ROSTROS LEÍDOS
Siempre he sostenido como apasionada manía personal que los escritores han de tener un rostro. El que lee necesita mirarles a la cara. No soporto las ediciones sin retrato del autor. A veces surge la necesidad urgente de reprocharle cualquier cosa, de hacerle una pregunta sobre su texto, de ver qué gesto pone mientras nosotros leemos, de adivinar en el mapa de sus facciones algunos secretos de su vida, de sus libros, y quizá misterios de nosotros mismos. La figura es imprescindible. Me siento mucho más conocedor y cercano de aquellos autores cuyo rostro he ido investigando a lo largo de los años en que los fui leyendo.
Propongo entrar en Robert Louis Stevenson por sus retratos: el de sir William Blake Richmond de 1887, año en que murió Thomas Stevenson, su padre, y cuando Robert Louis abandonó Escocia, representación cuya tristeza puede admirarse en la National Portrait Gallery. Remitirnos al del niño Stevenson apoyando el brazo en el respaldo del sillón desde donde nos mira —severo, lejano— el padre, a quien el hijo admira, teme, y no le toca.
A los treinta y cinco años —con un rostro que aparenta más de cuarenta—, la época en que escribe EL DR. JEKYLL Y MR. HYDE, fue retratado por John Singer Sargent, según puede verse en el Taft Museum de Cincinnati (Ohio). De este mismo año hay una fotografía hecha por Lloyd Osbourne, su hijastro y colaborador. En ella, Robert Louis hace un alto en la escritura —¿quizá en la redacción del mismo relato estremecedor que hoy presentamos?— y nos mira. De todos los rostros que muestran libros, postales, galerías y museos, es quizá éste en el que más podemos imaginar la comprobación de su misterio y la proximidad de su presencia. Unos ojos directos y sensibles, unas manos capaces de hacer que en el papel broten jardines, enigmas, aventuras, versos. Y memoria. En todo rostro hay recuerdos. Y por eso podemos asomarnos a la vida en unos ojos. Uno de los poemas de Stevenson lo refiere:
Aunque profunda indiferencia adormezca
la cansina vida que hay bajo mi frente,
y todas las cosas externas que veo
para mí se hagan cortina de nieve,
en lo más hondo de mi turbio sentido
seguirá predominando tu belleza 1.
En la mirada que R. L. Stevenson nos dirige desde hace casi exactamente un siglo están sus amores, sus dolencias físicas y sus heridas espirituales, sus libros y sus sueños. O a uno le gusta pensar que lo están. Y contemplando ese claroscuro —fotógrafo espléndido el hijo de Fanny Osbourne— queremos realizar el conjuro: traer aquí, al pórtico de uno de sus textos más justamente célebres, su imagen, para que con ella, de su mano pálida de enfermo viajero en pos de una salud imposible, vengan los rostros de sus criaturas, que son —como en toda obra literaria— los verdaderos retratos de su autor, y que imaginaremos así mejor que en figuras concretas.
Estos otros rostros es preferible no verlos: los excelentes dibujos de Mervyn Peake, por ejemplo, que ilustraron la edición inglesa de La isla del tesoro en 1949, pueden resultar inadecuados para quien imaginó a John Silver con el rostro de Robert Newton o Wallace Beery en sus versiones cinematográficas 2, o para quienes soñamos a nuestro caprichoso modo las figuras de Jim Hawkins, Perro negro o Ben Gunn.
Dibujemos, pues, los rostros de sus criaturas con los porcentajes convenientes de nuestros sueños y de la cara de su autor. Así tendremos nuestros propios retratos del príncipe Florian de Bohemia, que vivió a su particular modo las nuevas Mil y Una noches; del errante príncipe Otón de Grunewald; de aquel que, a su vez, tuvo dos rostros: Jekyll-Hyde; del inolvidable David Balfour, antepasado de Stevenson, como éste lo fue de Graham Greene; de la vampírica Olalla; de Juana la Cuellituerta y de Markheim, fantasmas para una pesadilla; del desventurado John Nicholson; del valiente Dick Shelton, el héroe de La flecha negra.
Podríamos seguir evocando las facciones íntimas, necesarias e imposibles de las restantes novelas de Stevenson, pero quizá sea mejor hacer un viaje más concreto sobre esa sucesión, presente siempre la imagen —esa sí, concreta, aunque no menos misteriosa— de su autor.
A TRAVÉS DE SU VIDA Y SU OBRA
Cuando en 1888 se publica en forma de libro La flecha negra (que ya había aparecido por entregas en 1883), último título que citábamos en nuestro conjuro de rostros, han ocurrido ya muchas cosas en la vida y la obra de R. L. Stevenson, entre ellas el texto que presentamos, su máxima contribución a la literatura de intriga y, con el tiempo, a la indiscutible mitología del terror, no sólo literario, sino teatral y cinematográfico.
En ese terreno —el del misterio, la sordidez y también el atractivo perfume malvado que destilan la muerte y el horror— Stevenson, que ya había transitado algunas nieblas y sustos en ciertos pasajes de sus novelas de pura acción y aventura (no olvidemos al ciego y la Marca Negra de La isla del tesoro), habrá de volver al mundo del pavor en relatos como «Markheim», «Juana la Cuellituerta», «La mujer solitaria», «El ladrón de cadáveres» y OLALLA, que acompaña al DOCTOR JEKYLL en esta edición. Pero su obra maestra del terror continúa siendo el relato que da título principal a nuestro libro. Y del que hablaremos detalladamente.
Tenía Stevenson treinta y tres años cuando escribe La flecha negra, treinta y cinco cuando redacta EL EXTRAÑO CASO DEL DR. JEKYLL Y MR. HYDE; treinta y ocho cuando aquella novela de la guerra de las Dos Rosas toma respetable forma de libro. Son años claves en la vida y la obra del autor, y se trata de dos títulos que señalan dos aspectos característicos de su obra, aparentemente lejanos entre sí, pero deudores de las misma brumas y de la atracción-repulsión que en él siempre produjeron.
