La Gran Plaza de la ciudad de Florin estaba llena a rebosar como nunca antes; la gente esperaba la presentación de Buttercup de Hammersmith, futura esposa del príncipe Humperdinck. La multitud había comenzado a reunirse unas cuarenta horas antes, pero hasta veinticuatro horas antes, todavía había menos de mil personas. A medida que el momento de la presentación se fue acercando, la gente comenzó a llegar de todos los confines del país. Ninguno había visto nunca a la princesa, pero los rumores acerca de su belleza eran continuos y cada uno de ellos era menos posible que el anterior.
Hacia mediodía, el príncipe Humperdinck apareció en el balcón del castillo de su padre y levantó los brazos. La multitud, que ya había adquirido unas proporciones peligrosas, se acalló lentamente. Corrían diferentes rumores acerca de la salud del rey; unos decían que se moría, otros que ya había muerto, algunos que llevaba muerto mucho tiempo, y otros que estaba perfectamente.
—Pueblo mío, amados míos, de quienes obtenemos nuestra fuerza, hoy es un día de regocijo. Como habréis oído ya, la salud de mi honorable padre no es lo que era. Aunque claro, con noventa y siete años, ¿qué más se puede pedir? Sabréis también que Florin necesita un heredero varón.
La multitud comenzó a agitarse; tenía que ser aquella dama de la que tanto habían oído hablar.
—Dentro de tres meses, conmemoraremos el quingentésimo aniversario de nuestro país. Para celebrarlo, al caer la noche de ese día, tomaré por esposa a la princesa Buttercup de Hammersmith. Aún no la conocéis. Pero la conoceréis ahora.
Hizo un amplio ademán y las puertas del balcón se abrieron de par en par; Buttercup salió y se colocó a su lado, en el balcón.
Y la multitud se quedó literalmente boquiabierta.
La princesa de veintiún años superaba dos veces a la enlutada niña de dieciocho. Los defectos habían desaparecido de su figura, el codo demasiado huesudo se había rellenado de carne a la perfección, y la muñeca regordeta del otro brazo no podía haber sido más esbelta. Su pelo, que en otras épocas fuera del color del otoño, seguía siendo del mismo color, pero así como antes ella misma se lo arreglaba, ahora tenía permanentemente a su disposición cinco peluqueros que se ocupaban de todo. (Esto ocurrió mucho después de que existieran los peluqueros; en realidad, desde que existen las mujeres existen los peluqueros, el primero de los cuales fue Adán, aunque los estudiosos de la vida del rey Jacobo hagan lo imposible por enturbiar este asunto). Su piel seguía siendo como la nata helada, pero ahora, con dos doncellas dedicadas a cada apéndice, y cuatro al resto de su cuerpo, en ciertos aspectos, esa piel parecía darle un brillo suave, que se movía al hacerlo ella.
El príncipe Humperdinck tomó la mano de la princesa, la levantó en el aire y la multitud vitoreó.
—Ya basta, no debemos arriesgarnos a un período de exposición excesivo —dijo el príncipe, y se dispuso a entrar en el castillo.
—Algunos han estado esperando durante mucho tiempo —replicó Buttercup—. Me gustaría caminar entre ellos.
—No acostumbramos a caminar entre plebeyos a menos que sea inevitable —le recordó el príncipe.
—En mis tiempos, conocía más de un plebeyo —repuso Buttercup—. Creo que no me harán daño.
Dicho lo cual, abandonó el balcón y un momento más tarde, reapareció en la amplia escalinata del castillo; completamente sola, comenzó a bajar hacia la multitud con los brazos abiertos.
Dondequiera que se dirigiese, la gente le abría paso. Cruzó una y otra vez la Gran Plaza y todo el mundo se apartaba para dejarla pasar. Buttercup continuó avanzando lentamente y sonriendo, sola, como un mesías.
La mayor parte de los allí presentes no olvidarían jamás aquel día. Por supuesto que ninguno de ellos había estado nunca tan cerca de la perfección, y la gran mayoría la adoró al instante. Sin lugar a dudas, había algunos que, aunque admitieran que era muy agradable, se reservaban el juicio respecto de sus cualidades como reina. Y también existían algunos otros que estaban francamente celosos. Muy pocos la odiaban.
Solo tres planeaban asesinarla.
Buttercup, naturalmente, era ajena a todo esto. Sonreía, y cuando algunos querían tocarle el vestido, pues bien, también los dejaba hacer. Había estudiado mucho para actuar regiamente, y deseaba con fervor tener éxito, de modo que se mantuvo erguida y con una sonrisa gentil en los labios, y si alguien le hubiese dicho que su muerte estaba tan próxima se habría echado a reír.
Pero…
… en la esquina más alejada de la Gran Plaza…
… en el edificio más alto del reino…
… en la oscuridad de la sombra más oscura…
… esperaba el hombre de negro.
Sus botas eran negras y de cuero. Sus pantalones eran negros, y negra su camisa. Su máscara era negra, más negra que el plumaje del cuervo. Pero más negro que todo eso eran sus ojos brillantes.
Brillantes, crueles y letales…
Después de su triunfo, Buttercup se sentía algo más que fatigada. El toqueteo de la multitud la había dejado exhausta, por eso descansó un poco y, después, hacia media tarde, vistió sus ropas de montar y salió en busca de Caballo. Aquél era el único aspecto de su vida que no había cambiado en los años precedentes. Le seguía gustando cabalgar y, cada tarde, hiciera o no buen tiempo, cabalgaba sola durante varias horas por los páramos que se extendían más allá del castillo.
Era en esas ocasiones cuando conseguía sus mejores reflexiones.
Aunque estas reflexiones no eran de las que ensanchan horizontes. Aun así, se decía Buttercup, tampoco era tonta, y mientras se reservara sus reflexiones, bueno, ¿qué daño podía causar?
Y mientras cabalgaba por bosques y arroyos y brezales, su cerebro era un torbellino. La caminata entre las multitudes la había conmovido de un modo extraño. Porque aunque llevaba ya tres años sin hacer nada más que adiestrarse para convertirse en princesa y después en reina, aquél era el primer día en que comprendía verdaderamente que aquello se convertiría pronto en una realidad.
«Pero Humperdinck no me gusta —pensó—. No es que lo odie ni nada por el estilo. Es que nunca le veo, porque o no está o está jugando en el Zoo de la Muerte».
Al modo de entender de Buttercup existían dos problemas principales: 1) ¿estaba mal casarse sin gustarse? y 2) en ese caso, ¿sería demasiado tarde para hacer algo al respecto?
Mientras cabalgaba, y siempre a su modo de ver, las respuestas eran: 1) no, 2) sí.
No estaba mal casarse con alguien que no le gustara, pero tampoco estaba bien. Si todo el mundo lo hacía, la cosa no sería tan estupenda, pues todo el mundo gritaría a todo el mundo a medida que los años pasaran. Pero estaba claro que no todo el mundo lo hacía; o sea que más valía olvidarse de aquello. La respuesta a 2) era incluso más fácil: había dado su palabra de que iba a casarse y eso tenía que bastar. Si bien era cierto que él le había dicho sinceramente que si ella se negaba habría tenido que mandarla matar para mantener el respeto por la corona en su justo nivel; no obstante, si ella lo hubiera querido, habría podido decir que no.
Desde que se había convertido en aprendiza de princesa todos le habían dicho que era, con toda probabilidad, la mujer más hermosa del mundo. Y ahora se iba a convertir además en la más rica y poderosa.
«No esperes demasiado de la vida —se dijo Buttercup mientras seguía cabalgando—. Aprende a conformarte con lo que tienes».
Comenzaba a oscurecer cuando Buttercup alcanzó la cima de la colina. Se encontraba a una media hora de camino del castillo, y ya llevaba cabalgando las tres cuartas partes de su paseo diario. De pronto refrenó a Caballo porque, a lo lejos, de pie en la oscuridad, se encontraba el trío más extraño jamás visto.
El hombre que iba al frente era moreno, siciliano quizá, con un rostro muy dulce, casi angelical. Tenía una pierna algo más corta que la otra y un asomo de joroba, pero avanzó hacia ella con velocidad y agilidad sorprendentes. Los otros dos continuaron inmóviles en su sitio. El segundo, también moreno, probablemente español, iba tan erguido y era tan delgado como la hoja de acero de la espada que llevaba colgada del costado. El tercero, bigotudo, tal vez turco, era con mucho el ser humano más corpulento que había visto en su vida.
—¿Puedo hablaros? —inquirió el siciliano, levantando los brazos.
Su sonrisa era más angelical que su rostro.
—Habla —repuso Buttercup, deteniéndose.
—No somos más que unos pobres artistas circenses —le explicó el siciliano—. Oscurece y nos hemos perdido. Nos han dicho que por aquí cerca hay una aldea que podría gozar quizá de nuestras habilidades.
—Te han informado mal —le dijo Buttercup—. No hay ninguna aldea en varios kilómetros a la redonda.
—Entonces nadie os oirá gritar —replicó el siciliano, y le saltó encima con pasmosa agilidad.
Y eso fue todo lo que Buttercup logró recordar después. Quizá gritó, pero si lo hizo fue más por el pánico que por otra cosa, porque lo cierto es que no sintió dolor alguno. Las manos del siciliano tocaron con pericia ciertas zonas del cuello de Buttercup y en seguida perdió el sentido.
La despertó el chapoteo del agua.
Estaba envuelta en una manta y el turco gigantesco la depositaba en el fondo de una barca. Hubo un momento en que se dispuso a hablar, pero después, cuando ellos comenzaron a conversar, creyó que sería más conveniente escuchar. Después de haber escuchado durante unos instantes, notó que le resultaba cada vez más difícil oír lo que decían debido a los tremendos latidos de su corazón.
—Pienso que deberías matarla ahora —dijo el turco.
—Cuanto menos pienses, más feliz me sentiré —repuso el siciliano.
Se oyó el rasgar de una tela.
—¿Qué es eso? —inquirió el español.
—Lo mismo que dejé atado a la silla de la dama —replicó el siciliano—. Tela del uniforme de un oficial de Guilder.
—Sigo pensando que… —comenzó a decir el turco.
—Deben encontrarla muerta en la frontera guilderiana o no nos pagarán el resto de lo pactado. ¿Te ha quedado claro?
—Es que me siento mejor cuando sé lo que está pasando, es todo —balbuceó el turco—. Todo el mundo se cree que soy estúpido porque soy grande y fuerte y porque a veces babeo un poco cuando me entusiasmo.
—El motivo por el que todo el mundo cree que eres estúpido —le dijo el siciliano— radica en que eres estúpido. No tiene nada que ver con el hecho de que babees.
Se oyó el aletear de una vela.
—Agachad las cabezas —les advirtió el español, y la barca comenzó a moverse—. Tengo la impresión de que al pueblo de Florin no le sentará nada bien su muerte. Se ha hecho querer.
—Estallará la guerra —admitió el siciliano—. Nos han pagado para que la iniciemos. Es un placer especializarse en un trabajo de este tipo. Si lo hacemos a la perfección, habrá una demanda continua de nuestros servicios.
—A mí no me entusiasma demasiado —dijo el español—. Francamente, ojalá no lo hubieses aceptado.
—La oferta era demasiado elevada.
—Me disgusta tener que matar a una muchacha —dijo el español.
—Dios lo hace todo el rato; y si a Él no le molesta, no dejes que te preocupe a ti.
Mientras se desarrollaba la conversación, Buttercup no se movió.
—Digámosle que la hemos raptado para pedir un rescate —dijo el español.
El turco estuvo de acuerdo con él.
—Es tan hermosa…, enloquecería si lo supiera.
—Ya lo sabe —dijo el siciliano—. Está despierta y ha oído cada palabra de nuestra conversación.
Buttercup yacía inmóvil, envuelta en la manta. Se preguntó cómo había podido darse cuenta.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —inquirió el español.
—Los sicilianos lo intuimos todo —respondió.
«Engreído», pensó Buttercup.
—Sí, muy engreído —dijo el siciliano.
«Debe leerme el pensamiento», pensó Buttercup.
—¿Vas a soltar toda la vela? —inquirió el siciliano.
—Toda la que la seguridad permita —repuso el español desde su puesto junto a la caña del timón.
—Les llevamos una hora de ventaja, de modo que todavía no corremos peligro. Su caballo tardará unos veintisiete minutos en regresar al castillo; transcurrirán otros cuantos minutos antes de que logren descifrar lo ocurrido y, como hemos dejado un rastro visible, saldrán a buscarnos dentro de una hora. En este tiempo, deberíamos llegar a los Acantilados y, con un poco de suerte, estaremos en la frontera de Guilder al amanecer, momento en que ella morirá. Calculo que su cuerpo estará bastante caliente cuando el príncipe se lo encuentre, mutilado. Ojalá pudiéramos quedarnos para ver su dolor…, debería ser homérico.
«¿Por qué me revela sus planes?», se preguntó Buttercup.
—Vais a volver a dormiros ahora mismo, señora mía —dijo el español, y de pronto, sus dedos se posaron en la frente, en el hombro y en el cuello de Buttercup y esta volvió a perder el sentido…
Buttercup ignoraba cuánto tiempo había permanecido inconsciente, pero seguían en la barca cuando parpadeó escudándose tras la manta. Y esta vez, sin atreverse a pensar —el siciliano se habría enterado de un modo u otro—, lanzó la manta a un lado y se zambulló en el Canal de Florin.
Permaneció sumergida todo el tiempo que le permitió su coraje, y luego emergió; comenzó a cruzar a nado la extensión de agua sin reflejo de la luna, empleando hasta la última gota de energía que le quedaba. Tras ella, en la oscuridad, se oyeron unos gritos.
—¡Lánzate al agua, lánzate al agua! —exclamó el siciliano.
—Solo nado como un perrito —repuso el turco.
—Entonces, sabes más que yo —dijo el español.
Buttercup siguió nadando y alejándose de ellos. Le dolían los brazos por el esfuerzo, pero no les permitió ningún descanso. Pataleaba con los pies y el corazón le latía con fuerza.
—Oigo cómo patalea —dijo el siciliano—. Vira a la izquierda.
Buttercup cambió al estilo braza y se alejó, nadando silenciosamente.
—¿Dónde está? —chilló el siciliano.
—Los tiburones la alcanzarán, no te preocupes —le recordó el español.
«Cielos, ojalá no los hubieras mencionado», pensó Buttercup.
—Princesa —gritó el siciliano—, ¿sabéis lo que les ocurre a los tiburones cuando huelen sangre en el agua? Enloquecen. No hay modo de controlar su ferocidad. Despedazan, destrozan, arrancan y devoran, y yo estoy en una barca, princesa, y en el agua no hay sangre, de modo que ambos estamos bastante a salvo, pero tengo un cuchillo en la mano, señora, y si no regresáis, me cortaré los brazos y las piernas y recogeré la sangre en un tazón y lo lanzaré tan lejos como pueda; los tiburones son capaces de oler sangre en el agua a kilómetros de distancia, y no seréis hermosa por mucho tiempo.
Buttercup vaciló, sin dejar de nadar en silencio. A su alrededor, aunque seguramente era cosa de su imaginación, le pareció oír el sonido silbante de gigantescas colas.
—Regresad ahora mismo. No os lo advertiré más.
«Si regreso, me matarán de todos modos, ¿qué diferencia hay?», pensó Buttercup.
—La diferencia…
«Ahí está, lo ha hecho otra vez —pensó Buttercup—. Sabe leer el pensamiento».
—… radica en que si regresáis ahora —prosiguió el siciliano—, os doy mi palabra de caballero y asesino de que moriréis sin sentir dolor. Puedo aseguraros que los tiburones no van a prometeros nada parecido.
Los sonidos de los peces en la noche se acercaron más.
Buttercup se echó a temblar de miedo. Se sentía tremendamente avergonzada, pero no podía evitarlo. Solo deseó poder ver por un instante si de verdad había tiburones y si el siciliano sería capaz de cortarse como había amenazado.
El siciliano dio un aparatoso respingo.
—Acaba de cortarse el brazo, señora —gritó el turco—. Y ahora recoge la sangre en un tazón. Debe de haber por lo menos un dedo de sangre en el tazón.
El siciliano dio otro respingo.
—Ahora se ha cortado la pierna —prosiguió el turco—. El tazón se está llenando.
«No me lo creo —pensó Buttercup—. En el agua no hay tiburones y en el tazón no hay sangre».
—Tengo el brazo tendido hacia atrás —anunció el siciliano—. Si gritáis o no para revelar dónde estáis es una elección que os corresponde a vos.
«No pienso decir ni pío», decidió Buttercup.
—Adiós —dijo el siciliano.
Se oyó el sonido típico que produce el líquido al caer en otro líquido.
Después, siguió una pausa.
Y entonces los tiburones enloquecieron…
«No se la comen los tiburones», me dijo mi padre.
«¿Cómo?», inquirí levantando la vista y mirándolo.
«Tenías todo el aspecto de estar demasiado metido en la historia y demasiado preocupado, de modo que pensé que sería mejor darte un respiro».
«¡Por favor! —exclamé—, cualquiera diría que soy un crío. ¿A qué vienen tantos rodeos?».
Parecía realmente molesto, pero os contaré la verdad: empezaba a meterme demasiado en la historia y me alegré de que mi padre me lo advirtiera. Quiero decir, cuando uno es un crío, no suele pensar cosas al estilo de: «Vale, como el libro se titula La princesa prometida y como apenas hemos leído unos capítulos, está claro que el autor no va a hacer que los tiburones despedacen a su primera dama». Cuando uno es un niño, se engancha a las cosas; de modo que a todos los niños que estén leyendo este libro, les repetiré simplemente las palabras de mi padre, puesto que a mí me calmaron: «No se la comen los tiburones».
Entonces los tiburones enloquecieron. A su alrededor, Buttercup los oyó lanzar su agudo sonido y gritar y agitar sus poderosas colas.
«Nada podrá salvarme —admitió Buttercup—, estoy perdida».Por suerte para todos los implicados, exceptuando a los tiburones, fue más o menos a esa hora cuando salió la luna.
—Ahí está —gritó el siciliano.
El español viró la barca veloz como el rayo y, a medida que se acercaban, el turco tendió un brazo gigantesco y ella volvió a la seguridad que le ofrecían sus asesinos, mientras alrededor los tiburones se embestían unos contra los otros, tremendamente frustrados.
—Que no se enfríe —dijo el español desde su puesto junto a la caña del timón, y le lanzó su capa al turco.
—No os enfriéis —dijo el turco, y envolvió a Buttercup entre los pliegues de la capa.
—No creo que tenga tanta importancia —repuso Buttercup—, pues de todos modos vas a matarme al amanecer.
—Él es quien hará el trabajo —le dijo el turco, y señaló al siciliano, que se estaba vendando las heridas—. Nosotros nos limitaremos a sujetaros.
—Sujeta esa estúpida lengua —le ordenó el siciliano.
El turco se calló inmediatamente.
—No creo que sea tan estúpido —dijo Buttercup—. Y tampoco creo que tú seas tan inteligente; mira que arrojar tu propia sangre al agua… no es lo que yo llamaría una idea de primera.
—¿Funcionó o no funcionó? Habéis vuelto, ¿no? —El siciliano se acercó a ella—. Cuando las mujeres están lo bastante asustadas, se ponen a gritar.
—Pero yo no grité. Salió la luna —repuso Buttercup con aire triunfante.
El siciliano la abofeteó.
—Ya basta —dijo entonces el turco.
El diminuto jorobado le lanzó al gigante una mirada aviesa.
—¿Quieres pelear conmigo? Creo que no.
—No, señor —balbuceó el turco—. No. Pero no uses la fuerza, por favor. La fuerza déjamela a mí. Si quieres desahogarte, pégame a mí. No me importará.
El siciliano se fue al otro extremo de la barca.
—Habría gritado —dijo—. Estaba a punto de gritar. Mi plan era ideal como lo son todos mis planes. Fue la inoportuna aparición de la luna la que me impidió lograr la perfección. —Miró ceñudo e implacable la loncha amarilla que pendía del cielo. Luego, se quedó con la mirada fija en la lejanía—. ¡Allí están! —El siciliano señaló a lo lejos—. Los Acantilados de la Locura.
Y ahí estaban. Se alzaban imponentes desde el agua, y elevaban sus trescientos metros hacia el cielo nocturno. Constituían el camino más directo entre Florin y Guilder, pero nadie los utilizaba nunca, pues todo el mundo prefería dar un largo rodeo por mar. No resultaba imposible escalar los Acantilados; aunque en los últimos cien años solo dos hombres habían logrado hacerlo.
—Enfila directo hacia la parte más profunda —ordenó el siciliano.
—Ya iba hacia allí —repuso el español.
Buttercup no lo entendía. Escalar los Acantilados era prácticamente imposible, pensó; y nadie había hablado jamás de que existieran senderos secretos a través de ellos. Sin embargo, allí estaban, acercándose cada vez más a la imponente masa de roca, que se encontraba ya a menos de un kilómetro.
Por primera vez el siciliano se permitió una sonrisa.
—Todo marcha bien. Temí que vuestra pequeña excursión acuática fuera a costarme demasiado tiempo. Pero había calculado una hora más de margen, para imprevistos. Todavía nos quedan unos cincuenta minutos. Nos encontramos a kilómetros de distancia y estamos a salvo, a salvo, a salvo.
—¿Y nadie podría estar siguiéndonos todavía? —inquirió el español.
—Nadie —le aseguró el siciliano—. Sería inconcebible.
—¿Absolutamente inconcebible?
—Absoluta, totalmente y de todo punto inconcebible —volvió a asegurarle el siciliano—. ¿Por qué lo preguntas?
—Por nada —repuso el español—. Es que acabo de mirar atrás y he visto algo.
Se volvieron todos a la vez.
Efectivamente, había algo. A menos de un kilómetro de distancia, bajo la luz de la luna, había otra barca, pequeña, pintada de un color que parecía negro, con una gigantesca vela negra henchida por el viento, y un solo hombre al timón. Un hombre de negro.
El español miró al siciliano.
—Debe de ser algún pescador de la zona que ha salido por puro placer a navegar solo en plena noche, en aguas infestadas de tiburones.
—Puede que haya una explicación más lógica —comentó el siciliano—. Pero dado que en Guilder no existe nadie que pueda haberse enterado de lo que hemos hecho, y dado que es imposible que en Florin haya nadie que pueda haber llegado aquí tan deprisa, está más que claro que no nos sigue, por más que pueda parecer que lo esté haciendo. Es una coincidencia y nada más.
—Nos está alcanzando —dijo el turco.
—Eso también es inconcebible —dijo el siciliano—. Antes de robar la barca en la que navegamos, me aseguré muy bien de cuál era la embarcación más veloz del Canal de Florin y todo el mundo estuvo de acuerdo en que era esta.
—Tienes razón —admitió el turco, volviendo la vista atrás—. No nos está alcanzando. Simplemente se nos está acercando, eso es todo.
—Es por el ángulo desde el cual lo estamos viendo, nada más —dijo el siciliano.
Buttercup no podía apartar la vista de la enorme vela negra. No cabía duda de que los tres hombres que la habían raptado le inspiraban miedo. Pero de alguna manera, por razones que no lograba precisar, el hombre de negro le inspiraba todavía más miedo.
—Está bien, aguza la vista —ordenó entonces el siciliano, con una pizca de inquietud en el tono.
Los Acantilados de la Locura estaban ahora muy cerca.
El español maniobró la barca con maestría, cosa nada fácil, porque las olas se estrellaban contra las rocas y el rocío que producían era enceguecedor. Buttercup se protegió los ojos y echó la cabeza hacia atrás, mirando fijamente la oscuridad de allá arriba, que parecía cerrada e inalcanzable.
Entonces, el jorobado saltó hacia adelante, y cuando la barca llegó a la pared del acantilado, brincó hacia arriba. De repente, entre sus manos, apareció una cuerda.
Buttercup se quedó mirando en atónito silencio. La cuerda, gruesa y fuerte, subía a lo largo de la pared de los Acantilados. Mientras ella observaba, el siciliano volvió a tirar de la cuerda una y otra vez, y esta se mantuvo firme. Estaba atada a algo en la cima: a una roca gigante, a un árbol imponente, o algo así.
—Daos prisa —ordenó el siciliano—. Si nos está siguiendo, cosa que no entra en el reino de la experiencia humana, pero suponiendo que fuera así, debemos llegar a la cima y cortar la cuerda antes de que pueda escalar detrás de nosotros.
—¿Escalar? —inquirió Buttercup—. Jamás podría…
—¡Silencio! —le ordenó el siciliano—. ¡Preparaos! —le ordenó al español—. ¡Húndela! —le ordenó al turco.
Todo el mundo se puso manos a la obra. El español cogió una cuerda y ató a Buttercup de pies y manos. El turco levantó una de sus gigantescas piernas y comenzó a dar patadas en el centro de la barca, que de inmediato cedió y comenzó a hundirse. Luego el turco se dirigió a la cuerda y la aferró entre sus manos.
—Cargadme —dijo el turco.
El español levantó a Buttercup y la colocó sobre los hombros del turco. Luego se ató a la cintura del turco. El siciliano pegó un brinco y se colgó del cuello del turco.
—Todos a bordo —dijo el siciliano.
(Esto ocurrió antes de que existieran los trenes, pero la expresión era utilizada al principio por los carpinteros al cargar madera, y esto tuvo lugar mucho después de que existieran los carpinteros).
Y, entonces, el turco comenzó a subir. Era una escalada de por lo menos trescientos metros y llevaba a tres personas a cuestas, pero no estaba preocupado. Cuando se trataba de fuerza, nada le preocupaba. Pero cuando se trataba de leer, se le hacía un nudo en el estómago, y si se trataba de escribir, le venían unos sudores fríos, y cuando se mencionaba la palabra suma, o algo peor, una división complicada, cambiaba rápidamente de tema.
