El príncipe Humperdinck, su confidente, el conde Rugen, el anciano rey Lotharon, padre del príncipe, y la reina Bella, su malvada madrastra, se reunieron en la gran sala del consejo del castillo.
La reina Bella tenía forma de pastilla de goma; era rubicunda como una frambuesa. Con mucho, era la persona más querida del reino, y se había casado con el rey bastante antes de que este comenzara a balbucear. El príncipe Humperdinck era entonces un niño, y dado que las únicas madrastras que conocía eran las malvadas de los cuentos, siempre llamó así a Bella o, para abreviar, «M. M.».
—Y bien —comenzó a decir el príncipe cuando estuvieron todos reunidos—. ¿Con quién me caso? Escojamos a la prometida y acabemos de una vez.
El anciano rey Lotharon le dijo:
—He pensado que ya ha llegado la hora de que Humperdinck elija una novia. —En realidad no lo dijo, sino más bien lo masculló, de este modo—: He pensaaaa mmm baaa mmmmmaaaa Hummmpmmmbbb elliimmm uuunnn.
La reina Bella era la única que se molestaba en dilucidar lo que quería decir.
—No podrías haber dicho nada más acertado, querido —comentó, y le dio unas palmaditas en los reales mantos.
—¿Qué ha dicho?
—Ha dicho que sea quien sea la que elijamos, se llevará como compañero para toda la vida a un príncipe apuesto y tormentoso.
—Dile que él también tiene un aspecto estupendo —replicó el príncipe.
—Acabamos de cambiar de taumaturgo —dijo la reina—. Eso explica la mejoría.
—¿Quieres decir que has despedido a Max Milagros? —inquirió el príncipe Humperdinck—. Tenía entendido que era el único que quedaba.
—Pues no, hemos encontrado a otro en las montañas y es realmente extraordinario. Anciano, claro, pero ¿quién quiere un taumaturgo joven?
—Dile que he cambiado de taumaturgo —dijo el rey Lotharon. Aunque sonó así—: Diiile mmm qqqque cacaaammbiaaa ttutuuurgo.
—¿Qué ha dicho? —quiso saber el príncipe.
—Ha dicho que un hombre de tu importancia no puede casarse con una princesa cualquiera.
—Cierto, cierto —admitió el príncipe Humperdinck. Y suspiró profundamente—. Supongo que os referiréis a Noreena.
—Sin duda, políticamente sería la pareja perfecta —reconoció el conde Rugen.
La princesa Noreena era de Guilder, el país que se extendía justo al lado del Canal de Florin. (En Guilder tenían otra visión del asunto; para ellos, Florin era el país que se extendía al otro lado del Canal de Guilder). En cualquier caso, los dos países habían logrado sobrevivir a lo largo de los siglos guerreando entre sí. Se había producido la Guerra de las Aceitunas, la Disputa por el Atún, que a punto estuvo de dejar en la ruina a ambas naciones, la Ruptura Romana, que las dejó en la insolvencia, y más tarde, la Discordia de las Esmeraldas acontecimiento que les permitió a ambas volver a enriquecerse, principalmente gracias a que conjugaron sus fuerzas para formar una banda que, durante un breve período, se dedicó a robar a todo el mundo que se encontrara a una prudente distancia por mar.
—Me pregunto si cazará —dijo Humperdinck—. La personalidad es para mí lo de menos con tal de que sean diestras en el manejo del puñal.
—La vi hace varios años —dijo la reina Bella—. Parecía bonita, aunque muy poco musculosa. La describiría como una persona más inclinada a tejer que a la acción. Pero preciosa, insisto.
—¿Y su piel? —inquirió el príncipe.
—Como el mármol —respondió la reina.
—¿Los labios?
—¿Número o color? —preguntó la reina.
—Color, M. M.
—Rosados. Las mejillas también. Ojos más bien grandes, uno azul, el otro verde.
—Mmm —masculló Humperdinck—. ¿Y de formas?
—Como un reloj de arena. Viste divinamente. Y, por supuesto, es famosa en todo Guilder por poseer la mejor colección de sombreros del mundo.
—Pues bien, hagámosla venir por algún motivo de Estado, así podremos verla de cerca —dijo el príncipe.
—¿No hay en Guilder una princesa que tenga la edad correcta? —inquirió el rey. Pero sonó así—: ¿Mmmaacesa Guilble, eeddaddada rrerreetatata?
—¿Es que nunca te equivocas? —se preguntó la reina Bella mirando los débiles ojos de su soberano.
—¿Qué ha dicho? —inquirió el príncipe.