Concretemos: hasta 1883, Robert Louis, hijo de un dominante constructor de faros, ya había tenido varias crisis pulmonares que le llevaron a la Costa Azul y otros muchos lugares de Francia, a las Hébridas, Norteamérica y Suiza. Su vida fue una constante travesía, siempre con regreso al faro escocés paterno, metáfora de la vuelta a casa, hasta que cambiara de hogar en el otro extremo del mundo. Pero no todos estos viajes fueron prescripciones terapéuticas. Alguno lo hizo con amigos en pos de diversiones, otros buscando el amor (se casará con Fanny un año después de seguirla hasta San Francisco), y cuatro de ellos fueron inmortalizados como excursiones muy particulares en los libros Viaje al Continente, Viaje con una burra a través de las Cévennes, El emigrante aficionado y A través de las llanuras.
Fanny Osbourne estaba casada cuando Stevenson la conoció en Gress-Loing. Se divorciará para unirse a Robert Louis y convertirse en su esposa, enfermera y colaboradora. Aporta un hijo de su anterior matrimonio: Lloyd. Con él, Stevenson redactará mucho después The wrong box (El muerto vivo) y Ebb-Tide: a trio and a quartette (Bajamar).
En 1881, de vuelta a Escocia, escribe su primera obra famosa, y para algunos su mejor novela: La isla del tesoro, que inicialmente firma con seudónimo. Al año siguiente tiene la recaída más seria de su enfermedad. Se instala en Hyéres, en la costa mediterránea. Vino, olivos, ruinas galoromanas. Pero Robert Louis tiene instalado un destino fatal en el pecho. Desde ahora sólo podrá retrasar la cita inevitable, en un viaje constante, que pretende huida, pero que no hace sino llevarle al punto fatal de encuentro, como en aquel cuento oriental que recogió Cocteau:
Un joven jardinero persa dice a su príncipe:
—¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahan.
El bondadoso príncipe le presta sus caballos.
Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:
—Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?
—No fue un gesto de amenaza —le responde— sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahan 3.
Quizá Stevenson no hizo toda su vida sino acercarse a la isla donde había de tener lugar el encuentro definitivo. Pero aún le quedaban once años de viaje.
En 1883 escribe El príncipe Otón, una de sus raras novelas galantes y humorísticas, poco conocida entre nosotros 4, y aparece por entregas La flecha negra, también con seudónimo, el mismo utilizado para La isla del tesoro: Capitán George North.
Congestión pulmonar, hemoptisis. Pero sigue escribiendo: el segundo tomo de Las nuevas noches árabes y numerosas piezas dramáticas en colaboración con William Henley 5. Para entonces ya había regresado a Escocia, de la que se marcharía definitivamente en 1887.
Escribe El jardín de los versos de un niño, libro personalísimo de poemas que se convertiría en un clásico para los ingleses, sobre todo para el público infantil 6. En los mismos años clave de su última estancia en Escocia, y después de esa incursión en el mundo lírico de la niñez, escribe el primero de los tres libros capitales que producirá antes de abandonar el lugar natal de los faros y las nieblas, donde había recibido la vida pero, también, una maldición de pronta muerte inexcusable.
Este libro es EL EXTRAÑO CASO DEL DR. JEKYLL. El siguiente, Kidnapped (Secuestrado), primer episodio de las aventuras de David Balfour. El tercero, The master of Ballantrae (El señor de Ballantrae), una de sus novelas más enigmáticas, cuyo misterio la emparenta directamente con el tema central de Jekyll y Hyde.
Robert Louis Stevenson y su padre
En 1888 embarca hacia los mares del Sur, que serán escenario de algunos cuentos magistrales y nuevo hogar para los seis años que le quedan de vida. Su padre ha muerto y ello, sin duda, influye en el viaje definitivo: Thomas Stevenson había significado para el imaginativo, rebelde y enfermizo Robert Louis tanto un modelo como un dogal. Hasta los treinta y siete años estuvo huyendo del padre y queriendo agradarle. El ingeniero Stevenson construía faros. Ni siquiera su hijo escritor pudo sustraerse a la fácil metáfora:
La paz y su invasión inmensa hacia estas costas, al hogar
pone rumbo diariamente; innumerables velas
amanecen sobre el lejano horizonte y se acercan;
innumerables amores, esperanzas sin cuento
a nuestro litoral indómito, no oscuro ya, se aproximan:
Ya no en tinieblas, desde que tú y tus obras estáis en él,
y, brillante sobre el solitario islote, el arrecife hundido,
el largo y resonante cabo, se yergue Faros.
Estas son tus obras, oh padre, y ellas tu corona 7.
Apagado, pues, el faro escocés, Robert Louis busca otra luz. Honolulú, Australia, Hawai, Nueva Caledonia. Por fin se instala en una isla de Samoa, donde construye su casa. Hasta su muerte entre los nativos, que le llamarán Tusitala («el que cuenta historias»), escribe The wrong box (El muerto vivo) o Aventuras de un cadáver (en colaboración con su hijastro), sus Cuentos de los mares del Sur, Catriona (la continuación de Secuestrado), poemas, cartas, ensayos, cuentos isleños y de terror, la novela agónica Bajamar (también con Lloyd, el hijo de Fanny), y deja sin terminar Weir de Hermiston, una novela histórica en la que volvía la mirada a la vieja Escocia y trataba de un conflicto paternofilial. Vivió en aquella casa con su esposa, su madre, su hijastro e hijastra, y quizá fue dichoso. Las fotos en Vailimia, en el porche, con toda la familia y algunos nativos, nos lo muestran como un patriarca, un hacendado flaco, vestido de blanco. O quizá un personaje conradiano que ha llegado al «corazón de las tinieblas». ¿Quién sabe...?