Pero la fuerza nunca le había sido enemiga. Podía aguantar la coz de un caballo en pleno pecho sin trastabillar. Podía levantar un saco de harina de cincuenta kilos entre las piernas y abrirlo de un tijeretazo sin ningún problema. En una ocasión había levantado por los aires a un elefante utilizando solamente los músculos de la espalda.
Sin embargo, la verdadera fuerza la tenía en los brazos. Jamás, ni en los últimos diez siglos, habían existido brazos iguales a los de Fezzik. (Así se llamaba). Sus brazos no solo eran enormes, obedientes y sorprendentemente veloces, sino que además, y es por eso que él nunca se preocupaba, eran incansables. Si alguien le daba un hacha y le pedía que talara un bosque, las piernas le habrían fallado al tener que soportar tanto peso durante un tiempo tan prolongado, o el hacha se hubiera roto debido al castigo que suponía derribar tantos árboles, pero al día siguiente, los brazos de Fezzik estarían tan frescos.
Y así, aunque llevara al siciliano colgado del cuello, a la princesa sobre los hombros y al español en la cintura, Fezzik no sentía de ningún modo que estuvieran abusando de él. En realidad estaba contento, porque solo cuando se le pedía que empleara sus fuerzas no resultaba una molestia.
Y escaló los Acantilados, hasta encontrarse a doscientos metros por encima del agua; ahora le faltaban otros cien metros.
El siciliano sufría de vértigo a las alturas más que cualquiera de los otros. Todas sus pesadillas, que nunca lo abandonaban cuando dormía, tenían que ver con algún tipo de caída. De modo que aquella tremenda ascensión era para él de lo más difícil, colgado como iba del cuello del gigante. O debió de haber sido de lo más difícil.
Claro que él no estaba dispuesto a permitirlo.
Desde el principio, cuando era un crío, al darse cuenta de que con su cuerpo deforme jamás habría sido capaz de conquistar el mundo, confió plenamente en su inteligencia. La adiestró, luchó contra ella, la doblegó. De modo que en ese momento, aunque debería haberse puesto a temblar ante aquellos trescientos metros que se adentraban en la noche y parecían aumentar más y más, no lo hizo.
Pensaba en el hombre de negro.
No había manera de que existiera nadie lo bastante veloz como para haberlos seguido. Y, sin embargo, aquella vela negra y henchida había surgido de algún mundo endiablado. ¿Cómo? ¿Cómo? El siciliano azuzó su mente en busca de una respuesta, y solo logró encontrarse con la derrota. Lleno de frustración, inspiró profundamente y a pesar de sus espantosos temores, miró hacia abajo, hacia la negrura del agua.
El hombre de negro seguía allí, navegando como el rayo hacia los Acantilados. En aquellos momentos, no podía encontrarse a más de quinientos metros de ellos.
—¡Más deprisa! —ordenó el siciliano.
—Lo siento —respondió mansamente el turco—. Creí que ya iba deprisa.
—Holgazán, holgazán —le espoleó el siciliano.
—Jamás mejoraré —repuso el turco, pero sus brazos comenzaron a moverse más deprisa que antes—. No veo muy bien porque tienes los pies aferrados a mi cara —añadió—, ¿podrías decirme, por favor, si ya estamos a mitad de camino?
—Un poco más de la mitad, diría yo —repuso el español desde su posición, agarrado a la cintura del gigante—. Lo estás haciendo muy bien, Fezzik.
—Gracias —respondió el gigante.
—Y él se está acercando a los Acantilados —añadió el español.
No hubo necesidad de preguntar quién era «él».
Ciento ochenta metros. Los brazos continuaron subiendo e izando la carga. Ciento ochenta y seis metros. Ciento noventa y cinco metros. Iba más veloz que nunca. Doscientos diez metros.
—Ha abandonado la barca —anunció el español—. Y está subiendo por nuestra cuerda.
—Ya lo noto —dijo Fezzik—. Siento el peso de su cuerpo en la cuerda.
—¡Jamás nos alcanzará! —gritó el siciliano—. ¡Es inconcebible!
—¡Sigue usando esa palabra! —espetó el español—. Pero me parece que no significa lo que tú crees.
—¿Cuán deprisa está escalando? —inquirió Fezzik.
—Me tiene asustado —fue la respuesta del español.
El siciliano reunió todo su valor y volvió a mirar hacia abajo.
El hombre de negro parecía volar. Había reducido ya en treinta metros la ventaja que le habían sacado. Quizá más.
—¡Tenía entendido que eras fuerte! —chilló el siciliano—. Creía que eras un gigante poderoso y, sin embargo, nos está alcanzando.
—Es que yo llevo a tres personas —dijo Fezzik—. Y él no lleva…
—Las excusas son el refugio de los cobardes —aseveró el siciliano.
Volvió a mirar hacia abajo. El hombre de negro había ascendido otros treinta metros. El siciliano miró hacia arriba. Comenzó a divisar la cima de los Acantilados. Unos cuarenta y cinco metros más y estarían a salvo.
Atada de pies y manos, enferma de terror, Buttercup no estaba segura de qué deseaba que ocurriese. Aunque sí sabía una cosa: que no deseaba volver a vivir nada parecido.
—¡Vuela, Fezzik! —aulló el siciliano—. Faltan treinta metros.
Fezzik voló. Lo apartó todo de su mente, solo pensó en las cuerdas, los brazos, los dedos. Y sus brazos tiraron y sus dedos se aferraron a la cuerda y esta se tensó y…
—Ya se encuentra a más de medio camino —anunció el español.
—A medio camino de la muerte —dijo el siciliano—. Nos faltan quince metros para ponernos a salvo, y cuando hayamos alcanzado la cima y desatemos la cuerda…
Soltó una carcajada.
Doce metros.
Fezzik tiraba.
Seis metros.
Tres metros.
Se acabó. Fezzik lo había logrado. Habían alcanzado la cima de los Acantilados; el primero en bajar de un salto fue el siciliano; después el turco bajó a la princesa y, mientras el español se desataba, volvió a mirar hacia abajo.
El hombre de negro se encontraba a menos de noventa metros de la cima.
—Es una pena —dijo el turco, poniéndose al lado del español y mirando hacia abajo—. Un escalador así se merece algo más que… —se interrumpió.
El siciliano había desatado los nudos que sujetaban la cuerda alrededor de un roble. La cuerda pareció adquirir vida propia; era como una colosal serpiente de agua que por fin volvía a casa. Salió serpenteando hacia el borde de los acantilados y con un movimiento en espiral cayó en el canal iluminado por la luna.
El siciliano se desternillaba de risa y no paró hasta que el español dijo:
—Lo ha logrado.
—¿Qué ha logrado? —inquirió el jorobado corriendo a asomarse al borde del acantilado.
—Soltar la cuerda a tiempo —respondió el español—. ¿Lo ves? —dijo señalando hacia abajo.
El hombre de negro colgaba en el aire, aferrado a la pared de roca, a doscientos diez metros por encima del agua.
El siciliano lo contemplaba, fascinado.
—¿Sabes? —dijo—, dado que he realizado un estudio de la muerte y como soy un gran experto en el tema, quizá te interese saber que estará muerto mucho antes de que toque el agua. Lo matará la caída, no el golpe.
El hombre de negro colgaba indefenso en el aire, aferrado a los Acantilados con ambas manos.
—Vaya, somos unos descorteses —dijo entonces el siciliano dirigiéndose a Buttercup—. Estoy seguro de que os gustará ver esto.
Se dirigió hacia ella y la condujo, todavía atada de pies y manos, hasta el borde para que pudiera presenciar la lucha patética del hombre de negro, noventa metros más abajo.
Buttercup cerró los ojos y volvió la cara.
—¿No deberíamos marcharnos? —preguntó el español—. Me pareció que nos dijiste que el tiempo era muy importante.
—Lo es, lo es —asintió el siciliano—. Pero no puedo perderme una muerte como esa. Podría programar una cada semana y vender entradas. Podría dejar el negocio de los asesinatos y retirarme. Míralo… ¿crees que en estos momentos estará haciendo un balance de toda su vida? Al menos eso dicen los libros.
—Tiene unos brazos muy fuertes —comentó Fezzik—, de lo contrario no resistiría tanto tiempo.
—No podrá aguantar mucho más —replicó el siciliano—. No tardará en caer.
En ese preciso instante, el hombre de negro comenzó a escalar. No deprisa, por supuesto. Y no sin un gran esfuerzo. No obstante, no cabía duda de que a pesar de la marcada perpendicularidad de los Acantilados, estaba avanzando hacia arriba.
—¡Inconcebible! —chilló el siciliano.
El español se volvió hacia a él a toda velocidad.
—Deja ya de decir esa palabra. Era inconcebible que nadie nos siguiera, pero cuando nos volvimos para mirar atrás, ahí estaba el hombre negro. Era inconcebible que nadie pudiera navegar tan deprisa como nosotros y, sin embargo, nos dio alcance. Y ahora esto también es inconcebible, pero mira…, mira… —En la oscuridad de la noche, el español señaló hacia abajo—. Fíjate cómo sube.
Efectivamente, el hombre de negro estaba subiendo. De alguna manera, por obra de algún milagro, sus dedos iban encontrando asidero en las grietas, y en esos momentos se hallaba unos cuatro metros más cerca de la cima y más alejado de la muerte.
El siciliano se acercó al español; sus ojos enfurecidos brillaban ante tamaña insubordinación.
—Poseo la mente más aguda que jamás se haya dedicado a propósitos ilegales —dijo—, o sea que cuando yo te digo algo, no es una mera suposición; ¡es un hecho! Y el hecho es que el hombre de negro no nos está siguiendo. Una explicación más lógica sería que es simplemente un marinero con un ligero interés por el alpinismo, y que por pura casualidad se dirige más o menos al mismo sitio que nosotros. En cualquier caso, no podemos arriesgarnos a que nos vea con la princesa; por lo tanto, uno de vosotros deberá eliminarlo.
—¿Lo hago yo? —preguntó el turco.
El siciliano meneó la cabeza.
—No, Fezzik —dijo finalmente—. Necesito tu fuerza para cargar con la muchacha. Levántala ahora mismo y prosigamos nuestro camino. —Se volvió hacia el español y le informó—: Nos dirigiremos directamente hacia la frontera de Guilder. Reúnete con nosotros tan pronto como lo hayas matado.
El español asintió.
El siciliano se alejó cojeando.
El turco levantó a la princesa y se dispuso a seguir al jorobado. Poco antes de perder de vista al español, se volvió y gritó:
—No tardes en reunirte con nosotros.
—¿Acaso he tardado alguna vez? —El español lo saludó con la mano—: Adiós, Fezzik.
—Hasta pronto, Íñigo —respondió el turco, y desapareció de la vista.
Y el español se quedó solo. Se acercó al borde del acantilado y se arrodilló con la gracia veloz que le era característica. Setenta y cinco metros más abajo, el hombre de negro continuaba su doloroso ascenso. Íñigo estaba en el suelo, mirando hacia abajo, e intentaba penetrar la luz de la luna para encontrar el secreto del escalador. El español se pasó un largo rato sin moverse. Era un buen aprendiz, pero no especialmente veloz, de manera que debía aprender. Finalmente advirtió que, de alguna manera, por obra de algún misterio, el hombre de negro cerraba los puños y los metía en la roca utilizándolos de soporte. Después levantaba la mano libre, hasta que encontraba una abertura profunda en la pared del acantilado y, cerrando bien el puño, lo introducía en ella. Cuando encontraba un sitio donde apoyar los pies, lo utilizaba, pero era gracias a los puños bien cerrados que estaba escalando.
Íñigo se quedó maravillado. Aquel hombre de negro era un aventurero realmente extraordinario. Ya se había acercado lo bastante como para que Íñigo lograse ver que el hombre iba enmascarado y que una capucha negra le cubría todo menos las facciones. ¿Otro forajido? Tal vez. Entonces, ¿por qué debían luchar y para qué? Íñigo sacudió la cabeza. Era una pena que un tipo así tuviera que morir, pero él había recibido unas órdenes, y no le quedaba más solución que obedecer. A veces le disgustaban las órdenes del siciliano, pero ¿qué podía hacer? Sin el cerebro del siciliano, él, Íñigo, jamás sería capaz de enfrentarse a trabajos de ese calibre. El siciliano era un maestro de la planificación. Íñigo era un hombre del momento. El siciliano le había dicho que lo matara, o sea que para qué perder el tiempo en compadecerse del hombre de negro. Algún día, alguien mataría a Íñigo, y el mundo no se pararía para lamentarlo.
Se incorporó de un rápido salto; su cuerpo fino como una cuchilla estaba preparado para la acción. Pero, el hombre de negro se encontraba todavía a muchos metros de la cima. No le quedaba otra cosa que esperar, Íñigo detestaba esperar. De manera que para que la espera fuese más agradable, desenvainó su grande y único amor: la espada con empuñadura para seis dedos.
Cómo bailaba bajo la luz de la luna. Qué gloriosa y genuina. Íñigo se la llevó a los labios y con todo el fervor de su gran corazón español, besó el metal…
En las montañas de la España Central, en lo alto de las colinas que se yerguen en los alrededores de Toledo, se encontraba la aldea de Arabella. Era muy pequeña y el aire era siempre límpido. Eran las únicas cualidades de Arabella: unos aires estupendos que permitían ver a kilómetros de distancia.
Pero no había trabajo, los perros invadían las calles y nunca había suficiente comida. El aire, aunque limpio, era demasiado caliente durante el día y helado por la noche. En cuanto a la vida personal de Íñigo, siempre estaba un poco hambriento, no tenía hermanos, pues su madre había muerto al dar a luz.
Era fantásticamente feliz.
Se lo debía a su padre. Domingo Montoya era un hombre excéntrico, impaciente, distraído, de aspecto cómico, que nunca sonreía.
Íñigo lo adoraba profundamente. No preguntéis por qué. En realidad no existía ni una sola razón que pudiera señalarse. Ah, probablemente Domingo correspondía al afecto de su hijo, pero el amor comprende muchas cosas y ninguna de ellas tiene lógica.
Domingo Montoya era espadero. Si alguien quería una espada fabulosa, ¿iba a ver a Domingo Montoya? Si alguien quería una obra de artesanía, genial y equilibrada, ¿iba a las montañas que se alzaban detrás de Toledo? Si alguien quería una obra maestra, una espada que perdurara a través de los tiempos, ¿dirigía sus pasos hacia Arabella?
No.
Iba a Madrid, porque allí era donde vivía el famoso Yeste y, si ese alguien tenía dinero y tiempo, conseguía el arma. Yeste era obeso y jovial, y uno de los hombres más ricos y más respetados de la ciudad. Y era muy justo que lo fuese. Hacía unas espadas maravillosas, y los nobles se jactaban de poseer una Yeste original.
Pero a veces —no a menudo, cuidado, tal vez una vez al año o quizá menos— aparecía alguien que encargaba un arma que superaba incluso las habilidades de Yeste. Cuando algo así ocurría, ¿acaso Yeste decía: «Ay, lo siento, no puedo hacerla»?
No.
Lo que decía era: «Será un placer, cobraré la mitad por adelantado y el resto en el momento de la entrega; regresad dentro de un año, muchísimas gracias».
Al día siguiente partía hacia las colinas que se alzan detrás de Toledo.
—¡Hola, Domingo! —gritaba Yeste cuando se acercaba a la cabaña del padre de Íñigo.
—¡Hola, Yeste! —le respondía Domingo Montoya desde la puerta de la cabaña.
Entonces, los dos hombres se abrazaban e Íñigo se acercaba corriendo y Yeste le alborotaba el pelo. Después Íñigo preparaba el té mientras los dos hombres conversaban.
—Te necesito —solía decir Yeste al inicio de la conversación.
Domingo gruñía.
—Esta misma semana he aceptado el encargo de un miembro de la nobleza italiana que quiere una espada. Ha de tener una empuñadura incrustada de piedras preciosas con el nombre de su amante de turno y…
—No.
Esa única palabra y ninguna otra. Pero era suficiente. Cuando Domingo Montoya decía que no, no significaba otra cosa más que eso: no.
Íñigo, que se encontraba preparando el té, sabía lo que ocurriría después: Yeste emplearía su encanto.
—No.
Yeste emplearía su riqueza.
—No.
Su ingenio, su maravilloso don de persuasión.
—No.
Recurriría a los ruegos, las súplicas, las promesas, los votos.
—No.
A los insultos. A las amenazas.
—No.
Y, por último, a las genuinas lágrimas.
—No. ¿Quieres más té, Yeste?
—Otra tacita, quizá. Gracias… —Y después, en voz muy alta—: ¿Por qué no?
Íñigo se apresuraba entonces a llenarle las tazas para no perderse una sola palabra. Sabía que se habían criado juntos, que se conocían desde hacía sesenta años, que siempre se habían querido mucho, y se entusiasmaba cuando podía oírlos discutir. Eso era lo extraño: no hacían otra cosa más que discutir.
—¿Por qué? ¿El gordo de mi amigo me pregunta por qué? ¿Se queda ahí sentado, sobre su ancho culo, y tiene el coraje de preguntarme por qué? Yeste, ven algún día con un reto. Una vez, una sola vez, ven hasta aquí y dime: «Domingo, necesito una espada para un hombre de ochenta años que ha de batirse en duelo», y entonces te abrazaría y, llorando, aceptaría tu petición. Porque hacer una espada para que un hombre de ochenta años sobreviva a un duelo, eso sí que es un reto. Pues la espada debería ser lo bastante resistente como para permitir que ganara, y, a la vez, lo bastante ligera como para no cansar su débil brazo. Tendría que emplearme a fondo para buscar quizá un metal desconocido, resistente pero muy ligero, o pergeñar una fórmula distinta con algún elemento conocido, mezclar un poco de bronce con un poco de hierro y un poco de aire en formas desconocidas en miles de años. Te besaría tus olorosos pies si me dieras una oportunidad así, mi gordo Yeste. Pero hacer una estúpida espada con unas estúpidas joyas que forman unas estúpidas iniciales para que un italiano estúpido pueda agasajar a su estúpida amante, no. No lo haré.
—Te lo pido por última vez. Por favor.
—Por última vez te digo que lo siento. Pero no.
—He dado mi palabra de que haría la espada —decía Yeste—. Y no puedo hacerla. En todo el mundo el único que puede hacerla eres tú, y vas y me dices que no. Eso querrá decir que no habré podido cumplir con un pedido. Y eso significará que habré perdido el honor. Y como el honor es lo único que me importa en este mundo, y como no puedo vivir sin él, debo morirme. Y como eres mi amigo más querido, ya que estoy aquí, puedo morirme ahora mismo, contigo, amparado por el calor de tu afecto.
Llegado este punto, Yeste sacaba un puñal. Era algo magnífico: Domingo se lo había regalado a Yeste el día de su boda.
—Adiós, pequeño Íñigo —decía entonces Yeste—. Que Dios te dé tu porción de sonrisas.
A Íñigo le estaba prohibido interrumpir.
—Adiós, pequeño Domingo —decía entonces Yeste—. Aunque muero en tu cabaña y aunque sea tu tozudez la que cause mi muerte, en otras palabras, aunque seas tú quien me mate, ni se te ocurra pensar en ello. Te quiero como siempre lo he hecho, y que Dios no permita que el remordimiento te quite el sueño. —Se descubría el pecho y acercaba el puñal más y más—. ¡El dolor es peor de lo que imaginaba! —gritaba Yeste.
—¿Cómo puede dolerte si la punta del puñal está todavía a dos centímetros de tu vientre? —preguntaba Domingo.
—Me anticipo al dolor; no me molestes, déjame morir en paz.
Acercaba la punta a la piel y empujaba.
Domingo le aferraba la mano y apartaba el puñal.
—Algún día no te lo impediré —le decía—. Íñigo, pon otro plato más para la cena.
—Estaba dispuesto a matarme. De verdad.
—Ya basta de dramatismos.
—¿Qué tenemos esta noche en el menú?
—Las gachas de siempre.
—Íñigo, vete a ver si por casualidad llevo algo en el carruaje.
En el carruaje siempre esperaba un festín.
Y después de la comida y de las anécdotas venía la despedida, y siempre, antes de la despedida, venía la petición.
—Deberíamos asociarnos —decía Yeste—. En Madrid. En el cartel, mi nombre precedería al tuyo, claro, pero iríamos siempre a partes iguales.
—No.
—Está bien. Pondremos tu nombre delante del mío. Eres el espadero más grande del mundo, mereces ocupar el primer puesto.
—Que tengas buen viaje.
—¿Por qué no?
—Yeste, amigo mío, porque eres muy famoso y muy rico, y está bien que sea así, pues fabricas unas armas maravillosas. Pero también has de fabricarlas para cualquier tonto que se te presente. Yo soy pobre, y en todo el mundo los únicos que me conocéis sois tú e Íñigo, pero no tengo que aguantar a los tontos.
—Eres un artista —le decía Yeste.
—No. Todavía no. Solo un artesano. Pero sueño con llegar a ser un artista. Ruego porque algún día, si trabajo con el esmero suficiente, si tengo mucha, mucha suerte, logre fabricar un arma que sea una obra de arte. Entonces, podrás llamarme artista y yo te contestaré.
Yeste se subía a su carruaje. Domingo se acercaba a la ventanilla y le susurraba:
—Solo te recuerdo una cosa: cuando tengas esa espada con las iniciales incrustadas de joyas, di que es tuya. No le cuentes a nadie que la he hecho yo.
—No te preocupes, que de esta boca no saldrá.
Abrazos, saludos. El carruaje se marchaba. Y así transcurría la vida antes de la espada con empuñadura para seis dedos.
Íñigo recordaba exactamente el momento en que había comenzado. Estaba preparando el almuerzo para los dos —porque desde que él cumpliera seis años, su padre le había dejado cocinar—, cuando alguien llamó a la puerta con fuerza inusitada.
—¡Eh, los de ahí dentro! —resonó la voz—. Daos prisa.
El padre de Íñigo abrió la puerta y dijo:
—Servidor.
—Eras espadero —dijo la voz resonante—. De prestigio. He oído decir que es verdad.
—No poseo grandes habilidades —repuso Domingo—. Me dedico principalmente a hacer reparaciones. Quizá si tuvierais una daga desafilada, podría complaceros. Pero si me pedís más que eso, no estaré a la altura de las circunstancias.
Íñigo se acercó y espió, escudándose en su padre. La voz resonante pertenecía a un hombre poderoso, de cabello negro y anchos hombros, que iba montado en un elegante caballo marrón. Era, a todas luces, un noble, pero Íñigo no logró precisar de qué país.
—Quiero que me fabriquen la espada más grandiosa desde Excalibur.
—Espero que podáis hacer realidad vuestros deseos —dijo Domingo—. Y ahora, si me perdonáis, nuestro almuerzo está casi dispuesto y…
—No te he dado permiso para que te muevas. Quédate donde estás o deberás enfrentarte a mis iras. Y te advierto de antemano que son considerables. Soy destructivo por temperamento. Bien, ¿qué me decías de tu almuerzo?
—Os decía que falta mucho para comer; no tengo nada que hacer y jamás soñaría con moverme.
—Corren rumores de que oculto en las colinas que se alzan detrás de Toledo vive un genio —dijo el noble—. El más grande espadero del mundo.
—Suele venir a visitarnos…, de ahí vuestro error. Pero su nombre es Yeste y vive en Madrid.
—Pagaré quinientas monedas de oro por satisfacer mis deseos —dijo el noble de anchos hombros.
—Es mucho dinero, más del que todos los hombres de toda esta aldea ganarán en toda su vida —dijo Domingo—. En verdad os digo que desearía aceptar vuestra oferta, pero no soy el hombre que buscáis.
—Estos rumores me conducen a creer que Domingo Montoya resolvería mi problema.
—¿Cuál es vuestro problema?
—Soy un gran espadachín. Pero no logro encontrar un arma que se ajuste a mis peculiaridades y, por ello, me veo impedido de alcanzar la perfección. Si pudiera tener un arma que se ajustara a mis necesidades, no habría nadie en el mundo capaz de igualarme.
—¿Y cuáles son esas peculiaridades de las que habláis?
El noble levantó la mano derecha.
Domingo comenzó a entusiasmarse.
El hombre tenía seis dedos.
—¿Las ves? —comenzó a decir el noble.
—Por supuesto —lo interrumpió Domingo—. El equilibro de la espada no es el adecuado para vos, porque todos los equilibrios han sido concebidos para cinco dedos. Aferrar la empuñadura de cualquier espada os producirá calambres, porque ha sido hecha para cinco dedos. A un espadachín, a un maestro, le produciría incomodidades. Y el más grande espadachín del mundo debe encontrarse siempre cómodo. Empuñar el arma ha de ser para él algo tan natural como pestañear, y debería hacerlo mecánicamente, sin pensar.
—Está claro que comprendes las dificultades… —comenzó a decir otra vez el noble.
Pero Domingo se había marchado a un lugar donde no le llegaban las palabras ajenas. Íñigo nunca había visto a su padre presa de semejante frenesí.
—Las medidas…, claro… cada dedo y la circunferencia de la muñeca, y la distancia de la sexta uña a la yema pulgar…, cuántas medidas… y vuestras preferencias… ¿Preferís cortar o rasgar? Si preferís rasgar, ¿lo hacéis de derecha a izquierda o quizá con un movimiento paralelo…? Cuando cortáis, ¿disfrutáis más haciéndolo con un fuerte tirón hacia arriba? ¿Cuánta fuerza queréis que parta del hombro y cuánta de la muñeca…? ¿Deseáis que la punta lleve una cobertura para que entre con más facilidad, o preferís ver cómo vuestro oponente da un respingo…? Cuánto por hacer, cuánto por hacer…
Y así siguió durante un buen rato, hasta que el noble desmontó y casi se vio obligado a aferrarlo por los hombros para calmarlo.
—Eres el hombre del que hablan los rumores.
Domingo asintió.
—Y me harás la espada más grande desde Excalibur.