—Que debo partir hoy mismo con una invitación —replicó la reina.
Y así comenzó la gran visita de la princesa Noreena.
Soy yo otra vez. De todos los cortes de esta versión, este es el que me parece más justificado. Las escenas de la preparación del equipaje que Morgenstern detalla aquí se pueden omitir sin ningún problema, del mismo modo que los lectores de Moby Dick, exceptuando a los amantes del castigo, pueden pasar por alto los capítulos sobre la caza de ballenas. Porque lo que ocurre en las siguientes cincuenta y seis páginas y media de La princesa prometida es justamente eso: la preparación del equipaje. (A mi juicio, las escenas que describen cómo deshacen las maletas entran en esta misma categoría).
Lo que ocurre es lo siguiente: la reina Bella mete en las maletas la mayor parte de su guardarropa (11 páginas) y viaja a Guilder (2 páginas). En Guilder deshace las maletas (5 páginas), luego entrega la invitación a la princesa Noreena (1 página). La princesa Noreena la acepta (1 página). Luego, la princesa Noreena mete en las maletas toda su ropa y todos sus sombreros (23 páginas) y, las dos juntas, la princesa y la reina, regresan a Florin para la celebración anual de la fundación de la ciudad de Florin (1 página). Llegan al castillo del rey Lotharon, donde la princesa Noreena es conducida a sus aposentos (media página) y saca de las maletas la misma ropa y los mismos sombreros que acaba de guardar una página y media antes (12 páginas).
Es un párrafo desconcertante. Hablé con el profesor Bongiorno, de la Universidad de Columbia, jefe del Departamento Florinés, y me dijo que aquél era el capítulo más deliciosamente satírico del libro, y que la intención de Morgenstern había sido, al parecer, la de mostrar que aunque Florin era considerado un país muchísimo más civilizado que Guilder, en realidad, Guilder era el más sofisticado, tal como quedaba demostrado por la superioridad en número y calidad de los atuendos de las damas. No es mi intención discutir con el profesor, pero si algún día os asalta un ataque persistente de insomnio, os aconsejo que os hagáis el favor de comenzar a leer el capítulo 3 de la versión completa.
De todos modos, las cosas se animan un poco cuando el príncipe y la princesa se conocen y pasan el día juntos. Noreena, tal como se había anunciado, tenía una piel de mármol, labios y mejillas rosados, ojos grandes, uno azul, otro verde, una silueta de reloj de arena, y poseía la colección más extraordinaria de sombreros jamás vista. De ala ancha y estrecha, algunos altos, otros no, unos estrafalarios, otros coloridos, algunos de cuadros y otros sencillos. A la princesa le encantaba cambiarse de sombrero para cada ocasión. Cuando conoció al príncipe, llevaba uno. Cuando él la invitó a dar un paseo, ella se disculpó y regresó poco después con otro; igualmente apabullante. Las cosas siguieron de este modo a lo largo del día, pero yo considero que es un exceso de etiqueta cortesana para los lectores modernos, por eso solo retomo el texto original cuando habla de la cena.
La cena se celebró en el Gran Salón del castillo de Lotharon. Normalmente habrían cenado todos en el comedor, pero, para un acontecimiento de tal magnitud, aquella estancia habría sido sencillamente demasiado pequeña. De modo que en la parte central se colocaron mesas que iban de un extremo al otro del Gran Salón, estancia enorme y plagada de corrientes, que resultaba fría incluso en verano. Había muchas puertas y entradas gigantescas, y en ocasiones, las ráfagas de viento alcanzaban fuerza de vendaval.
Aquella noche fue más típica que de costumbre; el viento silbaba sin cesar; había que volver a encender constantemente las velas y algunas de las damas ataviadas de forma más osada temblaban de frío. Pero al príncipe Humperdinck no parecía importarle, y en Florin, si a él no le importaba algo, a los demás, tampoco.
A las ocho y veintitrés todo parecía indicar que existían posibilidades de una alianza duradera entre Florin y Guilder.
A las ocho y veinticuatro, las dos naciones estuvieron muy cerca de la declaración de guerra.
Lo que ocurrió fue lo siguiente: A las ocho horas veintitrés minutos y cinco segundos, todo estaba dispuesto para que se sirviera el primer plato. Este consistía en esencia de cerdo al brandy, y hacía falta una gran cantidad para servir a los quinientos invitados. De manera que para acelerar el servicio, se abrieron unas gigantescas puertas dobles que conducían desde la cocina al Gran Salón. Estas puertas se encontraban ubicadas en el extremo norte de la estancia y permanecieron abiertas durante todo el tiempo que duró la escena siguiente.
