9


Este es el libro que más me gusta de todo el mundo, aunque nunca lo he leído.

¿Cómo puede ser semejante cosa? Haré lo imposible por explicarlo. Cuando era niño, los libros no me interesaban nada. Detestaba leer, no se me daba nada bien y, además, ¿cómo dedicarme a la lectura cuando había montones de juegos esperándome? El baloncesto, el béisbol, las canicas: era incansable. Incluso llegué a ser bastante bueno. Si me daban una pelota y un patio vacío, era capaz de inventarme triunfos en el último segundo, triunfos que hacían saltar las lágrimas. El colegio era una tortura. La señorita Roginski, que fue mi maestra desde los cursos tercero al quinto, no paraba de decirle a mi madre: «Tengo la impresión de que Billy no se esfuerza lo suficiente». O: «Cuando le pongo un examen, Billy lo hace realmente muy bien, sobre todo si tenemos en cuenta su actitud en clase». O, con más frecuencia: «Señora Goldman, no sé qué vamos hacer con Billy».

«¿Qué vamos a hacer con Billy?». Esa pregunta me persiguió durante aquellos primeros diez años. Fingía que no me importaba, pero en el fondo me sentía petrificado. Todo el mundo y todas las cosas me dejaban de lado. No tenía amigos de verdad, ni una sola persona que compartiera conmigo mi desmesurado interés por los deportes. Parecía ocupado, muy ocupado, pero supongo que, de apurarme, habría reconocido que, a pesar de tanto frenesí, me encontraba muy solo.

—¿Qué vamos a hacer contigo, Billy?

—No lo sé, señorita Roginski.

—¿Cómo es posible que suspendieras esta prueba de lectura? Yo misma te he escuchado utilizar cada palabra con mis propios oídos.

—Lo siento, señorita Roginski. A lo mejor es porque no estaba pensando.

—Siempre estás pensando, Billy. La cuestión es que no estabas pensando en la prueba de lectura.

Lo único que podía hacer era asentir.

—¿Qué ha ocurrido esta vez?

—No lo sé. No me acuerdo.

—¿Estarías otra vez pensando en Stanley Hack?

(Stanley Hack era el tercer base de los Cubs de esa y muchas otras temporadas. Lo había visto jugar en una ocasión, desde las gradas, e incluso a esa distancia tenía la sonrisa más dulce que había visto jamás; hasta el día de hoy, juraría que me sonrió varias veces. Lo adoraba. Además, bateaba como los dioses).

—No, en Bronko Nagurski. Es un jugador de fútbol. Un gran jugador, y el periódico de anoche decía que a lo mejor vuelve a jugar otra vez para los Bears. Se retiró cuando yo era pequeño. Pero si volviera y si yo lograse que alguien me llevase a un partido, podría verlo jugar y, a lo mejor, si quien me llevara lo conociese, tal vez lograría que me lo presentasen después, y a lo mejor, si tuviese hambre, podría invitarle a un bocadillo de los míos. Trataba de imaginarme qué tipo de bocadillo le gustaría a Bronko Nagurski.

La señorita Roginski se hundió en el asiento.

—Tienes una imaginación soberbia, Billy.

No sé qué le contesté. Probablemente «gracias» o algo por el estilo.

—Aunque no logras sacarle partido —prosiguió—. ¿Por qué será?

—Creo que a lo mejor es porque necesito gafas y no puedo leer, ya que veo las palabras muy borrosas. Eso explica por qué me paso todo el rato pestañeando. A lo mejor, si fuese a un médico de los ojos, podría recetarme gafas y, entonces, sería el mejor lector de la clase y usted no tendría que hacerme quedar tanto después de la hora.

Se limitó a señalar detrás de ella y a ordenarme:

—Ponte a borrar las pizarras, Billy.

—Sí, señorita.

Lo de borrar pizarras se me daba de maravilla.

—¿Las ves borrosas? —me preguntó la señorita Roginski al cabo de un rato.

—¡No, qué va! —Me inventé la historia.

Tampoco pestañeaba nunca. Pero la señorita Roginski parecía muy mosqueada. Siempre lo parecía. Llevábamos así tres cursos.

—No sé por qué, pero no logro llegar al fondo de tu pensamiento.

—Usted no tiene la culpa, señorita Roginski.

(No la tenía. A ella también la adoraba. Era regordeta, pero recuerdo que por aquel entonces deseaba que fuera mi madre. Nunca logré que la cosa funcionara, a menos que hubiera estado casada con mi padre y después se hubieran divorciado y mi padre se hubiera casado con mi madre —que estaba bien—, y como la señorita Roginski tenía que trabajar, yo quedé bajo la custodia de mi padre: todo tenía sentido. Pero la cuestión era que nunca llegaron a intimar, me refiero a papá y a la señorita Roginski. En las ocasiones en las que se veían, cada año para la celebración de Navidad, cuando venían los padres, yo los vigilaba como un loco con la esperanza de descubrir alguna mirada furtiva que significara algo así como: «¿Qué tal? ¿Cómo te ha ido desde que nos divorciamos?», pero no había caso. No era mi madre, sino simplemente mi maestra, y en su vida yo era una zona personal de fracaso evidente).

—Ya verás cómo mejoras, Billy.

—Eso espero, señorita Roginski.

—Eres de los que tardan en florecer, eso es todo. Winston Churchill tardó en florecer, y tú también.

Estuve a punto de preguntarle en qué equipo jugaba, pero hubo algo en su tono de voz que me convenció de que era mejor que no lo hiciese.

—Y Einstein.

A ese tampoco lo conocía. Tampoco sabía lo que quería decir con eso de «tardar en florecer». Pero deseé con fervor ser de los que tardan en hacerlo.



A los veintiséis años, mi primera novela, titulada The Temple of Gold (‘El templo del oro’) apareció en Alfred A. Knopf. (Que ahora forma parte de Random House, que a su vez forma parte de la RCA, y que es parte de lo que no funciona en esto de publicar libros en Estados Unidos, una cuestión que no forma parte de esta historia). En fin, antes de que saliera la novela, los del departamento de publicidad de Knopf estaban hablando conmigo, tratando de dilucidar qué hacer para justificar sus sueldos, y me preguntaron a quiénes podían enviar ejemplares del libro para que pudieran erigirse en fuente de opinión. Les contesté que no conocía a nadie que pudiera hacerlo. Entonces ellos me replicaron: «Piensa, todo el mundo conoce a alguien». Me entusiasmé mucho cuando se me ocurrió la idea y les dije: «De acuerdo, enviadle un ejemplar a la señorita Roginski». Cosa que me pareció lógica, porque si alguna vez ha existido una persona que me forjara las opiniones, esa fue la señorita Roginski. (Por cierto, aparece a lo largo de toda la novela El templo del oro, solo que le puse «señorita Patulski», que entonces también era creativo).

—¿Quién? —me preguntó aquella chica de publicidad.

—Es una antigua maestra que tuve. Le envías un ejemplar y yo se lo firmaré, y puede que incluso le escriba una…

Estaba realmente entusiasmado hasta que aquel tío de publicidad me interrumpió diciéndome:

—Nos referíamos más bien a alguien del panorama nacional.

—Envíale un ejemplar a la señorita Roginski, por favor. ¿De acuerdo? —insistí en voz muy baja.

—Sí —repuso él—. Claro, faltaría más.

¿Os acordáis de que no pregunté en qué equipo jugaba Churchill por el tono de su voz? En aquel momento, creo que a mí también me salió aquel tono. En fin, algo debió de ocurrir, porque el tipo apuntó de inmediato el nombre de mi maestra y me preguntó si se escribía con «i» latina o con «y» griega.

—Con «i» latina —contesté.

De inmediato hice un repaso de aquellos años, tratando de pensar una dedicatoria fantástica para mi maestra. Ya sabéis, algo inteligente, modesto, brillante, perfecto. Algo así.