—Soy capaz de reducir mi cuerpo a las ruinas por vos. Quizá falle. Pero nadie lo intentará con mayor ahínco.
—¿Y la paga?
—Cuando tengáis vuestra espada, me pagaréis. Ahora, permitid que comience a tomar las medidas. Íñigo…, mis instrumentos.
Íñigo salió corriendo y se internó en el rincón más oscuro de la cabaña.
—Insisto en dejar algo a cuenta.
—No es necesario; podría fallar.
—Insisto.
—Está bien. Una pieza de oro. Dejadme una pieza de oro. Pero no me habléis de dinero cuando tengo trabajo que hacer.
El noble sacó una pieza de oro.
Domingo la guardó en un cajón y allí la dejó sin siquiera echarle un vistazo.
—Palpaos los dedos —le ordenó—. Frotaos las manos con fuerza, sacudid los dedos… Cuando os enfrentéis en duelo estaréis entusiasmado, y esta empuñadura ha de ajustarse a las características de vuestra mano cuando sintáis ese entusiasmo; si tomara las medidas cuando estáis relajado, habría una cierta diferencia, una milésima de pulgada quizá, y eso nos alejaría de la perfección, que es justamente lo que pretendo. La perfección. No cejaré hasta alcanzarla.
El noble no pudo menos que sonreír.
—¿Y cuánto tardarás en alcanzarla?
—Volved dentro de un año —repuso Domingo.
Dicho esto, se puso a trabajar.
Y qué año. Domingo dormía únicamente cuando lo vencía el cansancio. Comía solo cuando Íñigo lo obligaba. Estudiaba, se afanaba, se quejaba. Nunca debería haber aceptado aquel encargo; era imposible. Al día siguiente, con el ánimo por las nubes decía: «Nunca debería haber aceptado el encargo»; era demasiado sencillo y no estaba a la altura de su maestría. De la dicha a la desesperación, de la desesperación a la dicha, día tras día, hora tras hora. En ocasiones, Íñigo se despertaba y se lo encontraba llorando:
—¿Qué te ocurre, padre?
—No puedo hacerlo. No puedo hacer la espada. No logro hacer que mis manos me obedezcan. Si no fuera porque te quedarías solo, me mataría.
—Vete a dormir, padre.
—No, no necesito dormir. Los fracasados no necesitan dormir. De todos modos ya dormí ayer.
—Por favor, padre, una cabezadita.
—Está bien, solo unos minutos, para que dejes de regañarme.
Algunas noches, Íñigo se despertaba y se lo encontraba bailando.
—¿Qué te ocurre, padre?
—Pues que he descubierto mis errores y he corregido mis estimaciones equivocadas.
—Padre, entonces, ¿la acabarás pronto?
—La acabaré mañana y será un milagro.
—Eres maravilloso, padre.
—Soy más que maravilloso, ¿cómo te atreves a insultarme?
Pero a la noche siguiente, más lágrimas.
—¿Qué te ocurre ahora, padre?
—La espada, la espada, no puedo hacerla.
—Pero, padre, anoche dijiste que habías descubierto tus errores.
—Me equivoqué; esta noche he descubierto otros mucho peores. Soy el ser más desgraciado. Dime que no te importará que me mate, así podré poner fin a mi existencia.
—Pero me importa, padre. Te quiero y me moriría si tú dejaras de respirar.
—No me quieres de verdad, lo dices por pura lástima.
—¿Quién podría sentir lástima del espadero más grande de la historia mundial?
—Gracias, Íñigo.
—De nada, padre.
—Íñigo, te quiero mucho.
—Duerme, padre.
—Sí. Duermo.
Y así todo un año. Un año en el que por momentos la empuñadura estaba bien, pero el equilibrio era incorrecto; o correcto, pero el ángulo de corte no era lo bastante afilado, y cuando lo afilaba se volvía a perder el equilibrio, y cuando se recuperaba el equilibrio, la punta era ancha, o cuando la punta recuperaba su filo, toda la hoja era demasiado corta; y todo al garete, había que comenzar de nuevo, porque todo estaba perdido. Y así una y otra vez. A Domingo comenzó a fallarle la salud. Casi siempre tenía fiebre, pero él obligaba a su débil cuerpo a seguir adelante, porque aquella tenía que ser la mejor arma después de Excalibur. Domingo se enfrentaba a una leyenda, y esta lo estaba destruyendo.
Vaya año.
Una noche, Íñigo se despertó y encontró a su padre sentado. Con la mirada perdida. Tranquilo, Íñigo siguió su mirada.
La espada con la empuñadura para seis dedos estaba terminada.
Brillaba a pesar de la oscuridad reinante en la cabaña.
—Por fin —susurró Domingo. No podía apartar la mirada de la gloriosa espada—, Íñigo, después de toda una vida, por fin soy un artista.
El noble de anchos hombros no opinó lo mismo. Cuando regresó para comprar la espada, se limitó a mirarla durante un instante y dijo:
—No ha valido la pena esperar para esto.
Íñigo se encontraba en un rincón de la cabaña, y observaba la escena conteniendo la respiración.
—¿Os sentís defraudado? —logró preguntar Domingo con mucho esfuerzo.
—No digo que sea una basura, compréndeme —prosiguió el noble—, pero está claro que no vale quinientas piezas de oro. Te daré diez, que es probablemente lo que vale.
—¡Os equivocáis! —gritó Domingo—. No vale diez. No vale ni siquiera una. Aquí tenéis. —Abrió el cajón donde la moneda de oro había permanecido durante todo aquel año—. Este oro es vuestro. Todo. No habéis perdido nada.
Recogió su espada y se dio media vuelta.
—Me llevaré la espada —dijo el noble—. No he dicho que no me la llevaría. Solo dije que pagaría lo que vale.
Domingo se volvió hecho una furia, con los ojos brillantes.
—Habéis echado mano de subterfugios. Habéis regateado. Aquí estamos hablando de arte y vos solo habéis visto dinero. Teníais a vuestra disposición una bella pieza y vos solo habéis visto vuestro bolsillo lleno. Marchaos, por favor.
—La espada —dijo el noble.
—La espada le pertenece a mi hijo —dijo Domingo—. Se la doy ahora. Será suya para siempre. Adiós.
—Eres un campesino y un tonto. Quiero mi espada.
—Sois un enemigo del arte y me apiado de vuestra ignorancia —le dijo Domingo.
Fueron las últimas palabras que pronunció en su vida.
El noble lo mató en ese mismo instante, sin previo aviso; la espada del noble brilló en el aire y el corazón de Domingo quedó hecho pedazos.
Íñigo lanzó un grito. No podía creer lo que veía; no había ocurrido. Lanzó otro grito. Su padre se encontraba bien; no tardarían en tomar el té juntos. No podía dejar de gritar.
Lo oyeron en la aldea. Veinte hombres se presentaron ante su puerta. El noble se abrió paso a empujones.
—Ese hombre me ha atacado. ¿Lo veis? Lleva una espada. Me atacó y tuve que defenderme. Y ahora, apartaos de mi camino.
Era mentira, por supuesto, y todo el mundo lo sabía. Pero él era un noble, ¿qué podían hacer ellos? Lo dejaron pasar y el noble subió a su caballo.
—¡Cobarde!
El noble se giró en redondo.
—¡Cerdo!
La multitud volvió a apartarse.
Íñigo estaba allí de pie, empuñando la espada de seis dedos, repitiendo sus insultos:
—Cobarde. Cerdo. Asesino.
—Que alguien se ocupe del crío antes de que se propase —dijo el noble a la multitud.
Íñigo avanzó corriendo y se plantó delante del caballo del noble, impidiéndole el paso. Con ambas manos levantó la espada con empuñadura para seis dedos y gritó:
—Yo, Íñigo Montoya, os reto a luchar a vos, cobarde, cerdo, asesino, infeliz.
—Quitadle de mi camino. Apartad al niño.
—El niño tiene diez años y se queda —repuso Íñigo.
—Por hoy ya han muerto bastantes miembros de tu familia, conténtate —le dijo el noble.
—Cuando me supliquéis por vuestra vida, entonces me sentiré contento. ¡Desmontad!
El noble desmontó de su caballo.
—Desenvainad vuestra espada.
El noble desenvainó su arma asesina.
—Dedico vuestra muerte a mi padre —dijo Íñigo—. Comenzad.
Comenzaron.
No fue una lucha pareja, por supuesto, Íñigo quedó desarmado en menos de un minuto. Pero durante los primeros quince segundos más o menos, el noble experimentó una cierta inquietud. Durante aquellos quince segundos, unos extraños pensamientos cruzaron por su mente. Porque, aunque tenía diez años, el genio de Íñigo estaba allí.
Una vez desarmado, Íñigo permaneció muy erguido. No dijo ni una sola palabra; no suplicó.
—No voy a matarte —dijo el noble—, porque tienes talento y eres valiente. Pero también es cierto que te faltan modales y, si no tienes cuidado, eso te traerá problemas. Por eso quiero ayudarte, para que puedas seguir adelante en la vida. Te dejaré algo que te recuerde que has de procurar evitar los malos modales.
Dicho lo cual, su acero brilló en el aire, por dos veces. Y la cara de Íñigo comenzó a sangrar. Dos hilillos de sangre fluyeron de su frente a la barbilla, cada uno de ellos le recorrió las mejillas. Todos aquellos que presenciaban la escena lo supieron al instante: el muchacho había quedado marcado de por vida.
Íñigo no se doblegó. El mundo se quedó en blanco, pero él no cayó al suelo. La sangre continuó manando. El noble enfundó la espada, montó a caballo y se marchó.
Solo entonces, Íñigo dejó que la oscuridad se apoderara de él.
Despertó viendo el rostro de Yeste.
—Fui derrotado —dijo Íñigo—. Le he fallado.
—Duerme —fue todo lo que Yeste pudo decirle.
Íñigo durmió. La hemorragia paró al cabo de un día, y el dolor, al cabo de una semana. Sepultaron a Domingo, e Íñigo abandonó Arabella por primera y última vez. Con la cara vendada, viajó en el carruaje de Yeste hasta Madrid; allí vivió en casa del espadero y obedeció sus órdenes. Al cabo de un mes le quitaron las vendas, pero las cicatrices seguían teniendo un color rojo oscuro. Con el tiempo, se le aclararon un poco, pero continuaron siendo el rasgo principal del rostro de Íñigo: las enormes cicatrices paralelas que le recorrían ambas mejillas, de la frente a la barbilla. Yeste se ocupó de él durante dos años.
Y una buena mañana, Íñigo se marchó. Dejó una nota prendida con un alfiler a su almohada; solo dos palabras: «Debo aprender».
¿Aprender, qué? ¿Qué podía haber fuera de Madrid que aquel niño tuviera que sepultar en su memoria? Yeste se encogió de hombros y suspiró. Era algo incomprensible. Ya no había quien pudiera entender a los jóvenes. Todo cambiaba demasiado deprisa y los jóvenes eran distintos. Ese hecho le superaba. Él era un hombre gordo que hacía espadas. Era lo único que sabía.
Y continuó haciendo espadas, y engordando, y los años fueron pasando. Y mientras su figura se iba ensanchando, lo mismo hizo su fama. Venían de todas partes del mundo a suplicarle que les hiciera espadas; duplicó los precios porque ya no quería trabajar tanto, se estaba haciendo viejo: pero cuando duplicó los precios, cuando corrieron los rumores del duque al príncipe y de este al rey, todo el mundo lo buscó con mayor desesperación. Ahora tenían que esperar dos años para conseguir una espada y la cola de miembros de la realeza era interminable. Yeste comenzó a cansarse, de modo que volvió a duplicar los precios, y cuando vio que con eso no se detenían, decidió triplicar los que ya había duplicado y reduplicado y, además, exigió cobrar los trabajos por adelantado y en joyas, y la espera era de tres años, pero nada los disuadía. Debían tener espadas hechas por Yeste o nada, y aunque su trabajo ya no era tan fino como lo había sido (después de todo, Domingo ya no podía acudir en su auxilio), los tontos ricachones no lo notaron. Lo único que querían eran sus armas, y se peleaban para ver quién le daba más joyas.
Yeste se hizo inmensamente rico.
E inmensamente grueso.
Las carnes le colgaban por todas partes. Y era el único en Madrid que tenía pulgares gordos. Para vestirse necesitaba una hora, para desayunar lo mismo; todo era muy lento.
Pero todavía podía hacer espadas. Y la gente seguía deseándolas vehementemente.
—Lo siento —le dijo al joven español que entró en su tienda una mañana—. Tendréis que esperar cuatro años, y me avergüenza deciros el precio. Id a otro para que os haga el arma.
—Ya tengo un arma —repuso el español.
Y lanzó sobre la mesa de trabajo de Yeste la espada con empuñadura para seis dedos.
Qué abrazos se dieron.
—No vuelvas a marcharte —le dijo Yeste—. Como demasiado cuando estoy solo.
—No puedo quedarme —le dijo Íñigo—. Solo he venido para hacerte una pregunta. Como ya sabes, me he pasado los últimos diez años aprendiendo. Y ahora he venido para que me digas si estoy preparado.
—¿Preparado? ¿Para qué? ¿Qué diablos has estado aprendiendo?
—Esgrima.
—Es una locura —repuso Yeste—. ¿Has dedicado diez años enteros solo a aprender esgrima?
—No, no solo a aprender esgrima —replicó Íñigo—. Hice muchas cosas más.
—Cuéntame.
—Verás —comenzó a decir Íñigo—, ¿qué son diez años? Unos tres mil seiscientos días. Que son unas… lo calculé una vez, por eso me acuerdo bien…, unas ochenta y seis mil horas. Me puse por objetivo dormir solo cuatro horas por noche. O sea que debemos restarle catorce mil horas, y quedan aproximadamente unas setenta y dos mil horas a mi disposición.
—Dormiste. Me parece bien. ¿Y qué más?
—Pues apreté piedras.
—Perdona, a veces me falla el oído. Me pareció oír que decías que apretaste piedras.
—Para fortalecer las muñecas, y poder controlar la espada. Piedras del tamaño de una manzana. Me pasaba dos horas diarias apretando una piedra en cada mano. Y dedicaba otras dos más a saltar a cuerda y a hacer fintas y a moverme deprisa, para que mis pies pudieran colocarme en la posición correcta e imprimirle a la espada la fuerza adecuada. En eso se me fueron otras catorce mil horas. Me quedan ahora cincuenta y ocho mil. Dedicaba dos horas diarias a correr tan rápido como me era posible, para que mis piernas, además de ser veloces, fueran fuertes. Y ahora me quedan cincuenta mil horas.
Yeste examinó al joven que tenía delante. Estaba delgado como la hoja de una espada, y medía un metro ochenta. Erguido como un árbol joven, tenía los ojos brillantes y tensos; incluso estando inmóvil, parecía veloz como un galgo.
—¿Y esas últimas cincuenta mil horas? ¿También las dedicaste a aprender esgrima?
Íñigo asintió.
—¿Dónde?
—Dondequiera que encontrase un maestro. En Venecia, en Brujas, en Budapest.
—Podría haberte enseñado yo aquí.
—Es cierto. Pero tú me tienes aprecio. No habrías sido despiadado. Habrías dicho: «Excelente parada, Íñigo, ya basta por hoy; vamos a comer».
—Pues sí, es lo que te habría dicho —reconoció Yeste—. Pero ¿por qué era tan importante? ¿Por qué ha merecido tantos años de tu vida?
—Porque no podía volver a fallarle.
—¿Fallarle a quién?
—A mi padre. Me he pasado todos estos años preparándome para encontrar al hombre de los seis dedos y matarlo en un duelo. Pero él es un maestro, Yeste. Eso dijo, y vi la forma en que su espada mató a Domingo. Cuando lo encuentre, no debo perder ese duelo, por eso he venido a verte. Conoces las espadas y los espadachines. No debes mentirme. ¿Estoy preparado? Si me dices que sí, lo buscaré por todo el mundo. Si me dices que no, dedicaré otros diez años y otros diez más, si hace falta, hasta que lo consiga.
Entonces se fueron al patio de Yeste. Eran las últimas horas de la mañana. Hacía calor. Yeste colocó una silla a la sombra y se acomodó en ella, Íñigo esperó al sol.
—No hace falta que pongamos a prueba tu deseo, y ya sabemos bien que tienes motivos suficientes para asestarle el golpe mortal —le dijo Yeste—. Por lo tanto, solo hemos de poner a prueba tus conocimientos, tu velocidad y tu vigor. Para eso no necesitamos un enemigo. El enemigo está siempre en la mente. Imagínatelo.
Íñigo desnudó la espada.
—El hombre de los seis dedos se mofa de ti —gritó Yeste—. Haz lo que puedas.
Íñigo comenzó a dar brincos por el patio, mientras la hoja de la gran espada brillaba.
—Utiliza la defensa de Agrippa —gritó Yeste.
De inmediato, Íñigo cambió de posición, y le imprimió una mayor velocidad a su acero.
—Ahora te sorprende con el ataque de Bonetti.
Pero a Íñigo no le duró mucho la sorpresa. Sus pies volvieron a moverse; colocó el cuerpo de distinta manera. El sudor le corría por el cuerpo delgado y la gran espada era cegadora. Yeste siguió gritando. Íñigo siguió moviéndose. La espada no paraba nunca.
A las tres de la tarde, Yeste le dijo:
—Ya es suficiente. Estoy exhausto de tanto mirarte.
Íñigo envainó la espada con empuñadura para seis dedos y esperó.
—Deseas saber si creo que estás preparado para enfrentarte en un duelo a muerte con un hombre lo bastante despiadado para matar a tu padre, lo bastante rico como para comprar la protección necesaria, un hombre mayor y experimentado, un maestro reconocido.
Íñigo asintió.
—Te diré la verdad, y a ti te corresponde decidir si quieres o no vivir con ella. En primer lugar, nunca ha habido un maestro tan joven como tú. Hace falta tener por lo menos treinta años antes de alcanzar el título, y tú apenas tienes veintidós. Pues bien, la verdad es que eres un muchacho impetuoso impulsado por la locura y no eres ni serás jamás un maestro.
—Gracias por la franqueza —dijo Íñigo—. Debo admitir que esperaba mejores noticias. Me resulta muy difícil hablar en estos momentos, si me disculpas, me tengo que…
—No he terminado —dijo Yeste.
—¿Qué más te queda por decir?
—Quería muchísimo a tu padre, eso tú ya lo sabes, pero lo que voy a decirte no lo sabías: cuando éramos muy jóvenes, todavía no habíamos cumplido los veinte, vimos actuar con nuestros propios ojos a Bastia, el fenómeno corso.
—No conozco a ningún fenómeno.
—En esgrima, es el título que está por encima del de maestro —le explicó Yeste—. Bastia fue el último en ostentar el título. Murió en alta mar mucho antes de que tú nacieras. Desde su desaparición no ha habido más fenómenos, y tú jamás habrías sido capaz de derrotarlo. Pero te diré una cosa: él jamás te habría derrotado a ti.
Íñigo se quedó callado durante un largo rato.
—Entonces estoy preparado.
—No me gustaría estar en el lugar del hombre de los seis dedos —fue todo lo que Yeste le dijo.
A la mañana siguiente, Íñigo comenzó la búsqueda. Lo había planificado todo con sumo cuidado. Encontraría al hombre de seis dedos. Se le acercaría y le diría sencillamente: «Hola, me llamo Íñigo Montoya, tú mataste a mi padre, prepárate a morir», y entonces, oh, entonces, comenzaría el duelo.
Era un plan muy bonito. Simple, directo. Sin filigranas. Al principio, Íñigo había ideado todo tipo de locas venganzas, pero poco a poco, la sencillez le había parecido la mejor. Al principio, imaginaba todo tipo de escenas: el enemigo lloraría y suplicaría, el enemigo se rebajaría y lloraría, el enemigo intentaría sobornarlo, utilizaría argumentos sensibleros y actuaría de forma poco caballerosa. Pero con el tiempo, todas estas ideas también cedieron a la sencillez: el enemigo se limitaría a decirle: «Ah, sí, recuerdo haberlo matado; será un placer matarte a ti también».
Íñigo solo tenía un problema: no encontraba al enemigo.
Jamás se le había ocurrido pensar que tendría la más mínima dificultad. Al fin y al cabo, ¿cuántos nobles podía haber que tuvieran seis dedos en la mano derecha? Sin duda, aquel detalle sería algo conocido por sus allegados. Unas cuantas preguntas como: «Disculpadme, no estoy loco, pero ¿no habréis visto últimamente un noble con seis dedos?». Y, seguramente, tarde o temprano, alguien le contestaría que sí.
Pero aquel sí no llegó temprano.
Y las cosas que ocurren tarde no son esas por las que se desea contener la respiración.
El primer mes no fue tan desalentador. Íñigo recorrió toda España y Portugal. El segundo mes viajó a Francia y se pasó allí el resto del año. El año siguiente a aquél, fue su año italiano, y después siguieron Alemania y Suiza.
Solo al cabo de cinco años de completo fracaso comenzó a preocuparse. Para entonces, había visto todos los Balcanes y gran parte de Escandinavia y había estado en Florin, había visitado a los nativos de Guilder, y había estado en la madre Rusia y, poco a poco, había recorrido todo el Mediterráneo.
Para entonces, ya sabía lo que había ocurrido: diez años de aprendizaje habían sido demasiados; habían ocurrido demasiadas cosas. Probablemente, el hombre de seis dedos se habría marchado de viaje a Asia.
O se estaría enriqueciendo en América. O se habría convertido en un ermitaño de la Indias Orientales. O… o…
¿Habría muerto?
A los veintisiete años, Íñigo comenzó a tomar por las noches unas cuantas copas más de vino, para ayudar a conciliar el sueño. A los veintiocho, se tomaba unas cuantas copas más para ayudar a digerir el almuerzo. A los veintinueve, el vino le resultaba indispensable para despertarse por las mañanas. El mundo se le venía abajo. No solo vivía en un perpetuo fracaso, sino que además le estaba ocurriendo algo igual de espantoso:
La esgrima comenzaba a aburrirle.
Era, sencillamente, demasiado bueno. En sus viajes, se ganaba la vida buscando al campeón local del lugar donde se encontraba, y se enfrentaba a él en duelo; Íñigo lo desarmaba y aceptaba lo que hubiesen apostado. Y con sus victorias se pagaba la comida, el alojamiento y el vino.
Por desgracia, los campeones locales no eran nada. Incluso en las grandes ciudades, los expertos locales no eran nada. Tampoco en las capitales los maestros locales eran nada. No había competencia, nada que le ayudara a mantener el estímulo. Su vida comenzó a carecer de sentido, igual que su búsqueda, todo, todo carecía de razón.
A los treinta renunció al fantasma. Dejó de buscar, se olvidó de comer, dormía solo de vez en cuando. El vino era su única compañía y eso le bastaba.
Era una concha. La máquina de esgrima más grande desde el fenómeno corso apenas practicaba con la espada.
En esas condiciones se encontraba cuando el siciliano dio con él.
Al principio, el diminuto jorobado se limitó a suministrarle un vino más fuerte. Pero más tarde, a través de una combinación de elogios y llamadas de atención, el siciliano comenzó a alejarlo de la botella. Porque el siciliano tenía un sueño: con su astucia, la fuerza del turco y la espada del español podrían convertirse en la organización criminal más efectiva del mundo civilizado.
Que es precisamente en lo que se convirtieron.
En los lugares más recónditos, sus nombres resultaban más dolorosos que el propio miedo; todo el mundo tenía necesidades difíciles de satisfacer. El tropel siciliano (incluso por aquella época, dos eran compañía y tres, un tropel) se hizo cada vez más famoso y más rico. Podían con todo. El acero de Íñigo volvía a resplandecer más que nunca como un rayo. Con el transcurso de los meses, la fuerza del turco se hizo más prodigiosa.
Y el jorobado era el jefe. De eso nunca hubo duda. De no ser por él, Íñigo aún seguiría en su anterior condición: tendido de espaldas, mendigando un poco de vino a la entrada de algún callejón. La palabra del siciliano no solo era ley, sino la verdad indiscutible.
De modo que cuando le ordenó que matara al hombre de negro, las demás posibilidades quedaron borradas de un plumazo. El hombre de negro debía morir…
Íñigo se paseó por el borde del acantilado, chasqueando los dedos. Quince metros más abajo, el hombre de negro seguía subiendo. La impaciencia de Íñigo comenzaba a entrar en una ebullición incontrolable. Se asomó para contemplar aquel lento avance. Encontrar una hendidura, meter la mano, encontrar otra hendidura, meter la otra mano; faltaban todavía catorce metros. Íñigo le dio una sonora palmada a la empuñadura de su espada, y comenzó a chasquear los dedos más deprisa. Examinó al escalador encapuchado y deseó que tuviera seis dedos, pero no; aquel hombre tenía el número adecuado de apéndices.
Faltaban ahora trece metros noventa centímetros.
Trece metros ochenta centímetros.
—¡Eh, el de abajo! —gritó Íñigo cuando ya no pudo esperar más.
El hombre de negro levantó la mirada y lanzó un gruñido.
—Os he estado observando.
El hombre de negro asintió.
—Un poco lento, ¿no?
—No quiero parecer descortés —repuso finalmente el hombre de negro—, pero en estos momentos estoy bastante ocupado, o sea que procurad no distraerme.
—Lo siento —dijo Íñigo.
El hombre de negro lanzó otro gruñido.
—Imagino que no podéis daros prisa —comentó Íñigo.
—Si queréis que me dé prisa —repuso el hombre de negro visiblemente enfadado—, podríais lanzarme una cuerda o alcanzarme una rama o buscar alguna otra cosa útil con que ayudarme.
—Sí, podría —convino Íñigo—. Pero no creo que aceptarais mi ayuda, porque os estoy esperando para mataros.
—Eso constituye un obstáculo en nuestra relación —dijo el hombre de negro—. Me temo que tendréis que esperar.
Faltaban doce metros noventa centímetros.
—Podría daros mi palabra de español —le dijo Íñigo.