CASAS Y ADMIRADORES
«¿Tuvo alguna vez aquel escocés clarividente, tuberculoso y quimérico llamado Robert Louis Balfour Stevenson una casa ideal? Muchas habitó a lo largo de su precaria existencia: desde el pequeño inmueble georgiano situado en el número 8 de Howard Place, en Edimburgo, donde naciera un 13 de noviembre de 1850, hasta la amplia casona de madera y chapa ondulada en la isla de Upoln, donde habría de morir un 3 de diciembre de 1894. Sus frágiles huesos recorrieron un dilatado muestrario de viviendas; pero ninguna de ellas poseyó íntegramente ese conjunto de características que él mismo atribuyera, en este opúsculo, a la ideal house» 8.
El opúsculo citado lo escribió Stevenson después de publicar La isla del tesoro. En él ordenó los datos que componían su habitáculo perfecto: aislamiento y agua como factores básicos. Léase el texto para conocer los factores restantes. Destaquemos la peculiar teoría de las cinco mesas. Santerbás, el traductor y prologuista que citamos en la nota, termina así su introducción:
... todas las mesas, a excepción de una, tenían un fin y prestaban un servicio concreto; la cuarta —¿por qué la cuarta y no la segunda o la quinta?— debía «permanecer vacía para una eventualidad». De haber existido esa mesa desierta y fantasmal, ¿qué objeto inopinado se habría posado en ella? ¿El auténtico mapa de la isla del tesoro o la verdadera historia del doctor Jekyll escrita por Edward Hyde? 9. Tal vez Tusitala, el narrador de espejismos, murió sin saberlo.
No será sólo Santerbás el único escritor que citaremos como admirador de Stevenson. Los hay más famosos. Gilbert Keith Chesterton, por ejemplo, al comparar la vida del escocés —que muchos tomaron por una novela— con sus novelas —que a tantos nos han parecido la vida— dice, en definitiva, algo que venimos ya insinuando desde el comienzo de estas páginas:
Stevenson era más real que muchos, porque era más novelesco que muchos. Pero yo prefiero las novelas, que son todavía más reales. Quiero decir que los vagabundos de Balfour me parecen más stevensonianos que los vagabundos de Stevenson; que el duelo de Jekyll y Hyde es más ilustrador que la disputa de Stevenson con Henley, y que la verdadera vida privada se ha de buscar no en Samoa, sino en la isla del tesoro; porque donde está el tesoro está también el corazón.
Sigamos con el recorrido. ¿Qué nos da Cesare Pavese? Un reconocimiento de crítica histórica, desde su postura de narrador realista del siglo XX. Pavese no escatima gratitud a quien le precedió en una línea narrativa que posiblemente otros críticos pensarían distante:
Se puede decir que desde aquí [...] comienza la escritura más válida de nuestro siglo: el rechazo a buscar la poesía en el documento brutalmente humano, por una parte, y, por otra, la condena de cualquier esteticismo que intente escapar a los hechos. Norteamericanos, rusos, ingleses, franceses e italianos, todos debemos algo a este ejemplo de un oficio ejercitado con la estoica ingenuidad de un muchacho que cree con toda naturalidad en la vida y en la fantasía.
Pero la temática de Stevenson no estaba tan lejos del «documento brutalmente humano» —como reconocerán quienes recuerden emociones profundas y reales de sus personajes— ni su estilo era menos impecable por huir del esteticismo gratuito. Un maniático de la palabra como Borges dice que «Stevenson ha dejado una obra importante que no contiene una sola página descuidada, y sí muchas espléndidas» (perdón por citar a Borges; casi todos lo hacen, casi todos lo hacemos, ¿será inevitable...?).
Ahora voy a convocar a Graham Greene. En su primer libro de memorias 10, Greene cuenta que fue su tía abuela Maud quien presentó a Stevenson a su primer gran amor, y que la madre del autor de El factor humano estaba emparentada con los Balfour de Pilrig y era prima hermana del mismo Stevenson. Consanguinidad y admiración alimentada desde la infancia quizá influyeron en la tendencia viajera que Greene cultivó durante toda su vida. Entre los matorrales de su casa paterna, cuando Graham niño huía de parientes y jardineros, el sobrino que Stevenson nunca conoció confiesa:
La larga y secreta senda a través de los brezos de Alan Breck y David Balfour siempre se situaba para mí en el ejido de Berkhamsted... y [esta parte de la novela] fue siempre para mí como una aventura personal.
Terminemos esta parte con el jardín de un niño por excelencia, el que Robert Louis Stevenson escribiera en 1885, cuando ya iniciaba en sueños el viaje hacia el tesoro, o al corazón —de acuerdo con el evangelista al que citaba, sin nombrarle, Chesterton—, a la travesía de toda vida, que es como haber zarpado en la oscuridad:
Mi cama es como un pequeño bote;
la niñera me ayuda a embarcar;
ella me enfunda en mi traje marino
y yo zarpo en la oscuridad 11.
DEL TESORO AL MÁS LARGO SUEÑO
Es difícil reconocer si la aventura está en hallar el tesoro o en buscarlo. Desde luego, no en poseerlo. Jim Hawkins se conformó con ir y haber vuelto:
Los lingotes de plata [...] aún están que yo sepa, donde Flint los enterró; y por lo que a mí concierne, allí van a seguir. Yuntas de bueyes y jarcias que me arrastraran no conseguirían hacerme volver a aquella isla maldita [...]12.
Otro personaje de Stevenson, el militar de OLALLA, toma el amor hacia su misteriosa dama por un viaje:
[...] Como quien se embarca rumbo a El Dorado, y ya sin temor de aventurarme por el desconocido y encantado reino de aquella alma.
