1. La prometida


El año en que Buttercup nació, una criada de cocina francesa llamada Annette era la mujer más hermosa del mundo. Annette trabajaba en París para los duques de Guiche, y no había escapado a la atención del duque que una persona fuera de lo común le sacara brillo al peltre. El interés del duque tampoco le pasó inadvertido a la duquesa, que no era ni muy hermosa ni muy rica, pero sí muy lista. La duquesa se dispuso a estudiar a Annette, y al cabo de no mucho tiempo descubrió la trágica debilidad de su adversaria.

El chocolate.

Dotada ya de armas, la duquesa se puso manos a la obra. El Palacio de Guiche se convirtió en un castillo de caramelo. Dondequiera que uno posara la vista, había bombones. En las salas había pilas de caramelos de menta recubiertos de chocolate; en los salones, cestas de turrones, también de chocolate.

Annette estaba perdida. Al promediar la estación, de delicada pasó a estar enorme, y el duque no volvió a mirarla sin que una triste estupefacción le nublara la vista. (Cabe destacar que, a lo largo de su proceso de ensanchamiento, Annette parecía más alegre. Con el tiempo, acabó casándose con el chef de pasteleros; los dos comieron muchísimo hasta que la edad avanzada los reclamó. Cabe destacar también que las cosas no fueron tan felices para la duquesa. El duque, por motivos que desafían toda comprensión, quedó prendado de su propia suegra, lo cual le provocó úlceras a la duquesa, solo que por aquella época todavía no se conocían las úlceras. Para ser más exactos, las úlceras existían, la gente las padecía, pero no se llamaban así. En aquellos tiempos, la profesión médica las denominaba «dolores de estómago» y se consideraba que la mejor medicina era tomar café con unas gotas de coñac dos veces al día hasta que los dolores remitían. La duquesa se tomaba su mezcla con fe y, mientras los años pasaban, observaba cómo a sus espaldas su marido y su madre se lanzaban besos. No debe sorprender a nadie, pues, que el mal humor de la duquesa fuera legendario, tal como Voltaire lo refirió de forma tan competente. Solo que esto ocurrió antes de Voltaire).

Cuando Buttercup cumplió diez años, la mujer más hermosa vivía en Bengala y era hija de un próspero mercader de té. La muchacha se llamaba Aluthra, y su piel era de una morena perfección que hacía ochenta años no se veía en la India. (En toda la India solo ha habido once cutis perfectos desde que comenzara a llevarse un registro detallado). Aluthra cumplió diecinueve el año en que la plaga de viruela se abatió sobre Bengala. La muchacha sobrevivió, aunque no su piel.

Cuando Buttercup cumplió los quince, Adela Terrell, de Sussex on the Thames, era, con mucho, la criatura más hermosa. Adela tenía veinte años, y hasta aquel momento le llevaba tanta ventaja al resto del mundo que era casi seguro que sería la más hermosa por muchos, muchos años. Pero un buen día, uno de sus pretendientes (tendría unos ciento cuatro) exclamó que Adela debía de ser sin lugar a dudas el ser más ideal jamás engendrado. Esa noche, a solas en su alcoba, se examinó poro a poro en el espejo. (Esto fue después de que inventaran los espejos). La inspección le llevó casi hasta el amanecer, pero para entonces ya tenía claro que el joven había emitido una apreciación más que correcta: era perfecta, aunque ella no había tenido nada que ver en eso.

Mientras se paseaba por la rosaleda familiar y contemplaba cómo salía el sol, se sintió más feliz que nunca. «No solo soy perfecta —se dijo—, sino que probablemente seré la primera persona perfecta de toda la historia del universo. No hay ninguna parte de mí que pueda mejorarse. ¡Qué afortunada soy de ser perfecta y rica y pretendida y sensible y joven y…!».

¿Joven?

La bruma comenzaba a disiparse cuando Adela se puso a meditar. «Está claro que siempre seré sensible —pensó—, y que siempre seré rica, pero no sé qué haré para mantenerme siempre joven. Y cuando no sea joven, ¿cómo podré seguir siendo perfecta? Y si no soy perfecta, pues… ¿qué me quedará? ¿Qué?». Adela frunció el ceño mientras cavilaba desesperadamente. Era la primera vez en la vida que se veía obligada a fruncir el ceño, y cuando cayó en la cuenta de lo que acababa de hacer, Adela se quedó sin aliento, horrorizada ante la idea de haberse estropeado, quizá para siempre, la hermosa frente. Se precipitó otra vez delante del espejo y se pasó la mañana ante él, y aunque logró convencerse de que continuaba siendo casi tan perfecta como de costumbre, no cabía ninguna duda de que ya no era tan feliz como antes.

La preocupación había comenzado.

Al cabo de dos semanas, aparecieron las primeras marcas; las primeras arrugas tardaron un mes, y antes de que promediara el año, las tenía a montones. Se casó al poco tiempo, con el mismo hombre que la tildara de sublime, y durante muchos años le dio una vida infernal.

Obviamente, a los quince años, Buttercup no tenía ni idea de todo aquello. Y si la hubiera tenido, le habría resultado completamente insondable. ¿Cómo podía importarle a nadie si era o no la mujer más hermosa del mundo? ¿Qué diferencia podía existir entre eso y ser solamente la tercera mujer más hermosa? O la sexta. (Por aquella época, Buttercup no llegaba a ocupar posiciones tan elevadas, y apenas se encontraba entre las veinte principales, y eso si solo se tenía en cuenta su potencial, y no las atenciones especiales que le dedicaba a su propia persona. Detestaba lavarse la cara, especialmente la zona de detrás de las orejas, estaba harta de peinarse y lo hacía lo menos posible. Lo que le gustaba hacer en realidad, lo que prefería por encima de cualquier otra cosa, era montar su caballo y burlarse del mozo de labranza).

El caballo se llamaba Caballo (Buttercup nunca tuvo una imaginación desbordante) y acudía a su llamada, iba a donde ella lo dirigiese, hacía todo lo que ella le mandaba. El mozo de labranza también hacía lo que ella le mandaba. Era ya un muchacho, pero había comenzado a trabajar para el padre de Buttercup al quedar huérfano a temprana edad, y ella siempre se había dirigido a él del mismo modo. «Muchacho, alcánzame eso»; «Alcánzame aquello, muchacho…, date prisa, holgazán, muévete o se lo diré a mi padre».

«Como desees».

Era lo único que le contestaba.

«Como desees». «Alcánzame eso, muchacho». «Como desees». «Sécame esto, muchacho». «Como desees». Vivía en una choza, cerca de los animales y, según la madre de Buttercup, la mantenía limpia. Incluso leía cuando tenía velas.

—En mi testamento, le dejaré un acre a ese muchacho —le gustaba decir al padre de Buttercup. (Por aquella época tenían acres).

—Lo echarás a perder —le contestaba siempre la madre de Buttercup.