—No me sirve de nada —replicó el hombre de negro—. He conocido a demasiados españoles.
—Me estoy volviendo loco aquí arriba —le dijo Íñigo.
—Cuando queráis que cambiemos de sitio, aceptaré encantado.
Once metros setenta centímetros.
Y un descanso.
El hombre de negro colgaba en el vacío, con los pies en el aire, y sostenía todo el peso de su cuerpo con la fuerza de la mano metida en la hendidura.
—Vamos, continuad —le suplicó Íñigo.
—Ha sido muy duro —le explicó el hombre de negro—, y estoy cansado. Dentro de un cuarto de hora más o menos, me encontraré estupendamente.
¡Un cuarto de hora más! Inconcebible.
—Os diré una cosa. Tenemos un trozo de cuerda extra aquí arriba que no utilizamos en nuestra escalada, os la lanzaré para que la cojáis y tiraré de ella para…
—No me sirve de nada —repitió el hombre de negro—. Podríais tirar de la cuerda, pero también podríais limitaros a soltarla, y como tenéis tanta prisa por matarme, sería una forma muy rápida de terminar la faena.
—Jamás os habríais enterado de que iba a mataros si yo no os lo hubiera dicho. ¿Acaso no os indica esto que soy de fiar?
—Espero que no os sintáis ofendido, pero, francamente, no.
—¿No hay manera de que confiéis en mí?
—No se me ocurre nada.
De pronto, Íñigo levantó bien alta su mano derecha y exclamó:
—¡Juro por el alma de Domingo Montoya que llegaréis vivo a la cima!
El hombre de negro permaneció largo rato en silencio. Luego, miró hacia arriba.
—No conozco al tal Domingo, pero algo en vuestro tono me dice que debo creeros. Lanzadme la cuerda.
Íñigo se apresuró a atarla alrededor de una roca y a lanzarla hacia abajo. El hombre de negro la aferró, y colgó suspendido en el vacío. Íñigo tiró de la cuerda. En un instante, el hombre de negro se encontró junto a él.
—Gracias —dijo el hombre de negro, y se dejó caer sobre la roca.
Íñigo se sentó a su lado.
—Esperaremos hasta que estéis dispuesto —le dijo.
El hombre de negro inspiró profundamente.
—Gracias de nuevo.
—¿Por qué nos habéis seguido?
—Porque lleváis un equipaje muy valioso.
—No tenemos intenciones de vender —repuso Íñigo.
—Eso es asunto vuestro.
—¿Y el vuestro?
El hombre de negro no contestó.
Íñigo se puso en pie y se alejó para estudiar el terreno sobre el que lucharían. Era una espléndida meseta, llena de árboles, alrededor de los cuales se podían esquivar los lances, y de raíces en las que dar traspiés, y de pequeñas piedras con las cuales perder el equilibrio, y de peñascos desde los que saltar si se era lo bastante veloz para subirse a ellos; y, bañando todo el paraje, la luz de la luna, Íñigo decidió que no se podía pedir un terreno de prueba para un duelo más adecuado que aquél. Lo tenía todo, hasta los maravillosos Acantilados en un extremo, más allá de los cuales se encontraba la estupenda caída de trescientos metros, algo a tener en cuenta siempre al planificar la táctica. Era perfecto. Realmente un lugar perfecto.
Siempre y cuando el hombre de negro conociera el manejo de la espada.
Y lo conociera muy bien.
Íñigo hizo entonces lo que hacía siempre antes de un duelo: sacó de su vaina la enorme espada y se pasó la hoja dos veces por el rostro, una vez a lo largo de una cicatriz, y otra vez a lo largo de la otra cicatriz.
Después, estudió al hombre de negro. Un estupendo marinero, no cabía duda; un fantástico escalador, estaba claro; sin duda, valiente.
Pero ¿sabría manejar la espada?
¿Sabría manejarla muy bien?
Por favor, ojalá que sí, pensó Íñigo. Hace tanto tiempo que no me ponen a prueba, ojalá que este hombre pueda hacerlo. Ojalá que sea un espadachín maravilloso. Ojalá que sea veloz y ligero, fuerte e inteligente. Ojalá que tenga una mente hecha para la táctica, y una formación igual a la mía. Ojalá, ojalá… ¡Hace tanto tiempo! ¡Ojalá sea un maestro!
—Ya he recuperado el aliento —dijo el hombre de negro desde la roca donde se había sentado—. Gracias por haberme dejado descansar.
—Será mejor que acabemos de una vez —sentenció Íñigo.
El hombre de negro se incorporó.
—Parecéis una persona decente —dijo Íñigo—. Detesto mataros.
—Parecéis una persona decente —repuso el hombre de negro—. Detesto morir.
—Pero uno de los dos debe hacerlo —dijo Íñigo—. Comenzad.
Al decir eso, desenvainó la espada con empuñadura para seis dedos y se la cogió con la mano izquierda.
En los últimos tiempos había comenzado todos sus duelos con la mano izquierda. Constituía una buena práctica, y aunque era el número uno luchando con la mano derecha, la que normalmente utilizaba, con la izquierda resultaba algo más aceptable. Cuando luchaba con esta, estaba entre los treinta mejores. Quizá esa cifra alcanzara los cincuenta, o tal vez apenas llegase a diez.
El hombre de negro también era zurdo y eso entusiasmó a Íñigo, porque todo resultaba más justo. Su debilidad se enfrentaba a la fuerza del otro hombre. Mejor que mejor.
Se pusieron en guardia y el hombre de negro comenzó de inmediato la defensa de Agrippa, cosa que Íñigo consideró acertada, si tenía en cuenta el terreno rocoso, pues la defensa de Agrippa permitía mantener los pies firmes al principio y reducían al mínimo las posibilidades de resbalar. Naturalmente, él respondió con un Capo Ferro que sorprendió al hombre de negro, pero se defendió bien, abandonó raudo la defensa de Agrippa y pasó al ataque, utilizando los principios de Thibault.
Íñigo no tuvo más remedio que sonreír. ¡Hacía tanto tiempo que nadie usaba contra él la ofensiva, que le resultó emocionante! Dejó que el hombre de negro avanzara, que se envalentonase, para lo cual se retiró con gracia entre dos árboles, y para evitar daños utilizó la defensa Bonetti.
Entonces, sus piernas reaccionaron y se colocó detrás del árbol más cercano; el hombre de negro no esperaba esa rapidez y tardó en recuperarse. Íñigo salió como un rayo de detrás del árbol y pasó al ataque, el hombre de negro se retiró, tropezó, recuperó el equilibrio y continuó luchando.
Íñigo quedó impresionado por la rapidez con que había recuperado el equilibrio. La mayoría de los hombres con la misma constitución que su contrincante habrían caído, o al menos, se habrían aguantado con una mano. Pero el hombre de negro, no; se limitó a dar un rápido paso, a erguir el cuerpo con un esfuerzo y a continuar luchando.
En esos momentos se acercaban al borde de los Acantilados, y gran parte de los árboles se encontraba detrás de ellos. Lentamente el hombre de negro se vio obligado a dirigirse hacia un grupo de enormes peñascos, porque Íñigo ansiaba comprobar cómo se movía cuando el terreno era escaso, cuando no se podía avanzar ni quitar con total libertad. Íñigo siguió avanzando y, al instante, ambos estuvieron rodeados de peñascos. De repente, Íñigo se abalanzó contra una roca cercana, rebotó en ella con una fuerza increíble y salió despedido a una velocidad sorprendente.
Recibió la primera herida.
Había tocado al hombre de negro, lo había rozado apenas en la muñeca izquierda. Un arañazo, nada más, pero sangraba.
De inmediato, el hombre de negro se puso en retirada, alejándose de los peñascos, para volver al terreno abierto y llano de la meseta. Íñigo lo siguió, sin molestarse en impedir la retirada de su contrincante; ya tendría tiempo para eso después.
Fue entonces cuando el hombre de negro lanzó su mejor ataque. Lo hizo sin previo aviso, y la velocidad y la fuerza que empleó fueron aterradoras. La hoja de su espada brilló a la luz una y otra vez y, al principio, Íñigo se sentía demasiado encantado como para retroceder. No estaba del todo familiarizado con el estilo del ataque; en gran parte utilizaba el movimiento McBone, aunque con toques de Capo Ferro, y continuó retrocediendo mientras se concentraba en el enemigo, pensando en la mejor manera de parar el ataque.
El hombre de negro siguió avanzando, e Íñigo advirtió que se estaba acercando cada vez más al borde de los Acantilados, pero eso le traía sin cuidado. Lo importante era ser más listo que el enemigo, descubrir sus debilidades, dejar que viviera su momento de júbilo.
De pronto, a medida que se acercaba cada vez más al borde de los Acantilados, Íñigo descubrió el fallo del ataque iniciado por su enemigo; una sencilla maniobra Thibault lo destruiría por completo, pero no quería acabar tan pronto. Dejaría que su contrincante gozara un poco más del triunfo; la vida otorga tan pocos.
Los Acantilados estaban casi a sus espaldas.
Íñigo siguió retrocediendo; el hombre de negro siguió avanzando.
Entonces, Íñigo respondió con el movimiento Thibault.
Y el hombre de negro lo bloqueó.
¡Lo bloqueó!
Íñigo repitió el movimiento Thibault y volvió a fallar. Pasó a Capo Ferro, probó con el Bonetti y después con el Fabris; desesperado, comenzó un movimiento que solo había utilizado Sainct dos veces.
¡No funcionaba nada!
El hombre de negro seguía atacando.
Y el borde de los Acantilados estaba ahí cerca.
Íñigo jamás sentía pánico…, pues nunca había estado en situación de sentirlo. Pero tomó rápidamente algunas decisiones ya que no había tiempo para reflexiones profundas, y lo que decidió fue que aunque detrás de los árboles el hombre de negro reaccionaba con lentitud a los embates, y no demasiado bien entre los peñascos, cuando la libertad de movimientos era escasa, en terreno abierto, donde había espacio suficiente, era el terror. Un terror zurdo y con máscara negra.
—Sois excelente —dijo Íñigo.
Uno de sus pies descansaba en el borde del precipicio. Ya no podía seguir retrocediendo.
—Gracias —repuso el hombre de negro—. He trabajado mucho para llegar a esto.
—Sois mejor que yo —reconoció Íñigo.
—Eso parece. Pero si en realidad es así, ¿por qué sonreís?
—Porque sé algo que vos ignoráis —respondió Íñigo.
—¿Qué es? —inquirió el hombre de negro.
—No soy zurdo —respondió Íñigo.
Dicho eso, lanzó la espada para seis dedos hacia la mano derecha y se volvieron las tornas.
El hombre de negro retrocedió ante los embates de la enorme espada. Intentó desplazarse de lado, parar los golpes, huir de alguna manera al destino ya inevitable. Pero no hubo manera. Logró quitar cincuenta golpes; el quincuagésimo primero siguió camino y ahora le sangraba el brazo izquierdo. Logró desviar treinta estocadas de contragolpe, pero la trigésima primera lo venció, y ahora también le sangraba el hombro.
Las heridas todavía no eran graves, pero continuaron produciéndose a medida que se iban moviendo por las piedras, hasta que el hombre de negro se encontró rodeado de árboles, cosa muy mala para él, de manera que huyó ante el ataque furioso de Íñigo, y volvió al espacio abierto. Pero Íñigo siguió avanzando, imparable, y, entonces, el hombre de negro volvió a encontrarse entre los peñascos, cosa que para él era mucho peor que los árboles; lanzó un grito de frustración y prácticamente echó a correr otra vez hacia el espacio abierto.
No había manera de doblegar al fenómeno y, poco a poco, los letales Acantilados volvieron a convertirse en un factor en lucha, solo que en ese momento era el hombre de negro el que se veía enfrentado a la muerte. Era valiente, fuerte, pero no se doblegó ante las heridas y no suplicó compasión: tras la máscara negra no se adivinaba temor alguno.
—Sois asombroso —gritó, al ver que Íñigo aumentaba la ya cegadora velocidad de sus estocadas.
—Gracias. Mi esfuerzo me ha costado.
Se acercaba el momento de la muerte, Íñigo embistió hacia adelante una y otra vez, y una y otra vez el hombre de negro logró contrarrestar los ataques, pero cada vez le costaba más; la fuerza de las muñecas de Íñigo era inagotable; la furia de sus estocadas fue en aumento y el hombre de negro comenzó a debilitarse.
—No podéis notarlo —le dijo entonces—, porque llevo una capa y una máscara. Pero estoy sonriendo.
—¿Por qué?
—Porque yo tampoco soy zurdo —repuso el hombre de negro.
Y él también cambió la espada de mano; por fin comenzaba la verdadera batalla.
Íñigo comenzó a retroceder.
—¿Quién sois? —gritó.
—Nadie importante. Un amante más de la espada.
—¡Debo saberlo!
—Acostumbraos a la decepción.
Como el rayo, recorrieron la meseta abierta y las dos espadas se tornaron invisibles… ¡Oh, cómo tembló la tierra! ¡Oooh, cómo se estremecieron los cielos! Íñigo estaba perdiendo. Intentó dirigirse hacia los árboles, pero el hombre de negro no se lo permitió. Intentó retroceder hasta los peñascos, pero el hombre de negro le negó ese consuelo.
Por impensable que pareciera, en terreno abierto, el hombre de negro era superior aunque no mucho. Pero en infinidad de pequeños detalles, resultaba de una calidad ligeramente superior. Un poquitín más veloz, mínimamente más fuerte, aunque tampoco mucho.
Pero con eso bastaba.
Se encontraron en el centro de la meseta para el asalto final. Ninguno de los dos hizo concesiones. Aumentó el sonido de metal contra metal. Un estallido final de energía recorrió las venas de Íñigo y realizó los máximos esfuerzos; echó mano de todos los trucos, utilizó cada hora de cada día de todos sus años de experiencia. Pero resultó bloqueado. Por el hombre de negro. Quedó cercado. Por el hombre de negro. Estaba abrumado, sitiado, asediado.
Derrotado.
Por el hombre de negro.
Un golpecito final y la gran espada con empuñadura para seis dedos salió volando de su mano. Íñigo quedó indefenso. Entonces, cayó de rodillas, inclinó la cabeza y cerró los ojos.
—Hacedlo deprisa —dijo.
—Preferiría perder las manos antes que matar a un artista como vos —replicó el hombre de negro—. Sería como destruir a Da Vinci. Sin embargo… —Y en este punto golpeó a Íñigo en la cabeza con la parte más ancha de su espada—…, como tampoco puedo permitir que me sigáis, os ruego que comprendáis que siento por vos el más enorme de los respetos.
Le asestó otro golpe más y el español cayó al suelo desmayado. El hombre de negro se apresuró a atar a Íñigo a un árbol y lo dejó allí, inconsciente e indefenso.
Envainó la espada, buscó el rastro del siciliano, y veloz, se internó en la noche…
—¡Ha derrotado a Íñigo! —exclamó el turco.
Este no estaba demasiado seguro de si deseaba creérselo o no, pero sí convencido de que se trataba de una triste noticia, porque Íñigo le caía bien. Íñigo era el único que no se reía cuando Fezzik le pedía que jugaran a las rimas.
Avanzaban a toda prisa por el sendero montañoso en dirección a la frontera de Guilder. El sendero era estrecho y estaba sembrado de piedras como bolas de cañón; por lo tanto, al siciliano le costaba sangre, sudor y lágrimas mantener el ritmo. Fezzik transportaba sobre los hombros la ligera carga de Buttercup; la muchacha seguía atada de pies y manos.
—No te he oído, repítemelo —gritó el siciliano.
Fezzik esperó a que el jorobado lo alcanzase.
—¿Lo ves? —inquirió Fezzik señalando a lo lejos. Mucho más abajo, al pie del sendero montañoso, vieron correr al hombre de negro—. Íñigo ha sido derrotado.
—¡Inconcebible! —rugió el siciliano.
Fezzik nunca se atrevía a contrariar al jorobado.
—Soy muy estúpido —dijo Fezzik asintiendo—, Íñigo no ha sido vencido por el hombre de negro, sino todo lo contrario. Y para probarlo, se ha puesto su ropa y también su máscara, sus capuchas y sus botas y, además, ha engordado cuarenta kilos.
El siciliano entrecerró los ojos y observó la silueta que corría.
—Idiota —le espetó al turco—. ¿Después de tantos años eres incapaz de reconocer a Íñigo cuando lo ves? Ese no es Íñigo.
—Es que nunca aprendo —admitió el turco—. Si alguna vez hay algún detalle sobre alguna cosa, puedes estar seguro de que no sabré captarlo.
—Íñigo debe de haber tropezado o le habrá tendido una trampa o lo habrá derrotado de un modo sucio. Es la única explicación concebible.
Concebible, creíble, pensó el gigante. Pero no se atrevió a decirlo en voz alta. Y menos al siciliano. Podría habérselo susurrado a Íñigo, a últimas horas de la noche, pero eso hubiera sido antes de la muerte de Íñigo. También podría haber susurrado: impasible, imposible, infalible. Esas fueron todas las rimas que acudieron a su mente antes de que el siciliano volviera a hablarle, y eso significaba siempre que él debía prestar la más estricta de las atenciones. No había nada que enfureciera más al jorobado y con tanta rapidez como pescar a Fezzik pensando. Dado que apenas se imaginaba que alguien como Fezzik fuera capaz de pensar, jamás le preguntaba qué tenía en mente, porque le traía sin cuidado. Si se hubiese enterado de que Fezzik hacía rimas, se habría echado a reír y habría encontrado nuevas formas de hacerlo sufrir.
—Desátale los pies —ordenó el siciliano.
Fezzik bajó a la princesa y desató las cuerdas que le ataban las piernas. Luego le frotó los tobillos para que pudiera andar.
El siciliano la agarró de inmediato y tiró de ella.
—Reúnete con nosotros rápidamente —dijo el siciliano.
—¿Alguna orden en especial? —gritó Fezzik, al borde del pánico.
Detestaba que lo dejaran solo de aquel modo.
—Acaba con él, acaba con él. —El siciliano comenzaba a irritarse—. En vista de que Íñigo nos ha fallado, procura tener éxito.
—Pero yo no sé nada de esgrima, no sé cómo utilizar una espada…
—A tu manera.
El siciliano estaba a punto de perder los estribos.
—Ah, sí, bien, a mi manera. Gracias, Vizzini —le dijo Fezzik al jorobado. Y, reuniendo todo su valor, agregó—: Necesito una sugerencia.
—Siempre te jactas de lo bien que entiendes la fuerza, de que esta te pertenece. Úsala, no me importa cómo. Espéralo ahí detrás —le ordenó señalando hacia una curva pronunciada del sendero montañoso—, y aplástale la cabeza como una cáscara de huevo.
Y, con un ademán, le indicó unas piedras del tamaño de bolas de cañón.
—Sí, eso haré —asintió Fezzik. Era fantástico en el lanzamiento de cosas pesadas—. Aunque no me parece un estilo demasiado deportivo, ¿verdad?
El siciliano perdió el control. Era terrible cuando lo hacía. La mayoría de la gente se limita a chillar y a pegar botes. Pero Vizzini era diferente: se quedaba muy, pero muy callado y su voz sonaba como si proviniera de una garganta muerta. Sus ojos se volvían como de fuego.
—Te diré una cosa, y solo voy a decírtela una vez: detén al hombre de negro. Detenlo para siempre. Si fallas, no tendrás excusa; me buscaré otro gigante.
—Por favor, no me abandones —suplicó Fezzik.
—Pues haz lo que te ordeno.
Volvió a coger a Buttercup y, cojeando, subió por el sendero montañoso y se perdió de vista.
Fezzik echó un vistazo hacia abajo y vio la silueta que avanzaba a toda velocidad por el sendero. Todavía quedaba una buena distancia. Contaba con el tiempo suficiente para practicar. Fezzik levantó una piedra del tamaño de una bala de cañón y apuntó hacia una hendidura que había en la montaña, a unos diez metros de donde estaba.
¡Plaf!
Justo en el centro.
Levantó una piedra más grande y la lanzó contra una sombra que había al doble de distancia.
No tan «¡plaf!».
Cuatro centímetros a la derecha.
Fezzik se sintió razonablemente satisfecho. Aunque fallara por cuatro centímetros, la piedra aplastaría igualmente la cabeza si uno apuntaba al centro. Vacilante, buscó a su alrededor y encontró una piedra perfecta para el lanzamiento: le cabía justo en la mano. Luego, se dirigió a la curva pronunciada del sendero y se refugió en la sombra más impenetrable. Inadvertido, y sin decir palabra, esperó pacientemente con su piedra asesina, contando los segundos que faltaban para que el hombre de negro muriera…
Las turcas son famosas por el tamaño de los hijos que paren. El único feliz recién nacido que llegó a pesar más de once kilos al nacer fue fruto de un matrimonio del sur de Turquía. Los registros de los hospitales turcos relacionan un total de once niños que pesaron más de nueve kilos al nacer. Y de otros noventa y cinco más que pesaron entre siete y nueve kilos. Ahora bien, cada uno de estos ciento seis querubines hacía lo que hacen todos los niños al nacer: perder entre doscientos y trescientos gramos, y tardar casi una semana en volver a recuperar peso. Para ser más exactos, ciento cinco de esos niños perdieron peso poco después del nacimiento.
Pero Fezzik, no.
Durante la primera tarde del día de su nacimiento, aumentó casi medio kilo. (Dado que solo había pesado siete kilos al nacer, y como su madre había dado a luz con dos semanas de anticipación, los médicos no se preocuparon en exceso. «Es porque se te ha adelantado el parto dos semanas», le explicaron a la madre de Fezzik. «Eso lo explica todo». En realidad, no explicaba nada, pero cuando hay algo que despista a los médicos, cosa que ocurre con más frecuencia de la que cualquiera de nosotros pensamos, siempre echan mano de comentarios relacionados con el caso en cuestión y luego agregan: «Eso lo explica todo». O bien: «Pues como en el momento del parto llovía, este sobrepeso no es más que exceso de agua, he aquí la explicación»).
A los seis meses de vida, un bebé sano duplica el peso que tenía al nacer, y al cabo del año, lo triplica. Cuando Fezzik cumplió un año, pesaba treinta y ocho kilos. No era gordo, a ver si me entendéis. Tenía todo el aspecto de un niño fuerte y normal de treinta y ocho kilos. Aunque no tan normal, en realidad. Para contar solo un año era bastante peludo.
Cuando tuvo edad para asistir al parvulario, ya estaba en condiciones de afeitarse. Era grande como un hombre normal y los demás niños le hacían la vida imposible. Naturalmente, al principio, le tenían un miedo de muerte (incluso por entonces Fezzik tenía un aspecto fiero), pero cuando se enteraron de que era un miedica, pues bien, no iban a dejar escapar una oportunidad así.
—¡Chulo, chulo! —le gritaban a Fezzik, a manera de provocación, durante el recreo que hacían por las mañanas para tomar el yogur.
—No soy chulo —les contestaba Fezzik en voz alta.
(Pero para sí murmuraba: «Nulo, nulo». Jamás se atrevería a considerarse poeta, porque no era nada de eso; solo que le gustaban las rimas. Todo lo que oía lo rimaba para sus adentros. Algunas veces, las rimas tenían sentido, otras, no. Fezzik nunca se preocupó demasiado por el sentido; lo único que le importaba era el sonido).
—Cobarde.
Aguarde.
—No soy cobarde.
—Entonces, pelea —le decía uno de ellos, y golpeaba a Fezzik en el estómago con todas sus fuerzas, con la confianza de que el gigante se limitaría a lanzar un «uuf» y se quedaría ahí parado, porque, por más cosas que le hiciesen, nunca devolvía los golpes.
—Uuf.
Otro golpe. Y otro. Un buen puñetazo en los riñones, quizá. Tal vez una patada en la rodilla. Aquello continuaba así hasta que Fezzik rompía a llorar y salía corriendo.
Un día, en su casa, el padre de Fezzik le ordenó:
—Ven aquí.
Como de costumbre, Fezzik obedeció.
—Sécate las lágrimas —le dijo su madre.
Dos niños acababan de propinarle una buena paliza. Como pudo, dejó de llorar.
—Fezzik, esto no puede continuar así —le dijo su madre—. Deben dejar de meterse contigo.
Enfurecerse contigo.
—No me importa demasiado —dijo Fezzik.
—Pues debería importarte —le dijo su padre. Era carpintero y tenía unas manos enormes—. Ven aquí fuera. Te enseñaré a pelear.
—Por favor, no, no quiero…
—Obedece a tu padre.
En tropel, salieron al patio trasero.
—Vamos a ver, cierra el puño —le ordenó su padre.
Fezzik lo hizo lo mejor que pudo.
El padre miró a la madre y luego levantó la vista al cielo.
—Ni siquiera sabe cerrar el puño —dijo el padre.
—Pero ya lo intenta, solo tiene seis años; no seas tan duro con él.
El padre de Fezzik quería mucho a su hijo y trató de no levantar la voz para que Fezzik no volviera a echarse a llorar. Pero no le resultó fácil.
—Cariño —dijo el padre de Fezzik—, mira, cuando cierras el puño no se coloca el pulgar dentro de los demás dedos, sino que debes colocarlo por fuera de los otros dedos, porque si lo colocas por dentro y golpeas a alguien, te lo vas a romper, y eso no está bien; porque cuando golpeas a alguien, de lo que se trata, es de hacerle daño al otro y no a ti mismo.
Abismo.
—No quiero hacerle daño a nadie, papaíto.
—No quiero que le hagas daño a nadie, Fezzik. Pero si sabes cómo cuidarte, y ellos saben que tú sabes, no te molestarán más.
Manifestarán.
—No me importa demasiado.
—A nosotros, sí —dijo su madre—. Fezzik, no deberían meterse contigo solo porque debas afeitarte.
—Volvamos a lo del puño —añadió su padre—. ¿Ya lo has aprendido?