—¿Y su nombre de pila?

Eso me hizo volver a la realidad. No sabía su nombre de pila. Siempre la había llamado señorita. Tampoco sabía su dirección. Ni siquiera sabía si seguía viva o no. Hacía diez años que no iba a Chicago; era hijo único, mis padres habían fallecido, ¿a quién le hacía falta Chicago?

—Envíalo a la Escuela Primaria de Highland Park —le dije.

Y lo primero que se me ocurrió escribirle fue: «Para la señorita Roginski, una rosa de quien tardó en florecer», pero después me pareció demasiado presuntuoso, con que decidí que «Para la señorita Roginski, una mala hierba de quien tardó en florecer» sería más humilde. Demasiado humilde, pensé luego; y por ese día me dejé de ideas brillantes. No se me ocurrió nada. Después me asaltó la idea de que tal vez no se acordara de mí. Al final, ya al borde de la desesperación, terminé escribiendo: «Para la señorita Roginski, de William Goldman. Usted me llamaba Billy y decía que era de los que tardan en florecer. Le envío este libro; espero que le guste. Fue usted mi maestra en tercero, cuarto y quinto curso. Muy agradecido. William Goldman».

El libro se publicó y fue un fracaso; me encerré en casa y me derrumbé, pero uno acaba adaptándose. El libro no solo no me erigió en lo más novedoso desde Kit Marlowe, sino que, para colmo, nadie lo leyó. Bueno, a decir verdad, lo leyó un cierto número de personas a las que yo conocía. Pero me parece que es más prudente señalar que ningún extraño llegó a saborearlo. Fue una experiencia demoledora y reaccioné como ya he dicho. O sea que cuando me llegó la nota de la señorita Roginski —tarde, porque la enviaron a Knopf y ellos la retuvieron durante un tiempo— necesitaba realmente que alguien me subiera la moral.

«Apreciado señor Goldman: Gracias por el libro. Todavía no he tenido tiempo de leerlo, pero estoy segura de que es un bonito esfuerzo. Por supuesto que me acuerdo de usted. Me acuerdo de todos mis alumnos. Atentamente, Antonia Roginski».

Qué desilusión. No se acordaba de mí. Me quedé sentado con la nota en la mano, completamente deshecho. La gente no se acuerda de mí. De verdad. No es paranoia; simplemente tengo la costumbre de pasar por la memoria de los demás sin dejar huella. No me importa demasiado, aunque supongo que miento; sí que me importa. No sé por qué motivo, en esto del olvido obtengo una muy alta puntuación.

O sea que cuando la señorita Roginski me envió aquella nota que la igualaba al resto de la gente, me alegré de que nunca se hubiese casado; de todos modos nunca me había caído bien, siempre había sido una pésima maestra, y se tenía más que merecido que su nombre de pila fuera Antonia.

«No iba en serio», dije en voz alta en ese mismo momento. Me encontraba solo en mi despacho de una única habitación, en el maravilloso West Side de Manhattan, hablando conmigo mismo. «Lo siento, lo siento —proseguí—, tiene que creerme, señorita Roginski».

Lo que ocurrió entonces fue que por fin había leído la posdata. Aparecía en el dorso de la nota de agradecimiento y decía así: «Idiota. Ni siquiera el inmortal S. Morgenstern pudo sentirse más paternal que yo».

¡S. Morgenstern! La princesa prometida. ¡Se acordaba de mí!

Escena retrospectiva.

1941. Otoño. Estoy un tanto irritable porque mi radio no capta los partidos de fútbol. El Northwestern se enfrenta al Notre Dame; empezaba a la una, es ya la una y media y no hay manera de sintonizar el partido. Música, noticias, radionovelas, de todo menos el gran acontecimiento. Llamo a mi madre. Viene. Le digo que mi radio está averiada, que no logro sintonizar el Northwestern-Notre Dame. «¿Te refieres al partido de fútbol?», me pregunta. «Sí, sí, sí», le contesto. «Pues hoy es viernes —me dice—. Creí que jugaban el sábado».

¡Seré idiota!

Me echo en la cama, escucho las radionovelas y al cabo de un rato intento volver a sintonizarlo, y la estúpida de mi radio va y capta todas las emisoras de Chicago menos la que transmite el partido de fútbol. Me pongo a gritar como un poseso, y mi madre entra otra vez hecha una fiera. «Tiraré la radio por la ventana —digo yo—. ¡No lo coge, no lo coge! ¡No logro sintonizarlo!». «¿Sintonizar qué?», pregunta mi madre. «El partido de fútbol —contesto yo—. Sí que eres borde, el paaaartiiidooo». «Que lo dan el sábado, y cuidadito con lo que dices, niño —me advierte mi madre—. Ya te he dicho que hoy es viernes». Vuelve a marcharse.

¿Alguna vez ha existido un infeliz tan grande?

Humillado, giro la sintonía de mi fiel Zenith, y trato de encontrar el partido de fútbol. Fue tan frustrante que me quedé ahí acostado, sudando y con el estómago revuelto, aporreando la parte superior de la radio para hacerla funcionar bien. Y así fue como se dieron cuenta de que deliraba a causa de la pulmonía.

Las pulmonías de ahora no son lo que eran antes, sobre todo cuando yo la tuve. Estuve como diez días ingresado en el hospital y después me enviaron a casa para el largo período de convalecencia. Creo que me pasé otras tres semanas más en cama, un mes quizá. No me quedaban energías, ni siquiera para mis juegos. No era más que un pelmazo en período de recuperación de fuerzas. Punto.

Así es como tenéis que imaginarme cuando me encontré con La princesa prometida.

Era la primera noche que pasaba en casa después de salir del hospital. Exhausto; seguía siendo un enfermo. Entró mi padre, supuse que a darme las buenas noches. Se sentó al pie de mi cama.

—Capítulo uno. La prometida —dijo.

Solo entonces levanté la vista y vi que llevaba un libro. Eso, por sí solo, era sorprendente. Mi padre era casi, casi analfabeto. En inglés. Venía de Florin (donde se desarrolla La princesa prometida) y allí no había sido ningún tonto. En cierta ocasión dijo que habría acabado siendo abogado, y puede que fuera cierto. La cuestión es que a los dieciséis años probó suerte y se vino a América, apostó por la tierra de las oportunidades y perdió. Aquí nunca encontró nada que le viniera bien. No era de aspecto atractivo: muy bajito, calvo desde joven, y le costaba mucho aprender. Una vez que captaba una idea, se le quedaba grabada, pero las horas que tardaba en metérsele en la cabeza eran algo increíble. Su inglés siempre fue ridículamente inmigrante, y eso tampoco le ayudó mucho. Conoció a mi madre durante un viaje en barco; más tarde se casaron y cuando creyó que podían permitirse el lujo, me tuvieron a mí. Trabajó toda la vida como segundo barbero en la barbería de menos éxito de Highland Park, Illinois. Hacia el final, solía dormitar todo el día sentado en su silla. Y así fue cómo murió. Llevaba muerto una hora cuando el otro barbero se dio cuenta; hasta ese momento, había creído que mi padre se estaba echando una buena siesta. Tal vez fuera así. Tal vez todo se reduzca a eso. Cuando me lo dijeron me sentí terriblemente afectado, pero al mismo tiempo pensé que aquella forma de marcharse era casi como una prueba de cómo había sido su existencia.

En fin, que entonces le dije:

—¿Eh? ¿Cómo? No te he oído.

Estaba muy débil y terriblemente cansado.