—Hace años que trabaja como un esclavo, y el trabajo esforzado debe recompensarse.

Entonces, en lugar de seguir con la discusión (por aquella época también discutían), los dos se volvían contra su hija.

—No te has bañado —le decía el padre.

—Sí me he bañado —respondía Buttercup.

—Pero no con agua —proseguía el padre—. Hueles como un semental.

—He estado cabalgando todo el día —le explicaba Buttercup.

—Has de bañarte, Buttercup —añadía la madre—. A los muchachos no les gusta que las chicas huelan a establo.

—¡Oh, los muchachos! —exclamaba Buttercup—. ¿Qué me importan a mí los muchachos? Caballo me quiere y con eso tengo más que suficiente, gracias.

Lanzaba su discurso en voz alta y con una cierta frecuencia.

Pero, le gustara o no, habían comenzado a ocurrir ciertas cosas.

Poco después de cumplir los dieciséis, Buttercup cayó en la cuenta de que las muchachas de la aldea llevaban más de un mes sin dirigirle la palabra. Nunca había intimado demasiado con las muchachas, de manera que aquel cambio no le resultó demasiado marcado, pero lo cierto era que antes, cuando cabalgaba por la aldea o por los senderos de los carros, la saludaban con inclinaciones de cabeza. Pero ahora, por ninguna razón en particular, nada. Apartaban rápidamente la mirada cuando ella se les aproximaba, y nada más. Una mañana, Buttercup logró abordar a Cornelia en la herrería e indagó acerca del motivo de aquel silencio.

—Después de lo que has hecho, creí que tendrías la cortesía de no preguntarlo —le contestó Cornelia.

—¿Y qué he hecho?

—¿Cómo que qué has hecho? Nos los has robado.

Dicho lo cual, Cornelia echó a correr. Pero Buttercup lo comprendió, comprendió a quiénes se refería.

A los muchachos.

A los muchachos de la aldea.

A esos obtusos, esos cabeza de chorlito, esos mentecatos, esos ligeros de cascos, esos aburridos, esos simplones, esos lelos, esos estúpidos muchachos.

¿Cómo podían acusarla a ella de robárselos? ¿Por qué iba nadie a quererlos? Para lo único que servían era para incomodar, fastidiar e importunar.

«Buttercup, ¿quieres que te cepille el caballo?». «No, gracias, ya lo hace mi mozo de labranza». «Buttercup, ¿puedo salir a cabalgar contigo?». «No, gracias, me divierto más yo sola». «Crees que nadie te llega ni a la punta del zapato, ¿no es así, Buttercup?». «No, no lo creo. Lo único que ocurre es que me gusta cabalgar sola».

A lo largo de su decimosexto año de vida, incluso este tipo de conversaciones provocaban tartamudeos y sonrojos y, con un poco de suerte, algún comentario sobre el tiempo. «Buttercup, ¿crees que lloverá?». «No lo creo, el cielo está despejado». «Pero puede que llueva». «Supongo que sí». «Crees que nadie te llega ni a la punta del zapato, ¿no es así, Buttercup?». «No, lo único que creo es que no va a llover, eso es todo».

Por las noches, en bastantes ocasiones, se congregaban en la oscuridad, no lejos de su ventana, para reírse de ella. Buttercup no les hacía caso. Con frecuencia, las risas daban paso al insulto. Ella no les prestaba atención. Si se excedían en sus pullas, el mozo de labranza se encargaba de ellos; salía sigilosamente de su choza, les propinaba una paliza a unos cuantos, y todos huían despavoridos. Buttercup nunca olvidaba darle las gracias por su ayuda. «Como desees». Eso era todo lo que le contestaba.

Cuando estaba a punto de cumplir los diecisiete, llegó a la aldea un hombre en un carruaje, y la observó pasar en el caballo mientras iba a comprar provisiones. Al regresar ella, seguía allí, espiando. No le prestó atención, y lo cierto es que aquel hombre no tenía ninguna importancia en sí. Pero señaló el momento crucial. Otros hombres se habían desviado mucho de su camino para poder verla; otros hombres habían llegado incluso a cabalgar durante leguas para poder gozar de ese privilegio, igual que había hecho este hombre. Pero lo importante de este acontecimiento radicaba en que este era el primer hombre rico que se había molestado en hacerlo, el primer noble. Y fue este mismo hombre, cuyo nombre se perdió en la oscuridad de los tiempos, quien mencionó al conde la existencia de Buttercup.



El reino de Florin se extendía entre lo que hoy son Suecia y Alemania. (Esto ocurrió antes de que se formara Europa). En teoría, estaba gobernado por el rey Lotharon y su segunda esposa, la reina. Pero, en realidad, el rey apenas se tenía en pie, rara vez lograba distinguir el día de la noche, y se pasaba prácticamente todo el día balbuceando. Era muy anciano; hacía mucho tiempo que todos los órganos de su cuerpo le habían traicionado, y gran parte de las decisiones importantes que tomaba con respecto a Florin tenían ciertos visos de arbitrariedad que preocupaban a muchos de los más destacados ciudadanos.

De hecho, quien gobernaba era el príncipe Humperdinck. Si hubiera existido Europa, él habría sido el hombre más poderoso de ese continente. Pero a pesar de eso y tal como estaban las cosas, a miles de kilómetros a la redonda no había nadie que deseara meterse con él.

El único confidente del príncipe Humperdinck era el conde. Este se apellidaba Rugen, pero a nadie le hacía falta utilizarlo, pues era el único conde del reino, y el título se lo había conferido el príncipe hacía tiempo, como regalo de cumpleaños; hecho que, como era natural, tuvo lugar durante una de las fiestas de la condesa.

La condesa era considerablemente más joven que su esposo. Todos sus trajes venían de París (esto ocurrió después de que existiera París), y tenía un gusto exquisito. (Esto ocurrió después de que se inventara el buen gusto, pero muy poco después. Y como era algo tan nuevo, y dado que la condesa era la única dama en todo Florin que lo poseía, ¿es de extrañar que fuera la primera dama del reino?). Con el tiempo, su pasión por las telas y los aceites la obligó a residir de forma permanente en París, donde dirigió el único salón de belleza de renombre internacional.

Aunque de momento se entretenía durmiendo envuelta en sedas, comiendo en vajillas de oro y siendo la mujer más temida y admirada de la historia florinesa. Si su figura tenía defectos, sus trajes los ocultaban; si su cara era algo menos que divina, resultaba difícil notarlo una vez que había acabado de aplicarse los afeites. (Esto ocurrió antes de que existiera el encanto, pero de no haber sido por damas como la condesa, jamás habría habido necesidad de inventarlo).