Fezzik volvió a cerrar el puño, esta vez con el pulgar hacia afuera.
—Aprende deprisa el niño —dijo su madre.
Quería a su hijo tanto como el padre.
—Y ahora golpéame —le ordenó el padre.
—No pienso hacerlo.
—Golpea a tu padre, Fezzik.
—Quizá no sepa cómo golpear —dijo el padre.
—Quizá no —dijo la madre de Fezzik meneando la cabeza con pena.
—Fíjate, cariño —dijo el padre—. ¿Lo ves? Es fácil. Tienes que cerrar el puño como ya te he enseñado y, después, debes llevar el brazo un poquitín hacia atrás; apuntas hacia donde quieres golpear y lanzas el puñetazo.
—Demuéstrale a tu padre que aprendes deprisa —dijo la madre—. Cierra el puño y encájale un buen golpe.
Fezzik lanzó un puñetazo al brazo de su padre.
El padre de Fezzik volvió a mirar al cielo, lleno de frustración.
—Te ha dado cerca del brazo —se apresuró a comentar la madre, antes de que el rostro de su hijo se entristeciera—. No está mal para ser la primera vez, Fezzik; dile que lo ha hecho bien para ser la primera vez —le ordenó a su marido.
—El golpe fue más o menos en la dirección correcta —logró decir el padre—, y si me hubiese encontrado un metro más hacia el oeste, habría estado perfecto.
—Estoy muy cansado —protestó Fezzik—. Uno se cansa cuando aprende tanto en tan poco tiempo. Al menos yo. Por favor, ¿puedo marcharme?
—Todavía no —dijo la madre.
—Cariño, por favor, pégame, pégame de verdad, inténtalo. Eres un niño listo; dame un buen puñetazo —suplicó el padre.
—Mañana, papaíto, te lo prometo.
Comenzaban a saltarle las lágrimas.
—Fezzik, llorar no te servirá de nada —estalló el padre—. No te servirá ni conmigo ni con tu madre. Harás lo que yo te ordene, y te ordeno que me golpees, y si para eso tenemos que quedarnos aquí toda la noche o incluso toda la semana, lo hacemos y si…
¡¡¡
P
A
A
A
F
!!!
(Todo esto ocurrió antes de que existieran los servicios de urgencia, y realmente fue una pena, al menos para el padre de Fezzik, porque después de que Fezzik le lanzara el puñetazo, no pudieron llevarlo a ninguna parte más que a su cama, donde permaneció acostado, con los ojos cerrados, durante un día y medio, salvo cuando apareció el lechero para arreglarle la mandíbula fracturada… Esto no ocurrió antes de que existieran los médicos, pero en Turquía todavía no habían logrado ampliar su campo de acción a los huesos; los lecheros seguían siendo los encargados de arreglar los huesos, pues la lógica dictaba que dado que la leche era tan buena para los huesos, ¿quién iba a saber más de huesos rotos que un lechero?).
Cuando el padre de Fezzik logró abrir los ojos, los tres tuvieron una conversación familiar.
—Eres muy fuerte, Fezzik —le dijo su padre.
(En realidad, esto no es del todo cierto. Lo que su padre quiso decirle fue: «Eres muy fuerte, Fezzik». Pero lo que realmente logró expresar fue: «Zzzz zzz zzzzzz, Zzzzzz». Porque desde que el lechero le soldó las mandíbulas con alambre, la única letra que lograba pronunciar era la «z». Pero como tenía un rostro muy expresivo, su esposa lograba entenderle a la perfección).
—Ha dicho que eres muy fuerte, Fezzik.
—Eso creía yo —repuso Fezzik—. El año pasado, un día que estaba muy enfadado, golpeé un árbol. Y lo derribé. Era un árbol pequeño, pero, de todos modos, me imaginé que aquello debía de tener algún significado.
—Zzzzzz zz zzzzzz zz zzzzzzzzzz, Zzzzzz.
—Ha dicho que dejará el oficio de carpintero, Fezzik.
—Oh, no —dijo Fezzik—. Pronto te pondrás bien, papaíto; el lechero prácticamente me lo ha asegurado.
—Zzzzzz zzzzz zz zzz zzzzzzzzzz, Zzzzzz.
—Ha dicho que quiere dejar de ser carpintero, Fezzik.
—¿Y qué hará?
La madre de Fezzik contestó a la pregunta; tanto ella como su esposo se habían pasado casi toda la noche en vela para tomar una decisión.
—Será tu representante, Fezzik. La lucha es el deporte nacional de Turquía. Nos haremos ricos y seremos famosos.
—Pero, mamaíta, papaíto, a mí no me gusta luchar.
El padre de Fezzik tendió la mano y le dio a su hijo unas suaves palmaditas en la rodilla.
—Zzzzz zzzzzzzzzzz —dijo.
—Será maravilloso —tradujo la madre.
Fezzik se echó a llorar.
El primer encuentro profesional fue en la aldea de Sandiki, un caluroso domingo. A los padres de Fezzik les costó un triunfo lograr que su hijo subiera al cuadrilátero. Estaban absolutamente convencidos de que ganarían, porque habían trabajado muchísimo. Habían entrenado a Fezzik durante tres años enteros antes de acordar que estaba preparado. El padre de Fezzik se encargaba de enseñarle la táctica y la estrategia sobre el cuadrilátero, mientras que la madre se ocupaba de la dieta y el entrenamiento; nunca habían sido tan felices.
Y Fezzik nunca había sido más desdichado. Estaba aterrado, asustado, aterrorizado, todo a la vez. Por más que sus padres le infundieran ánimos, se negaba a entrar en la arena. Porque sabía una cosa: aunque en su aspecto exterior aparentase veinte años, pues lo cierto es que el bigote ya le crecía de lo lindo, en su interior seguía siendo un niño de nueve años al que le encantaba hacer rimar las palabras.
—No —decía—. No lo haré, no lo haré y no podéis obligarme.
—Después de todo lo que hemos trabajado durante los últimos tres años —le decía el padre.
(A estas alturas tenía la mandíbula como nueva).
—¡Me hará daño! —exclamaba Fezzik.
—La vida es un puro sufrimiento —le decía su madre—. Y quien te diga lo contrario es porque te quiere vender algo.
—Por favor, no estoy preparado. Se me olvidan las llaves. No tengo gracia y no ceso de caerme. Es la verdad.
Y lo era. Lo único que en realidad temían sus padres era estar apresurando demasiado a su hijo.
—Cuando las circunstancias se ponen duras, los duros se ponen a la altura de las circunstancias —dijo la madre.
—Ponte a la altura de las circunstancias, Fezzik —le ordenó el padre.
Fezzik no se movió.
—Escúchanos bien, no vamos a amenazarte —dijeron los padres de Fezzik más o menos al unísono—. Nos queremos demasiado como para hacer una cosa así. Si no quieres pelear, nadie te obligará. Pero te abandonaremos para siempre.
(Quedar solo para siempre era la imagen que Fezzik tenía del infierno. Se lo había comentado a sus padres cuando tenía cinco años).
Entonces marcharon hacia la arena para enfrentarse al campeón de Sandiki.
Este llevaba once años ostentando el título, conquistado cuando tenía veinticuatro. Era agraciado, de anchos hombros y medía un metro ochenta, apenas quince centímetros más bajo que Fezzik.
Fezzik no tuvo ni una sola posibilidad.
Era demasiado torpe; no paraba de caerse y de hacer las llaves hacia atrás, de modo que terminaban siendo cualquier cosa menos llaves. El campeón de Sandiki jugó con él. Fezzik era lanzado al suelo, o se caía, o tropezaba o se tambaleaba. Siempre se levantaba y volvía a intentarlo, pero el campeón de Sandiki era demasiado veloz para él, demasiado listo y muy, muy experimentado. El público reía, comía baklavas y disfrutaba del espectáculo.
Hasta que Fezzik cogió entre sus brazos al campeón de Sandiki.
Entonces, el público enmudeció.
Fezzik lo levantó.
Ni un ruido.
Fezzik apretó.
—Ya basta —dijo el padre de Fezzik.
Fezzik soltó al otro hombre.
—Gracias —le dijo—. Eres un estupendo luchador y he tenido suerte.
El excampeón de Sandiki lanzó una especie de gruñido.
—Levanta los brazos, eres el vencedor —le recordó la madre.
Fezzik se quedó de pie, en el centro del cuadrilátero, con los brazos levantados.
—¡Uuuuuu! —lo abucheó el público.
—Animal.
—¡Simio!
—¡Gorila!
—¡¡Uuuuuuuuu!!
No se quedaron mucho tiempo en Sandiki. En realidad, a partir de entonces, para ellos no era nada seguro quedarse demasiado tiempo en ninguna parte. Se enfrentaron al campeón de Ispir. «¡¡Uuuuuuu!!». Al campeón de Simal. «¡¡Uuuuuu!!». Pelearon en Bolu. Y en Zile.
«¡¡Uuuuuuu!!».
—No me importa lo que digan —le comentó la madre a Fezzik una tarde de invierno—. Eres mi hijo y eres maravilloso.
Hacía un día gris y oscuro y habían tenido que salir precipitadamente de Constantinopla porque Fezzik había derribado al campeón local antes de que se hubieran sentado todos los espectadores.
—No soy maravilloso —dijo Fezzik—. Hacen bien en insultarme. Soy demasiado grande. Cuando lucho, da la impresión de que estoy atormentando a alguien.
—Tal vez —comentó el padre de Fezzik, algo vacilante—, Fezzik, tal vez, si pudieras perder unas cuantas peleas, a lo mejor no nos abuchearían tanto.
Hecha una furia, la mujer se volvió hacia el marido:
—El niño apenas tiene once años, ¿y tú ya quieres que vaya por ahí regalando peleas?
—No se trata de eso, no te pongas nerviosa, pero si al menos fingiera que sufre un poco, tal vez nos dejarían en paz.
—Pero si yo sufro —decía Fezzik.
(Y tanto que sufría).
—Pues deja que se te note un poco más.
—Lo intentaré, papaíto.
—Así se hace, muchacho.
—No puedo evitar ser fuerte; yo no tengo la culpa. Si ni siquiera hago gimnasia.
—Creo que es hora de que vayamos hacia Grecia —dijo entonces el padre de Fezzik—. En Turquía ya hemos derrotado a todos los que han querido enfrentarse a nosotros, y Grecia es la cuna del atletismo. No hay nadie como los griegos para valorar el talento.
—Detesto que me griten «¡¡Uuuuuu!!» —comentó Fezzik.
(Y era la verdad. Quedarse solo mientras todo el mundo le gritaba «¡¡Uuuuuuu!!» por los siglos de los siglos era la imagen que tenía entonces del infierno).
—En Grecia te adorarán —dijo la madre de Fezzik.
Y lucharon en Grecia.
—«¡¡Aarrrggggh!!». («¡¡Aarrrggggh!!» era la traducción griega de «¡¡Uuuuuuu!!»).
Bulgaria.
Yugoslavia.
Checoslovaquia. Rumanía.
«¡¡Uuuuuuu!!». Probaron en Oriente. Con el campeón coreano de jiu-jitsu. Con el campeón de kárate de Siam. Con el campeón de kung fu de toda la India.
«¡¡Ssssssssss!!». (Véase la nota sobre «¡¡Aarrrggggh!!»).
En Mongolia perdió a sus padres.
—Fezzik, hemos hecho por ti todo lo que hemos podido. Buena suerte —le dijeron, y se murieron.
Fue algo terrible, una plaga que lo asoló todo a su paso. Fezzik también habría muerto, pero, como era natural en él, jamás enfermaba. Continuó el viaje solo a través del desierto de Gobi y, de vez en cuando, pedía a las caravanas que pasaban que lo llevaran. Fue entonces cuando aprendió qué debía hacer para que dejasen de gritarle «¡¡Uuuuuuu!!». Luchando contra grupos.
Todo comenzó en una caravana en el desierto de Gobi cuando el jefe le dijo:
—Apuesto a que mis conductores de camellos pueden contigo.
Solo eran tres, de modo que Fezzik aceptó. Lo intentaría. Y cuando lo intentó, como era de esperar, ganó.
Y todo el mundo contento.
Fezzik se sintió entusiasmado. A partir de entonces y siempre que le fue posible, no volvió a luchar contra una persona sola. Durante un tiempo viajó de un lugar a otro, luchando contra pandillas para recaudar fondos destinados a obras benéficas, pero su jefe nunca fue demasiado listo y, además, aquello de hacer las cosas él solo le resultaba mucho menos atrayente ahora que se acercaba a la veintena que lo que le había parecido antes.
Se unió a un circo ambulante. Los demás artistas le gruñían porque, según sostenían, comía más de la cuenta. De modo que el gigante se encerró en sí mismo, salvo en lo que se refería a su trabajo.
Pero una noche, cuando Fezzik acababa de derrotar a un grupo de veinte, recibió el susto de su vida: volvió a oír el «¡¡Uuuuuuu!!». No podía creérselo. Acababa de someter a apretujones a media docena de hombres y de partirles la cabeza a otra media docena. ¿Qué pretendían de él?
La verdad era muy simple: se había vuelto demasiado fuerte. Se negaba a medirse, pero todo el mundo comentaba entre murmullos que debía de alcanzar por lo menos los dos metros diez de altura; se negaba a subirse a una báscula, pero la gente sostenía que pesaba ciento ochenta kilos. Y no solo eso, ahora ya era veloz. Tantos años de experiencia lo habían vuelto casi inhumano. Se sabía todos los trucos; era capaz de contrarrestar todas las llaves.
—Animal.
—¡Simio!
—¡Gorila!
—¡¡Uuuuuuu!!
Aquella noche, solo en su tienda, Fezzik lloró. Era una monstruosidad. (Felicidad…, seguía adorando las rimas). Un cíclope de dos ojos. (Antojo…, como antojadizas parecían las lágrimas que caían de sus ojos entrecerrados). A la mañana siguiente, había logrado controlarse: al menos le quedaban sus amigos del circo.
Esa misma semana lo echaron del circo. El público había comenzado a gritarles «¡¡Uuuuuuu!!» también a ellos. La mujer gorda amenazó con marcharse y los enanitos estaban que trinaban, y todo por culpa de Fezzik.
Aquello tuvo lugar en el corazón de Groenlandia y, como todo el mundo sabe, por aquellos tiempos, igual que en la época actual, Groenlandia era el lugar más solitario de la Tierra. En Groenlandia hay un habitante por cada cincuenta kilómetros cuadrados de terreno. Con toda probabilidad, los del circo fueron unos estúpidos al pensar que encontrarían público en un lugar así, pero esa no era la cuestión.
La cuestión era que Fezzik estaba solo.
En el lugar más solitario del mundo.
Sentado sobre un peñasco observando cómo se alejaban los del circo.
Al día siguiente, continuaba sentado en el mismo sitio cuando Vizzini, el siciliano, dio con él. Vizzini lo aduló y le prometió que no volverían a gritarle «¡¡Uuuuuuu!!». Vizzini necesitaba a Fezzik. Pero no tanto como Fezzik necesitaba a Vizzini. Y mientras Vizzini estuviera a mano, no se podía estar solo. Fezzik hacía todo lo que Vizzini le ordenaba. Y si le había ordenado aplastarle el cráneo al hombre de negro…
Así se haría.
Pero no con una emboscada. No como lo hacen los cobardes. Nada que estuviera reñido con el estilo deportivo. Sus padres siempre le habían enseñado a respetar las reglas. Fezzik se encontraba de pie, entre las sombras, con la enorme piedra en su enorme mano. Oyó que el sonido de los pasos del hombre de negro se acercaba más y más.
Fezzik salió de su escondite y lanzó la piedra con una fuerza pasmosa y una puntería perfecta. Fue a estrellarse contra un peñasco, a un palmo de la cara del hombre de negro.
—Lo hice expresamente —le dijo entonces Fezzik, levantando otra piedra y colocándola en posición—. No tenía por qué fallar.
—Os creo —le dijo el hombre de negro.
Quedaron frente a frente en el estrecho sendero de montaña.
—¿Qué hacemos ahora? —inquirió el hombre de negro.
—Nos enfrentamos tal y como dios manda —repuso Fezzik—. Sin trucos, sin armas, mediremos solo nuestra destreza.
—¿Queréis decir que vos dejaréis vuestra piedra y que yo dejaré mi espada y que trataremos de matarnos como personas civilizadas?
—Si lo preferís, puedo mataros ahora —repuso Fezzik gentilmente, y levantó la piedra para lanzársela—. Os doy una oportunidad.
—Ya, ya veo. La acepto —repuso el hombre de negro, y comenzó a despojarse de la espada y la vaina—. Aunque, sinceramente, creo que en esto de luchar la ventaja está a vuestro favor.
—Os diré lo que les digo a todos —le explicó Fezzik—. No puedo evitar ser el más grande y el más fuerte. Yo no tengo la culpa.
—No os estoy culpando —dijo el hombre de negro.
—Vayamos al grano, pues —dijo Fezzik dejando caer la piedra y colocándose en posición de lucha mientras observaba cómo el hombre de negro avanzaba lentamente hacia él.
Por un momento, a Fezzik le entró una especie de nostalgia. Estaba claro que era una buena persona, aunque hubiese matado a Íñigo. No se quejó ni intentó suplicar o sobornarlo. Simplemente aceptaba su destino. Nada de quejas o algo parecido. Evidentemente se trataba de un criminal con carácter. (¿Acaso era un criminal?, se preguntó Fezzik. Sin duda, la máscara así lo indicaba. ¿O era algo peor? ¿Estaba desfigurado? ¿Le habrían quemado el rostro con ácido? ¿O había nacido con un rostro horrendo?).
—¿Por qué lleváis máscara y capucha? —le preguntó Fezzik.
—En el futuro creo que todo el mundo las llevará —respondió el hombre de negro—. Son tremendamente cómodas.
Se colocaron frente a frente en el sendero de montaña. Se produjo una pausa momentánea. Luego trabaron combate. Fezzik dejó que el hombre de negro hiciera sus filigranas durante un rato, midió sus fuerzas, considerables para un hombre que no era un gigante. Dejó que el hombre de negro hiciera sus fintas, esquivara los golpes, probara una llave aquí y otra allá. Y cuando estuvo completamente seguro de que el hombre de negro no iba a regresar avergonzado al seno de Su Hacedor, Fezzik lo aferró entre sus brazos con todas sus fuerzas.
Lo levantó en el aire.
Y apretó.
Y apretó.
Luego tomó los restos del hombre de negro, los sacudió hacia un lado, luego hacia el otro, le asestó un golpe en el cuello con una mano, mientras que con la otra le daba en la base de la columna; le subió las piernas, hizo girar sus brazos inertes y lanzó el manojo de lo que había sido humano en una hendidura cercana.
Esa era la teoría.
Lo que de hecho ocurrió fue lo siguiente:
Fezzik lo levantó en el aire.
Y apretó.
Y el hombre de negro se zafó.
«Mmmm —pensó Fezzik—, eso ha sido una sorpresa. Estaba seguro de tenerlo bien agarrado».
—Sois muy veloz —le elogió Fezzik.
—Y muy bueno —dijo el hombre de negro.
Volvieron a trabar combate. Esta vez, Fezzik no permitió que el hombre de negro se perdiera en filigranas. Se limitó a agarrarlo, a darle la vuelta una, dos veces, a golpearle la cabeza contra el peñasco más cercano, a propinarle unos cuantos puñetazos, a darle un apretón final por si acaso y a lanzar los restos de lo que había sido humano a una hendidura cercana.
Esas eran sus intenciones.
Pero, en realidad, ni siquiera logró superar con éxito lo de agarrarlo. Porque en cuanto Fezzik tendió sus gigantescas manos, el hombre de negro se agachó, giró como un remolino, quedó libre y continuó lleno de vida.
«No entiendo nada de lo que está pasando —pensó Fezzik—. ¿Estaré perdiendo mi fuerza? ¿Habrá alguna enfermedad de montaña que me la arrebata? Hubo una enfermedad del desierto que le arrebató las fuerzas a mis padres. Eso es, tiene que ser eso, habré contraído alguna enfermedad, pero, si así fuera, ¿por qué a él no le afecta? No, seguramente sigo siendo fuerte; tiene que tratarse de alguna otra cosa, pero ¿qué?».
De pronto lo supo. Llevaba tanto tiempo sin enfrentarse a un solo hombre que se había olvidado de cómo hacerlo. Se había pasado tantos años luchando contra cuadrillas, grupos y pandillas, que tardó en hacerse a la idea de tener un solo contrincante. Porque contra un hombre solo había que luchar de un modo completamente distinto. Cuando uno se enfrentaba a doce, había que hacer ciertos movimientos, utilizar ciertas llaves, actuar de determinadas maneras. Pero cuando había un solo contrincante, había que reajustarse por completo. A toda prisa, Fezzik pasó revista a su pasado. ¿Cómo había vencido al campeón de Sandiki? Aquel combate pasó veloz por su mente, luego se acordó de todas las otras victorias ante los demás campeones, los hombres de Ispir, de Simal, de Bolu y de Zile. Recordó cómo habían tenido que huir de Constantinopla porque había derrotado a su campeón demasiado deprisa. Con demasiada facilidad. Sí, pensó Fezzik. Claro. Y de repente reajustó su estilo al de aquella época.
Pero por desgracia, para entonces, ¡el hombre de negro lo tenía cogido del cuello!
El hombre de negro cabalgaba sobre sus espaldas y con un brazo delante y el otro detrás, apretaba firmemente la tráquea de Fezzik. El gigante echó las manos hacia atrás, pero resultaba difícil coger al hombre de negro. Fezzik no logró llevarse los brazos a la espalda para quebrar al enemigo. Fezzik corrió hacia un peñasco y, en el último momento, se volvió en redondo para que el hombre de negro recibiera el pleno impacto de la carga. Fue un impacto tremendo; Fezzik lo sabía.
Pero el hombre de negro le apretó con más fuerza la tráquea.
Fezzik cargó de nuevo, volvió a girar en redondo y pudo comprobar otra vez la fuerza del impacto recibido por el hombre de negro. Sin embargo, este no aflojó. Fezzik le arañó los brazos al hombre de negro. Con sus puños gigantescos descargó sobre ellos una andanada de golpes.
A esas alturas, se había quedado sin aire.
Fezzik siguió luchando. Comenzó a sentir un vacío en las piernas; el mundo empezaba a palidecer ante sus ojos. Pero no se dio por vencido. Era el poderoso Fezzik, amante de las rimas y, pasara lo que pasase, no iba a rendirse. El vacío le subió a los brazos y la vista se le nubló.
Fezzik cayó de rodillas.
Seguía descargando golpes, pero muy débiles. Seguía luchando, pero sus puñetazos no habrían dañado ni siquiera a un niño. Se había quedado sin aire. Ya no quedaba nada; para Fezzik no quedaba nada, al menos en este mundo. «Estoy derrotado, voy a morir», pensó poco antes de desplomarse sobre el sendero de montaña.
No era exactamente así.
Entre la inconsciencia y la muerte hay un instante, y cuando el gigante cayó sobre el sendero rocoso se produjo ese instante, y, justo antes de que se produjera, el hombre de negro le soltó. Tambaleándose, se puso de pie y se apoyó en un peñasco hasta que fue capaz de caminar. Fezzik yacía despatarrado en el suelo, respirando levemente. El hombre de negro miró a su alrededor en busca de una cuerda con la que atar al gigante, pero abandonó la búsqueda con la misma rapidez con que la había iniciado. De nada servían las cuerdas ante una fuerza como la de aquel hombre. No haría más que romperlas. El hombre de negro regresó al sitio donde había dejado su espada. Y volvió a colocársela.
Dos menos; le quedaba todavía uno (el más difícil)…
Vizzini lo estaba esperando.
En realidad, había preparado una pequeña merienda campestre. De unas alforjas que siempre llevaba consigo había sacado un pequeño pañuelo y sobre él había colocado dos copas de vino. En el centro había dispuesto un recipiente de cuero para el vino y, junto a él, algo de queso y unas manzanas. El lugar no podía haber sido más hermoso: un punto elevado del sendero de montaña con una vista espléndida que permitía ver hasta el Canal de Florin. Buttercup yacía indefensa junto a la improvisada mesa, amordazada, atada y con los ojos vendados. Vizzini había acercado su largo cuchillo a la blanca garganta de la princesa.
—Bienvenido —gritó Vizzini cuando el hombre de negro se acercó al lugar.
El hombre de negro se detuvo y estudió la situación.
—Habéis derrotado a mi turco —dijo Vizzini.
—Eso parece.
—Ahora quedáis vos. Y yo.
—Eso parece —repitió el hombre de negro, acercándose medio paso al largo cuchillo del jorobado.
Con una sonrisa, el jorobado presionó un poco más el cuchillo contra la garganta de Buttercup. La sangre estaba a punto de brotar.
—Si la queréis ver muerta, os ruego que sigáis avanzando —le advirtió Vizzini.
El hombre de negro se quedó inmóvil.
—Así está mejor —asintió Vizzini.
Bajo la luz de la luna no se oía sonido alguno.
—Entiendo perfectamente lo que tratáis de hacer —dijo por fin el siciliano—, y quiero que quede bien claro que vuestro comportamiento me ofende. Tratáis de raptar lo que he robado legítimamente, y lo considero muy poco caballeroso.
—Permitid que os explique… —comenzó a decir el hombre de negro avanzando lentamente.
—¡La estáis matando! —aulló el siciliano, hundiendo más el cuchillo.
En la garganta de Buttercup apareció una gota de sangre: rojo sobre blanco.
El hombre de negro retrocedió.
—Permitid que os explique —repitió desde una cierta distancia.
El jorobado volvió a interrumpirlo.
—No hay nada que podáis decirme que yo no sepa. No habré recibido la misma educación que muchos, pero en lo que respecta al conocimiento que no está en los libros, en el mundo no hay nadie que me supere. Dicen que leo el pensamiento, pero, sinceramente, eso no es cierto. Me limito a predecir la verdad utilizando la lógica y la sabiduría, y digo ahora que sois un secuestrador, admitidlo.