—Capítulo uno. La prometida. —Entonces levantó el libro—. Te lo voy a leer para que te relajes. —Prácticamente me metió el libro en la cara—. De S. Morgenstern. Un gran escritor florinés. La princesa prometida. Él también se vino a América. S. Morgenstern. Murió en Nueva York. Lo escribió en inglés. Hablaba ocho lenguas. —A esas alturas mi padre dejó el libro y me enseñó los dedos—. Ocho. Una vez, en la ciudad de Florin, estuve en su café. —Meneó la cabeza; mi padre siempre meneaba la cabeza cuando decía algo mal—. No era su café. Él estaba en el café, y yo también, al mismo tiempo. Lo vi. A S. Morgenstern. Tenía una cabeza así de grande. —Y colocó las manos como para formar un globo enorme—. Un gran hombre en la ciudad de Florin. No tanto en América.

—¿Trae algo de deportes?

—Esgrima. Lucha. Tortura. Venenos. Amor verdadero. Odio. Venganza. Gigantes. Cazadores. Hombres malos. Hombres buenos. Las damas más hermosas. Serpientes. Arañas. Bestias de toda clase y aspecto. Dolor. Muerte. Valientes. Cobardes. Forzudos. Persecuciones. Fugas. Mentiras. Verdades. Pasión. Milagros.

—Pinta bien —dije, y medio cerré los ojos—. Haré lo posible por no dormirme…, pero tengo muchísimo sueño, papá…

¿Quién puede saber cuándo su mundo va a cambiar? ¿Quién es capaz de decir, antes de que ocurra, que todas las experiencias anteriores, todos los años, fueron una preparación para… nada? Imaginaos lo siguiente: un anciano casi analfabeto que luchó con un idioma enemigo, un niño casi exhausto que lucha contra el sueño. Y entre ambos solo las palabras de otro extranjero, traducido con dificultad de los sonidos nativos a los extranjeros. ¿Quién podía sospechar que por la mañana ese niño se despertaría siendo distinto? De lo único que me acuerdo es de que traté de vencer la fatiga. Incluso al cabo de una semana no me había dado cuenta de lo que había comenzado aquella noche, de las puertas que se cerraban de golpe mientras otras se abrían. Tal vez debí haber presentido algo, o tal vez no; ¿quién puede presentir la revelación en el aire?

Lo que ocurrió fue simplemente esto: la historia me enganchó.

Por primera vez en mi vida, sentía un interés activo por un libro. Yo, el fanático de los deportes; yo, el enloquecido por los partidos; yo, el único niño de diez años de Illinois que odiaba el alfabeto pero que quería saber qué ocurría después.

¿Qué fue de la hermosa Buttercup y del pobre Westley, y de Íñigo, el más grande espadachín de la historia mundial? ¿Y cuán fuerte era en realidad Fezzik? ¿Tendría límites la crueldad de Vizzini, el endiablado siciliano?

Cada noche mi padre me leía un capítulo tras otro, luchando siempre para que las palabras sonaran correctamente, para atrapar el sentido. Y yo yacía allí tumbado, con los ojos entrecerrados, mientras mi cuerpo recorría lentamente el largo camino que le devolvería las fuerzas. Como ya he dicho, la convalecencia duró aproximadamente un mes, y en ese tiempo, mi padre me leyó dos veces La princesa prometida. Aunque podía leer yo solo, este libro era suyo. Jamás se me habría ocurrido abrirlo. Quería la voz de mi padre, sus sonidos. Más tarde, incluso muchos años más tarde, en ocasiones solía decir: «¿Qué tal si me lees el duelo que Íñigo y el hombre de negro sostienen en el acantilado?». Y mi padre solía gruñir y mascullar, se iba a buscar el libro, se humedecía el pulgar con la lengua, y pasaba las páginas hasta que empezaba la fantástica batalla. Me encantaba. Incluso hoy, cuando surge la necesidad, así es cómo evoco el recuerdo de mi padre. Encorvado, esforzando la vista y deteniéndose ante una palabra difícil, tratando de ofrecerme la obra maestra de Morgenstern lo mejor que podía. La princesa prometida pertenecía a mi padre.

Todo lo demás era mío.

No hubo historia de aventuras que se salvara de mí.

«Pero vamos —le decía a la señorita Roginski cuando me restablecí—. Sigue recomendándome a Stevenson cuando ya me lo he leído todo. ¿A quién leo ahora?».

«Prueba con Scott —me sugería ella—, y vamos a ver si te gusta».

Y yo probaba con el viejo sir Walter y me gustaba lo suficiente como para tragarme media docena de libros en diciembre (gran parte del mes eran las vacaciones de Navidad, por lo tanto, no tenía que interrumpir la lectura nada más que de vez en cuando para comer algo).

«¿Y ahora quién más?».

«Tal vez Cooper», me decía ella.

Y yo venga a leer El cazador de ciervos y todo lo demás sobre los rastreadores, y un buen día, por mi cuenta, me topé con Dumas y D’Artagnan y esos dos tíos me tuvieron entretenido gran parte de febrero.

«Te has convertido en un adicto a la novela ante mis propios ojos —me dijo la señorita Roginski—. ¿Sabes que ahora te pasas más tiempo leyendo del que pasabas jugando? ¿No te das cuenta de que están empeorando tus notas de matemáticas?».

No me importaba cuando me criticaba. Estábamos solos en la clase, y la perseguía para que me sugiriese a alguien interesante que devorar. Meneó la cabeza y me dijo: «Billy, no cabe duda de que estás floreciendo. Delante de mis propios ojos. La cuestión es que no sé en qué te convertirás».

Yo me quedé ahí esperando a que me dijera el nombre de algún autor.

«Eres insoportable, mira que quedarte ahí esperando… —Se detuvo un segundo para pensar—. Está bien. Prueba con Hugo. Nuestra Señora de París».

«Hugo —dije yo—. Nuestra Señora de París. Gracias».

Me volví dispuesto a salir corriendo hacia la biblioteca. Mientras me iba, la oí suspirar lo siguiente: «Esto no durará. No puede durar».

Pero duró.

Y dura. Soy tan fanático de las aventuras ahora como lo era entonces, y esto nunca tendrá fin. Aquel primer libro mío que mencioné, El templo del oro, ¿sabéis de dónde saqué el título? De la película Gunga Din; la he visto dieciséis veces y sigo pensando que es la película más estupenda de aventuras que jamás, repito, jamás se haya filmado. (La verdadera historia de Gunga Din: cuando me licencié del ejército, juré que jamás volvería a un puesto militar. Nada grandioso, solo un juramento vitalicio. Bien, pues al día siguiente de haberme licenciado me encuentro en mi casa. Tengo un amigo en Fort Sheridan, que está cerca, y voy a verlo. Entonces él me dice: «Oye, adivina qué película dan esta noche. Gunga Din». «Iremos», le dije yo. «No está permitido —me contestó—. Vas de civil». Resultado: volví a vestir el uniforme la noche siguiente de haberme licenciado y entré a hurtadillas en un puesto militar para ver la película. Y salí a hurtadillas. Como un ladrón en plena noche. Con el corazón al galope, sudores fríos y demás). Soy adicto a la acción/la aventura/llamadlo como queráis, en cualquier forma, color, etcétera. Jamás me perdí una película de Alan Ladd, o de Errol Flynn. Sigo sin perderme las de John Wayne.

Mi vida entera empezó de verdad cuando mi padre me leyó a Morgenstern a la edad de diez años. Un hecho: Dos hombres y un destino es, sin lugar a dudas, lo más popular con lo que he tenido relación. Cuando muera, si en el Times me llegan a dedicar una nota necrológica, será gracias a Butch. De acuerdo, ¿cuál es la escena de la que todo el mundo habla, el momento único que se graba en la memoria de todos, en la tuya, en la mía y en la de las masas? Respuesta: el salto desde el acantilado. Bueno, cuando escribí esa escena, recuerdo que pensé que los acantilados desde los que saltaban eran los Acantilados de la Locura que todo el mundo intenta escalar en La princesa prometida. Cuando escribí Dos hombres y un destino, a mi mente acudían imágenes retrospectivas en las que aparecía mi padre leyéndome la escena de la escalada con cuerdas de los Acantilados de la Locura, mientras la muerte aguardaba agazapada.