En suma, que los Rugen eran la pareja de la semana de Florin y lo habían sido durante muchos años…



Este soy yo. Todos los comentarios de compilación y de otro tipo irán en cursiva, para que lo sepáis. Al principio, cuando dije que nunca había leído este libro, era verdad. Me lo leyó mi padre, y al hacer la compilación, me limité a echarle un rápido vistazo, taché capítulos enteros y dejé lo demás tal como figuraba en la obra original de Morgenstern.

El presente capítulo ha sido reproducido completamente intacto. Y esta información mía no es más que para comentar la forma como Morgenstern utilizaba los paréntesis. La revisora de Harcourt no hacía más que llenar los márgenes de las galeradas con preguntas del estilo: «¿Cómo es posible que esta historia haya ocurrido antes de que existiera Europa pero después de que existiera París?». Y «¿Cómo es posible que esto ocurra antes del encanto cuando el encanto es un concepto antiguo? Véase el término glamer en el Oxford English Dictionary». Y más adelante: «Me estoy volviendo loca. ¿Qué puedo hacer con tantos paréntesis? ¿Cuándo se desarrolla la historia que se cuenta en este libro? No entiendo nada. ¡¡¡Socooooorroooooo!!!». Denise, la revisora, ha corregido todos mis libros desde Boys and Girls Together y en sus notas al margen nunca se había mostrado tan emotiva conmigo.

No pude ayudarla.

Una de dos, o Morgenstern hacía esos comentarios en serio, o no los hacía en serio. O tal vez algunos los hacía en serio y otros no. Pero nunca dijo cuáles de ellos iban en serio. O tal vez fuera un recurso estilístico que el autor utilizaba para decirle al lector que «esto no es real; jamás ocurrió». Es lo que yo pienso, a pesar del hecho de que si uno rastrea en la historia de Florin, se dará cuenta de que ocurrió realmente. Me refiero a los hechos porque nadie podrá decir nada sobre las motivaciones mismas. Lo único que puedo sugeriros es que no leáis los paréntesis si os molestan.



—Deprisa…, deprisa…, ven.

El padre de Buttercup estaba en su casa, mirando por la ventana.

—¿Por qué?

La que preguntaba era la madre. Cuando se trataba de obedecer, nunca hacía concesiones.

El padre señaló veloz con el dedo y le dijo:

—Mira…

—Mira tú, ya sabes cómo hacerlo.

Los padres de Buttercup no eran lo que se dice un matrimonio feliz. No soñaban con otra cosa que no fuera abandonar al otro.

El padre de Buttercup se encogió de hombros y se dirigió a la ventana.

—¡Aaaah! —exclamó al cabo de un rato. Y poco después, añadió—: ¡Aaaah!

La madre de Buttercup levantó brevemente la vista del guisado.

—¡Cuánta riqueza! —exclamó el padre de Buttercup—. Es gloriosa.

La madre de Buttercup vaciló, y luego dejó la cuchara del guisado. (Esto fue después de que se inventara la cuchara de guisar, aunque todo se inventó después del guisado. Cuando el primer hombre salió arrastrándose del fango y construyó su primera casa en tierra firme, esa noche, lo primero que cenó fue un guisado).

—El corazón se sobrecoge ante tanta magnificencia —masculló en voz muy alta el padre de Buttercup.

—¿De qué se trata exactamente, gordito? —exigió saber la madre de Buttercup.

—Pues mira tú, ya sabes cómo hacerlo —fue todo lo que contestó.

(Esta era la trigésima tercera disputa del día —y ocurrió mucho después de que se inventaran las disputas— y ella le ganaba por veinte a trece, pero el hombre había recuperado mucho terreno desde el almuerzo, cuando el marcador se encontraba en diecisiete a dos).

—Burro —le dijo la madre, y se dirigió a la ventana. Al cabo de un momento, exclamó junto con su marido—: ¡Aaahh!

Allí se quedaron los dos, diminutos y asombrados.

Buttercup los observaba mientras ponía la mesa.

—Seguramente vendrán de alguna parte para ver al príncipe Humperdinck —comentó la madre de Buttercup.

El padre asintió y dijo:

—Cacería. El príncipe se dedica a la cacería.

—¡Qué afortunados somos de haberles visto pasar! —observó la madre de Buttercup, y aferró la mano de su esposo.

El viejo asintió y dijo:

—Ahora puedo morirme.

Ella le miró y repuso:

—No te mueras.

Su tono era sorprendentemente tierno y, con toda probabilidad, presintió lo importante que era para ella aquel hombre, porque cuando murió, dos años más tarde, ella no tardó en seguirle, y casi toda la gente que la conocía bien coincidió en señalar que lo que acabó con ella fue la repentina falta de oposición.

Buttercup se les acercó y permaneció detrás de ellos, mirando por encima de sus hombros, y tampoco tardó en quedarse boquiabierta, porque el conde y la condesa con todos sus escuderos, sus soldados, sus siervos, sus cortesanos, sus campeones y sus carruajes pasaban por el sendero para carros, justo delante de la granja.

Los tres permanecieron en silencio mientras la procesión avanzaba. El padre de Buttercup era un hombre mentecato y pequeñito que siempre había soñado con vivir como el conde. En cierta ocasión había estado a tres kilómetros del lugar donde el conde y el príncipe habían estado cazando, y hasta ese momento, aquél había sido el momento más culminante de su vida. Como campesino era muy malo, y como esposo no le iba mucho mejor. No había muchas cosas en el mundo en las que destacara, y nunca llegó a explicarse a ciencia cierta cómo había logrado engendrar a su hija, pero en el fondo de su corazón sabía que debía tratarse de alguna especie de error maravilloso, cuya naturaleza no tenía ninguna intención de investigar.

La madre de Buttercup era una mujer pequeñita y arrugada, enjuta y de aire preocupado, que siempre había soñado con llegar a ser famosa, aunque fuera una sola vez, como se decía que lo era la condesa. Era muy mala cocinera, y como ama de llaves incluso mucho más limitada. Cómo su vientre había logrado engendrar a Buttercup era algo que, obviamente, escapaba a su entendimiento. Pero había estado presente cuando ocurrió, y para ella era suficiente.

Buttercup, media cabeza más alta que sus padres, que seguía con los platos de la cena en las manos y seguía oliendo a Caballo, solo deseaba que la gran procesión no se encontrara tan lejos para poder comprobar si los trajes de la condesa eran tan hermosos como se decía.

Como si respondiera a sus deseos, la procesión giró y comenzó a dirigirse hacia la granja.

—¿Aquí? —logró preguntarse el padre de Buttercup—. Dios mío, ¿por qué?

La madre de Buttercup se volvió hacia su esposo e inquirió:

—¿No te habrás olvidado de pagar los impuestos?

(Esto ocurrió después de que se inventaran los impuestos. Pero todo ocurre después de la invención de los impuestos, porque se inventaron incluso antes que el guisado).