—Admitiré que si se desea pedir un rescate, la muchacha tiene un cierto valor, nada más.
—He recibido órdenes de hacerle ciertas cosas. Es importante que cumpla con lo ordenado. Si lo hago bien, tendré trabajo asegurado para el resto de mi vida. Y en las órdenes que he recibido nada se dice de rescates, sino que se habla claramente de muerte. De manera que vuestras explicaciones carecen de sentido; no podremos llegar a ningún trato. Vos deseáis que ella viva para pedir un rescate, mientras que para mí es terriblemente importante que ella deje de respirar en un futuro muy cercano.
—¿Se os ha ocurrido pensar que he tenido que realizar un gran esfuerzo y un considerable desembolso, así como un enorme sacrificio personal, para llegar a este punto? —inquirió el hombre de negro—. ¿Y que si fallo ahora podría llegar a enfadarme muchísimo? ¿Y que si ella deja de respirar en un futuro muy cercano, es perfectamente posible que a vos os ataque la misma enfermedad letal?
—No me cabe duda de que podríais matarme. Cualquiera que hubiese derrotado a Íñigo y Fezzik no tendría problemas en eliminarme. Sin embargo, ¿se os ha ocurrido que si lo hicierais, entonces ninguno de nosotros conseguiría lo que desea, pues vos habríais perdido la razón de vuestro rescate, y yo, la vida?
—Entonces nos encontramos en un callejón sin salida —dijo el hombre de negro.
—Eso me temo —repuso el siciliano—. No puedo competir físicamente con vos, y no estáis a la altura de mi ingenio.
—¿Tan inteligente sois?
—No hay palabras que logren expresar toda mi sabiduría. Soy tan astuto, listo y sagaz, conozco infinidad de engaños, ardides y trapacerías, soy un bellaco. Y soy tan perspicaz, tan cauteloso como calculador, tan diabólico como ladino, tan artero y poco digno de confianza que… en fin, ya os he dicho que no se han inventado aún las palabras que logren explicar la grandeza de mi cerebro, pero dejadme expresarlo de este modo: el mundo tiene ya varios millones de años, y en un momento u otro varias decenas de millones de personas han hollado su suelo; pero, hablando con todo candor y modestia, yo, Vizzini, el siciliano, soy el hombre más hábil, más embaucador, más artificioso y más zorro que jamás haya existido.
—En ese caso —dijo el hombre de negro—, os reto a una batalla de ingenio.
Vizzini se vio en la obligación de sonreír.
—¿Por la princesa?
—Me leéis el pensamiento.
—Parece que lo hago, ya os lo he dicho. Pero no se trata nada más que de pura lógica y sabiduría. ¿A muerte?
—Habéis vuelto a acertar.
—Acepto —gritó Vizzini—. ¡Que empiece la batalla!
—Servid el vino —le pidió el hombre de negro.
Vizzini llenó las dos copas con el líquido rojo oscuro.
El hombre de negro sacó de sus ropas negras un paquetito y se lo entregó al jorobado.
—Abridlo e inhalad, pero procurad no tocarlo.
Vizzini tomó el paquete y siguió las instrucciones que le acababan de dar.
—No huelo nada.
El hombre de negro volvió a coger el paquete.
—Lo que no lográis oler se llama polvo de iocaína. Es inodoro e insípido y se disuelve rápidamente en cualquier líquido. Da también la casualidad de que es el veneno más mortífero conocido por el hombre.
Vizzini empezaba a entusiasmarse.
—Supongo que no querréis alcanzarme las copas —dijo el hombre de negro.
Vizzini negó con la cabeza y repuso:
—Cogedlas vos mismo. Mi largo cuchillo no se apartará de la garganta de la princesa.
El hombre de negro se agachó para coger las copas. Las tomó en sus manos y dio media vuelta.
Expectante, Vizzini lanzó una risotada.
El hombre de negro estuvo ocupado durante un largo instante. Luego se volvió de nuevo con una copa en cada mano. Con mucho cuidado colocó la copa que llevaba en la mano derecha delante de Vizzini, y la que llevaba en la izquierda la depositó sobre el pañuelo, pero más lejos del jorobado. Se sentó delante de la copa que había sostenido en su mano izquierda y dejó caer junto al queso el paquete de iocaína vacío.
—Os toca adivinar a vos —dijo—. ¿Dónde está el veneno?
—¿Adivinar? —gritó Vizzini—. Yo no adivino. Pienso. Discurro. Deduzco. Y luego decido. Pero nunca adivino.
—La batalla de ingenios ha comenzado —anunció el hombre de negro—. Acabará cuando vos decidáis y después de que nos bebamos el vino y descubramos quién estaba en lo cierto y quién muere. Debo añadir que los dos beberemos y naturalmente tragaremos en el mismo instante.
—Es todo tan simple —dijo el jorobado—. Lo único que debo hacer es deducir, por lo que conozco de vos, cómo funciona vuestra mente. ¿Sois de la clase de hombres que pondrían el veneno en su propia copa o en la del enemigo?
—Estáis dándole largas al asunto —le advirtió el hombre de negro.
—Estoy gozando, eso es lo que estoy haciendo —repuso el siciliano—. Hacía años que nadie me planteaba un reto así, y me encanta… Por cierto, ¿puedo oler ambas copas?
—Adelante. Pero aseguraos de dejarlas luego tal y como las habéis encontrado.
El siciliano olisqueó su propia copa; luego tendió la mano por encima del pañuelo, levantó la copa del hombre de negro y la olisqueó también.
—Inodoro, tal como habíais dicho.
—También he dicho que estáis dándole largas al asunto.
El siciliano sonrió, y mirando fijamente las copas de vino dijo:
—Solo un perfecto tonto pondría el veneno en su propia copa, porque sabría que solo otro perfecto tonto escogería la copa que le fue asignada. Está claro que yo no soy un perfecto tonto, de manera que también está claro que no escogeré vuestro vino.
—¿Es vuestra última decisión?
—No. Porque vos sabíais que no soy un perfecto tonto, de modo que también sabíais que yo jamás me tragaría semejante treta. Habríais contado con ello. De manera que también está claro que tampoco voy a escoger mi copa.
—Continuad —le pidió el hombre de negro.
—Eso pienso hacer. —El siciliano hizo una pausa para reflexionar—. Hemos decidido ya que lo más probable es que la copa envenenada sea la que tenéis vos delante. Pero el veneno es un polvo hecho con iocaína, y esta solo proviene de Australia, y este país, como todo el mundo sabe, está poblado de criminales, y los criminales están acostumbrados a que nadie se fíe de ellos, igual que yo no me fío de vos, lo cual indica claramente que no puedo escoger el vino que tenéis delante.
El hombre de negro comenzaba a impacientarse.
—Aunque, una vez más, debéis de haber sospechado que yo conocía los orígenes de la iocaína, de manera que sabíais que también conocía a los criminales y su comportamiento; por lo tanto, está claro que no puedo escoger el vino que tengo delante de mí.
—A decir verdad, poseéis un intelecto mareante —susurró el hombre de negro.
—Habéis derrotado a mi turco, lo cual significa que sois excepcionalmente fuerte, y los hombres así están convencidos de que son demasiado poderosos para morir, demasiado poderosos incluso para un veneno como la iocaína; de manera que es posible que lo hayáis puesto en vuestra copa, en la confianza de que vuestra fortaleza os salvaría de la muerte; por lo tanto, está claro que no puedo escoger el vino que tenéis delante.
El hombre de negro ya estaba muy nervioso.
—Pero, además, habéis vencido a mi español, lo cual significa que debéis de haber estudiado, porque él se pasó muchos años estudiando para alcanzar la excelencia, y si podéis estudiar, está claro que no solo sois fuerte. Tenéis plena consciencia de lo mortales que somos todos y no deseáis morir, de manera que habríais mantenido el veneno lo más alejado de vos; por lo tanto, está claro que no puedo escoger el vino que tengo delante de mí.
—Lo único que pretendéis con tanta charla es que me delate —le dijo enfadado el hombre de negro—. Pues no os dará resultado. Os juro que de mí no sabréis nada.
—Ya lo sé todo de vos —replicó el siciliano—. Ya sé dónde está el veneno.
—Solo un genio habría sido capaz de deducirlo.
—Es una suerte para mí que yo sea un genio —dijo el jorobado cada vez más divertido.
—No podéis asustarme —dijo el hombre de negro, pero el miedo resonó en su voz.
—¿Bebemos entonces?
—Escoged, pues, y dejaos de rodeos. No lo sabéis, no hay manera de que podáis saberlo.
El siciliano se limitó a sonreír ante aquella explosión. Entonces, una extraña mirada le nubló el rostro y señalando a espaldas del hombre de negro le preguntó:
—¿Qué diablos ha sido eso?
El hombre de negro se volvió para mirar.
—Yo no veo nada.
—Vaya, habría jurado que vi algo, pero da igual.
El siciliano se echó a reír.
—Yo no entiendo dónde está la gracia —comentó el hombre de negro.
—Os lo diré dentro de un momento —repuso el jorobado—. Pero antes, bebamos.
Y levantó la copa de vino que tenía delante.
El hombre de negro levantó la que tenía delante de sí.
Bebieron.
—Habéis escogido mal —le dijo el hombre de negro.
—Eso es lo que vos creéis —repuso el siciliano mientras su risa se hacía cada vez más sonora—. Lo que me ha hecho tanta gracia hace un momento es que cuando os volvisteis para mirar cambié las copas.
El hombre de negro no tenía nada que decir.
—¡Idiota! —gritó el jorobado—. Habéis sido víctima de un craso error de lo más clásico. El más famoso aconseja: «Cuando estés en Asia no participes nunca en una guerra terrestre». Pero este otro es un poco menos conocido: «Jamás contradigas a un siciliano cuando entra en juego la muerte».
Parecía bastante alegre, hasta que el polvo de iocaína comenzó a hacerle efecto.
El hombre de negro pasó rápidamente por encima del cadáver y, con brusquedad, arrancó la venda que cubría los ojos de la princesa.
—He oído todo lo ocurri… —comenzó a decir Buttercup, y entonces exclamó—: ¡Oh! —pues nunca había estado junto a un hombre muerto—. Lo habéis matado —susurró finalmente.
—Dejé que muriera riendo —dijo el hombre de negro—. Y rogad porque haga con vos otro tanto.
La levantó, le cortó las ataduras, la puso en pie y comenzó a tirar de ella.
—Por favor —suplicó Buttercup—. Dadme un momento para recuperarme.
El hombre de negro la soltó.
Buttercup se frotó las muñecas, se detuvo, y se masajeó los tobillos. Luego le echó un último vistazo al siciliano y murmuró:
—Y pensar que durante todo el rato era vuestra copa la que contenía el veneno.
—Ambas estaban envenenadas —le explicó el hombre de negro—. Durante los dos últimos años he tomado pequeñas dosis del veneno para hacerme inmune a él.
Buttercup lo miró. Le resultaba aterrador: enmascarado, encapuchado y peligroso; su voz sonaba ronca y forzada.
—¿Quién sois? —le preguntó.
—No soy alguien con quien se pueda jugar —repuso el hombre de negro—. Eso es todo lo que os hace falta saber. —Dicho lo cual la obligó a ponerse en pie de un tirón—. Ya habéis descansado.
Volvió a tirar de ella para que lo siguiese y, esta vez, la princesa no pudo hacer otra cosa que seguirlo.
Avanzaron por el sendero de montaña. La luz de la luna era muy brillante y había rocas por todas partes; a Buttercup todo le pareció sin vida y amarillo como la luna. Acababa de pasar varias horas en compañía de tres hombres que abiertamente planeaban su fin. ¿Por qué, entonces, estaba más asustada ahora que antes? ¿Quién era aquella horrenda figura encapuchada para inspirarle aquel desmesurado temor? ¿Qué podría ser peor que la muerte?
—Os daré mucho dinero si me soltáis —logró decirle.
El hombre de negro le lanzó una mirada.
—Entonces, ¿sois rica?
—Lo seré —respondió Buttercup—. Si me dejáis marchar, os prometo que os conseguiré lo que pidáis como rescate.
El hombre de negro se echó a reír.
—No hablaba en broma.
—¿Y vos hacéis promesas? ¿Vos? ¿Debería dejaros marchar solo porque me dais vuestra palabra? ¿Qué valor tiene? ¿Cuánto vale la promesa de una mujer? Oh, majestad, ha sido muy gracioso. Lo dijerais o no en broma.
Siguieron avanzando por el sendero de montaña hasta llegar a un espacio abierto. El hombre de negro se detuvo entonces. El cielo estaba tachonado por un millón de estrellas que luchaban por destacar y, por un momento, dio la impresión de que se concentraba únicamente en estudiarlas a todas; entretanto, Buttercup observaba cómo los ojos que había detrás de la máscara iban de constelación en constelación.
Entonces, sin previo aviso, abandonó el sendero y se dirigió hacia el terreno desolado, arrastrándola tras de sí.
Ella tropezó y él la obligó a incorporarse de un tirón; volvió a caer y él volvió a ponerla en pie.
—No puedo andar tan deprisa.
—¡Sí que podéis! ¡Y lo haréis! O sufriréis inmensamente. ¿Creéis que podría haceros sufrir inmensamente?
Buttercup asintió.
—¡Corred entonces! —le gritó el hombre de negro, y salió corriendo, volando casi bajo la luna, arrastrando tras de sí a la princesa.
Ella trató de mantener el ritmo lo mejor que pudo. Tenía miedo de lo que fuera a hacerle, por lo tanto, no se atrevió a caerse de nuevo.
Al cabo de cinco minutos, el hombre de negro se paró en seco y le ordenó:
—Recuperad el aliento.
Buttercup asintió, inspiró e intentó que su corazón se calmara. Pero, entonces, volvieron a partir a la carrera, sin previo aviso, atravesando el terreno montañoso en dirección a…
—¿Adónde… adónde me lleváis? —inquirió Buttercup con un hilo de voz cuando volvió a permitirle que descansara.
—Está claro que alguien tan arrogante como vos no puede esperar de mí una respuesta.
—No importa si me lo decís o no. Él os encontrará.
—¿Quién es él, alteza?
—El príncipe Humperdinck. No hay mejor cazador que él. Es capaz de rastrear un halcón en pleno día nublado; él os encontrará.
—¿Y confiáis en que vuestro eterno amor os salve?
—No he dicho que fuera mi amor eterno, y sí, él me salvará, de eso estoy segura.
—¿Admitís que no amáis a vuestro futuro esposo? Vaya sorpresa. Una mujer honesta. Alteza, sois un raro espécimen.
—El príncipe y yo no nos hemos mentido nunca, desde el principio. Él sabe que no lo amo.
—Que no sois capaz de amar, querréis decir.
—Soy muy capaz de amar —repuso Buttercup.
—Callaos.
—He amado con más profundidad de la que pueda imaginar un asesino como vos.
La abofeteó.
—Ese es el castigo por mentir, alteza. En el sitio del cual provengo se castiga a las mujeres que mienten.
—Pero he dicho la verdad, la pura verdad, he…
Buttercup vio que su mano volvía a levantarse por segunda vez, se contuvo rápidamente y cerró la boca.
Entonces echaron a correr otra vez.
Pasaron varias horas sin dirigirse la palabra. Se limitaron a correr de vez en cuando, como si él adivinara en qué instante flaqueaban las fuerzas de la princesa, se detenía y le soltaba la mano. Ella intentaba recuperar el aliento porque estaba segura de que a continuación volverían a echarse a correr. Sin hacer ruido alguno, él le aferraba la mano y volvían a partir.
Amanecía casi cuando vieron por primera vez la Armada.
Corrían por el borde de un barranco imponente. Parecía como si se encontraran en la cima del mundo. Cuando se detuvieron, Buttercup se tendió en el suelo a descansar. El hombre de negro la miraba silencioso desde su altura.
—Ha venido vuestro amor, y no está solo —le dijo entonces.
Buttercup no comprendió.
El hombre de negro señaló hacia el sendero por el que acababan de pasar.
Buttercup miró fijamente y, al hacerlo, notó que las aguas del Canal de Florin parecían tan llenas de luz como lleno de estrellas estaba el cielo.
—Debe de haber enviado todos los barcos de Florin en vuestra búsqueda —comentó el hombre de negro—. Nunca había visto nada parecido.
Observó ensimismado cómo, al avanzar los barcos, se movían sus fanales.
—Jamás podréis huir de él —le dijo Buttercup—. Si me dejáis marchar, os prometo que no os harán daño.
—Sois muy generosa; jamás aceptaría semejante ofrecimiento.
—Os he ofrecido vuestra vida, creo que he sido bastante generosa.
—¡Alteza! —exclamó el hombre de negro, y le echó las manos al cuello—. Soy el único aquí que puede hablar de quién ha de vivir o morir.
—Seríais incapaz de matarme. No me habéis arrebatado de manos de unos criminales para asesinarme vos mismo.
—Una conclusión sabia y enternecedora a la vez —dijo el hombre de negro.
Tiró de ella, la obligó a ponerse en pie y echaron a correr por el borde del enorme barranco. Tenía cientos de metros de altura, estaba lleno de piedras, árboles y sombras crecientes. De pronto, el hombre de negro se detuvo, miró hacia abajo y estudió la Armada.
—Para ser sincero —dijo—, no esperaba que fueran tantos.
—Mi príncipe es imprevisible; por eso es el más grande de los cazadores.
—Me pregunto si los dejará a todos en un grupo o si dividirá sus efectivos y enviará a un grupo a registrar la costa y a otro a seguir vuestro rastro por tierra. ¿Qué suponéis vos?
—Solo sé que me encontrará. Y si antes no me habéis devuelto mi libertad, no esperéis un trato gentil.
—Imagino que habrá hablado con vos de ciertos temas. De la emoción de la cacería. ¿Qué ha hecho en el pasado con tantos barcos?
—No hablamos de cacería, os lo puedo asegurar.
—No habláis ni de cacería ni de amor, ¿de qué habláis pues?
—Ocurre que no nos vemos con demasiada frecuencia.
—Qué pareja más tierna.
Buttercup sintió que comenzaba el enfado.
—Siempre somos muy sinceros el uno con el otro. No todo el mundo puede decir lo mismo.
—¿Puedo deciros una cosa, alteza? Sois muy fría…
—No es verdad…
—… muy fría y muy joven, y si seguís viviendo, creo que os volveréis como la escarcha…
—¿Por qué me atormentáis así? He llegado a un acuerdo con la vida, y eso es asunto mío… Juro que no soy fría, pero he tomado ciertas decisiones, y es mejor que haga caso omiso de las emociones, porque no he sido feliz cuando las he sentido… —Su corazón era un jardín secreto con muros muy altos—. Amé una vez —dijo Buttercup al cabo de un rato—, y me fue mal.
—¿Otro hombre acaudalado? Sí, y os dejó por una mujer más rica.
—No. Era pobre. Pobre, y murió.
—¿Lo lamentasteis? ¿Sentisteis dolor? Reconoced que no sentisteis nada…
—¡No os burléis de mi dolor! Aquel día dejé de existir.
La Armada comenzó a disparar cañonazos de aviso. El eco de las explosiones se perdió en las montañas. El hombre de negro observó como los barcos comenzaban a cambiar de formación.
Y, mientras observaba los barcos, utilizando el resto de las fuerzas que le quedaban, Buttercup lo empujó.
Por un momento, el hombre de negro se tambaleó al borde del barranco. Sus brazos giraron como molinos de viento mientras luchaba por recuperar el equilibrio. Giraron y se aferraron al aire, y entonces comenzó la caída.
El hombre de negro cayó.
Giró, se tambaleó, trató de frenar el descenso con las manos, pero el barranco era demasiado profundo, y no pudo hacer nada.
Cayó y cayó.
Rodó por las piedras, girando como una peonza, perdido todo control.
Buttercup se quedó mirando fijamente lo que acababa de hacer.
Finalmente, el hombre de negro quedó tendido allá en el fondo, sin moverse ni decir palabra.
—Por mí como si os morís —dijo la princesa, y comenzó a alejarse.
Unas palabras la siguieron. Susurradas desde lejos, débiles, cálidas y familiares.
—Como… desees…
Amanecía en las montañas. Buttercup regresó al sitio de donde provenía el sonido y miró hacia el fondo; bajo las primeras luces, vio que el hombre de negro luchaba por despojarse de la máscara.
—Oh, mi dulce Westley. ¿Qué te he hecho?
Desde el fondo del barranco le llegó solo el silencio.
Buttercup no vaciló un solo instante. Se lanzó tras él, haciendo lo imposible por mantener los pies bien firmes y, cuando comenzó a bajar, creyó oír que le gritaba una y otra vez, pero no logró descifrar el sentido de sus palabras, porque en su interior albergaba el retumbar de paredes que se derrumban, y aquello ya producía bastante ruido.
Además, no tardó en perder el equilibrio, y el barranco la engulló. Cayó deprisa y se hizo daño, pero, ¿qué importancia tenía? Se habría lanzado gustosamente desde una altura de trescientos metros para caer sobre un lecho de clavos si Westley la hubiera estado esperando en el fondo.
Cayó y cayó.
Dando tumbos, girando como una peonza, golpeándose, rasgándose el vestido, sin control, rodó y dio mil y una volteretas, descendió hacia lo que quedaba de su amado…
Desde su puesto al frente de la Armada, el príncipe Humperdinck levantó la vista en dirección a los Acantilados de la Locura. Aquello era una cacería más. Se obligó a olvidarse de la presa. No importaba si uno iba tras un antílope o una futura esposa, los procedimientos seguían siendo válidos. Había que reunir pruebas. Luego había que actuar. Se analizaba el terreno y luego se tomaban medidas. Si el análisis era escueto, había muchas posibilidades de que las medidas que se tomaran fuesen demasiado tardías. Había que tomarse su tiempo. Y así, inmovilizado por la reflexión, siguió mirando hacia la escarpada pared de los Acantilados.
Era obvio que hacía muy poco que alguien los había escalado. A lo largo de la pared de piedra había marcas de pies que ascendían en línea recta, lo cual indicaba, casi sin lugar a dudas, que habían utilizado una cuerda, y habían subido lenta y trabajosamente los trescientos metros de cuerda, dando de vez en cuando unas pataditas con los pies para reajustar el equilibrio. Semejante escalada exigía fuerza y planificación, de modo que el príncipe fijó en su mente esos dos datos; mi enemigo es fuerte: mi enemigo no es impulsivo.
Sus ojos se posaron entonces en un punto ubicado a unos noventa metros de la cima. Allí la cosa comenzaba a ponerse interesante. Las marcas de los pies eran más profundas, más frecuentes y no seguían una línea ascendente directa. O bien alguien había dejado intencionadamente la cuerda a noventa metros de la cima, cosa que carecía de sentido, o la cuerda fue cortada mientras ese alguien se encontraba aún a noventa metros de la seguridad que ofrecía la cima. Pues estaba claro que esa última parte de la escalada había sido realizada directamente en la pared de roca. Pero, ¿quién poseería semejante talento? ¿Y por qué se habría visto obligado a emplearlo en un momento tan peligroso, a doscientos diez metros por encima del desastre?
—Debo explorar la cima de los Acantilados de la Locura —dijo el príncipe, sin volverse.
A sus espaldas, el conde Rugen se limitó a contestar:
—Eso está hecho —y esperó más instrucciones.
—Enviad la mitad de la Armada hacia el sur, por la costa, y la otra mitad hacia el norte. Deberán reunirse al atardecer, cerca del Pantano de Fuego. Nuestro barco navegará hasta el sitio más próximo en el que podamos desembarcar, y vos me seguiréis con vuestros soldados. Preparad los blancos.
El conde Rugen le hizo una seña al artillero, y las instrucciones del príncipe retumbaron por los Acantilados. Al cabo de unos minutos, la Armada había comenzado a dividirse; la gigantesca nave del príncipe navegaba sola al frente, cerca de la costa, en busca de un sitio donde desembarcar.
—¡Allí! —ordenó el príncipe poco después, y su barco comenzó las maniobras para entrar en la cala y encontrar allí un sitio seguro donde anclar.
Les llevó cierto tiempo, aunque no demasiado, porque el capitán era muy diestro y, como el príncipe solía perder pronto la paciencia, nadie se atrevía a correr ese riesgo.
Humperdinck saltó de la nave a la costa; bajaron una plancha y los blancos fueron conducidos a tierra firme. De todas sus proezas, ninguna complacía más al príncipe como aquellos caballos. Algún día, contaría con un ejército de caballos blancos, pero lograr la perfección en las castas era algo lento. Poseía ya cuatro blancos y eran idénticos. Sobre terreno llano, nada podía alcanzarlos, e incluso en las colinas y en terreno accidentado, solo los corceles árabes lograban asemejárseles. Cuando llevaba prisa, el príncipe montaba los cuatro animales a pelo: su única manera de cabalgar; primero cabalgaba en uno y llevaba los otros tres detrás y cambiaba de cabalgadura en pleno tranco, para que ningún animal se cansara de tener que soportar su peso.
Montó y se le perdió de vista.
Tardó bastante menos de una hora en llegar al borde de los Acantilados de la Locura. Desmontó, se arrodilló y comenzó a estudiar el terreno. Alrededor de un roble gigante habían atado una cuerda. La corteza de la base estaba rota y raspada, de manera que quien llegó primero a la cima desató la cuerda, y quien estuviera colgado en la cuerda en ese momento, se encontraba a noventa metros de la cima, pero de algún modo había logrado concluir la escalada.
Un sinfín de huellas de pisadas entremezcladas le causaron un gran problema. Resultaba difícil determinar qué había ocurrido. Una reunión quizá, porque había dos pares de pisadas que parecían alejarse mientras que un par de ellas había dejado un rastro junto al borde del acantilado. Luego, al borde del acantilado aparecían dos pares de huellas. Humperdinck examinó las pisadas hasta que estuvo seguro de dos cosas: 1) que había tenido lugar un duelo, y 2) que ambos combatientes eran unos maestros. La longitud del paso, la rapidez de las fintas, todo se ofrecía claramente a sus ojos certeros, permitiéndole reafirmar su segunda conclusión. Ambos combatientes tenían por lo menos el nivel de maestros. Quizá algo más.
