la montaña: hablan de que usted está enamorado de mí y la gente no lo toleraría...
Comprendí que ya estaba informada del peligro que amenazaba su casa: más valía así.
—Olalla —le dije—. Estoy dispuesto a partir este mismo día, esta misma hora, pero no solo.
Ella dio unos pasos y se arrodilló ante el crucifijo. Y yo me quedé contemplando alternativamente a aquella devota y al objeto de su adoración: ya la hermosa figura de la penitente, ya el semblante lívido y embadurnado, las llagas pintadas y las flacas costillas de la imagen. El silencio sólo era turbado por los lamentos de unos pájaros que revoloteaban, como asustados, por las cumbres. Al fin, Olalla se levantó, se volvió hacia mí, alzó su velo y, apoyándose con una mano en el madero de la cruz, me contempló con semblante pálido y doliente:
—Tengo —dijo— la mano puesta en la cruz. Mi confesor me ha dicho que usted no es cristiano. No importa: por un instante contemple usted a través de mis ojos el rostro del Crucificado. Todos somos, como Él, herederos del pecado; todos tenemos que soportar y expiar un pasado que no es nuestro; en todos hay, hasta en mí, un reflejo divino. Como Él, todos debemos padecer un poco, mientras se hace la paz de la mañana. Déjeme usted seguir a solas mi camino, así estaré menos sola, porque me acompañará Aquel que es amigo de todos los que sufren; así seré más dichosa, porque habré dicho adiós a las dichas terrestres y aceptado voluntariamente mi parte de dolor.
Alcé los ojos para ver el rostro del Cristo y, aunque no gusto de imágenes y desdeño este arte imitativo, invadió mi espíritu un vago sentimiento del símbolo. El rostro, caído, me contemplaba con una contracción de dolor y muerte, pero rayos de gloria lo circundaban, haciéndome recordar la grandeza del sacrificio voluntario. En lo alto, coronando la roca, como en tantos otros caminos, predicando en vano al pasajero, el Crucifijo se alzaba, emblema imponente de austeras y nobles verdades: que el placer no es un fin, sino un simple acaso, que el dolor es la opción del magnánimo, que la virtud está en sufrir y hacer siempre el bien... Y empecé, en silencio, a bajar la cuesta. Y cuando por última vez volví la cara, antes de internarme en el bosque, vi a Olalla, abrazada todavía a la cruz.