—Si no los hubiera pagado, tampoco haría falta que enviaran a tanta gente para cobrarlos —e hizo un ademán hacia la entrada de su granja, porque el conde y la condesa, acompañados de sus pajes, sus soldados, sus siervos, sus cortesanos, sus campeones y sus carruajes se iban acercando más y más—. ¿Qué habrán venido a pedirme?

—Ve a ver, ve a ver —le ordenó la madre de Buttercup.

—Ve a ver tú. Por favor.

—No, ve tú. Por favor.

—Iremos los dos juntos.

Y juntos fueron. Temblando…

—Las vacas —le dijo el conde, cuando se acercaron a su dorado carruaje—. Me gustaría hablar de tus vacas.

Se dirigió a ellos desde el interior del carruaje, con el oscuro rostro oculto entre las sombras.

—¿De mis vacas? —inquirió el padre de Buttercup.

—Sí. Verás, he pensado en montar una granja lechera, y como tus vacas tienen fama de ser las mejores del reino de Florin, pensé que tal vez podría arrancarte el secreto de cómo lo haces.

—Mis vacas —logró repetir apenas el padre de Buttercup, con la esperanza de no perder el juicio.

Porque lo cierto era que, y lo sabía bien, sus vacas eran horrendas. Durante años, los de la aldea no habían hecho otra cosa que quejarse. Si a algún otro se le hubiese ocurrido vender leche, él no habría tardado en arruinarse. Aunque tenía que reconocer que las cosas habían mejorado desde que el mozo de labranza trabajaba para él como un esclavo —era indudable que el mozo poseía ciertas habilidades y que, en aquellos momentos, las quejas eran muy pocas—, pero eso no convertía a sus animales en las mejores vacas de Florin. Con todo, al conde no se le podía contradecir. El padre de Buttercup se dirigió a su esposa y le preguntó:

—Querida, ¿cuál dirías tú que es mi secreto?

—Pues…, son tantos… —repuso.

Estaba claro que no era tonta, y menos cuando se trataba de la calidad de su ganado.

—No tenéis hijos, ¿verdad? —les preguntó entonces el conde.

—Sí tenemos, señor —repuso la madre.

—Entonces dejadme verla —prosiguió el conde—, quizá ella sea más rápida en responder que sus padres.

—Buttercup —gritó el padre, dándose la vuelta—. Sal, por favor.

—¿Cómo sabíais que teníamos una hija? —preguntó la madre de Buttercup.

—Lo adiviné. Supuse que sería una hija. Hay días en que soy más afortunado que… —se interrumpió de repente.

Porque Buttercup hizo su aparición: salía a toda prisa de la casa de sus padres.

El conde bajó del carruaje. Con gracia saltó al suelo y se quedó inmóvil. Era un hombre corpulento, de cabello y ojos negros y anchos hombros; llevaba unos guantes y una capa negros.

—La reverencia, querida —susurró la madre de Buttercup.

Buttercup la hizo lo mejor que pudo.

El conde no podía dejar de mirarla.

Debéis comprender que apenas se encontraba entre las veinte principales; llevaba el pelo desgreñado y sucio; solo contaba diecisiete años, por lo tanto, en algunas partes de su cuerpo aún se notaba la obesidad de la niñez. Todo lo que tenía era estrictamente potencial.

Aun así, el conde no podía quitarle los ojos de encima.

—Al conde le gustaría conocer cuál es el secreto de la grandeza de nuestras vacas, ¿no es así, mi señor? —dijo el padre de Buttercup.

El conde se limitó a asentir sin apartar la vista.

Incluso la madre de Buttercup notó una cierta tensión en el aire.

—Preguntadle al mozo de labranza, él es quien las cuida —repuso Buttercup.

—¿Es aquel el mozo de labranza? —inquirió otra voz desde el interior del carruaje.

Acto seguido, el rostro de la condesa apareció en el marco de la portezuela del carruaje.

Llevaba los labios pintados de un rojo perfecto, y los ojos verdes delineados de negro. Todos los colores del mundo lucían como apagados en su traje. Era tal el brillo, que Buttercup sintió el impulso de cubrirse los ojos.

El padre de Buttercup se volvió hacia la silueta solitaria que espiaba desde una esquina de la casa.

—Sí.

—Traedlo ante mí.

—No está vestido adecuadamente para semejante ocasión —repuso la madre de Buttercup.

—No es la primera vez que veo torsos desnudos —replicó la duquesa. Acto seguido, señalando al mozo de labranza, le gritó—: ¡Eh, tú, ven aquí! —Y chasqueó los dedos al pronunciar «aquí».

El mozo de labranza hizo lo que le ordenaban.

Cuando estuvo cerca, la condesa abandonó el carruaje.

Al encontrarse a unos pasos de Buttercup, se detuvo y agachó la cabeza. Se avergonzaba de su atuendo: botas gastadas, tejanos raídos (los tejanos se inventaron mucho antes de lo que todo el mundo supone), y juntó las manos en un ademán de súplica.

—¿Tienes un nombre, muchacho?

—Me llamo Westley, condesa.

—Bien, Westley, quizá puedas ayudarnos a solucionar el problema que tenemos. —Se acercó al muchacho. La tela de su falda rozó la piel de Westley—. Estamos muy interesados en el tema de las vacas. Es tal nuestra curiosidad que nos encontramos al borde del frenesí. Westley, ¿por qué supones tú que las vacas de esta granja en particular son las mejores de Florin? ¿Qué les haces?

—Yo solo les doy de comer, condesa.

—Pues bien, ya está resuelto el misterio, el secreto; ahora podemos descansar. Es evidente que la magia está en la alimentación que les proporciona Westley. Enséñame cómo lo haces, ¿quieres, Westley?

—¿Que dé de comer a las vacas para vos, condesa?

—Eres un muchacho listo.

—¿Cuándo?

—Ahora mismo estaría bien —le tendió el brazo—. Llévame, Westley.

A Westley no le quedó otra alternativa que cogerla del brazo. Con suavidad.

—Es detrás de la casa, señora; está lleno de barro. Se os estropeará el traje.

—Me los pongo una sola vez, Westley; ardo en deseos de verte en acción.

Y partieron hacia el establo.

Mientras ocurría todo esto, el conde no dejaba de mirar a Buttercup.

—Te ayudaré —le gritó Buttercup a Westley.

—Tal vez sea mejor que vea cómo lo hace —decidió el conde.

—Están ocurriendo cosas extrañas —dijeron los padres de Buttercup.

Ellos también partieron, cerrando la comitiva que exploraría la alimentación de las vacas, al tiempo que observaban al conde, que a su vez observaba a Buttercup, que a su vez observaba a la condesa.

Que a su vez observaba a Westley.

—No he visto nada especial en lo que hacía —comentó el padre de Buttercup—. Solo les dio de comer.

Ya habían cenado, y la familia estaba otra vez a solas.