Aquel libro fue la mejor cosa que me ocurrió en la vida (perdóname, Helen; Helen es mi esposa, la famosa psiquiatra infantil), y mucho antes de casarme sabía que iba a compartirlo con mi hijo. Sabía también que iba a tener un hijo. O sea que cuando nació Jason (si hubiera sido niña, se habría llamado Pamby; ¿os imagináis, una psiquiatra infantil que le ponga a sus hijos semejantes nombres?…). En fin, cuando nació Jason, tomé nota mentalmente de que cuando cumpliera diez años debía comprarle un ejemplar de La princesa prometida.

Después me olvidé de todo aquello.

Otra escena retrospectiva: Hotel Beverly Hills, diciembre pasado. Me traen de cabeza las reuniones sobre Las poseídas de Stepford, de Ira Levin, que voy a adaptar para la pantalla grande. Llamo a mi mujer a Nueva York a la hora de la cena, cosa que hago siempre para que se sienta querida, y hablamos. Casi al final de nuestra conversación me dice:

—Por cierto, le regalaremos a Jason una bicicleta de diez marchas. La he comprado hoy. Me pareció adecuado, ¿qué opinas?

—¿Por qué adecuado?

—Vamos, Willy. Diez años, diez marchas.

—¿Mañana cumple diez años? Lo había olvidado por completo.

—Llámanos mañana a la hora de la cena y podrás desearle feliz cumpleaños.

—¿Helen? Oye, hazme un favor. Telefonea a la librería Nine-Nine-Nine y diles que te envíen La princesa prometida.

—Espera que cojo un lápiz. —Y se marchó un ratito—. Vale, dispara. ¿La princesa qué?

—Prometida. De S. Morgenstern. Es un clásico para niños. Dile que la semana que viene, cuando regrese, le haré preguntas sobre el libro y que no tiene por qué gustarle, pero que, si no le gusta, me suicido. Díselo tal cual, por favor; no quisiera ejercer más presiones sobre él.

—Mándame un beso, tonto.

—Muuua.

—Nada de estrellas jóvenes.

Esa era la frase que usaba siempre para terminar nuestras conversaciones cuando yo andaba solo y sin compromiso en la soleada California.

—Se han extinguido, tonta.

Esa era mi frase.

Colgamos.

A la tarde siguiente, ocurrió que apareció de la nada una joven estrella de carne y hueso, bronceada y de respiración profunda. Yo estoy tonteando junto a la piscina y ella pasa en bikini, estupenda. Tengo la tarde libre, no conozco un alma, o sea que me pongo a jugar al juego de cómo puedo abordar a esa chica sin que ella se eche a reír a carcajadas. Nunca hago nada, pero lo de mirar es un ejercicio fenomenal, y yo tengo el título de campeón de liga en eso de mirar a las chicas. No se me ocurre ninguna forma de abordarla que conecte con la realidad, así que me pongo a hacer largos en la piscina. Nado cuatrocientos metros diarios porque me duelen las lumbares.

Ida y vuelta, ida y vuelta, dieciocho largos, y cuando he terminado, me voy al lado hondo y me quedo jadeando, y la estrellita se me acerca nadando. Se aferra al borde, también del lado hondo, a un palmo de donde yo estoy, con el pelo mojado y brillante y el cuerpo debajo del agua, pero sé que está ahí, y va y me dice (ocurrió de veras):

—Disculpe, pero ¿no es usted William Goldman, el que escribió Boys and Girls Together? Es el libro que más me ha gustado de todos los que he leído.

Me agarro al borde de la piscina y afirmo con la cabeza; no recuerdo exactamente lo que le dije. (Mentira. Me acuerdo exactamente de lo que le dije, pero es demasiado estúpido como para reproducirlo; cielos, ya tengo cuarenta años. «Goldman, sí, Goldman, soy Goldman». Me salió todo como una sola palabra; vete a saber el idioma que creyó que estaría hablando).

—Soy Sandy Sterling —me dice—. Mucho gusto.

—Hola, Sandy Sterling —logro decir, lo cual es bastante cortés, al menos para mí; volvería a decirlo si me encontrara de nuevo en la misma situación.

Entonces me llaman por los altavoces.

—Los Zanuck no me dejan en paz —comento yo.

La chica se echa a reír y yo me voy volando a contestar la llamada; pienso si lo que le he dicho era realmente tan inteligente, y cuando llego al teléfono tengo decidido que sí, que lo era. Cojo el auricular y digo «inteligente» en lugar de «dígame» o de «Bill Goldman». Voy y digo «inteligente».

—Willy, ¿has dicho «inteligente»?

Es Helen.

—Helen, estoy reunido por lo del guion, y habíamos quedado en llamarnos esta noche a la hora de la cena. ¿Por qué me llamas a la hora del almuerzo?

—Mmm… hostil, hostil.

No se te ocurra jamás hablar con tu mujer sobre la hostilidad cuando es una freudiana declarada.

—Es que en esta reunión de guiones me están volviendo loco con tonterías. ¿Qué pasa?

—Probablemente nada, salvo que la obra de Morgenstern está agotada. Hoy he preguntado en Doubleday. Por el tono que empleaste me pareció que podía ser importante, o sea que te informo de que Jason tendrá que conformarse con su muy adecuada bicicleta de diez marchas.

—No es importante —digo yo. Sandy Sterling me sonríe. Desde el lado hondo de la piscina. Me sonríe a mí—. Gracias de todos modos. —Me disponía a colgar, cuando digo—: Oye, ya que te has tomado tantas molestias, llama a Argosy, de la calle Cincuenta y Nueve. Se especializan en libros agotados.

—Argosy. En la Cincuenta y Nueve. De acuerdo. Ya hablaremos a la hora de la cena.

Cuelga. Sin decirme «nada de estrellas jóvenes». Siempre termina todas las conversaciones telefónicas con esa frase y ahora no lo ha hecho. ¿Acaso algo en mi tono de voz me ha delatado? Helen es muy especial para estas cosas; además, siendo psiquiatra… La culpa, como si fuera un pudin, comienza a bullir en mi horno interior.

Vuelvo a mi tumbona. Solo.

Sandy Sterling nada unos cuantos largos. Cojo mi New York Times. Hay en el aire cierta tensión sexual.

—¿Ya no nadas más? —me pregunta.

Dejo el periódico. Está junto al borde de la piscina, del lado que queda más cerca de mi tumbona.

Asiento, mirándola fijamente.

—¿Zanuck, Dick o Darryl? —pregunta.

—Era mi mujer —le contesto, poniendo el énfasis en la última palabra.

La chica no se inmuta. Sale de la piscina y se tiende en la tumbona de al lado. Pechugona pero rubia. Si a uno le gustan así, Sandy Sterling tiene que gustar. A mí me gustan así.

—Estás aquí por lo de Levin, ¿no? ¿Por Las poseídas de Stepford?

—Estoy haciendo el guion.

—Me encantó ese libro. Es el libro que más me ha gustado del mundo. Me encantaría trabajar en una película así. Escrita por ti. Haría cualquier cosa por una oportunidad como esa.

Ya estaba. Acababa de poner las cartas sobre la mesa.

Naturalmente que en seguida le dejo las cosas claras.

—Oye —le digo—, no acostumbro a hacer ese tipo de cosas. De lo contrario, las haría, porque estás estupenda, de eso no cabe duda, y te deseo toda clase de felicidad, pero la vida es ya de por sí bastante complicada como para agregarle cosas de esas.

Eso es lo que pensé que iba a decirle. Pero entonces me dije: «Eh, un momento, ¿dónde está escrito que tú debas ser el puritano del mundo del cine?». He trabajado con gente que lleva archivos de tarjetas para este tipo de asuntos. (Es la verdad. Preguntadle a Joyce Haber).

—¿Has actuado en muchas películas? —me oigo preguntar.