Quizá ese viaje metafórico es el más peligroso de los viajes, y el tesoro que se busca, en casos como éste, puede ser nada menos que la muerte. A la seguridad de este tesoro y a la imposibilidad de otros se refiere Stevenson en un ensayo 13:
Sólo hay un deseo realizable sobre la tierra.
Sólo una cosa que se pueda alcanzar a la perfección: la muerte. Y por una variedad de circunstancias no tenemos a nadie que nos diga si vale la pena alcanzarla.
Se considera típico de los escoceses soñar tesoros en países exóticos, con cuyo precio puedan volver al hogar para ser felices en las verdes praderas, como los antiguos reyes de Escocia. Hay multitud de relatos —algunos los escribió Stevenson, otros le siguieron, como tantos le habían precedido— donde la comicidad de la aventura lucrativa y el idealismo poético del esfuerzo por realizar los sueños, se hacen una sola cosa: y ahí se confunden tesoro y corazón. Y ahí la risa es posible en el terror, y un cadáver puede vagabundear, y el avaricioso encuentra su castigo —o da con un palmo de narices a los virtuosos—, y finalmente reflejo se confunde con persona, y los dobles se encuentran o se destrozan. Ahí el camino del tesoro llega a la muerte. Y ambos son el mismo. Ahí la aventura muestra una cara y una cruz.
En los poemas de Stevenson no es raro encontrarse con la muerte, el único premio seguro del final. Algunos personajes en sus novelas parecen salvarse, pero otros —recuérdese The wrong box (El muerto vivo)— son la muerte ellos mismos; algunos —The body snatcher (El ladrón de cadáveres)— viven de la propia muerte, comerciando en carroña y proporcionándosela a quien la necesita.
Es en el final de El señor de Ballantrae donde ese tesoro de morirse acerca más evidentemente a los opuestos (al contrario que en JEKYLL, cuya muerte, aunque parezca unirlos, los separa definitivamente). En las lápidas de los fraternales enemigos, Henry y James Durrisdeer, reposan cercanas la cara y la cruz, ambos señores de Ballantrae. Pero así entramos en el asunto central de la obra que prologamos. Y hay que hacer punto y aparte.
EL DOBLE
... mi propia imagen, cubierta de sangre
y pálido el rostro, vino a mi encuentro
tambaleándose.
EDGAR ALLAN POE
Cuando uno se enfrenta a su doble, el final de la contienda sólo puede ser la autodestrucción. Así termina William Wilson, el relato de Poe que citábamos más arriba:
Has vencido, y me entrego. Pero también tú estás muerto desde ahora... muerto para el mundo, para el cielo y para la esperanza. ¡En mí existías... y al matarme, ve en esta imagen, que es la tuya, cómo te has asesinado a ti mismo! 14.
Sobre este relato de Poe, su traductor, Cortázar, anota algunas referencias a otros «dobles» célebres de la literatura: no olvida el doppelgänger de Hoffmann. Subraya que el tema fue tratado por Calderón, el cual inspiró a Shelley y a Byron. Posteriormente circularon dobles ilustres: en las páginas de Oscar Wilde (su Dorian Gray podría ser heredero del Wilson de Poe), y desde luego el Jekyll de Stevenson, que había sido escrito después del relato de Poe, y cinco años antes que la novela de Wilde. Pudo, desde luego, influir también Jekyll en Dorian Gray. Lo que resulta curioso es que no recibiera Stevenson influencia de William Wilson —anterior a Jekyll nada menos que cuarenta y cinco años— y, si la recibió, que no citase dicho relato en su artículo Las obras de Edgar Allan Poe 15. Aunque el citado ensayo fuera escrito antes de haber compuesto EL EXTRAÑO CASO DEL DR. JEKYLL Y MR. HYDE, no deja de sorprendernos que al recorrer el total de los cuentos de Poe, se detenga exclusivamente en El Rey Peste, El tonel de amontillado, La máscara de la muerte roja, El pozo y el péndulo, Hans Pfäal, El demonio de la perversidad, El hombre de la multitud, Berenice, El corazón delator, Ligeia, El escarabajo de oro, Un descenso al Maelstrom, El retrato oval, Las tres narraciones (frase textual de Stevenson) de Auguste Dupin, «el detective filósofo» (o sea: Los crímenes de la calle Morgue, El misterio de Marie Roget y La carta robada). También alude a su única novela, Arthur Gordon Pym. No es mala selección, pero a un hombre que había escrito, o escribiría luego, EL EXTRAÑO CASO, y cuya preocupación por el conflicto dual del ser humano aparece en más lugares de su obra, debiera haberle interesado William Wilson. Aunque fuese para discutirlo. Como hace, frecuentemente, con otros relatos de Poe, a quien reprocha «trampas, añagazas, asechanzas y peligros» para el lector.
El fantasma del doble perseguiría a la descendencia de Stevenson: en las últimas páginas del segundo volumen de su autobiografía, nos cuenta Graham Greene:
Cuando compré los Collected Poems de Edward Thomas, un poema titulado «El otro» me obsesionó, aunque no sé por qué. No era uno de los mejores poemas de Thomas. Hablaba de un viajero que a lo largo del camino, en tal o cual posada, tropezaba sin cesar con las huellas de alguien exactamente igual a él que le había precedido en su misma ruta...
... Casi un cuarto de siglo después de leer ese poema, yo mismo me vi tras las huellas del otro. Y desde entonces, pocos años han pasado sin señales de su paso: cartas de desconocidos que me recuerdan asistiendo a unas bodas en las que nunca estuve... titulares de periódicos que me sentencian a reclusiones que nunca supe... noticias de chantajes que nunca he sufrido... fotografías del «famoso novelista Graham Greene y señora...» en diferentes lugares y ocasiones, con diferentes aspectos y esposas que nunca tuve...