—Deben de tenerle cariño. En cierta ocasión tuve un gato que solo se ponía hermoso cuando yo le daba de comer. Quizá en este caso ocurra lo mismo. —La madre de Buttercup raspó los restos del guisado del fondo de la olla y los echó en un cuenco—. Toma —le dijo a su hija—. Westley espera junto a la puerta trasera; llévale la cena.

Buttercup cogió el cuenco y abrió la puerta trasera.

—Toma —dijo.

Él asintió, agarró el cuenco y se dispuso a dirigirse hacia su tocón para comer.

—No te he dado permiso, muchacho —le dijo Buttercup. Él se detuvo, y se volvió—. No me gusta lo que estás haciéndole a Caballo. Mejor dicho, lo que no estás haciéndole. Quiero que lo asees. Esta misma noche. Y que le saques brillo a los cascos. Esta misma noche. Quiero que le trences la cola y que le masajees las orejas. Esta misma noche. Quiero que sus establos estén inmaculados. Ahora mismo. Quiero que brille, y si tardas toda la noche, pues tardas toda la noche.

—Como desees.

Cerró de un portazo y dejó que comiera en la oscuridad.

—Creía que Caballo tenía muy buen aspecto —le comentó su padre.

Buttercup no dijo palabra.

—Tú misma lo dijiste ayer —le recordó su madre.

—Debo de estar muy fatigada —logró decir Buttercup—. Con tanta agitación…

—Pues descansa —le sugirió su madre—. Pueden ocurrir cosas tremendas cuando uno está fatigado. Fíjate, yo estaba fatigada la noche que tu padre se me declaró.

Treinta y cuatro a veintidós, y la diferencia iba en aumento.

Buttercup se marchó a su cuarto, se tendió en la cama y cerró los ojos.

Y la condesa miraba a Westley.

Buttercup se levantó de la cama, se quitó la ropa, se lavó un poco, se puso el camisón, se metió entre las sábanas hecha un ovillo y cerró los ojos.

¡La condesa seguía mirando a Westley!

Buttercup apartó las sábanas, y abrió la puerta. Fue al fregadero que había junto al hornillo y se sirvió un vaso de agua. Se lo bebió. Se sirvió otro vaso y se lo pasó por la frente para refrescarse. La sensación febril seguía allí.

¿Cuán febril? Se sentía estupendamente. Tenía diecisiete años, y ni una sola caries. Con firmeza, echó el agua al fregadero, se volvió y con paso decidido regresó a su cuarto, cerró la puerta y se metió en la cama. Cerró los ojos.

¡La condesa no dejaba de mirar a Westley!

¿Por qué? ¿Por qué rayos la mujer más perfecta de toda la historia de Florin se interesaba en el mozo de labranza? Buttercup dio vueltas y más vueltas en la cama. Solo había algo que explicara esa mirada: estaba interesada en él. Buttercup cerró los ojos con fuerza y estudió el recuerdo que guardaba de la condesa. Estaba claro que el mozo de labranza tenía algo que le interesaba. Los hechos saltaban a la vista. Pero ¿qué sería? El mozo tenía unos ojos como el mar antes de la tempestad, pero ¿quién se fijaba en los ojos? Y si a una le gustaban esos detalles, tenía el pelo de un rubio claro. Y los hombros de un ancho suficiente, pero no mucho más anchos que los del conde. Y era sin duda musculoso, pero cualquiera que se pasara el día trabajando como un esclavo sería musculoso. Tenía la piel perfecta y bronceada, pero eso también era producto del duro trabajo; si estaba todo el día al sol, ¿cómo no iba a broncearse? Y no era mucho más alto que el conde, aunque tenía el vientre más plano, pero eso era debido a que el mozo de labranza era más joven.

Buttercup se sentó en la cama. Debían de ser sus dientes. El mozo de labranza tenía una buena dentadura; había que prodigar ese elogio porque era merecido. Blancos y perfectos, destacaban especialmente en la cara bronceada. ¿Podría haber sido otra cosa? Buttercup se concentró. Las muchachas de la aldea seguían bastante al mozo de labranza cuando este efectuaba los repartos, pero eran unas idiotas, porque esas seguían a cualquiera. Y él nunca les hacía el menor caso, porque si alguna vez hubiera llegado a abrir la boca, ellas se habrían dado cuenta de que lo único que tenía era una buena dentadura porque, al fin y al cabo, era excepcionalmente estúpido.

Resultaba muy extraño que una mujer tan hermosa, tan delgada, tan cimbreña y agraciada, una criatura con un envoltorio tan perfecto, vestida de manera tan exquisita como la condesa, quedara prendada de ese modo de una dentadura. Buttercup se encogió de hombros. La gente era sorprendentemente complicada. Pero Buttercup lo tenía todo diagnosticado, deducido, claro. Cerró los ojos, se acomodó bien en la cama, se hizo un ovillo, y nadie mira a nadie del modo que la condesa había mirado al mozo de labranza solo por la dentadura.

—Oh —jadeó Buttercup—. Oh, cielos, cielos.

El mozo de labranza miraba a su vez a la condesa.

Estaba dando de comer a las vacas y sus músculos se tensaban del modo en que lo hacían siempre bajo la piel bronceada y Buttercup estaba allí de pie, observando, cuando por primera vez el mozo miró a los ojos a la condesa.

Buttercup saltó de la cama y comenzó a pasearse por su cuarto. ¿Cómo pudo atreverse? Vaya, no hubiera tenido nada de particular si solo la hubiese mirado, pero no la miró sino que «la miró».

—Es tan vieja —masculló Buttercup con el ánimo tormentoso.

La condesa no cumpliría otra treintena, y eso era un hecho. Y su traje se veía ridículo en el establo; eso también era un hecho.

Buttercup se dejó caer en la cama y se apretó a la almohada que tenía atravesada sobre sus pechos. El traje era ridículo incluso antes de que llegara al establo. La condesa tenía un pésimo aspecto incluso en el mismo instante en que abandonó el carruaje, con aquella boca enorme tan pintarrajeada y aquellos ojitos de cerdo pintados y aquella piel empolvada y… y… y…

Agitada e inquieta, Buttercup lloró y se revolvió y se paseó por el cuarto y lloró otro poco. Solo han existido tres destacados casos de celos desde que David de Galilea padeció los efectos de este sentimiento cuando ya no logró soportar el hecho de que los cactus de su vecino Saúl superaran en belleza a los suyos. (En sus orígenes, los celos quedaron circunscritos exclusivamente al ámbito vegetal, a los cactus y a los ginkgos ajenos, aunque posteriormente, cuando ya existía la hierba, a la hierba, razón por la cual hasta el día de hoy se habla de ponerse verde de envidia, y por extensión, de celos). Pues bien, el caso de Buttercup casi alcanzó a ocupar el cuarto puesto en la lista de todos los tiempos.

Aquella fue una noche muy larga y muy verde.