Ya sabéis que sentía un verdadero entusiasmo por conocer la respuesta.

—Nada que ampliara mis horizontes; no sé si me explico.

—¿Señor Goldman?

Levanto la vista. Es el asistente del socorrista.

—Es para usted otra vez —me dice, entregándome el teléfono.

—¿Willy?

El mero sonido de la voz de mi esposa hace que la duda ciega recorra cada fibra de mi ser.

—Dime, Helen.

—Pareces raro.

—¿Qué pasa, Helen?

—Nada, pero…

—Por nada no me habrías llamado.

—Willy, ¿qué te pasa?

—No me pasa nada. Trataba de ser lógico. Al fin y al cabo, eres tú la que has llamado. Solo trataba de determinar por qué.

Cuando me lo propongo, llego a ser bastante distante.

—Me estás ocultando algo.

Lo que más me indigna en este mundo es que Helen se ponga así. Os lo explico. Con su horrible formación de psiquiatra, solo me acusa de ocultarle cosas cuando le estoy ocultando cosas.

—Helen, en estos momentos estoy en una reunión, por favor, dime lo que quieres.

Ahí estaba otra vez la cuestión. Le estaba mintiendo a mi esposa en relación con otra mujer, y esa otra mujer lo sabía.

Sandy Sterling, que ocupa la tumbona contigua a la mía, me sonríe mirándome directamente a los ojos.

—En Argosy no tienen el libro. Nadie tiene el libro. Adiós, Willy. —Y cuelga.

—¿Tu mujer otra vez?

Asiento y dejo el teléfono colgado sobre la mesa, junto a mi tumbona.

—Os habláis mucho.

—Ya lo sé —le digo—. Es un suplicio llegar a escribir algo.

Supongo que sonrió.

No tenía manera de lograr que el corazón dejara de latirme con tanta fuerza.

«Capítulo uno. La prometida», dijo mi padre.

Debí de dar un respingo o algo por el estilo porque la chica dijo:

—¿Eh?

—Mi pa… —empiezo a decir yo—. Pensaba… —empiezo a decir otra vez y luego añado—: Nada.

—Tranquilo —me dice ella, y me lanza una sonrisa verdaderamente dulce.

Durante un segundo posó su mano sobre la mía, de un modo suave y reconfortante. Me pregunté si era acaso posible que además fuera comprensiva. ¿Estupenda y comprensiva? ¿Sería legal? Helen nunca había sido comprensiva. Aunque siempre decía que lo era —«comprendo por qué lo dices, Willy»—, pero en secreto trataba de descubrir mis neurosis. No, supongo que era comprensiva; pero no era compasiva. Además, por supuesto, no era estupenda. Delgaducha, sí. Brillante también.

—Conocí a mi mujer en la escuela universitaria para graduados —le digo a Sandy Sterling—. Ella hacía el doctorado.

A Sandy Sterling le estaba costando un poco captar mi sucesión de ideas.

—Éramos unos críos. ¿Cuántos años tienes?

—¿Te digo mi verdadera edad o la que uso para el béisbol?

Me eché a reír de buena gana. ¿Estupenda, comprensiva y ocurrente?

«Esgrima. Lucha. Torturas —dijo mi padre—. Amor. Odio. Venganza. Gigantes. Bestias de toda clase y aspecto. Verdades. Pasión. Milagros».

Es la una menos veinticinco y le digo:

—¿Me dejas hacer una llamada? Póngame con información de Nueva York —añado cuando cojo el teléfono y, una vez que me comunican, inquiero—: ¿Podría darme los nombres de algunas librerías de la Cuarta Avenida, por favor? Habrá unas veinte.

En la Cuarta Avenida se encuentran las librerías de segunda mano más importantes de libros de lengua inglesa de todo el mundo civilizado. Mientras la operadora me busca los nombres, me vuelvo hacia la criatura que estaba en la tumbona de al lado y le comento:

—Mi hijo cumple diez años hoy y me gustaría regalarle este libro; no tardaré nada.

—Estupendo —dice Sandy Sterling.

—Aquí figura una tienda llamada Librería de la Cuarta Avenida —me dice la operadora, y me da el número.

—¿No podría darme alguna otra? Vienen todas juntas.

—Si mee daa los nombress, lo ayudaré encantada —responde la operadora, hablando en el lenguaje de la Bell.

—Con este ya tengo bastante —le contesto, y le pido a la operadora del hotel que me ponga con la tienda—. Oiga, que llamo desde Los Ángeles —le digo—, y busco La princesa prometida, de S. Morgenstern.

—No, lo siento —me contesta el tío.

Y antes de que le pueda pedir que me dé los nombres de otras librerías el tipo cuelga.

Le pido a la operadora del hotel que vuelva a ponerme con la tienda y cuando el tío vuelve a coger el teléfono le digo:

—Habla su corresponsal de Los Ángeles. Esta vez procure no colgar tan deprisa.

—Le he dicho que no lo tengo.

—Ya lo he entendido. Pero como estoy en California, me gustaría que me diera los nombres y los teléfonos de algunas otras tiendas de la zona. Quizá lo tengan y, como podrá imaginarse, por aquí no abundan las Páginas Amarillas de Nueva York.

—Ellos a mí no me ayudan, y yo tampoco.

Vuelve a colgar.

Me quedo ahí sentado, con el auricular en la mano.

—¿Cuál es ese libro tan especial? —me pregunta Sandy Sterling.

—No tiene importancia —le contesto, y cuelgo. Entonces le digo—: Sí que la tiene.

Vuelvo a coger el teléfono y finalmente logro comunicarme con Harcourt Brace Jovanovich, mi editor de Nueva York, y al cabo de unos cuantos minutos más la secretaria de mi editor me lee los nombres y los teléfonos de todas las librerías de la zona de la Cuarta Avenida.

«Cazadores —decía en aquel momento mi padre—. Hombres malos. Hombres buenos. Las damas más hermosas». Lo tenía acampado en la cabeza, acurrucado, calvo y medio bizco, tratando de leer, tratando de agradar, tratando de mantener alejados a los lobos y a su hijo con vida.

Era la una y diez cuando por fin logré tener la lista completa y me despedí de la secretaria.

Entonces empecé con las librerías.

—Oiga, llamo desde Los Ángeles para preguntar si tienen un libro de Morgenstern, La princesa prometida, y…

—… lo siento…

—… lo siento…

Comunican.

—… hace años que está agotado…

Otro que comunica.

Las dos menos veinticinco.

Sandy sigue nadando. Y monta un poco en cólera. Debe de pensar que le estoy tomando el pelo. Pues no le estoy tomando el pelo, pero lo parece.

—… lo siento, tuve un ejemplar en diciembre…

—… no lo tengo, lo siento…

—Esta es una grabación. El número que ha marcado no funciona… Rogamos que cuelgue y…

—… no…

Y Sandy que trina. Echando chispas, recogiendo sus cosas.

—¿… quién lee a Morgenstern hoy en día?

Sandy se marcha, se marcha, estupenda, preciosa, se marchó.

Adiós, Sandy. Lo siento, Sandy.

—… lo siento, ya estamos cerrando.

Ya son las dos menos cinco. Las cinco menos cinco en Nueva York.

Pánico en Los Ángeles.

La línea comunica.

No contestan.

No contestan.

—En florinés, creo. Lo tendré en algún sitio de la trastienda.

Me incorporo en la tumbona. El tío tiene un acento marcadísimo.

—Necesito la versión inglesa.

—Hoy en día pocos piden a Morgenstern. Ya no sé qué tengo en la trastienda. Venga mañana y búsquelo usted mismo.

—Estoy en California —le digo.

—Chalado.

—Es muy importante para mí que me lo busque.

—¿Esperará mientras lo hago? Yo no pienso pagar la llamada.

—Tómese el tiempo que necesite.