... Hace unos años, en Chile, después de un almuerzo que me había ofrecido el presidente Allende, un diario derechista de Santiago anunció a sus lectores que el presidente había sido engañado por un impostor. Me asaltó una duda metafísica. ¿No habría sido yo el impostor durante todo ese tiempo? ¿No sería yo el Otro?... 16.
Todo lo dicho nos recuerda, inevitablemente, a Jorge Luis Borges que, en varios cuentos y en distintos poemas, ha relatado parecidas experiencias. Los espejos —de los que habremos, también inevitablemente, de hablar— y su adoración personal por R. L. Stevenson le hacen doblemente merecedor de aparecer en estas páginas. Pero Borges termina así uno de sus poemas, después de habernos hablado mucho de espejos, otros, sombras y sueños:
... Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.
El argentino cree, pues, cercana la solución. La del conflicto de su identidad. Porque en los casos de Greene y de Borges, la duplicidad, la confusión, es la del propio autor. El problema se refiere concretísimamente a ellos mismos. No es el caso de Stevenson, o al menos no lo expresó tan impúdicamente. Él prefirió adjudicárselo a ciertos personajes. Y no sólo al doctor Jekyll.
Markheim, el protagonista de un breve relato de Stevenson 17, se encuentra con el Mal —quizá el diablo, o todo lo contrario, quizá con la conciencia («la torva conciencia, un espectro en mi camino», según Chamberlayne)— y lo describe como «la proyección de él mismo». A «Markheim» y a su duplicidad, inversa a la de Jekyll, volveremos más tarde.
Es quizá en El señor de Ballantrae donde más intensamente se muestra esta preocupación de Stevenson por la fusión de los contrarios o de los dos aspectos de uno mismo. Y quizá es doblemente interesante verlo en esta novela 18, donde tres años después de JEKYLL Y HYDE, nuestro autor vuelve a la misma obsesión con un tratamiento no menos misterioso, quizá más ambiguo, dentro de un relato en apariencia nada enigmático, en la línea de sus otras producciones aventureras.
Si EL EXTRAÑO CASO DEL DR. JEKYLL pudo nacer de un sueño, El señor de Ballantrae fue comenzado a escribir una noche helada de invierno... bajo la impresión de una fúnebre historia que le había narrado un pariente. Vivía entonces Stevenson en Norteamérica, y sin duda le rondaban fantasmas morriñosos de húmedos recuerdos escoceses. La novela se publicaría dos años después; quizá con ello el autor pensaba que había exorcizado sus espectros.
En los dos hermanos de esta historia se esconde la doble cara del destino, los dos lados de esa moneda con que James Durrisdeer se juega siempre todo... Pero ¿quién de ambos es la cara, quién es la cruz? Siempre que continuemos creyendo lo que Jekyll nos contaba, que hay un lado bueno y un lado malo. Creo que esta novela es más rica y ambigua que el otro famoso relato porque nunca sabremos qué Ballantrae era Jekyll y cuál era Hyde. O preferimos no saberlo. Aquí el maniqueísmo desaparece en la perplejidad, y las eternas preguntas seguirán golpeando nuestra asustadora conciencia.
REIVINDICACIÓN DEL SUEÑO
Los sueños siempre tienen gran importancia para mí cuando escribo...
... A veces es tal la identificación con un personaje que el autor sueña los sueños de él, y no los propios.
GRAHAM GREENE 19
Este Balfour, descendiente de aquel muchacho aventurero a quien Stevenson hizo protagonizar dos novelas, llamado Graham Greene, nos cuenta que la génesis de su libro Es un campo de batalla fue un sueño, y lo mismo su novela preferida, El cónsul honorario. Respecto al personaje principal de Un caso acabado, el arquitecto Querry, hubo de incorporar a su relato un sueño propio porque «los símbolos, los recuerdos, las asociaciones de aquel sueño pertenecían hasta tal punto a Querry, que ocupó en la novela un vacío del relato que no había podido llenar durante días. Supongo que todos los autores habrán recibido la misma ayuda desde el inconsciente...».
No sé si todos los autores, como dice Greene, pero parece que al menos su antepasado Lewis Balfour (verdadero nombre de R. L. Stevenson) sí recibió esa ayuda. Se ha contado en algunas glosas al célebre DOCTOR JEKYLL que R. L. S. tuvo un sueño aterrador del que hubo de sacarle Fanny Osbourne, su esposa, alarmada por los gritos de Stevenson. El sueño se cortó en el momento en que Hyde aparece por primera vez en el espejo ante la vista del doctor, tan espantado como su creador que le soñaba. Dictado febrilmente por el inconsciente, el escritor dedicó mucho menos tiempo a este relato del que habitualmente empleaba para la minuciosa redacción de sus obras.
Walpole fue también impulsado por una pesadilla para escribir El castillo de Otranto, una de las novelas clave de la narración gótica que inauguraría la tradición anglosajona de la novela terrorífica.
El sueño es:
... la inevitable sumersión que noche tras noche cumple osadamente el hombre desnudo, solo y desarmado, en un océano donde todo cambia, los colores y las densidades, hasta el ritmo del aliento, y donde nos encontramos con los muertos 20.
Lo dice el emperador Adriano, y Marguerite Yourcenar nos ha transmitido esa reflexión en una novela excelente.
Sumerjámonos pronto en el sueño de Stevenson, que nos lleva ante la inquietud de cierto edificio siniestro, en cuyo interior hay horrores inconfesables que callan los espejos: la novela principal de esta edición.