Antes del amanecer, Buttercup se plantó delante de la choza del mozo de labranza. Oyó que ya estaba despierto. Llamó. Apareció él y se plantó en la puerta. A espaldas de Westley, Buttercup logró ver una pequeña vela y libros abiertos. Él esperó. Ella le miró, y después apartó la vista.

Era demasiado hermoso.

—Te amo —le dijo Buttercup—. Sé que esto debe resultarte sorprendente, puesto que lo único que he hecho siempre ha sido mofarme de ti, degradarte y provocarte, pero llevo ya varias horas amándote, y con cada segundo que pasa, te amo más. Hace una hora, creí que te amaba más de lo que ninguna mujer ha amado nunca a un hombre, pero media hora más tarde, supe que lo que había sentido entonces no era nada comparado con lo que sentí después. Mas al cabo de diez minutos, comprendí que mi amor anterior era un charco comparado con el mar embravecido antes de la tempestad. A eso se parecen tus ojos, ¿lo sabías? Pues sí. ¿Cuántos minutos hace de eso? ¿Veinte? ¿Serían mis sentimientos tan encendidos entonces? No importa. —Buttercup no podía mirarle. El sol comenzó a asomar entonces a sus espaldas y le infundió valor—. Ahora te amo más que hace veinte minutos, tanto que no existe comparación posible. Te amo mucho más en este momento que cuando abriste la puerta de tu choza. En mi cuerpo no hay sitio más que para ti. Mis brazos te aman, mis orejas te adoran, mis rodillas tiemblan de ciego afecto. Mi mente te suplica que le pidas algo para que pueda obedecerte. ¿Quieres que te siga el resto de tus días? Lo haré. ¿Quieres que me arrastre? Me arrastraré. Por ti me quedaré callada, por ti cantaré, y si tienes hambre, deja que te traiga comida, y si tienes sed y solo el vino árabe puede saciarla, iré a Arabia, aunque esté en el otro confín del mundo, y te traeré una botella para el almuerzo. Si hay algo que sepa hacer por ti, lo haré; y si hay algo que no sepa, lo aprenderé. Sé que no puedo competir con la condesa ni en habilidades ni en sabiduría ni en atracción, y vi la manera en que te miró. Y vi cómo tú la miraste. Pero recuerda, por favor, que ella es vieja y tiene otros intereses, mientras que yo tengo diecisiete años y para mí solo existes tú. Mi querido Westley…, nunca te había llamado por tu nombre, ¿verdad…? Westley, Westley, Westley, Westley…, querido Westley, adorado Westley, mi dulce, mi perfecto Westley, dime en un susurro que tendré la oportunidad de ganarme tu amor.

Dicho lo cual, se atrevió a hacer la cosa más valerosa que había hecho jamás: le miró directamente a los ojos.

Y él le cerró la puerta en la cara.

Sin una palabra.

Sin una palabra.

Buttercup echó a correr. Giró como un remolino y salió a la carrera. Las lágrimas amargas asomaron a sus ojos; no veía nada, tropezó, fue a golpearse contra el tronco de un árbol, cayó al suelo, se levantó, siguió corriendo; le ardía el hombro donde se había golpeado con el tronco del árbol; era un dolor fuerte, pero no lo suficiente como para aliviar su corazón destrozado. Corrió a refugiarse en su alcoba, a aferrarse a su almohada. Segura tras la puerta cerrada con llave, inundó el mundo con sus lágrimas.

Ni una sola palabra. No había tenido esa decencia. Pudo haberle dicho: «Lo siento». ¿Se habría arruinado si le decía «Lo siento»? Pudo haberle dicho: «Demasiado tarde».

¿Por qué no le dijo al menos algo?

Buttercup se devanó los sesos pensando en ello. Y, de pronto, tuvo la respuesta: no le había hablado, porque en cuanto hubiera abierto la boca, ya está. Que era guapo no cabía duda, pero ¿acaso era tonto? En cuanto hubiera puesto la lengua en movimiento, todo se hubiera acabado.

—Gagagaga.

Eso es lo que habría dicho. Era el tipo de cosas que Westley decía cuando se sentía realmente brillante.

—Gagagaga, gacias, Buttercup.

Buttercup se enjugó las lágrimas y comenzó a sonreír. Inspiró hondo y lanzó un suspiro. Aquello formaba parte del crecimiento. A una la asaltaban estas pasiones fugaces y, con solo parpadear, desaparecían. Una perdonaba las faltas, encontraba la perfección y se enamoraba locamente; al día siguiente, salía el sol y todo había concluido. Apúntalo en el apartado de la experiencia, muchacha, y a seguir viviendo. Buttercup se puso de pie, se hizo la cama, se mudó de ropa, se peinó, sonrió y entonces volvió a asaltarla otra crisis de llanto. Porque las mentiras que una se cuenta a sí misma tienen un límite.

Westley no era ningún estúpido.

Claro que podía fingir que lo era. Podía burlarse de las dificultades que tenía con el lenguaje. Podía reprenderse por haberse infatuado con un estúpido. La verdad era sencillamente esta: tenía la cabeza bien plantada. Y dentro llevaba un cerebro que era tan magnífico como su dentadura. No le había hablado por algún motivo, y este no tenía nada que ver con el funcionamiento de la materia gris. En realidad no le había hablado porque no tenía nada que decir.

No correspondía a su amor, y eso era todo.

Las lágrimas que acompañaron a Buttercup durante el resto del día no se parecían en nada a las que la cegaron haciéndola chocar contra el tronco del árbol. Aquellas habían sido sonoras y ardientes; latían. Estas eran silenciosas y tranquilas, y lo único que hacían era recordarle que no era lo bastante buena. Tenía diecisiete años, y todos los hombres que había conocido en su vida se habían derrumbado a sus pies, y aquello no había tenido ningún significado para ella. Y la única vez que importaba, ella no era lo bastante buena. Lo único que sabía hacer era cabalgar, ¿y cómo iba a interesarle eso a un hombre cuando ese hombre había sido mirado por la condesa?

Oscurecía cuando oyó unos pasos delante de su puerta. Llamaron. Buttercup se secó los ojos. Volvieron a llamar.

—¿Quién es? —preguntó finalmente Buttercup con un bostezo…

—Westley.

Buttercup se repantingó en la cama.

—¿Westley? —preguntó—. Conozco yo a algún West… ¡Ah, sí, muchacho, eres tú, qué gracioso! —Se dirigió a la puerta, descorrió el cerrojo y, con un tono más afectado, le dijo—: Me alegro mucho de que hayas pasado por aquí, porque me he sentido fatal por la broma que te gasté esta mañana. Claro que ni por un momento pensaste que iba en serio, al menos creí que lo sabrías, pero después, cuando empezaste a cerrar la puerta, por un terrible instante, creí que tal vez había llevado demasiado lejos la broma, pobrecillo, podrías haber creído que te decía en serio lo que te dije, aunque ambos sabemos que es imposible que eso llegue a ocurrir nunca.