Luego cerró los ojos, se concentró y olió a sangre. Sin duda, en un enfrentamiento de semejante ferocidad, debieron de haber derramado sangre. A partir de ese momento, debía limitarse a entregar todo su cuerpo al sentido del olfato. El príncipe había practicado durante muchos años, después de que una tigresa herida lo sorprendiera saltando desde la rama de un árbol cuando este le seguía el rastro. En aquella ocasión había dejado que sus ojos siguieran el rastro de la sangre, y había estado a punto de no contarlo. Ahora confiaba enteramente en sus órganos olfativos. Si a una distancia de cien metros había sangre, él la encontraría.
Abrió los ojos y, sin vacilaciones, avanzó hacia un grupo de enormes peñascos hasta que encontró las gotas de sangre. Había unas pocas, y estaban secas. Pero habían caído allí hacía menos de tres horas. Humperdinck sonrió. Cuando uno cabalgaba en los blancos, tres horas eran un simple chasquido de los dedos.
Volvió a repasar las huellas del suelo, porque lo tenían confundido. Al parecer, los contrincantes habían ido del borde del acantilado al centro, para volver después de nuevo al borde. En ocasiones era el pie izquierdo el que dirigía y a veces el derecho, lo cual no tenía ningún sentido. Estaba claro que los espadachines se habían cambiado la espada de mano, pero para qué iba un maestro a hacer algo así, a menos que su brazo bueno estuviera herido al punto de quedar inutilizado, y estaba claro que eso no había ocurrido, porque una herida de ese calibre habría dejado rastros de sangre y en la zona no había sangre suficiente que así lo indicara.
Raro, muy raro. Humperdinck continuó su vagabundeo. Muy, pero muy raro; la lucha no pudo haber terminado con la muerte de uno de los contrincantes. Se arrodilló junto a la marca dejada por un cuerpo. Era evidente que allí había yacido un hombre desmayado. Pero una vez más, ni rastro de sangre.
—Aquí hubo un duelo prodigioso —dijo el príncipe Humperdinck, dirigiéndose al conde Rugen, que por fin había logrado darle alcance junto con un contingente de cien caballeros armados—. Supongo que… —el príncipe hizo una pausa mientras seguía las pisadas—, supongo que quien cayó aquí, se fue huyendo por allí —y señaló hacia un lado—, y que quien venció se fue por el sendero de montaña, justo en dirección contraria. Opino, además, que el vencedor siguió el camino que tomó la princesa.
—¿Los seguimos a los dos? —inquirió el conde.
—Creo que no —respondió el príncipe Humperdinck—. El que haya escapado carece prácticamente de importancia, puesto que seguimos al que tiene en su poder a la princesa. Y dado que desconocemos la naturaleza de la trampa a la que quizá nos estén conduciendo, necesitamos que todas las armas de las que disponemos se concentren en un solo grupo. Está claro que todo esto ha sido planeado por nativos de Guilder, y no debemos subestimarlos jamás.
—¿Creéis entonces que se trata de una trampa? —preguntó el conde.
—Siempre creo que todo es una trampa, hasta que se prueba lo contrario —replicó el príncipe—. Razón por la que aún sigo con vida.
Dicho esto, volvió a montar en un blanco y partió al galope.
Al llegar al sendero de montaña donde había tenido lugar la lucha cuerpo a cuerpo, el príncipe ni siquiera se molestó en desmontar. Desde su montura logró ver todo lo que había que ver.
—Alguien ha derrotado a un gigante —dijo cuando el conde se hubo acercado lo suficiente—. El gigante ha huido, ¿lo veis?
Obviamente, el conde no vio más que piedras y un sendero de montaña.
—Jamás se me ocurriría dudar de vos.
—¡Mirad allí! —gritó el príncipe, porque por primera vez, entre las piedras del camino de montaña, descubrió unas huellas de mujer—. ¡La princesa está viva!
Como el rayo, los blancos volvieron a galopar por la montaña.
Cuando el conde volvió a darle alcance, el príncipe se encontraba arrodillado junto al cuerpo inerte de un jorobado. El conde desmontó.
—Oled esto —le ordenó el príncipe alcanzándole la copa.
—Nada —anunció el conde—. No huele a nada.
—Iocaína —dijo el príncipe—. Apostaría mi vida a que es iocaína. No conozco ninguna otra sustancia que mate tan limpiamente. —Se puso en pie—. La princesa continúa con vida; sus pisadas siguen el sendero. —Dirigiéndose a los cien hombres montados, les ordenó—: ¡Si ella muere, Guilder padecerá lo indecible!
Corrió entonces por el sendero de montaña siguiendo las huellas que solo él lograba ver. Cuando esas pisadas abandonaron el sendero para internarse en terreno más agreste, las siguió también. Tras él, el conde y todos los soldados hacían lo posible por no perder el ritmo. Los hombres tropezaban, los caballos caían, incluso el conde perdía el equilibrio de vez en cuando. El príncipe Humperdinck no se detuvo ni siquiera una sola vez. Corría con un ritmo mecánico y sostenido; sus piernas como barriles se movían como un metrónomo.
Dos horas después del amanecer, llegó al empinado barranco.
—Qué extraño —le dijo al conde, que lo seguía exhausto.
El conde siguió respirando agitadamente.
—Dos cuerpos cayeron al fondo del barranco y no volvieron a subir.
—Es raro —logró decir el conde.
—No, eso no es lo raro —lo corrigió el príncipe—. Está claro que el secuestrador no volvió a ascender porque la subida era demasiado empinada, y por nuestros cañones se enteró de que los estábamos siguiendo de cerca. Tomó la decisión, que yo aplaudo, de sacarnos ventaja huyendo por las estribaciones del barranco.
El conde esperó a que el príncipe continuara.
—Lo raro es que un hombre como el que seguimos, maestro de la esgrima, vencedor de gigantes, experto en el uso del polvo de iocaína, no supiera dónde conduce este barranco.
—¿Y dónde conduce? —inquirió el conde.
—Al Pantano de Fuego —respondió el príncipe Humperdinck.
—Entonces le tenemos —dijo el conde.
—Exactamente.
Uno de los rasgos más conocidos del príncipe era su costumbre de sonreír antes de dar muerte a su presa; en ese momento, su sonrisa resultó bien visible…
En efecto, Westley no tenía la menor idea de que iba directo hacia el Pantano de Fuego. Lo único que supo a ciencia cierta, cuando Buttercup estuvo a su lado, en el fondo del barranco, era que salir de este, tal como había supuesto el príncipe Humperdinck, les habría llevado demasiado tiempo. Lo único que notó Westley fue que las estribaciones del barranco eran de piedra lisa y que se dirigían hacia donde él quería ir. De manera que Buttercup y él huyeron hacia allí, conscientes de que eran perseguidos por fuerzas gigantescas que, sin duda, estarían acortando las distancias.
A medida que avanzaban, el barranco se fue haciendo cada vez más escarpado; Westley no tardó en darse cuenta de que si momentos antes hubiera podido ayudarla a ascender, a partir de allí, le sería imposible hacerlo. Había efectuado una elección y no había manera de volverse atrás: donde fuera que condujese aquel barranco era la meta que se habían impuesto y no había vuelta de hoja.
(En este punto de la historia, mi mujer desea hacer público que se siente tremendamente engañada al habérsele negado la inclusión de la escena de la reconciliación entre los enamorados, que tiene lugar al pie del barranco. Le respondo lo siguiente…):
Soy yo otra vez, y no intento confundir más las cosas, pero debo advertir que el párrafo anterior se debe enteramente a Morgenstern. En la versión no resumida, se refería continuamente a su esposa; comentaba por ejemplo que a ella le encantaba el capítulo que seguía o que consideraba que, en su conjunto, el libro era extraordinariamente brillante. La señora Morgenstern apoyaba siempre a su marido, no como otras esposas que yo conozco (lo siento, Helen), pero la cuestión es la siguiente: eliminé casi todas las intrusiones en las que Morgenstern nos comenta la opinión de su mujer. No me pareció que este recurso añadiera nada al conjunto: además, el hombre no perdía ocasión de alabarse a través de su esposa y, hoy en día, ya sabemos que un exceso de estímulos hace más mal que bien, como podrá corroborar cualquier candidato político derrotado al pagar sus facturas de propaganda electoral. En fin, el motivo por el que he decidido no omitir esta referencia en particular es porque, por primera vez, estoy totalmente de acuerdo con la señora Morgenstern. Considero una injusticia que no se haya incluido la escena del reencuentro. Por ello decidí escribir una de cosecha propia, para describir lo que, a mi juicio, se dijeron Buttercup y Westley; pero Hiram, mi editor, consideró que con ello me volvía tan injusto como Morgenstern. Si se desea compendiar un libro utilizando el texto escrito por el autor, uno no puede introducir párrafos de cosecha propia. Al menos eso es lo que Hiram opinaba; le dimos muchas vueltas al asunto, y nos pasamos algo así como un mes discutiéndolo, unas veces personalmente, otras por carta y otras por teléfono. Al final, hicimos un pacto: lo que los lectores estáis leyendo en letra redonda es estrictamente lo que Morgenstern escribió. Palabra por palabra. Recortado, sí, pero no cambiado. Aunque logré que Hiram me prometiera que Harcourt imprimiría mi escena —Ballantine acordó lo mismo—, que ocupa tres páginas y es algo genial, y que si algún lector deseaba ver cómo había quedado, podía mandar una carta o una postal a Urban del Rey, de Ballantine Books, 201 East 50th Street, Nueva York, diciendo sencillamente que desea leer la escena del reencuentro. No olvidéis indicar vuestra dirección; os sorprendería comprobar cuánta gente pide cosas y luego se olvida de indicar su dirección. Los editores acordaron hacerse cargo de los gastos de correo, de manera que solo tendréis que pagar la postal, la carta o lo que fuere. Me sentiría realmente molesto si diese la impresión de que soy el único escritor norteamericano moderno que parece trabajar para una editorial generosa (son todas detestables; lo siento, señor Jovanovich), de modo que permitidme aclarar aquí que el motivo por el que se ofrecieron tan generosamente a pagar esta desmesurada factura de correo es porque están convencidos de que no escribirá ni dios. De modo que os pido por favor que, si tenéis el más mínimo interés, e incluso si no tenéis interés alguno, escribáis pidiendo la escena del reencuentro. No tenéis que leerla —no os pido eso—, pero me encantaría hacerles gastar unos cuantos dólares a estos genios de la edición, porque he de admitir que en la publicidad de mis libros no invierten demasiado. Permitidme que os repita la dirección, con código postal y todo:
Urban del Rey
Ballantine Books
201 East 50th Street
Nueva York, Nueva York 10022
Solo tenéis que pedir un ejemplar de la escena del reencuentro. Esto me ha ocupado más de lo previsto, de modo que repetiré el párrafo de Morgenstern que dejé inconcluso, así no perderéis el hilo de la lectura. Cambio y fuera.
(En este punto de la historia, mi mujer desea hacer público que se siente tremendamente engañada al habérsele negado la inclusión de la escena de la reconciliación entre los enamorados, que tiene lugar al pie del barranco. Le respondo lo siguiente): a) Todas las criaturas de dios, de las inferiores para arriba, tienen derecho a disfrutar de unos momentos de genuina intimidad; b) lo que realmente se dijo, aunque para los interesados fuera bastante conmovedor, igual que la pasta dentífrica, pierde todo sabor al ser trasladado al papel para su posterior lectura: «paloma mía», «amor mío», «dicha, dicha», etcétera; c) desde el punto de vista de la trama, no ocurrió nada importante, porque cada vez que Buttercup decía: «Cuéntame cosas de ti», Westley se apresuraba a interrumpirla diciéndole: «Más tarde, amada mía, ahora no es el momento». No obstante, es justo destacar que: 1) él lloró; 2) los ojos de ella no permanecieron precisamente secos; 3) hubo más de un abrazo; y 4) ambas partes reconocieron que, sin ningún tipo de limitación, se sentían más que contentas de volver a verse. Además, 5) al cabo de un cuarto de hora ya estaban discutiendo. La cosa comenzó de un modo completamente inocente: los dos estaban de rodillas, cara a cara, y Westley sostenía entre sus manos el rostro perfecto de la princesa.
—Cuando te dejé —le susurró él—, eras ya más hermosa de lo que yo osé soñar jamás. En los años que permanecimos separados, mi imaginación hizo lo imposible por mejorar la perfección que recordaba. Por las noches, tu cara aparecía siempre ante mis ojos. Compruebo ahora que aquella visión que me acompañó en mi soledad era la de una vieja fea y arrugada comparada con la belleza que tengo ahora ante mí.
—No hables más de mi belleza —le dijo Buttercup—. Todo el mundo no hace más que comentar lo hermosa que soy. También tengo una mente, Westley. Habla de sus cualidades.
—Lo haré a lo largo de toda la eternidad —repuso—. Pero en estos momentos, no tenemos tiempo.
Se incorporó. La caída por el barranco lo había dejado maltrecho, pero sus huesos sobrevivieron al viaje sin fracturarse. La ayudó a levantarse.
—¿Westley? —dijo entonces Buttercup—. Antes de que me lanzara tras de ti, cuando todavía me encontraba en lo alto del barranco, te oí decir algo, pero no logré distinguir bien tus palabras.
—Lo he olvidado.
—Mentiroso.
Westley le sonrió y le dio un beso en la mejilla.
—No tiene importancia, créeme; a lo que se ha ido, olvido.
—No debemos comenzar con secretos.
Lo decía sentidamente. Westley lo adivinó, por eso repuso:
—Confía en mí.
—Confío. Pero repite tus palabras o tendré motivos para no hacerlo.
Westley suspiró.
—Lo que trataba de hacerte entender, dulce amada mía, lo que para ser más exacto te gritaba con todas las fuerzas que me quedaban era: «¡Hagas lo que hagas, quédate allí arriba! ¡No bajes, por favor!».
—No querías verme.
—Claro que quería verte. La cuestión era que no quería verte aquí abajo.
—¿Y por qué no?
—Porque ahora, preciosa mía, nos encontramos más o menos atrapados. No puedo salir de aquí y llevarte conmigo sin emplear casi todo el día. Lo más probable es que pudiera salir yo solo, en cuyo caso no tardaría todo el día, pero si añadimos tu bonito peso, seguramente no será factible.
—Tonterías; escalaste los Acantilados de la Locura, y este barranco no es ni la mitad de empinado.
—Permíteme que te diga que la escalada me dejó un poquitín exhausto. Y después de ese pequeño esfuerzo, me enfrenté con un tipo que sabía algo de esgrima. Y, a continuación, pasé unos momentos felices enzarzado en una lucha con un gigante. A continuación, me enfrenté con un siciliano en una lucha de ingenio que, afortunadamente, acabó con su muerte, pues el más mínimo error habría hundido en tu garganta aquel cuchillo. Y, después, he corrido durante un par de horas hasta quedarme sin aire en los pulmones. Y, después, me empujaron por un barranco de sesenta metros. Estoy cansado, Buttercup. ¿Comprendes lo que significa estar cansado? He estado toda la noche trabajando, a ver si te enteras.
—No soy ninguna tonta.
—Deja ya de alardear.
—Pues deja de ser grosero.
—¿Cuándo fue la última vez que leíste un libro? Di la verdad. No sirven los libros con ilustraciones…, me refiero a los que llevan letra impresa.
Buttercup se alejó de él.
—Hay otras cosas para leer aparte de la letra impresa —repuso—. Además, la princesa de Hammersmith está disgustada contigo y piensa seriamente en marcharse a casa. —Sin añadir una sola palabra más, se lanzó a sus brazos y exclamó—: ¡Oh, Westley! No lo he dicho en serio, te lo juro, no he dicho en serio ni una sola apalabra.
Westley sabía a la perfección que Buttercup había querido decir «ni una sola palabra», pues apalabrar significa convenir de palabra. Pero también sabía reconocer una disculpa cuando la oía. De modo que la estrechó entre sus brazos, cerró los ojos y le susurró:
—Sabía que no era verdad, que no dijiste en serio ni una sola apalabra.
Solucionado el altercado, echaron a correr a toda la velocidad que les fue posible por las estribaciones de roca lisa del barranco.
Como era lógico suponer, Westley se dio cuenta mucho antes que Buttercup de que se dirigían hacia el Pantano de Fuego. Quizá fuera por el aroma a azufre que flotaba en la brisa o por el relumbre de una llama amarilla en la lejanía, no logró precisarlo. Pero cuando advirtió lo que iba a ocurrir, comenzó, como quien no quiere la cosa, a buscar la manera de evitarlo. Un rápido vistazo a los empinados costados del barranco hizo que descartara de inmediato la posibilidad de lograr que Buttercup superase la escalada. Se echó al suelo, tal como había hecho cada pocos minutos, para comprobar la velocidad de sus perseguidores. Calculó que se encontrarían a menos de media hora de camino y que les iban sacando más ventaja.
Se puso en pie y corrió con ella, más deprisa, sin malgastar energías en conversaciones. Buttercup no tardaría en enterarse de lo que les esperaba, de modo que Westley decidió combatir el miedo de su amada por todos los medios posibles.
—Me parece que podemos reducir un poco la marcha —le decía, haciéndolo—. Todavía les llevamos bastante ventaja.
Aliviada, Buttercup inspiraba profundamente.
Westley fingía examinar los alrededores y, después, le ofrecía su mejor sonrisa.
—Con un poco de suerte —le dijo—, no tardaremos en llegar a salvo al Pantano de Fuego.
Buttercup oyó sus palabras. Pero no le sentaron bien…
Unas cuantas palabras sobre dos temas relacionados: 1) los pantanos de fuego en general, y 2) el Pantano de Fuego de Florin/Guilder en particular.
1) Está claro que la denominación de pantanos de fuego es completamente incorrecta. Nadie sabe por qué se les ha llamado así, aunque es probable que el efecto pintoresco producido al unir ambos términos sea razón suficiente. En pocas palabras, se trata de unos pantanos con un alto porcentaje de azufre y burbujas de otros gases que estallan continuamente en llamas. Están tapizados de árboles frondosos y gigantescos que proyectan sus sombras sobre el suelo, dándole a los estallidos llameantes un aspecto particularmente espectacular. Dado que están a oscuras, son casi siempre bastante húmedos, por lo que atraen a la típica comunidad de insectos y caimanes, amantes del clima húmedo. En otras palabras, un pantano de fuego no es otra cosa que un pantano, y punto; el resto es filigrana.
2) El Pantano de Fuego de Florin/Guilder tenía y tiene unas características particulares muy extrañas: a) la existencia de Arenas de Nieve, y b) la presencia de RAGS, sobre los que más adelante se aportarán datos. Las Arenas de Nieve se identifican normalmente, de un modo incorrecto, con las arenas relampagueantes. No existe nada más inexacto. Las arenas relampagueantes son húmedas y, en esencia, destruyen a sus víctimas ahogándolas. Las Arenas de Nieve tienen una consistencia parecidísima a los polvos de talco y destruyen por asfixia.
Un aspecto más particular del Pantano de Fuego de Florin/Guilder era que lo utilizaban para asustar a los niños. En ninguno de los dos países existía un solo niño que, en un momento u otro de su vida, cuando se comportaba mal, no hubiera sido amenazado con ir a parar al Pantano de Fuego. Decir «Si vuelves a hacerme eso, te enviaré al Pantano de Fuego» era tan común como decir «Cómete todo lo que tienes en el plato que en África se mueren de hambre». Así, a medida que los niños iban creciendo, lo mismo ocurría con el peligro representado por el Pantano de Fuego en sus imaginaciones exuberantes. Claro está que nadie acabó nunca en el Pantano de Fuego, aunque una vez al año o así, algún RAG enfermo solía salir de allí para morir, y su descubrimiento no hacía más que contribuir al engrandecimiento del mito y el horror. El más grande de los pantanos de fuego conocidos se encuentra, por supuesto, a un día de camino de Perth. Es impenetrable y tiene unos sesenta y cinco kilómetros cuadrados de superficie. El que había entre Florin y Guilder apenas alcanzaba un tercio de ese tamaño. Nadie había sido capaz de descubrir si era o no impenetrable.
Buttercup miró fijamente hacia el Pantano de Fuego. De pequeña, se había pasado un año entero con pesadillas, convencida de que moriría allí. En ese preciso momento, fue incapaz de dar un solo paso. Por todas partes surgían las llamas repentinas.
—No puedes pedirme esto —dijo Buttercup.
—Es preciso.
—De pequeña soñé que moriría aquí.
—Yo también, como todos. ¿Tenías entonces ocho años? Yo, sí.
—Ocho. Seis. No me acuerdo.
Westley la tomó de la mano.
Buttercup no podía moverse.
—¿Es preciso?
Westley asintió.
—¿Por qué?
—Este no es el momento.
Tiró de ella con suavidad. Buttercup seguía sin poder moverse.
Westley la levantó en sus brazos.
—Niña, mi dulce niña. Tengo un cuchillo. Llevo mi espada. No he cruzado el mundo entero para perderte ahora.
Buttercup miró por todas partes para encontrar el valor necesario. Evidentemente, lo encontró en los ojos de Westley.
De todos modos, cogidos de la mano, se internaron en las sombras del Pantano de Fuego.
El príncipe Humperdinck se quedó con la mirada fija en la distancia. Estaba sentado en la montura de su blanco, estudiando las pisadas que había en el fondo del barranco. No quedaba otra conclusión posible: el secuestrador había arrastrado con él a su princesa.
El conde Rugen estaba sentado también sobre su caballo.
—¿De veras entraron allí?
El príncipe asintió.
Rogando para que le respondiera que no, el conde Rugen inquirió:
—¿Creéis que deberíamos seguirlos?
El príncipe negó con la cabeza.
—Allí dentro solo tienen dos alternativas: vivir o morir. Si mueren, no tengo el menor deseo de correr la misma suerte. Si viven, los recibiré del otro lado.
—El otro lado queda muy lejos —le recordó el conde.
—Para mis blancos, no.
—Os seguiremos como podamos —le dijo el conde. Volvió a echar otra mirada al Pantano de Fuego—. O está muy desesperado y asustado, o es muy estúpido o muy valiente.
—Yo diría que las cuatro cosas en cantidad —repuso el príncipe…
Westley iba al frente. Buttercup iba un poco más rezagada y, desde la partida, lograron conseguir un buen tiempo. Ella advirtió que lo principal era olvidarse de los sueños de la niñez, porque el Pantano de Fuego era algo malo, aunque no tanto. Al principio, el hedor de los gases que surgían de la tierra parecía un perfecto castigo, pero la familiaridad no tardó en suavizarlo. Las repentinas llamaradas eran fáciles de esquivar, porque justo antes de que surgieran del suelo, se oía una especie de profundo estallido proveniente, a todas luces, de un sitio cercano al lugar por donde surgirían las llamas.
Westley empuñaba la espada con la mano derecha y el cuchillo largo con la izquierda, dispuesto a recibir al primer RAG, pero no apareció ninguno. Había cortado un trozo largo y fuerte de enredadera, se lo había enrollado alrededor de un hombro y a medida que avanzaban iba haciendo una cuerda.
—Cuando haya acabado con esto —le dijo a Buttercup avanzando sin cesar bajo los árboles gigantes—, nos ataremos; de ese modo, por más que oscurezca, estaremos cerca. En realidad, creo que es una precaución excesiva, pues, a decir verdad, estoy un poco desilusionado. Debo admitir que este sitio es malo, pero no tanto como imaginaba. ¿No estás de acuerdo conmigo?
Buttercup deseaba estar de acuerdo con él, completamente de acuerdo, y lo habría estado si en aquel mismo instante no se la hubieran tragado las Arenas de Nieve.
Westley se dio la vuelta justo a tiempo para verla desaparecer.
Buttercup había dejado que su atención vagara por un solo instante; el suelo parecía bastante sólido. De todas maneras, desconocía qué aspecto tenían las Arenas de Nieve; pero cuando uno de sus pies comenzó a hundirse, no pudo retirarlo, e incluso antes de que lograra lanzar un grito, había desaparecido. Fue como caer a través de una nube. Las arenas eran las más finas del mundo, casi imperceptibles, y al principio no parecían desagradables. Buttercup caía suavemente a través de aquella masa blanda y polvorienta, alejándose cada vez más de todo lo que fuera vida, pero no debía asustarse. Westley le había enseñado cómo comportarse en caso de que aquello le ocurriera, y siguió sus instrucciones: abrió los brazos y extendió los dedos y se obligó a adoptar la postura del muerto en natación; hizo todo esto porque Westley le había dicho que cuanto más abriera brazos y piernas, más retardaría su hundimiento. Y cuanto más lentamente se hundiera, más deprisa podría zambullirse él para rescatarla.
Buttercup ya tenía las orejas y la nariz llenas de arena de nieve, y sabía que si abría los ojos, un millón de diminutas partículas de esta arena se le meterían bajo los párpados, y ya comenzaba a sentir un miedo atroz. ¿Cuánto tiempo llevaba hundiéndose? Parecían horas; contener la respiración comenzaba a hacerle daño. «Has de contener la respiración hasta que yo te encuentre —le había dicho él—, has de adoptar la postura del muerto en natación, cerrar los ojos, contener la respiración y yo acudiré en tu ayuda, así los dos tendremos una preciosa anécdota para contarle a nuestros nietos». Buttercup siguió hundiéndose. El peso de la arena comenzaba a aplastarle los hombros. Empezaba a dolerle la zona lumbar. Mantener los brazos y los dedos extendidos le resultaba una agonía cuando todo era tan inútil. Las arenas de nieve le pesaban más y más, y ella continuaba hundiéndose. ¿No tendrían fondo, como creían de niños? ¿Se hundía uno en ellas para siempre hasta que las arenas te carcomían y luego seguirían los pobres huesos su eterno viaje descendente? No. Seguramente en alguna parte tendría que existir un lugar de descanso. Un lugar de descanso, pensó Buttercup. Qué cosa tan maravillosa. Estoy tan, tan cansada, y quiero descansar y… «¡Westley, ven a salvarme!», gritó, o empezó a hacerlo. Porque para poder gritar había que abrir la boca, de modo que lo único que logró proferir fue la primera sílaba de la primera palabra: «We». Después, las arenas de nieve le bajaron por la garganta y fue su fin.