CIERTO EDIFICIO SINIESTRO
Descubrió Henry Jekyll en sus investigaciones que el hombre no es uno, sino dos. Quizá lo había descubierto antes el escritor que soñó a Jekyll. El autor, en la «otra vida» de sus instintos. El personaje, en la «otra vida» liberada dentro del siniestro edificio que usaba como laboratorio secreto.
Chesterton y más tarde Lovecraft nos han acostumbrado a desconfiar de la apariencia, de la cara de algunos edificios. El que «proyectaba el caballete de su tejado sobre la calle... dos puertas más allá de la esquina... con dos pisos, sin que se vieran en él ventanas ni otra cosa que una puerta... en todos los detalles se notaba la señal de un largo y sórdido abandono...», el edificio de doble cara frente a cuya fachada posterior pasaron una noche míster Utterson y míster Enfield... es sin duda un perfecto ejemplo, paradigma, del «cuarto de Barba Azul». ¿Qué misterio terrible se esconderá tras esa puerta?
Si damos la vuelta, cuando descubramos que aquello es la espalda de otra casa, la respetable mansión de un célebre médico, veremos que también hay una ventana. Tras las puertas se oculta el misterio. Quizá se teme. Puede casi adivinarse si aplicamos el oído y oímos un llanto (porque los monstruos lloran). En la ventana se ve el terror. Asomado a ella, el hombre generalmente tranquilo, de pronto trueca su sonrisa en una expresión de miedo abyecto y desesperación. Pero no entendemos por qué. No le comprenderemos sin entrar. Es preciso que la puerta se derribe, a hachazos, y dentro del edificio siniestro descubramos el misterio.
Pero mientras paseamos por la calle, mientras sólo vemos la piel del escalofrío, podemos dormir aparentemente tranquilos, aunque a veces el pavor o el mal sean vomitados desde el corazón del edificio. Mejor, mucho mejor, para la conciencia no conocer lo que hay dentro, no saber por qué lo hay. Sentiremos inquietudes, quizá a veces tengamos pesadillas.
... el cuento de Mr. Enfield pasaba ante sus ojos como una sucesión de cuadros iluminados: veía el vasto panorama de luces de una ciudad en la noche, la figura de un hombre que marchaba de prisa, la de una niña que salía corriendo... y las dos se encontraban, y aquel Juggernaut en figura de hombre pisoteaba a la niña caída y proseguía su marca...
Aquel rodillo humano, carro mitológico que pasa por encima de lo que encuentra, es un hombre que camina de un modo tan peculiar que varios creadores cinematográficos han intentado reproducir su danza infernal (Renoir quizá lo consiguió mejor que nadie, ya hablaremos de ello), es alguien difícil de describir, pero cuya mera visión produce malestar. El Mr. Hyde, cuyo secreto sigue indescifrado en las pesadillas del bienpensante Utterson, y que se pierde en la noche iluminada por las farolas de gas. Una escena que se ha convertido en clásica para los anales del Terror.
Respecto a los faroles de gas, permítaseme un inciso: Stevenson escribió una encantadora Defensa de las lámparas de gas 21, como Dickens, cuando se firmaba «Boz», escribió un Elogio de las aldabas. Tan difícil sería imaginar el relato del DR. JEKYLL sin las farolas iluminando los satánicos paseos de Hyde, como el Cuento de Navidad sin el llamador de la casa de Scrooge.
Y aprovechando el inciso, podríamos referirnos a otros objetos, tan aparentemente inanimados como los faroles o las aldabas: los espejos. Ellos lo saben todo, y en el relato de la doble personalidad del «honesto» doctor Jekyll, es sin duda el espejo de su salón oculto el mejor y más sabio testigo del drama.
Ya en «Markheim» —otro relato siniestro de Robert Louis Stevenson, que hemos citado y citaremos en otras ocasiones— se dice del espejo que es un «maldito recordatorio de la edad, de los pecados, de las locuras realizadas... ¡algo así como una conciencia de bolsillo, vamos!». No es, por ello, un espejo el regalo más indicado para una dama. También en «Markheim» se dice que los espejos son ejércitos de espías, que vigilan al perverso con sus propios ojos. La mirada y el objeto que se mira son el mismo. Buena reflexión sobre toda la historia del DR. JEKYLL, de cuyo argumento no deberíamos revelar nada más explícitamente. Hay que suponer que este prólogo puede ser leído alguna vez por alguien que no conozca el secreto de tan famosa historia. Y no quisiéramos encarnar el viejo chiste del acomodador incomodado que revela el asesino de la película.
Una última observación sobre este relato concreto, cuestión que considero inevitable en mi pensamiento personal sobre su mensaje —y precisamente a causa de él, pues sería deshonesto ignorar que lo tiene, un mensaje obviamente puritano, de moral maniquea, para lectores tan bienpensantes como Utterson, o el doctor Lanyon—, y es la siguiente: cada vez que he leído EL EXTRAÑO CASO DEL DR. JEKYLL Y MR. HYDE me he afianzado en la sensación de que la historia es mejor que el texto, que su verdadero atractivo está al otro lado de su moral, en el más allá del espejo, que el drama lo cuentan Utterson, Enfield, Lanyon, y un Jekyll arrepentido, que al cuento antecede una dedicatoria en la que se aconseja «no desatar las vendas que Dios pretende atadas»... Algo así ocurre en la novela de Mary Shelley sobre otro doctor ilustre: Victor Frankestein. Es perfil común a todas las historias sobre lo que una sociedad represiva llama el Bien y el Mal.
R. L. Stevenson en 1885. Un retrato para la posteridad.
Fotografía de Lloyd Osbourne
Pero Mr. Hyde se ríe desde el lugar donde las farolas dan una luz invertida. Un Stevenson más osado le hubiese dejado vivo a este lado del espejo. Aunque quizá ya lo hizo en el interior de su propio yo, donde habitan igual de sobrevivientes el hipócrita Jekyll y el desenfrenado Hyde... El cine, y tantas otras inmersiones artísticas en este asunto, se encargarían de confundir cada vez más a los dos hermanos.