—He venido a despedirme.

El corazón de Buttercup dio un vuelco, pero ella continuó con el tono afectado.

—¿Quieres decir que te vas a dormir y que has venido a darme las buenas noches? Qué atento de tu parte, muchacho, demostrarme que me has perdonado por la broma de esta mañana; agradezco tu delicadeza y…

—Me marcho —la interrumpió.

—¿Te marchas? —El suelo comenzó a estremecerse. Ella se aferró al marco—. ¿Ahora?

—Sí.

—¿Por lo que te dije esta mañana?

—Sí.

—Te he asustado, ¿verdad? Me tragaría la lengua. —Meneó la cabeza una y otra vez—. De acuerdo, pues; has tomado una decisión. Pero ten presente una cosa: cuando ella haya acabado contigo, no te aceptaré, aunque me lo supliques.

Él se la quedó mirando.

—Como eres hermoso y perfecto —se apresuró a agregar Buttercup—, te has vuelto vanidoso. Piensas que no se cansará de ti, pues te equivocas, lo hará, además eres demasiado pobre.

—Parto para América. A hacer fortuna. —(Esto ocurrió poco después de que existiera América, pero mucho después de que existiesen las fortunas)—. Pronto zarpará un barco de Londres. En América hay grandes oportunidades. Voy a aprovecharlo. He estado preparándome. En mi choza. He aprendido a dormir muy poco. Conseguiré un trabajo de diez horas diarias y después otro trabajo de otras diez horas diarias y ahorraré hasta el último céntimo que gane, salvo lo que necesite para mantenerme fuerte, y cuando haya reunido suficiente, compraré una granja y construiré una casa y haré una cama lo bastante grande como para que quepan dos personas.

—Estás loco si te crees que ella será feliz en una granja destartalada de América. Y menos con lo que gasta en trajes.

—¡Deja de hablar de la condesa! Hazme ese favor especial. Antes de que me vuelva locoooooo.

Buttercup lo miró.

—¿Es que no entiendes nada de lo que está pasando?

Buttercup meneó la cabeza.

Westley también sacudió la cabeza y le dijo:

—Supongo que nunca has sido la más brillante.

—¿Me amas, Westley? ¿Es eso?

No podía dar crédito a sus oídos.

—¿Que si te amo? Dios mío, si tu amor fuera un grano de arena, el mío sería un universo de playas. Si tu amor fuera…

—Oye, la primera no la he entendido bien —le interrumpió Buttercup. Comenzaba a entusiasmarse—. Vamos a ver si me aclaro. ¿Estás diciendo que mi amor es del tamaño de un grano de arena y que el tuyo es esa otra cosa? Es que las imágenes me confunden tanto que… ¿Es tu universo de no sé qué más grande que mi arena? Ayúdame, Westley. Tengo la impresión de que estamos al borde de algo tremendamente importante.

—Durante todos estos años he permanecido en mi choza por ti. He aprendido idiomas por ti. He fortalecido mi cuerpo porque creía que podría halagarte un cuerpo fuerte. He vivido toda la vida rogando porque llegase el día en que te fijaras en mí. En estos años, cada vez que posaba en ti mis ojos, el corazón me latía desbocado en el pecho. No ha pasado ni una sola noche sin que me durmiera viendo tu rostro. No ha pasado ni una sola mañana sin que tu imagen aleteara tras mis párpados al despertar… ¿Has logrado entender algo de lo que acabo de decirte, Buttercup, o quieres que siga?

—No pares nunca.

—No ha pasado…

—Westley, si me estás tomando el pelo, te mataré.

—¿Cómo puedes soñar siquiera con que te esté tomando el pelo?

—Es que no me has dicho que me quieres ni una sola vez.

—¿Es todo lo que necesitas? Sencillo. Te quiero. ¿De acuerdo? ¿Quieres que te lo diga en voz más alta? Te quiero. ¿Quieres que te lo deletree? T, e, q, u, i, e, r, o. ¿Quieres que te lo diga al revés? Quiérote.

—Ahora sí me estás tomando el pelo, ¿verdad?

—Puede que un poco; hace mucho tiempo que te lo digo, pero tú no querías escucharme. Cada vez que tú me decías: «Muchacho, haz esto», te parecía que yo te contestaba: «Como desees», pero era porque no me oías bien. «Te quiero» era lo que en realidad te decía, pero tú nunca me escuchaste, jamás.

—Te oigo ahora, y te prometo una cosa: nunca amaré a otro. Solo a Westley. Hasta que me muera.

Él asintió, y dio un paso atrás.

—Pronto enviaré a alguien a buscarte. Créeme.

—¿Mentiría acaso mi Westley?

Retrocedió otro paso.

—Se me hace tarde. Debo marcharme, es preciso. El barco no tardará en zarpar y Londres está lejos.

—Entiendo.

Westley tendió la mano derecha. A Buttercup le costaba respirar.

—Adiós.

Ella logró levantar la mano derecha hacia la de él. Se estrecharon las manos.

—Adiós —repitió él.

Ella asintió levemente.

Él retrocedió otro paso, pero no se volvió. Ella le observó.

Él se volvió.

Las palabras le salieron de un tirón:

—¿Te marchas sin un solo beso?

Se abrazaron.

Ha habido cinco grandes besos desde el año 1642 d. C.: cuando el descubrimiento accidental de Saúl y Dalila Korn se propagó por la civilización occidental. (Antes de esa fecha, las parejas solían enlazar los pulgares). La estimación exacta de los besos es algo terriblemente difícil, y a menudo provoca grandes controversias, porque si bien todos coinciden en la fórmula de afecto, pureza, intensidad y duración, nadie se ha sentido nunca completamente satisfecho con el peso que ha de darse a cada elemento. Cualquiera que sea el sistema de estimación empleado, existen cinco besos que todos consideran merecedores de la máxima puntuación.

Pues bien, este los superó a todos.



A la mañana siguiente de la partida de Westley, Buttercup pensó que no tenía derecho a hacer otra cosa que estar sentada, enjugándose las lágrimas y sintiendo lástima de sí misma. Al fin y al cabo, el amor de su vida se había marchado, su existencia no tenía sentido, cómo podía enfrentarse al futuro, etcétera, etcétera.

Al cabo de unos segundos con ese estado de ánimo, se dio cuenta de que Westley había salido al mundo, que se acercaba cada vez más a Londres; entonces, ¿qué ocurriría si se quedaba prendado de una hermosa muchacha de la ciudad mientras ella seguía allí, desmoronándose? O algo peor, ¿qué ocurriría si llegaba a América y trabajaba en sus empleos y construía su granja y la cama y la mandaba a buscar y cuando ella llegara él la mirara y le dijera: «Te enviaré de vuelta. Te has estropeado los ojos de tanto secarte las lágrimas; se te ha deslucido la piel de tanto apiadarte de ti misma; eres una criatura de aspecto desaliñado, me casaré con una india que vive en un tipi de por aquí y que siempre está en óptimas condiciones»?