Westley había realizado una estupenda salida. Antes de que Buttercup desapareciera por completo, él se había desprendido de la espada y del cuchillo largo y se había quitado la enredadera que llevaba enrollada al hombro. No tardó casi nada en anudar un extremo a un árbol gigantesco y, aferrándose con fuerza del extremo libre, se zambulló de cabeza en las Arenas de Nieve, pataleando a medida que se hundía para descender a mayor velocidad. No se había planteado la posibilidad del fracaso. Sabía que la encontraría, sabía que ella estaría molesta e histérica, incluso un poco trastornada. Pero viva. Y eso era, en definitiva, el único hecho de importancia duradera. Las arenas de nieve le habían bloqueado las orejas y la nariz, y rogaba porque ella no se hubiera asustado, y se hubiera acordado de abrir brazos y piernas como un águila para que él pudiera aferrarla rápidamente con su zambullida de cabeza. Si ella había seguido sus instrucciones, no sería tan difícil… En realidad era como rescatar a un nadador que se ahoga en aguas lóbregas. Bajaban lentamente flotando, uno se zambullía directo al fondo, pataleaba, estiraba los brazos al frente, les daba alcance, los aferraba, los conducía a la superficie, y el único problema grave en adelante sería convencer a los nietos de que esas cosas habían ocurrido de verdad y no eran simplemente una fábula familiar más.
Su mente estaba todavía ocupada con los niños nonatos, cuando ocurrió algo con lo que no había contado: la enredadera no era lo suficientemente larga. Quedó suspendido en las arenas por un momento, aferrado al extremo que recorría toda la distancia que llevaba a la superficie hasta llegar a la seguridad del árbol gigantesco. Soltar la enredadera era una verdadera locura. No había modo de obligar al cuerpo a subir aquella distancia hasta la superficie. Se podía subir unos metros a fuerza de patalear con toda el alma, pero nada más. De manera que si soltaba la enredadera y no encontraba a Buttercup en un abrir y cerrar de ojos, los dos estarían acabados. Westley soltó la enredadera sin un solo remordimiento, porque había llegado demasiado lejos como para fracasar; el fracaso no constituía siquiera un problema digno de consideración. Y se hundió, y en un abrir y cerrar de ojos, su mano encontró la muñeca de Buttercup. Entonces fue Westley quien gritó, sorprendido y aterrado, y las arenas de nieve se le filtraron por la garganta, porque lo que había aferrado era la muñeca de un esqueleto, un puro hueso, sin nada de carne.
Eso ocurría en las Arenas de Nieve. Una vez que el esqueleto quedaba limpio hasta el hueso, comenzaba a flotar como las algas arrastradas por la corriente, yendo de aquí para allá; a veces salían a la superficie, pero con más frecuencia viajaban a través de las Arenas de Nieve por toda la eternidad. Westley arrojó lejos de sí la muñeca huesuda y extendió ciegamente ambas manos, arañando las arenas como un loco en busca de una parte de su amada, porque el fracaso no constituía un problema; el fracaso no constituye un problema, se dijo; no es un problema digno de consideración, o sea que olvídate del fracaso; muévete y encuéntrala, y la encontró. Para ser más exactos, encontró su pie, y tiró de él; entonces, con un brazo, le rodeó la cintura perfecta y se puso a patalear, tomando impulso con todas las fuerzas que le quedaban, pues debía subir unos cuantos metros hasta llegar al extremo de la enredadera. La idea de que podía resultar difícil encontrar un trozo de enredadera en un pequeño mar de arenas de nieve jamás le pasó por la cabeza. El fracaso no constituía un problema; no tendría más que patalear, y cuando lo hubiera hecho con la fuerza suficiente, ascendería, y cuando hubiera ascendido lo necesario, tendería la mano y encontraría la enredadera, y cuando hubiera tendido la mano, la enredadera estaría allí, y cuando estuviera allí, él la ataría alrededor de Buttercup y con su último aliento tiraría y tiraría hasta que los dos estuvieran a salvo, en la superficie.
Que es exactamente lo que ocurrió.
Buttercup permaneció inconsciente durante mucho tiempo. Westley puso manos a la obra y, como pudo, le quitó las arenas de nieve de las orejas, de la nariz y de la boca y, lo más delicado de todo, de debajo de los párpados. Se sintió vagamente preocupado por la prolongada quietud de Buttercup; era como si ella supiese que había muerto y temiera enterarse de que era verdad. La aferró entre sus brazos y la acunó suavemente. Al cabo de un rato, Buttercup parpadeó.
Durante largos instantes no paró de mirar a su alrededor.
—¿Hemos sobrevivido, pues? —logró preguntar finalmente.
—Somos de raza fuerte.
—Qué maravillosa sorpresa.
—No es preciso…
Iba a decir: «No es preciso que te preocupes», pero el terror de Buttercup fue veloz y repentino. Era una reacción perfectamente normal, y Westley no intentó frenarla, sino que se limitó a aferrarla con fuerza y a dejar que la histeria siguiera su curso. Buttercup se echó a temblar de tal manera que pareció a punto de emprender el vuelo. Pero eso fue lo peor. A partir de allí, el llanto tranquilo y acompasado no tardó en aparecer. Después, volvió a ser la Buttercup de siempre.
Westley se incorporó, volvió a colocarse la espada y a envainar el cuchillo largo.
—Ven —le ordenó—. Tenemos mucho camino por recorrer.
—No, hasta que me expliques —repuso—. ¿Por qué debemos pasar por todo esto?
—Ahora no es el momento —le contestó Westley tendiéndole la mano.
—Sí que es el momento.
Buttercup no se movió de donde estaba.
Westley suspiró. La muchacha hablaba en serio.
—Está bien. Te lo explicaré. Pero debemos seguir andando.
Buttercup esperó.
—Debemos atravesar el Pantano de Fuego —le explicó Westley—, por una razón muy buena y simple. —En cuanto comenzó a hablar, Buttercup se puso en pie, y lo siguió de cerca—. Siempre tuve la intención de llegar al otro extremo; aunque debo reconocer que no esperaba tener que hacerlo pasando a través de él. Mi intención era rodearlo, pero el barranco me obligó a cambiar de planes.
—¿Y la razón tan buena y simple? —le recordó Buttercup.
—En el otro extremo del Pantano de Fuego se encuentra la salida de la Bahía de la Anguila Gigante. Y anclado en las aguas más profundas de esa bahía se encuentra el gran buque Venganza. El Venganza es propiedad exclusiva del temible pirata Roberts.
—¿El hombre que intentó darte muerte? —preguntó Buttercup—. ¿Ese hombre? ¿El que me destrozó el corazón? El temible pirata Roberts que quiso quitarte la vida, eso es lo que me han contado.
—Efectivamente —repuso Westley—. Y a ese buque nos dirigimos.
—¿Conoces al temible pirata Roberts? ¿Eres amigo de un hombre así?
—Pues algo más que eso —respondió Westley—. No espero que lo comprendas en seguida; solo deseo que creas que es la verdad. Verás… yo soy el temible pirata Roberts.
—No logro entender cómo es posible, puesto que él lleva veinte años navegando y tú me dejaste hace apenas tres.
—Hasta yo mismo me sorprendo a veces de las pequeñas peculiaridades de la vida —admitió Westley.
—Entonces, ¿de verdad te capturó cuando navegabas rumbo a las Carolinas?
—Pues sí. Su buque Venganza capturó al Orgullo de la reina, el buque en el que yo viajaba, y nos iban a ejecutar a todos.
—Pero Roberts no te mató.
—Está claro.
—¿Por qué?
—No sabría decírtelo con exactitud, pero creo que fue porque le pedí por favor que no lo hiciera. Sospecho que fue el «por favor» lo que suscitó su interés. En fin, que detuvo su espada lo suficiente como para preguntarme: «¿Y por qué debería hacer una excepción en tu caso?». Entonces le expliqué mi misión, que debía llegar a América para conseguir el dinero suficiente que me permitiera reunirme con la mujer más hermosa jamás engendrada, o sea, contigo. «Dudo que sea tan hermosa como imaginas», me dijo, y volvió a levantar la espada. «Cabellos del color del otoño —le dije yo—, una piel como la nata helada». «Nata helada, ¿eh?», dijo él. Estaba interesado, aunque fuera un poco, de modo que continué describiéndote y al final, supe que lo había convencido del amor que sentía por ti. «Westley, te diré una cosa, lo lamento de veras, pero si hago una excepción contigo, se propagará la noticia de que el temible pirata Roberts se ha ablandado y eso señalará el comienzo de mi caída, porque cuando empiezan a dejar de temerte, la piratería no se convierte en otra cosa que trabajo, tan solo trabajo, todo el tiempo trabajo, y soy demasiado viejo para llevar una vida así». Entonces yo le dije: «Juro que jamás se lo contaré a nadie, ni siquiera a mi amada, y, si permites que viva, seré tu ayuda de cámara y trabajaré como un esclavo durante cinco años enteros, y si alguna vez me quejo de algo o provoco tu ira, podrás cortarme la cabeza ahí mismo y sin contemplaciones y moriré alabando tu justicia». Supe que le había dado que pensar. «Baja —me ordenó—. Lo más probable es que te mate mañana».
Westley hizo una pausa y fingió aclararse la garganta, porque acababa de darse cuenta de que los seguía un RAG. No había necesidad de alertar a Buttercup todavía, de modo que siguió aclarándose la garganta y prosiguió su camino entre las erupciones de fuego.
—¿Y qué ocurrió al día siguiente? —inquirió Buttercup—. Continúa.
—Bien, ya sabes que soy un tipo muy trabajador; te acordarás de cuánto me gustaba aprender y de cómo me había preparado para trabajar veinticuatro horas al día. Decidí aprender lo que pudiera de la piratería en el tiempo que me habían concedido, al menos así evitaría pensar en mi próxima muerte. De modo que ayudé al cocinero, limpié la bodega y, en general, hice lo que se me pedía, esperando que mis energías merecieran la favorable atención del temible pirata Roberts. A la mañana siguiente me dijo: «He venido a matarte». Y yo le contesté: «Gracias por el tiempo extra que me has concedido, ha sido fascinante. He aprendido mucho». Y él me preguntó: «¿De la noche a la mañana? ¿Qué habrás podido aprender en tan poco tiempo?». Yo le contesté: «Que nadie le había enseñado nunca a tu cocinero a distinguir entre la sal de mesa y la pimienta de Cayena». El pirata Roberts tuvo que reconocer que en aquel viaje las cosas habían sido un tanto fogosas. Y entonces me pidió que le contara qué más había aprendido. Yo le contesté que si en la bodega apilaban las cajas de un modo diferente tendrían más espacio; después se dio cuenta de que le había reorganizado toda la carga y, por suerte para mí, había quedado más sitio. Al final me dijo: «Está bien, podrás ser mi ayuda de cámara por un día. Nunca he tenido uno; seguramente no me gustará, o sea que te mataré por la mañana». Cada noche, durante el año que siguió, siempre me decía algo parecido: «Gracias por todo, Westley, buenas noches. Es probable que mañana por la mañana te mate».
»Transcurrido aquel año, llegamos a ser algo más que ayuda de cámara y amo. Era un hombrecillo regordete, nada fiero, tal como era de esperar del temible pirata Roberts, y me gusta pensar que me tenía tanto aprecio como yo se lo tenía a él. Al cabo de ese año yo ya había aprendido bastante sobre navegación, lucha cuerpo a cuerpo, esgrima y el lanzamiento del cuchillo, y nunca había estado en tan buenas condiciones físicas. Al cabo del primer año, mi capitán me dijo: “Acabemos con este asunto del ayuda de cámara, Westley; a partir de ahora serás mi segundo jefe”. Yo le contesté: “Gracias, mi capitán, pero jamás podré ser pirata”. Y él me dijo: “Quieres volver con esa criatura de cabellos de otoño, ¿no?”. Ni siquiera me molesté en contestarle. “Un año o dos de piratería y te harás rico, y entonces podrás volver”. Así que le dije: “Tus hombres llevan años contigo y no por eso son ricos”. Él me contestó: “Eso es porque no son el capitán. Pronto voy a retirarme, Westley, y el Venganza será tuyo”. Amada mía, he de reconocer que cuando me dijo esto me ablandé un poco. Pero no llegamos a una decisión definitiva. Él decidió entonces que me permitiría ayudarlo en las próximas capturas para ver si me gustaba. Y eso hice.
Ya había otro RAG que les seguía el rastro. Avanzaba por un flanco mientras ellos proseguían su camino.
Fue entonces cuando Buttercup los vio.
—Westley…
—Chist. Tranquila. Los estoy vigilando. ¿Quieres que acabe? ¿Te ayudará a no pensar en ellos?
—Le ayudaste en sus siguientes capturas —le recordó Buttercup—, para ver si te gustaba.
Westley esquivó una repentina erupción de fuego, y con su cuerpo escudó a Buttercup del calor.
—No solo me gustó, sino que resultó ser que tenía talento para ello. Tanto, que una mañana de abril Roberts me propuso que el siguiente barco sería mío para ver qué tal me iba. Esa misma tarde divisamos un enorme buque español, cargado hasta los topes, que iba rumbo a Madrid. Nos acercamos a él. Estaban aterrados. «¿Quién sois?», preguntó a gritos el capitán. «Westley», le contesté. «Jamás había oído hablar de vos», me contestó, y después abrieron fuego.
»Un desastre. No me temían. Estaba tan nervioso que lo hice todo mal, y el buque no tardó en escapar. No hace falta que aclare que me sentí muy descorazonado. Roberts me llamó a su camarote. Me vine abajo como un muchacho azotado. “Pasa”, me ordenó. Cerró la puerta y nos quedamos solos. “Esto que voy a decirte no se lo he contado nunca a nadie y debes guardarlo en el más estricto de los secretos”. Por supuesto le dije que sí. “Yo no soy el temible pirata Roberts —me dijo—. Mi nombre es Ryan. Heredé este barco del anterior temible pirata Roberts, igual que tú lo heredarás de mí. El hombre que me lo dejó en herencia tampoco era el verdadero temible pirata Roberts, se llamaba Cummberbund. El temible pirata Roberts auténtico se retiró hace ya quince años y desde entonces ha vivido como un rey en la Patagonia”. Le confesé entonces mi confusión. “Es muy sencillo —me explicó Ryan—. Al cabo de unos cuantos años, el Roberts original se hizo tan rico que quiso retirarse. Clooney era su amigo y su segundo oficial, de modo que le dio el barco a Clooney, que tuvo una experiencia idéntica a la tuya. En el primer abordaje que intentó llevar a cabo, estuvo a punto de zozobrar. De modo que cuando Roberts se dio cuenta de que el nombre era lo que inspiraba el temor necesario, condujo al Venganza a puerto, enroló otra tripulación, y Clooney le dijo a todo el mundo que él era el temible pirata Roberts, ¿y quién iba a enterarse de que no lo era? Cuando Clooney se hizo rico, se retiró y le pasó el nombre a Cummberbund, y este me lo pasó a mí, y yo, Félix Raymond Ryan, de Boodle, en las afueras de Liverpool, te impongo a ti, Westley, el nombre de temible pirata Roberts. Ahora solo nos queda llegar a puerto y enrolar una nueva tripulación de jóvenes marineros. Navegaré junto a ti unos cuantos días, como Ryan, tu segundo oficial, y le hablaré a todo el mundo de los años que pasé al lado del temible pirata Roberts. Luego, cuando todos se hayan tragado el anzuelo, me dejarás en algún puerto, y las aguas del mundo te pertenecerán.” —Westley le sonrió a Buttercup—. Pues ahora ya lo sabes. E imagino que te habrás dado cuenta también de por qué es una tontería tener miedo».
—Pero, aun así, tengo miedo.
—Todos seremos felices al final. Piensa un poco. Hace poco más de tres años, tú eras una lechera y yo era un mozo de labranza. Ahora tú casi eres reina y yo gobierno sin oposición alguna en los mares. Está claro que no fuimos creados jamás para morir en un Pantano de Fuego.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—Pues porque estamos juntos, enamorados y vamos cogidos de la mano.
—¡Ah, sí! —dijo Buttercup—. Es que a veces se me olvida.
Sus palabras y su tono sonaron un poquitín fríos, algo que Westley habría sin duda notado de no ser porque en ese momento un RAG saltó desde la rama de un árbol, se abalanzó sobre él, le hincó los enormes dientes en el hombro descubierto y lo derribó al suelo provocándole una hemorragia repentina. Los otros dos RAG que los habían estado siguiendo atacaron también; ni se fijaron en Buttercup, sino que se lanzaron directamente con hambrienta fuerza sobre el hombro sangrante de Westley.
(Todo comentario sobre los RAG —Roedores de Aspecto Gigantesco—, debe necesariamente comenzar con la mención del capibara sudamericano que, según se sabe, ha llegado a alcanzar un peso de setenta kilos. Sin embargo, no son más que unos cerdos acuáticos prácticamente inofensivos. La rata de pura raza de mayor tamaño quizá sea la de Tasmania, que ha llegado a pesar unos cuarenta y cinco kilos. Pero carece de agilidad, y al alcanzar el tamaño adulto, tiende a ser lenta y perezosa, por lo cual gran parte de los pastores de Tasmania han aprendido fácilmente a evitarla. Los RAG del Pantano de Fuego pertenecían a una cepa de pura raza, pesaban siempre alrededor de treinta y cinco kilos y eran veloces como un galgo ruso. Además eran carnívoros y con tendencia al desvarío).
Las ratas lucharon entre sí para llegar a la herida de Westley. Sus enormes incisivos destrozaron la carne desprotegida del hombro izquierdo de Westley, y el pobre no tenía ni idea de si Buttercup había sido ya devorada; solo sabía que si no hacía algo espectacular en seguida, pronto la devorarían.
Fue entonces cuando echó a rodar intencionalmente hacia una erupción de fuego.
Tal como había esperado, sus ropas comenzaron a arder, pero lo más importante de todo fue que las ratas salieron corriendo al instante, espantadas por el calor y las llamas, y eso bastó para que Westley cogiera su cuchillo y lo hundiera en el corazón del animal que tenía más cerca.
Las otras dos se abalanzaron instantáneamente sobre su hermana y comenzaron a devorarla mientras el animal seguía chillando.
Para entonces. Westley había recuperado la espada y, con dos rápidas estocadas, despachó a los tres roedores.
—¡Date prisa! —le gritó a Buttercup, que se había quedado petrificada de miedo en el sitio donde había caído la primera rata—. Vendas, vendas —le gritó Westley—. ¡Haz unas cuantas vendas o moriremos! —Dicho lo cual, echó a rodar por el suelo, se arrancó las ropas quemadas y de inmediato se dispuso a cubrir con barro la profunda herida del hombro—. Son como tiburones, las atrae la sangre; viven de sangre. —Se untó más y más barro sobre la herida—. Debemos parar la hemorragia y cubrir la herida para que no huelan la sangre. Si no logran olerla, sobreviviremos. Si la huelen, estamos acabados; ayúdame, por favor.
Buttercup rasgó sus vestidos e hizo vendas, y entre los dos cubrieron la herida; el barro del Pantano de Fuego les sirvió para detener la hemorragia, y luego colocaron capas y más capas de vendas sobre la herida.
—Pronto sabremos si ha funcionado —dijo Westley al ver que otras dos ratas le observaban. Westley esperó, empuñando la espada—. Si cargan contra nosotros, es que la huelen —susurró.
Las ratas gigantescas se quedaron allí, mirándole.
—Ven —le susurró Westley.
Otras dos ratas gigantescas se unieron al primer dúo.
Sin previo aviso, Westley lanzó una estocada con su espada y la rata que estaba más cerca de ellos empezó a sangrar. Las otras tres se contentaron momentáneamente con ese festín.
Westley cogió a Buttercup de la mano y reemprendieron la marcha.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó ella.
—Muy cerca de la agonía, pero podemos hablar de eso más tarde. Ahora date prisa.
Se dieron prisa. Llevaban una hora en el Pantano de Fuego, que resultó ser la más tranquila de las seis que tardaron en cruzarlo por entero. Pero lo hicieron. Vivos y juntos. Cogidos fuertemente de la mano.
Estaba a punto de oscurecer cuando por fin vieron el enorme buque Venganza anclado en la parte más honda de la bahía. Westley, que aún se encontraba en los confines del Pantano de Fuego, cayó de rodillas, derrotado.
Pues entre él y su barco había algo más que unos cuantos inconvenientes. Desde el norte se aproximaba la mitad de la Armada. Desde el sur, la otra mitad. Cien caballeros con armas y armaduras. Delante de ellos, el conde. Y frente a todos, los cuatro blancos con el príncipe montando el corcel guía. Westley se puso de pie.
—Tardamos demasiado en cruzar. La culpa es mía.
—Acepto vuestra rendición —le dijo el príncipe.
Sin soltar la mano de Buttercup, Westley le contestó:
—Nadie se ha rendido.
—Os comportáis tontamente —replicó el príncipe—. Reconozco vuestra valentía. No hagáis el ridículo.
—¿Qué hay de ridículo en ganar? —quiso saber Westley—. Opino que para que podáis capturarnos, debéis entrar en el Pantano de Fuego. Llevamos muchas horas aquí dentro: sabemos dónde están las Arenas de Nieve. Dudo que vos y vuestros hombres estéis ansiosos por seguirnos. Y llegada la mañana habremos huido.
—No estaría tan seguro —dijo el príncipe señalando hacia el mar. La mitad de la Armada había comenzado a perseguir el gran buque Venganza. Y el Venganza, al estar solo, hizo lo que debía hacer: alejarse—. Rendíos —le conminó el príncipe.
—Ni lo soñéis.
—¡Rendíos! —gritó el príncipe.
—¡Antes la muerte! —rugió Westley.
—¿Prometéis que no le haréis daño…? —susurró Buttercup.
—¿Qué habéis dicho? —inquirió el príncipe.
—¿Qué has dicho? —preguntó Westley.
Buttercup dio un paso al frente y respondió:
—Si nos rendimos voluntariamente y sin ofrecer resistencia, si la vida vuelve a ser la misma que era ayer al anochecer, ¿juráis que no le haréis daño a este hombre?
El príncipe Humperdinck levantó la mano derecha y repuso:
—Juro sobre la tumba de mi padre, que pronto ha de morir, y por el alma de mi ya difunta madre, que no le haré daño a este hombre, y si lo hago, que dios me impida volver a cazar otra vez aunque viva mil años.
Dirigiéndose a Westley, Buttercup dijo:
—No puedes pedir más que eso; es la verdad.
—La verdad —repuso Westley— es que prefieres vivir con tu príncipe antes que morir con tu amor.
—He de reconocer que prefiero vivir antes que morir.
—Hablábamos de amor, señora.
Se produjo una larga pausa. Finalmente, Buttercup dijo:
—Puedo vivir sin amor.
Dicho esto, se marchó dejando solo a Westley.
El príncipe Humperdinck la observó mientras ella cubría la larga distancia que la separaba de él.
—Cuando nos hayamos alejado —le dijo el príncipe al conde Rugen—, llevaos al hombre de negro y encerradle en el quinto nivel del Zoo de la Muerte.
—Cuando jurasteis —repuso el conde asintiendo—, hubo un momento en que llegué a creeros.
—Dije la verdad, jamás miento —repuso el príncipe—. Dije que yo no le haría daño. Pero en ningún momento dije que ese hombre no padecería. Vos seréis quien lo torturará; yo haré de espectador.
En ese momento, tendió los brazos para recibir a su princesa.
—Pertenece al buque Venganza —dijo Buttercup—. Es… —Iba a contar la historia de Westley, pero como no le correspondía a ella repetirla, continuó—: Es un simple marinero y lo conozco desde que era niña. ¿Os encargaréis de ello?
—¿Debo volver a jurar?
—No es preciso —repuso Buttercup, porque sabía, igual que todos, que el príncipe era más franco que cualquier florinés.
—Acompañadme, mi princesa.
La tomó de la mano.
Buttercup se fue con él.
Westley se quedó mirándolos. Se encontraba de pie, en silencio, al borde del Pantano de Fuego. Había oscurecido, pero las erupciones de fuego que se elevaban a sus espaldas delinearon su rostro. Tenía la mirada vidriosa por la fatiga. Su cuerpo estaba lleno de mordeduras y cortes. Había pasado mucho tiempo sin descansar, había escalado los Acantilados de la Locura, había salvado algunas vidas y eliminado otras. Había arriesgado su mundo entero y ahora ese mundo se alejaba de él, de la mano de un príncipe rufián.
Después Buttercup desapareció; se perdió de vista.
Westley inspiró profundamente. Notó que una infinidad de soldados comenzaba a rodearlo, y con toda probabilidad le habría sido posible hacer sudar a unos cuantos para reducirlo.
Pero, ¿para qué?
Westley se desmoronó.
—Acompañadme, caballero —le pidió el conde Rugen al acercársele—. Debemos llevaros sano y salvo a vuestro barco.
—Los dos somos hombres de acción —le contestó Westley—. Las mentiras no son propias de nosotros.
—Bien dicho —reconoció el conde y, levantando la mano, golpeó a Westley y lo dejó inconsciente.
Westley cayó como una piedra; su último pensamiento consciente fue para la mano del conde: tenía seis dedos, y Westley no lograba recordar si había visto alguna vez semejante deformidad…