El vino adecuado para acompañar la esencia de cerdo al brandy estaba dispuesto detrás de las puertas dobles que conducían a las bodegas. Estas se abrieron a las ocho horas veintitrés minutos y diez segundos para permitir que los doce camareros encargados del vino pudieran acercar los barriles a los comensales. Cabe destacar que estas puertas se encontraban en el extremo sur de la estancia.
En ese momento, se hizo patente un viento que cruzó el Gran Salón con una fuerza inusitada. El príncipe Humperdinck no lo notó, porque en aquel instante hablaba en voz baja con la princesa Noreena de Guilder. Tenía su mejilla muy próxima a la de ella y la cabeza inclinada debajo del sombrero de amplísima ala y tonos azul verdosos que hacían resaltar los exquisitos colores de los dos grandes ojos de la dama.
A las ocho horas veintitrés minutos y veinte segundos, el rey de Lotharon hizo su algo tardía aparición. Por aquella época siempre llegaba tarde, llevaba años llegando tarde; se decía que en ciertas ocasiones los invitados habían desfallecido de hambre antes de que él se presentara. Pero últimamente se había optado por comenzar sin él, cosa que le daba igual, puesto que, de todos modos, su nuevo taumaturgo le había prohibido comer. El rey entró por la Puerta Real, una cosa de enormes goznes que solo él estaba autorizado a trasponer. Para abrirla, era necesario el concurso de varios sirvientes en excelentes condiciones. Cabe señalar que la Puerta Real se había situado siempre en el lado este de cualquier estancia, puesto que de todos los mortales, el rey era el que estaba más cerca del sol.
Lo que ocurrió entonces ha sido descrito de diversas maneras como un vendaval del norte o del sudoeste, según el sitio que ocupara en la estancia el observador en el momento de los hechos, pero todo el mundo estuvo de acuerdo en un aspecto: a las ocho horas veintitrés minutos y veinticinco segundos, en el Gran Salón había una corriente de órdago.
La mayoría de las velas se quedaron sin llama y fueron derribadas, detalle importante solo porque muy pocas cayeron, aun ardiendo, dentro de los pequeños recipientes con queroseno que habían sido colocados aquí y allá sobre la mesa del banquete para que la esencia de cerdo al brandy pudiera estar bien caliente en el momento de servirla. Los sirvientes se precipitaron al Gran Salón desde todas las direcciones para apagar las llamas, y lo cierto fue que hicieron bien su trabajo, considerando que en la estancia todo volaba de un lado para otro: abanicos, chales y sombreros.
Especialmente, el sombrero de la princesa Noreena.
Salió volando hacia la pared que tenía detrás, donde la dama lo recuperó, veloz, y se lo colocó convenientemente. Eso fue a las ocho horas veintitrés minutos y cincuenta segundos. Pero ya era demasiado tarde.
A las ocho horas veintitrés minutos y cincuenta y cinco segundos, el príncipe Humperdinck se levantó rugiente, las venas de su grueso cuello aparecían grabadas como el cáñamo. En algunos sitios aún perduraban las llamas, y sus tonos rojizos enrojecieron aún más su rostro encendido. Así, de pie donde se encontraba, parecía un barril en llamas. Entonces le dijo a la princesa Noreena de Guilder las cinco palabras que llevaron a las dos naciones al borde de la declaración de guerra:
—¡Señora, sentíos libre de marcharos!
Dicho lo cual, salió del Gran Salón como una tromba. Eran las ocho horas veinticuatro minutos.
El príncipe Humperdinck se marchó con su enfado al balcón que había encima del Gran Salón y desde lo alto observó el caos. Las llamas rojizas seguían ardiendo en algunos sitios, los comensales salían en tropel por las puertas, y la princesa Noreena, desmayada y con el sombrero puesto, era conducida lejos de allí por sus sirvientes.
La reina Bella no tardó en reunirse con el príncipe, que se paseaba furioso por el balcón, pues aún no había logrado controlarse.
—Desearía que no hubieseis sido tan brusco —le dijo la reina Bella.
El príncipe se volvió, enfurecido:
—¡No pienso casarme con una princesa calva, y no se diga una palabra más!
—Nadie se enteraría —arguyó la reina Bella—. Tiene sombreros hasta para dormir.
—Yo lo sabría —gritó el príncipe—. ¿Habéis visto cómo se reflejaba la luz de las velas en su cráneo?
—Pero las relaciones con Guilder habrían mejorado tanto —dijo la reina, dirigiéndose en parte al príncipe, en parte al conde Rugen, que también se había reunido con ellos.