ROSTROS PARA LA PANTALLA
En 1970 decía un especialista en cine fantástico 22:
Entre la veintena de títulos que conocemos (sobre el doctor Jekyll), los más importantes en la óptica de intriga son los de Sheldon Lewis (1919), de F. W. Murnau (1932), de Victor Fleming (1941)... Pero los tres autores que han comprendido mejor el sentido freudiano del mito son indiscutiblemente Terence Fisher, Jerry Lewis y Jean Renoir, que nos han dado tres obras maestras. El primero, Terence Fisher, ha mostrado en Las dos caras del Dr. Jekyll (1961) un Hyde joven y seductor, aunque cínico y antipático, y un Jekyll deslucido y gris [...].
... El testamento del Dr. Cordelier de Renoir (1961), al contrario, parece a primera vista una obra sin el efectismo, y mucho menos fantástica, que la de Fisher. Mientras que Fisher ha revelado el sentido del mito forjando escenas que acusan los medios empleados, Renoir ha despojado el esquema de base de toda ornamentación, reforzando hasta el límite final el doble retrato de Cordelier/Opale. Bajo su dirección, el juego minuciosamente preciso del actor Jean Louis Barrault nos da la clave del drama[...].
... Finalmente, en 1963, Jerry Lewis ha dado El profesor chiflado, filme construido sobre los mismos principios que el de Fisher, sustituyendo el melodrama por el tono de la comedia disparatada. Entre el profesor Kelp tartamudo y miope, y su doble Buddy Love, playboy engominado odiosamente suficiente, pero ejerciendo una gran fascinación erótica, la relación es la misma que entre las dos interpretaciones de Paul Massie. Tres obras maestras suficientes para probar (y una excelente canción de Gainsborough lo repite en 1966) que Mr. Hyde no representa el miedo, sino el deseo.
Salvo cierta apreciación subjetiva que no compartimos (The two faces of Dr. Jekyll, de T. Fisher, siendo una obra apreciable, no nos parece una obra maestra), el comentario que hemos reproducido es revelador de las mejores versiones cinematográficas hechas sobre la obra. Aunque pasa por encima de rostros espléndidos —ciertamente convencionales, clásicos mejor— en su incorporación de los personajes, así John Barrymore, el extraordinario Fredric March de la película de Mamoulian, y un poco habitual Spencer Tracy, magnífico, en la de Victor Fleming. Sin citar los hijos e hijas que eran frecuentes por los años cincuenta. Louis Hayward —actor célebre por entonces— fue El hijo del Dr. Jekyll. Pero sin duda, el Opale-Hyde de Renoir y su forma inolvidable de caminar, es —con J. Lewis— el dúo más personal de esa iconografía.
Desde que Lenne escribió lo que arriba transcribíamos, se han incorporado algunos rostros nuevos a la galería de retratos cinematográficos de nuestros personajes: el de Jack Palance, el de Giorgio Albertazzi, el de John Carradine, el de David Hemmings y el de Kirk Douglas para versiones televisivas, y el de John Malkovich para la pantalla grande.
Algunas incursiones no demasiado memorables pueden anotarse para los amantes de la estadística: Christopher Lee, destacable por aquello de haber sido en mejores épocas uno de los más gloriosos condes Drácula. Oliver Reed —actor de más altos empeños en ocasiones afortunadas— protagonizó una parodia. Y Jack Taylor, intérprete anglosajón residente en España, tomó parte en una de esas desgraciadas producciones nacionales, en otro tiempo frecuentes, que mezclaban monstruos según viejo modelo hollywoodense: en este caso, el doctor Jekyll se enfrentaba al Hombro-Lobo.
Nos resistimos a excluir a Martine Besswick, una mujer fascinante —en la línea sensualmente malvada que cultivó también Barbara Steele— que convirtió a Hyde en chica: Doctor Jekyll y su hermana Hyde (1971) de Roy Ward Baker es una versión que va más allá en las implicaciones sexuales del tema, y que resuelve su atrevimiento con bastante dignidad. Yo, personalmente, la prefiero a la película de Terence Fisher.
Y aquí nos despedimos de los rostros para la pantalla, conscientes de que los muchos aficionados al cine habrán agradecido el repaso, y no menos sabedores de que la nómina se ampliará con los años. Hay temas y personajes inmarchitables. Por supuesto, el mérito corresponde al escritor que hizo pública su pesadilla.
DEL TESORO AL TERROR
No todas las historias de Robert Louis Stevenson fueron luminosas crónicas de acción. Y EL EXTRAÑO CASO DEL DR. JEKILL no fue la única en que su pluma viajó del tesoro al terror. Ya hemos aludido a ello, y citamos varias veces algunos de sus otros títulos pavorosos. Seleccionando de sus colecciones de relatos breves, una antología editada en España con nombre terrorífico 23 incluía —además del inevitable DR. JEKYLL, El club de los suicidas (extraído de Las nuevas noches árabes), Markheim, Los hombres alegres, OLALLA, Juana la Cuellituerta y Guillermin el del molino, pertenecientes a la serie ya citada The Merry Men and other tales and fables, que se editó originalmente en 1887, un año después que JEKYLL Y HYDE.
En la citada publicación faltaban cuentos misteriosos, asustantes, terroríficos, tan célebres como «El diablo de la botella» de 1892; «El ladrón de cadáveres» de 1895; «La mujer solitaria», publicado después de la muerte del autor, y sobre el que Stevenson manifestó poco antes de su muerte el deseo de que se incluyera en las ediciones de EL EXTRAÑO CASO DEL DR. JEKYLL Y MR. HYDE, deseo que ha sido respetado pocas veces 24.