Se tomó diecisiete minutos. Yo esperé en línea, escuchando. De vez en cuando se oía el sonido de un paso o un estrépito de libros o un gruñido: «Ay, ay».

Y por fin:

—Bien, tengo el florinés, tal como pensaba.

Por poco.

—Pero no la versión inglesa —digo.

Y de pronto, el hombre empieza a chillarme:

—¿Cómo, se ha vuelto loco? Me rompo el alma para que usted me diga que no lo tengo. Claro que lo tengo, lo tengo aquí, y créame que le va a costar una buena suma.

—Estupendo…, se lo digo en serio, no es broma. Escúcheme, que le explico lo que tiene que hacer. Coja un taxi y pídale que lleve los libros a Park y…

—Oiga, señor Chalado California, ahora me va a escuchar usted a mí. Aquí va a caer una tormenta de nieve en cualquier momento y ni yo ni mis libros iremos a ningún sitio sin dinero. Seis cincuenta cada uno. Si quiere la versión inglesa, tendrá que llevarse también la florinesa, y cierro a las seis. Estos libros no saldrán de aquí si yo no recibo antes trece dólares.

—No se vaya —le digo, y cuelgo.

¿Y a quién llama uno fuera del horario de oficina y con las Navidades al caer? Pues a un abogado.

—Charley —le digo cuando logro encontrarlo—, me tienes que hacer un favor. Vete a la Cuarta Avenida, a la librería de Abromowitz, págale trece dólares por dos libros, coge un taxi hasta mi casa y dile al conserje que los suba a mi piso. Ya. Ya sé que está nevando, ¿qué me dices?

—Que es un favor tan extraño que no tendré más remedio que hacértelo.

Vuelvo a telefonear a Abromowitz.

—Mi abogado ya va para allá.

—Nada de cheques —me dice Abromowitz.

—Es usted todo corazón.

Cuelgo y empiezo a hacer cálculos. Aproximadamente, unos ciento veinte minutos de conferencia a razón de un dólar treinta y cinco los primeros tres minutos, más trece por los libros, más unos diez por el taxi de Charley, más unos sesenta por sus honorarios, ¿a cuánto ascendía? Tal vez unos doscientos cincuenta. Todo para que mi hijo Jason tuviera el Morgenstern. Me repantingué y cerré los ojos. Doscientos cincuenta dólares por no mencionar las dos horas de tormento y angustia, sin olvidarnos de Sandy Sterling.

Una ganga.

Me llamaron a las siete y media. Estaba en mi suite.

—Le encanta la bici —me dice Helen—. Está prácticamente fuera de sí.

—Fabuloso.

—Ah, llegaron tus libros.

—¿Qué libros? —pregunto; Chevalier no habría podido parecer más indiferente.

La princesa prometida. En varias lenguas; por suerte una de ellas era el inglés.

—Bueno, me parece muy bien —digo persistiendo en mi vaguedad—. Casi se me había olvidado que pedí que se los enviasen.

—¿Cómo llegaron hasta aquí?

—Telefoneé a la secretaria de mi editor y le pedí que me buscara un par de ejemplares. A lo mejor los tenían en Harcourt, cualquiera sabe. —Pues sí, en Harcourt tenían unos ejemplares; ¿os lo imagináis? Puede que en las páginas siguientes os cuente por qué—. Pásame con el niño.

—Hola —me saluda al cabo de un segundo.

—Escúchame, Jason —le digo—: Pensábamos regalarte una bicicleta para tu cumpleaños, pero después cambiamos de idea.

—Jo, estás muy equivocado. Ya me habéis regalado una.

Jason ha heredado de su madre la total falta de humor. No lo sé; tal vez él sea ocurrente y yo no. Una cosa que puedo afirmar con toda seguridad es que no nos reímos mucho juntos. Mi hijo Jason es un crío con un aspecto increíble: pintado de amarillo, podría formar parte del equipo de sumo de la escuela. Un pequeño dirigible. Se pasa la vida comiendo. Yo me cuido para no engordar, y a Helen solo se la ve entera de frente, y además, es una de las más conocidas psiquiatras infantiles de Manhattan, y mi hijo rueda más deprisa de lo que camina. «Utiliza la comida para expresarse —dice siempre Helen— para calmar sus ansiedades. Cuando se sienta dispuesto y capaz de hacer frente a las cosas, adelgazará».

—Oye, Jason. Mamá me ha dicho que el libro te acaba de llegar. Ya sabes, el de la princesa. Me encantaría que lo leyeses mientras estoy fuera. Cuando yo era crío me encantó y me gustaría saber qué te parece.

—¿También tiene que encantarme?

Vaya si era hijo de su madre.

—No, Jason. Solo quiero saber tu opinión. La verdad. Te echo de menos, campeón. Te llamaré para tu cumpleaños.

—Jo, estás muy equivocado. Hoy es mi cumpleaños.

Estuvimos de guasa otro rato, hasta bastante después de que hubiéramos agotado todos los temas. Hice lo mismo con mi cónyuge, y colgué con la promesa de regresar al cabo de una semana.

Tardé dos.

Las reuniones se extendían, los productores tenían inspiraciones de las que había que tomar nota, los directores necesitaban que les calmaran los egos. En fin, que estuve en la soleada California mucho más de lo planeado. Pero al final me permitieron regresar al abrigo y amparo del seno familiar, de modo que me marché pitando para el aeropuerto de Los Ángeles, no fuera a ser que alguien cambiara de parecer. Llegué temprano, cosa que siempre hago cuando vuelvo a casa, porque tenía que llenarme los bolsillos con chismes y cositas para Jason. Cada vez que regreso de un viaje viene hacia mí corriendo (anadeando) y gritando:

—Deja que te vea los bolsillos.

Acto seguido me revisa todos los bolsillos, apoderándose de su soborno, y una vez que se ha hecho con el botín, me da un buen abrazo. ¿No es tremendo lo que somos capaces de hacer con tal de sentirnos queridos?

—Deja que te vea los bolsillos —grita Jason, y viene hacia mí cruzando el vestíbulo.

Es jueves, la hora de la cena, y mientras él cumple con el ritual Helen sale de la biblioteca y me da un beso en la mejilla al tiempo que me dice: «Qué hombre más deslumbrante tengo», lo cual también forma parte del ritual y, cargado de regalos, Jason me da una especie de abrazo para salir disparado, andando hacia su habitación del mismo modo que antes.

—Angelica está preparando la cena —anuncia Helen—, no podrías haber calculado mejor.

—¿Angelica?

Helen se lleva el índice a los labios y me susurra:

—Hace tres días que trabaja aquí, pero creo que puede llegar a ser una joya.

—¿Qué había de malo en la joya que teníamos cuando me marché? —le pregunto también en susurros—. Solo llevaba aquí una semana.

—Resultó un desengaño —responde Helen.

Eso fue todo. (Helen es una mujer brillante —en la universidad fue miembro de la asociación de alumnos de más altos méritos, sacó todos los sobresalientes posibles, todo un portento intelectual—, pero la cuestión es que no logra que le duren las chicas de servicio. En primer lugar, supongo que se siente culpable de tener quien le haga las cosas, puesto que la mayoría de las chicas disponibles hoy en día son negras o hispanas, y Helen es ultra superliberal. En segundo lugar, es tan eficiente que las asusta. Todo lo hace mejor que ellas y lo sabe, y además, sabe que ellas lo saben. En tercer lugar, una vez que las tiene aterrorizadas, trata de explicarles las cosas, claro, siendo psicoanalista, se entiende… Como decía, trata de explicarles por qué no deberían sentirse aterrorizadas, y al cabo de una buena media hora de analizarles el ego, las chicas acaban realmente aterradas. En fin, que en los últimos años hemos tenido un promedio de cuatro «joyas» al año).

—Hemos tenido mala suerte, pero cambiará —digo, del modo más reconfortable que sé.

Solía fastidiarla con este tema de la limpieza, pero aprendí que no era lo más conveniente.