—Olvidaos de Guilder. Algún día lo conquistaré. De todos modos, lo he deseado desde mi niñez. —Se acercó a la reina—. Si me caso con una calva, la gente se reirá a mis espaldas, y puedo vivir sin esa experiencia, gracias. Tendréis que buscar alguna otra.
—¿Quién?
—Buscadme a alguien. Lo único que importa es que tenga buen aspecto.
—Esa Noreena no tiene pelo —dijo el rey Lotharon, mientras se acercaba a ellos jadeando—. Noreemmaamaa tititinenene ppplllo.
—Gracias por comentarlo, querido —dijo la reina Bella.
—No creo que a Humperdinck le guste —dijo el rey—. Nnnooo Humhum-hum bababab.
En ese momento, el conde Rugen dio un paso al frente.
—Queréis a alguien que tenga buen aspecto, pero ¿y si fuera una plebeya?
—Cuanto más plebeya, mejor —replicó el príncipe Humperdinck, y volvió a pasearse otra vez.
—¿Y si no supiera cazar? —prosiguió el conde.
—No me importará nada, ni siquiera que no sepa escribir —dijo el príncipe. Se detuvo de repente y se enfrentó a todos—. Os diré lo que quiero. Quiero a alguien que sea tan hermosa que al verla todo el mundo diga: «Vaya, ese Humperdinck debe de ser todo un personaje para tener una esposa así». ¡Recorred el reino, buscad en todo el mundo, pero encentradla!
El conde Rugen no logró reprimir una sonrisa.
—Ya la hemos encontrado —dijo.
Amanecía cuando dos jinetes detuvieron sus corceles en lo alto de la colina. El conde Rugen montaba un espléndido caballo negro, enorme, perfecto, poderoso. El príncipe montaba uno de sus caballos blancos. Hacía que la cabalgadura de Rugen se pareciera a las bestias que tiran del arado.
—Reparte la leche por las mañanas —dijo el conde Rugen.
—¿Y es de verdad, sin lugar a dudas, y sin posibilidad de errores, hermosa?
—Cuando la vi era más bien un desastre —reconoció el conde—. Pero el potencial era abrumador.
—Una lechera. —El príncipe saboreó las palabras con su lengua áspera—. Ni en la mejor de las condiciones podía imaginar jamás la posibilidad de casarme con una lechera. La gente se burlará de mí diciendo que no fui capaz de encontrar algo mejor.
—Cierto —reconoció el conde—. Si lo preferís, regresemos sin más demora a la ciudad de Florin.
—Ya que hemos venido hasta tan lejos —dijo el príncipe—, podríamos… —Su voz se apagó—. Me quedo con ella —logró decir finalmente, cuando un poco más abajo vio pasar a Buttercup montada en su caballo.
—Creo que nadie se mofará —dijo el conde.
—Debo cortejarla ahora mismo —sentenció el príncipe—. Dejadnos un momento a solas.
Con mano experta hizo que su caballo blanco descendiera la colina.
Buttercup nunca había visto una bestia tan gigantesca. Ni un jinete como aquél.
—Soy tu príncipe y te casarás conmigo —le dijo Humperdinck.
—Soy vuestra sierva y me niego —susurró Buttercup.
—Soy tu príncipe y no puedes negarte.
—Soy vuestra sierva fiel y acabo de hacerlo.
—Negarte significa la muerte.
—Matadme entonces.
—Soy tu príncipe y no soy tan malvado…, ¿cómo es posible que prefieras morir antes que casarte conmigo?
—Porque el matrimonio supone que se ha de amar, y el amor no es un pasatiempo en el que yo destaque. Lo intenté una vez y acabó mal, y he jurado que jamás amaría a otro.
—¿Amor? —dijo el príncipe Humperdinck—. ¿Quién ha hablado de amor? Yo no, te lo aseguro. Verás, el trono de Florin debe contar siempre con heredero. Y ese soy yo. Cuando muera mi padre, no habrá heredero, solo un rey. Ese soy yo otra vez. Cuando eso ocurra, me casaré y tendré descendencia hasta que nazca un varón. O sea que te quedan dos alternativas, casarte conmigo y convertirte en la mujer más rica y más poderosa en miles de kilómetros a la redonda, y regalar pavos para Navidad y darme un hijo varón, o bien, puedes morir de terribles dolores en un futuro muy cercano. Decídete.
—Nunca os amaré.
—Aunque me dieras tu amor, no lo querría.
—Entonces, no se hable más, casémonos.