Buttercup corrió a mirarse en el espejo de su alcoba.

—Oh, Westley —dijo—, no debo defraudarte nunca —y corrió escaleras abajo hasta donde sus padres estaban discutiendo.

(Dieciséis a trece, y eso que todavía no habían desayunado).

—Necesito vuestro consejo —les interrumpió Buttercup—. ¿Qué puedo hacer para mejorar mi apariencia personal?

—Empieza por bañarte —repuso su padre.

—Y, de paso, hazte algo en ese pelo —le dijo su madre.

—Excava ese territorio que hay detrás de tus orejas.

—No te olvides de las rodillas.

—No está mal para empezar —dijo Buttercup, y sacudió la cabeza—. Tiene gracia, pero no es fácil ser limpia.

Impertérrita, puso manos a la obra.

Se despertaba cada mañana, al amanecer, y de inmediato concluía con las faenas de la granja. Había mucho trabajo ahora que Westley se había marchado. Más aún, pues desde que el conde los había visitado, todos los de aquella zona habían aumentado sus pedidos de leche. De manera que hasta bien entrada la tarde no le quedaba tiempo para mejorar su aspecto.

Pero entonces sí que se ponía manos a la obra. En primer lugar, un buen baño frío. Después, mientras se le secaba el pelo, se dedicaba a componer los fallos de su figura (tenía un codo demasiado huesudo, y la muñeca del brazo opuesto no era lo bastante huesuda). Y hacía ejercicio para perder el resto de obesidad infantil (era muy poca la que le quedaba, porque tenía ya casi dieciocho años). Y se cepillaba y cepillaba el pelo.

Lo tenía de color del otoño, y nunca se lo había cortado, de manera que le llevaba su tiempo cepillárselo cien veces, pero no le importaba, porque Westley nunca se lo había visto así de limpio… y vaya si se sorprendería cuando llegara a América y bajara del barco. Tenía la piel del color de la nata helada, y se frotaba cada palmo hasta dejarla más que reluciente, cosa que no era nada divertida, pero cómo se alegraría Westley al ver lo limpia que estaba cuando llegara a América y bajara del barco.

Rápidamente comenzaron a apreciar su potencial. En dos semanas pasó del vigésimo puesto al decimoquinto, un cambio jamás visto en aquella época. Al cabo de tres semanas, ya se había ubicado en la novena posición y seguía subiendo. La competencia era tremenda, pero al día siguiente de llegar al noveno puesto, recibió una carta de Westley desde Londres, y con solo leerla, saltó al octavo. En realidad, a eso se debía su escalada: su amor por Westley no dejaba de aumentar, y por las mañanas, cuando iba a entregar la leche, la gente se quedaba azorada. Había quienes no lograban hacer otra cosa que balbucear, pero muchos lograban hablar, y quienes lo hacían, la encontraban mucho más cálida y amable de lo que había sido jamás. Hasta las muchachas de la aldea la saludaban con inclinaciones de cabeza y sonrisas, y algunas de ellas llegaban incluso a preguntarle por Westley, craso error a menos que se dispusiera de mucho tiempo libre, porque cuando alguien le preguntaba a Buttercup cómo estaba Westley…, pues bien, ella se explayaba. Era supremo, como de costumbre; era espectacular; era singularmente fabuloso. Podía pasarse horas y horas alabándolo. A veces, a sus interlocutores les resultaba un poquitín difícil mantener la atención, pero se esforzaban, porque era mucho lo que Buttercup amaba a su Westley.

Fue por eso que la muerte de Westley la golpeó del modo en que lo hizo.

Le había escrito justo antes de zarpar para América. Su barco se llamaba Orgullo de la reina, y la amaba. (Así era como redactaba sus oraciones: Hoy llueve, y te amo. Estoy mejor del resfriado, y te amo. Saluda a Caballo de mi parte, y te amo. Así).

Después no hubo más cartas, pero era lógico; estaba en alta mar. Entonces fue cuando se enteró. Regresaba a casa después de haber hecho el reparto de la leche y encontró a sus padres rígidos.

—Cerca de la costa de Carolina —susurró su padre.

—Sin previo aviso. De noche —susurró su madre.

—¿Qué? —inquirió Buttercup.

—Piratas —repuso su padre.

Buttercup creyó oportuno sentarse.

Silencio en la estancia.

—Entonces, ¿lo han hecho prisionero? —logró preguntar Buttercup.

Su madre negó con la cabeza.

—Ha sido Roberts —dijo su padre—. El temible pirata Roberts.

—Oh —dijo Buttercup—. El que nunca deja supervivientes.

—Sí —replicó su padre.

Silencio en la estancia.

De repente, Buttercup se puso a hablar a toda prisa:

—¿Lo apuñalaron…? ¿Se ahogó…? ¿Lo degollaron mientras dormía…? ¿Suponéis que lo despertaron…? Tal vez lo azotaran hasta morir… —Entonces se puso de pie—. Estoy diciendo tonterías, perdonadme. —Sacudió la cabeza—. Como si la forma en que lo mataron tuviera alguna importancia. Perdonadme, por favor.

Dicho lo cual, se dirigió rápidamente a su alcoba.

Y allí permaneció durante muchos días. Al principio, sus padres intentaron disuadirla con toda clase de trucos, pero ella no se dejó engañar. Le llevaban comida y se la dejaban delante de la puerta; ella solo tomaba lo suficiente como para seguir con vida. Del interior jamás se oyó ruido alguno, ni llantos, ni gemidos amargos.

Cuando por fin salió de su alcoba, tenía los ojos secos. Sus padres levantaron la vista del silencioso desayuno y la miraron. Los dos hicieron ademán de levantarse, pero ella alzó una mano indicándoles que no lo hicieran.

—Por favor, puedo cuidarme sola —dijo, y se dispuso a servirse algo de comida.

Sus padres la observaban atentamente.

En realidad, nunca había tenido un aspecto tan radiante. Cuando se había encerrado en su alcoba era una muchacha increíblemente hermosa. La mujer que salió de esa misma alcoba era un poco más delgada, mucho más sabia, e infinitamente más triste. Esta comprendía la naturaleza del dolor, y debajo de la gloria de sus facciones se entreveían el carácter y la sabiduría que otorga el sufrimiento.

Tenía entonces dieciocho años. Era la mujer más hermosa que había existido en cien años. A ella parecía no importarle.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó su madre.

Buttercup se bebió el chocolate a sorbos.

—Muy bien —repuso.

—¿Estás segura? —inquirió su padre.

—Sí —replicó Buttercup. Siguió una larguísima pausa—. Pero no debo volver a amar nunca.



No volvió a hacerlo.