La cena estuvo lista un poco más tarde, y rodeando a mi esposa con un brazo y a mi hijo con el otro, avancé hacia el comedor. En aquel momento me sentí a salvo, seguro, todas las cosas bonitas. La cena estaba servida: espinacas a la crema, puré de patatas, salsa y carne asada a la cazuela; estupendo, salvo que no me gusta la carne asada, porque como muy poca carne, pero las espinacas a la crema me chiflan, o sea que con todo, sobre el mantel había dispuesta una selección más que comestible. Nos sentamos. Helen sirvió la carne; en cuanto al resto, nos pasamos las fuentes. Mi ración de asado no estaba demasiado jugosa, pero la salsa sirvió para equilibrar la cosa. Helen llamó al timbre. Apareció Angelica. Tendría unos dieciocho o veinte años, de piel aceitunada y movimientos lentos.

—Angelica —le dijo Helen—, este es el señor Goldman.

Le sonrío y le digo «hola» agitando el tenedor en el aire. Ella asiente.

—Angelica, no lo digo para que te lo tomes como una crítica, puesto que la culpa la tengo yo, pero en lo sucesivo, las dos hemos de tratar por todos los medios de acordarnos de que al señor Goldman le gusta el rosbif muy…

—¿Era rosbif? —pregunto yo.

Helen me lanza una mirada y prosigue:

—Angelica, no hay ningún problema, debí haberte hablado más de una vez sobre cuáles eran las preferencias del señor Goldman, pero la próxima vez que tomemos asado de costillas deshuesadas, procura, por favor, que por dentro quede de color rosado, ¿de acuerdo?

Angelica se retira a la cocina. Otra «joya» que se iba a hacer gárgaras.

No os olvidéis de que al comenzar la cena los tres éramos felices. Dos nos quedamos en ese estado, pero Helen se mostraba visiblemente afectada.

Jason acumulaba el puré de patatas en su plato con un movimiento experto y firme.

Le sonrío a mi hijo y le digo:

—Oye, trata de tomártelo con más calma, ¿eh?

Se sirve otra cucharada bien llena y la desparrama en el plato.

—Jason, ten en cuenta que son muchas calorías —le digo.

—Es que tengo mucho apetito, papá —me contesta sin mirarme.

—¿Por qué no te atiborras de carne? Come toda la carne que te dé la gana y no te diré una sola palabra.

—¡No pienso comer nada! —exclama Jason.

Aparta el plato, se cruza de brazos y fija la mirada en la lejanía.

—Si yo fuera vendedora de muebles —me dice Helen—, o tal vez cajera en un banco, lo entendería; pero ¿cómo puedes haber estado casado tantos años con una psiquiatra y hablar de ese modo? Willy, pareces haber salido de la Edad Media.

—Helen, el niño está gordo. Lo único que sugiero es que deje unas cuantas patatas para los demás y que se atiborre con esta exquisita carne asada que tu «joya» ha preparado para mi regreso triunfal.

—Willy, no es mi intención asombrarte, pero da la casualidad de que Jason no solo tiene una fina inteligencia sino que además posee una vista magnífica. Cuando se mira en el espejo, te aseguro que sabe perfectamente que no está delgado. Y eso es porque en esta etapa de su vida ha elegido no estar delgado.

—Helen, no le falta demasiado para empezar a salir con chicas, ¿qué pasará entonces?

—Cariño, Jason tiene diez años, y en esta etapa de su vida las chicas no le interesan. A esta edad lo que le interesa es la cohetería. ¿Qué le importa a un aficionado a los cohetes una ligera tendencia a la obesidad? Cuando él decida ser delgado, te aseguro que tendrá la inteligencia y la fuerza de voluntad suficientes para adelgazar. Hasta que no llegue ese momento, te pido por favor que en mi presencia no frustres al niño.

Sandy Sterling bailaba en bikini delante de mis ojos.

—No pienso comer, y se acabó —dice entonces Jason.

—Pero, querido mío —le dice Helen al crío con ese tono que ella reserva en esta Tierra solo para momentos como este—, trata de ser lógico. Si no te comes el puré de patatas, te enfadarás y yo también me enfadaré, y está claro que tu padre ya está enfadado. Pero si te comes el puré de patatas, yo me sentiré muy satisfecha, tú te sentirás satisfecho, y tu estómago se sentirá satisfecho. Lo de tu padre ya no tiene solución. Está en tus manos el que tres personas se enfaden o que se enfade una sola, y con respecto a esta última, como ya te he dicho, no hay nada que hacer. Por lo tanto, la conclusión es clarísima, aunque tengo una fe absoluta en tu capacidad para llegar a ella por ti mismo. Haz lo que tú quieras, Jason.

El niño comienza a engullir.

—Harás que se convierta en un mariquita —le digo, aunque en una voz lo bastante baja como para que lo oiga solo yo, y Sandy.

Entonces inspiro profundamente, porque siempre que regreso a casa hay problemas, razón por la cual Helen dice que traigo conmigo la tensión, que necesito pruebas sobrehumanas de que me han echado de menos, de que todavía me necesitan, de que soy amado, etc. Lo único que sé es que detesto estar lejos, pero lo peor es el regreso. Nunca tengo demasiada ocasión de entablar una conversación del tipo: «¿Y qué tal? ¿Qué novedades hubo durante mi ausencia?», y menos si tenemos en cuenta que Helen y yo nos telefoneamos casi cada noche.

—Apuesto a que eres un genio con esa bici —digo entonces—. Tal vez este fin de semana salgamos a dar un paseo.

Jason levanta la vista del puré de patatas.

—El libro me encantó, papá. Es genial.

Me sorprendo de que me lo diga, porque, como es natural, yo solo empezaba a encauzar la conversación hacia ese tema. Pero, como dice siempre Helen, Jason no es ningún imbécil.

—Bueno, me alegro —repongo.

Y vaya si me alegraba.

—Puede que sea el mejor libro que he leído en mi vida —agrega Jason asintiendo.

Tomo una cucharada de espinacas.

—¿Cuál es la parte que más te ha gustado?

—El capítulo uno. La prometida —responde Jason.

Eso me sorprende de veras. No es que el capítulo uno esté mal, pero la cuestión es que no pasan demasiadas cosas si lo comparamos con las cosas increíbles que ocurren después. En su mayor parte habla de cómo Buttercup se hace mayor, eso es todo.

—¿Qué me dices de la escalada de los Acantilados de la Locura? —le pregunto—. Eso ocurre en el capítulo cinco.

—Está bien —aclara Jason.

—¿Y de la descripción del Zoo de la Muerte del príncipe Humperdinck? Está en el segundo capítulo.

—Pues está muy bien —dice Jason.

—Lo que más me sorprendió fue que la descripción del Zoo de la Muerte ocupa unos pocos párrafos, pero no sé, en cierto modo sabes que más adelante todo encajará. ¿Tuviste la misma sensación?

—Mmm… ajá. —Jason asiente—. Sí, es genial.

A esas alturas ya sabía que no lo había leído.

—Trató de leerlo —interviene Helen—. Y se leyó el primer capítulo. Pero el capítulo segundo fue imposible para el crío, o sea que cuando vi que había hecho un esfuerzo razonable le dije que lo dejara. No todos tenemos los mismos gustos. Le dije que tú lo entenderías, Willy.

Claro que lo entendía. Aunque me sentía completamente abandonado.

—No me gustó, papá. Quería que me gustara, pero…

Le sonrío. ¿Cómo es posible que no le gustara? Pasión. Duelos. Milagros. Gigantes. Amor verdadero.

—¿Tampoco vas a comerte las espinacas? —me pregunta Helen.

Me levanto de la mesa.

—Los tiempos cambian. No tengo hambre.

No dice nada hasta que me oye abrir la puerta de la calle. Entonces me grita:

—¿Adónde vas?