«La historia de Tod Lapraik» es una narración escocesa folclórica que se incluye en Catriona, capítulo XV de esta segunda novela de las aventuras de David Balfour. Lo cuenta Andie Dale, el líder de los secuestradores del protagonista. La moneda de plata fina es una variante de las balas de plata que acaban con los licántropos 25.
Acerca de «Markheim» debemos subrayar puntos que enlazan con temas principales del DR. JEKYLL: el Mal, que en este relato quizá no es tan malo —«su rostro se iluminó y dulcificó como en una expresión de triunfo, pero Markheim no se detuvo a contemplar o comprender aquella transformación»— y a quien le interesa más el pecador que el pecado («El Mal no reside en la acción, sino en el carácter»).
Markheim es —como Stevenson y Jekyll sabían de todos los hombres— un compuesto de Mal y Bien. Pero, al revés que en la historia del doctor, este personaje se esfuerza por abandonar el lado malo y empezar desde cero (aunque deje atrás un cadáver reciente) en el camino del Bien. Como si Mr. Hyde hubiese descubierto una fórmula para volverse Jekyll.
De OLALLA tendríamos que hablar aunque sólo fuera porque completa esta edición de Austral. Pero ocurre que también es un relato muy hermoso, una incursión ejemplar de Stevenson en el género romántico-misterioso (fundamentalmente se trata, y esto no es muy frecuente en él, de una historia de amor), y algunos matices de su filosofía nos hacen reflexionar sobre la moral de Stevenson, asunto decisivo en el conflicto Jekyll-Hyde.
Comparando las maldades de Mr. Hyde con los ramalazos perversos más significativos de la degenerada familia española a que pertenece Olalla, observamos que Stevenson elige las acciones sádicas: el hermano de la bella castellana maltrata a la ardilla como Mr. Hyde se complace en pisotear a la niña. ¿Hay tras esa violencia exterior mayores profundidades que Freud descubriría sexuales? Que el Mal por antonomasia se concrete en la tortura es, desde luego, más comprensible y acertado que las supuestas orgías que Wilde sugiere en Dorian Gray. Sin embargo, tanto en un extremo como en otro, advertimos una vez más el puritanismo quizá inevitable de una época. Concretar el Mal, de cualquier forma, no es fácil. Y ahí está, sin duda, nuestro disgusto ante la simplicidad: el Mal ha de ser complejo, y ha de parecerlo en cualquiera de sus representaciones. No basta el crimen ni es suficiente la bacanal. Para mejor riqueza expresiva, el lector ha de poner el resto, qué vamos a hacerle.
OLALLA, relato menos rico que JEKYLL, es —sin embargo— de más fácil comunicación. Stevenson pretendió contarnos el segundo con la distancia de un documento (el sistema de las cartas, que utilizaría excelentemente Bram Stoker en Drácula once años después). OLALLA está narrado al estilo apasionado de los locos amores que inspiraron parecidas historias a Dumas, a Poe, a Gautier. Y si continuamos con las comparaciones histórico-literarias, para determinados lectores será difícil, al oír los anónimos gritos femeninos en la noche del castillo, no recordar los que cuarenta años antes aterraron a Jane Eyre en la casa de Rochester.
De moral hablábamos si la comparación era con Jekyll. En OLALLA se dice que «llegó el placer entre vergüenza y sangre». ¿Es que siempre al gozo —sensual, claro, a eso acostumbran a llamar «placer»— ha de acompañar la sensación de culpa? En otra parte del cuento se habla sobre el alma y el cuerpo. El enamorado asegura que ambas cosas son lo mismo, le conviene así para sublimar su deseo. Y llega a decir:
... donde el cuerpo se acerca, el alma se junta; y juntos los cuerpos, las almas se juntan al mandato de Dios, y lo más bajo de nosotros (si es que tenemos derecho a juzgar) no es más que el fundamento y raíz de lo más alto 26.
¿Ha de referirse necesariamente a «lo más bajo de nosotros» el deseo carnal? Evidentemente Mr. Hyde, como antes citábamos, no es sólo el terror, sino el sexo. Menos mal que Stevenson, no queriendo identificarse por completo con el puritano —o insincero, la misma cosa en fin— personaje, pone entre paréntesis una respetuosa duda: «Si es que tenemos derecho a juzgar».
Stevenson, por suerte, no se adjudicó el papel de juez, y sí el de poeta. Con un tema fundamental —no siempre tan conflictivo como vemos en estos relatos pavorosos—: la vida.
DIOS BENDIGA AL FAROLERO
... pero allí donde prevalece la tierna alegría, donde la gente se convoca para el placer y el filósofo mira sonriente y silencioso, donde abundan el amor y la risa y el vino deificador, allí al menos dejemos que brille el viejo y suave farol sobre los caminos del hombre.
R. L. STEVENSON, «Defensa de las lámparas de gas».
En el mismo artículo del que extrajimos el bello párrafo anterior, dice el hijo de quien fabricaba faros como quien pone luces en el cielo para el mar: «... la gente enseñaba a sus hijos a decir “Dios bendiga al farolero”».
Dios bendiga, sí, a quien nos ilumina. A quien aprendió en el hogar paterno a domesticar estrellas y luego se dedicó a poner luz en nuestros sueños. Luz de tesoros, de galeones, de piratas y viejos castillos, de flechas negras y rosas guerreras, aunque también —hoy se trataba de eso— de malas obsesiones para no olvidar jamás.
No olvidaremos a Robert Louis Stevenson. Ya dijo él en cierta ocasión a una dama (con más o menos sinceridad, pero con elegancia admirable) la frase que elegimos para terminar:
Mi querida señora, por más que he avanzado en la vida, nunca he sido capaz de descubrir lo que significaba olvidar 27.