De haberlo sabido, le habría contestado.

Deambulé por ahí en pleno diciembre. Sin abrigo. Aunque no me enteré del frío. Lo único que sabía era que tenía cuarenta años, que no me había propuesto encontrarme en aquellas circunstancias a esa edad, enganchado a una genial psicoanalista y a un hijo que más bien parecía un globo. Serían alrededor de las nueve de la noche cuando me encontré solo, sentado en medio de Central Park, sin nadie cerca de mí, y con todos los demás bancos vacíos.

Fue entonces cuando oí un susurro de hojas entre los arbustos. Cesó. Se volvió a oír. Muy suave. Más cerca.

Me volví como el rayo y grité:

—¡No me molestéis!

Fuera lo que fuese —amigo, enemigo, mi imaginación—, desapareció. Logré oír cómo corría y fue entonces cuando me di cuenta de una cosa: en aquel momento era un tipo peligrosísimo.

Entonces sentí frío. Y me fui a casa. Helen repasaba unas notas en la cama. Normalmente, me hubiera hecho algún comentario sobre lo mayor que estaba ya para esos arranques de comportamiento juvenil. Pero era probable que el peligro siguiera fijado a mí como una aureola. Lo noté en sus ojos inteligentes.

—De veras que lo intentó —dice finalmente.

—Nunca pensé que no lo intentara —contesto—. ¿Dónde está el libro?

—Supongo que en la biblioteca.

Me vuelvo y me dispongo a salir del dormitorio.

—¿Quieres que te traiga algo?

Le contesto que no. Me voy a la biblioteca, me encierro y busco La princesa prometida. Mientras reviso la encuadernación, noto que está bastante bien conservado, y es entonces cuando me doy cuenta de que lo había publicado mi propia editorial, Harcourt Brace Jovanovich. Aunque había sido mucho antes, por entonces ni siquiera eran Harcourt, Brace & World. Solo la vieja Harcourt, Brace, y punto. Hojeo el libro hasta la página del título, cosa que me resulta extraña, porque nunca antes lo había hecho; siempre había sido mi padre quien lo hojeaba. Al leer el verdadero título me echo a reír, porque ahí mismo dice:


10


Relato clásico de amores

verdaderos y grandes aventuras

escrito por S. Morgenstern


Un tipo que catalogaba su propia obra original como clásica antes de que fuese publicada y de que nadie la hubiera leído era de admirar. Tal vez pensó que, si no lo hacía así, nadie la leería, o tal vez solo intentaba echarle una mano a los críticos. No lo sé. Echo un vistazo al primer capítulo; era más o menos como lo recordaba. Paso al segundo capítulo, donde el autor habla del príncipe Humperdinck y ofrece la descripción breve e incitante del Zoológico de la Muerte.

Y es ahí cuando comienzo a darme cuenta del problema.

No es que la descripción no figurara. Estaba, y era más o menos como la recordaba. Pero antes de llegar a la descripción, había unas sesenta páginas de texto que hablaban de los antepasados del príncipe Humperdinck y de cómo su familia llegó a controlar Florin, y de esta boda y de este niño que engendró a este otro de aquí que después se casó con no sé quién; pasé al capítulo tercero, «El galanteo», y descubrí que hablaba de la historia de Guilder y de cómo ese país llegó al puesto que ocupa en el mundo. Cuanto más hojeaba el libro, de más cosas me enteraba: Morgenstern no se había propuesto escribir un libro infantil, sino una especie de historia satírica de su país y del declive de la monarquía en la civilización occidental.

Pero mi padre solo me había leído las partes de acción, las partes buenas. No se ocupó en absoluto del aspecto serio.

A eso de las dos de la madrugada, llamo a Hiram de Martha’s Vineyard. Hiram Haydn ha sido mi editor durante una docena de años, desde Soldier in the rain, y juntos hemos pasado muchas cosas, pero nunca por llamadas telefónicas a las dos de la madrugada. Sé que hasta el día de hoy no ha logrado entender por qué no pude esperar… digamos que hasta la hora del desayuno.

—Bill, ¿seguro que te encuentras bien? —me pregunta todo el rato.

—Oye, Hiram —comienzo yo a decir después de haberlo llamado unas seis veces—. Escúchame, habéis publicado un libro justo después de la Segunda Guerra Mundial. ¿Te parece que sería buena idea que lo compendiara y volviésemos a publicarlo ahora?

—Bill, ¿seguro que te encuentras bien?

—Sí, muy bien. Oye, solo utilizaría las partes buenas. Me encargaría de añadir párrafos allí donde se produzcan saltos en la narración y dejaría solo las partes interesantes. ¿Qué te parece la idea?

—Bill, aquí son las dos de la madrugada. ¿Sigues en California?

Finjo una total sorpresa. Para que no piense que estoy loco.

—Lo siento, Hiram. Dios mío, si seré idiota. En Beverly Hills apenas son las once. Oye, ¿crees que podrías comentárselo al señor Jovanovich?

—¿Quieres decir ahora mismo?

—Mañana o pasado, no hay prisa.

—Le comentaré lo que sea, pero no sé si entiendo bien lo que quieres. Bill, ¿seguro que estás bien?

—Estaré en Nueva York mañana. Te llamaré y te daré más detalles, ¿vale?

—Bill, ¿podrías hacerlo en las primeras horas del horario de oficina?

Me echo a reír y colgamos. Telefoneo a Zig en California. Evarts Ziegler lleva unos ocho años haciéndome de agente cinematográfico. Él fue quien me representó en Dos hombres y un destino; a él también lo desperté.

—Oye, Zig, ¿podrías ayudarme a aplazar Las poseídas de Stepford? Se me ha presentado otro proyecto.

—Te han contratado para que empieces ya mismo. ¿Cuánto tiempo más necesitarías?

—No estoy seguro; nunca había compendiado una obra. ¿Tú qué piensas que harían?

—Supongo que si se trata de un aplazamiento, amenazarían con demandarnos y acabarías perdiendo el trabajo.

La cosa resultó más o menos como él predijo; amenazaron con demandarme y a punto estuve de perder el trabajo y una cierta suma de dinero, y no me gané demasiados amigos en «la industria», como la llamamos los que estamos en esto del cine.

Pero compendié el libro y vosotros lo tenéis ahora en vuestras manos. La versión de las «partes buenas».

¿Por qué me tomé tantas molestias?

Helen me insistió mucho para que pensara una respuesta. Le parecía importante, pero no exactamente porque a ella le interesara saber mis motivos, sino que lo que le interesaba era que yo los supiese.

—Porque te comportaste como un chalado, Willy —me dijo—. Me tenías realmente asustada.

¿Por qué pues?

Esto del autoescrutinio nunca se me ha dado bien. Todo lo escribo por impulso. Esto me suena bien, aquello me suena mal…, así. No puedo analizarlo, al menos no logro analizar mis propios actos.

Sé que no espero que esto le cambie la vida a nadie como me la cambió a mí. Pero si nos fijamos en las palabras del subtítulo —«amor verdadero y grandes aventuras»— yo creí en eso en cierta ocasión. Pensé que mi vida iba a seguir por esos derroteros. Rogaba porque fuera así. Está claro que no lo fue, pero no creo que todavía existan grandes aventuras. Hoy en día no hay nadie que desenvaine la espada y grite: «Hola, me llamo Íñigo Montoya. ¡Tú mataste a mi padre, prepárate a morir!».

Y del amor verdadero también os podéis olvidar. Yo ya no sé si hay algo que quiera de verdad, más allá del bistec de Peter Luger’s y la enchilada de El Parador. (Perdóname, Helen).

En fin, he aquí la versión de las «partes buenas». Lo escribió S. Morgenstern. Y mi padre me lo leyó. Y ahora os lo ofrezco a vosotros. Lo que hagáis con él tendrá, para todos nosotros, algo más que un interés efímero.


Nueva York,

diciembre de 1972