2. ANATOMÍA DE UN SECUESTRO EMOCIONAL

La vida es una comedia para quienes piensan y una tragedia para quienes sienten.

Horace Walpole

Era una calurosa tarde de agosto del año 1963, la misma en que el reverendo Martin Luther King, jr. pronunciara en Washington aquella famosa conferencia que comenzó con la frase «Hoy tuve un sueño» ante los manifestantes de la marcha en pro de los derechos civiles. Aquella tarde, Richard Robles, un delincuente habitual condenado a tres años de prisión por los más de cien robos que había llevado a cabo para mantener su adicción a la heroína y que, por aquel entonces, se hallaba en libertad condicional, decidió robar por última vez. Según declaró posteriormente, había tomado la decisión de dejar de robar pero necesitaba desesperadamente dinero para su amiga y para su hija de tres años de edad.

El lujoso apartamento del Upper East Side de Nueva York que Robles eligió para aquella ocasión pertenecía a dos jóvenes mujeres, Janice Wylie, investigadora de la revista Newsweek, de veintiún años, y Emily Hoffert, de veintitrés años de edad y maestra en una escuela primaria. Robles creía que no había nadie en casa pero se equivocó y, una vez dentro, se encontró con Wylie y se vio obligado a amenazarla con un cuchillo y amordazarla, y lo mismo tuvo que hacer cuando, a punto de salir, tropezó con Hoffert.

Según contó años más tarde, mientras estaba amordazando a Hoffert, Janice Wylie le aseguró que nunca lograría escapar porque ella recordaría su rostro y no cejaría hasta que la policía diera con él. Robles, que se había jurado que aquél sería su último robo, entró entonces en pánico y perdió completamente el control de sí mismo. Luego, en pleno ataque de locura, golpeó a las dos mujeres con una botella hasta dejarlas inconscientes y, dominado por la rabia y el miedo, las apuñaló una y otra vez con un cuchillo de cocina. Veinticinco años más tarde, recordando el incidente, se lamentaba diciendo: «estaba como loco. Mi cabeza simplemente estalló».

Durante todo este tiempo Robles no ha dejado de arrepentirse de aquel arrebato de violencia. Hoy en día, treinta años más tarde, sigue todavía en prisión por lo que ha terminado conociéndose como «el asesinato de las universitarias».

Este tipo de explosiones emocionales constituye una especie de secuestro neuronal. Según sugiere la evidencia, en tales momentos un centro del sistema límbico declara el estado de urgencia y recluta todos los recursos del cerebro para llevar a cabo su impostergable tarea. Este secuestro tiene lugar en un instante y desencadena una reacción decisiva antes incluso de que el neocórtex –el cerebro pensante– tenga siquiera la posibilidad de darse cuenta plenamente de lo que está ocurriendo, y mucho menos todavía de decidir si se trata de una respuesta adecuada. El rasgo distintivo de este tipo de secuestros es que, pasado el momento crítico, el sujeto no sabe bien lo que acaba de ocurrir.

Hay que decir también que estos secuestros no son, en modo alguno, incidentes aislados y que tampoco suelen conducir a crímenes tan detestables como «el asesinato de las universitarias». En forma menos drástica, aunque no, por ello, menos intensa, se trata de algo que nos sucede a todos con cierta frecuencia. Recuerde, sin ir más lejos, la última ocasión en la que usted mismo «perdió el control de la situación» y explotó ante alguien –tal vez su esposa, su hijo o el conductor de otro vehículo– con una intensidad que, retrospectivamente considerada, le pareció completamente desproporcionada. Es muy probable que aquél también fuera un secuestro, un golpe de estado neural que, como veremos, se origina en la amígdala, uno de los centros del cerebro límbico.

Pero no todos los secuestros límbicos son tan peligrosos porque cuando por ejemplo, alguien sufre un ataque de risa, también se halla dominado por una reacción límbica, y lo mismo ocurre en los momentos de intensa alegría. Cuando Dan Jansen, tras varios intentos infructuosos de conseguir una medalla de oro olímpica en la modalidad de patinaje sobre hielo (que, por cierto, había prometido alcanzar, en su lecho de muerte, a su moribunda hermana) logró finalmente alcanzar su objetivo en la carrera de mil metros de la Olimpiada de Invierno de 1994 en Noruega, la excitación y la euforia que experimentó su esposa fue tal, que tuvo que ser asistida de urgencia por el equipo médico junto a la misma pista de patinaje.

LA SEDE DE TODAS LAS PASIONES

La amígdala del ser humano es una estructura relativamente grande en comparación con la de nuestros parientes evolutivos, los primates. Existen, en realidad, dos amígdalas que constituyen un conglomerado de estructuras interconectadas en forma de almendra (de ahí su nombre, un término que se deriva del vocablo griego que significa «almendra»), y se hallan encima del tallo encefálico, cerca de la base del anillo límbico, ligeramente desplazadas hacia delante.

El hipocampo y la amígdala fueron dos piezas clave del primitivo «cerebro olfativo» que, a lo largo del proceso evolutivo, terminó dando origen al córtex y posteriormente al neocórtex. La amígdala está especializada en las cuestiones emocionales y en la actualidad se considera como una estructura límbica muy ligada a los procesos del aprendizaje y la memoria. La interrupción de las conexiones existentes entre la amígdala y el resto del cerebro provoca una asombrosa ineptitud para calibrar el significado emocional de los acontecimientos, una condición que a veces se llama «ceguera afectiva».

A falta de toda carga emocional, los encuentros interpersonales pierden todo su sentido. Un joven cuya amígdala se extirpó quirúrgicamente para evitar que sufriera ataques graves perdió todo interés en las personas y prefería sentarse a solas, ajeno a todo contacto humano. Seguía siendo perfectamente capaz de mantener una conversación, pero ya no podía reconocer a sus amigos íntimos, a sus parientes ni siquiera a su misma madre, y permanecía completamente impasible ante la angustia que les producía su indiferencia. La ausencia funcional de la amígdala parecía impedirle todo reconocimiento de los sentimientos y todo sentimiento sobre sus propios sentimientos.1 La amígdala constituye, pues, una especie de depósito de la memoria emocional y, en consecuencia, también se la puede considerar como un depósito de significado. Es por ello por lo que una vida sin amígdala es una vida despojada de todo significado personal.

Pero la amígdala no sólo está ligada a los afectos sino que también está relacionada con las pasiones. Aquellos animales a los que se les ha seccionado o extirpado quirúrgicamente la amígdala carecen de sentimientos de miedo y de rabia, renuncian a la necesidad de competir y de cooperar, pierden toda sensación del lugar que ocupan dentro del orden social y su emoción se halla embotada y ausente. El llanto, un rasgo emocional típicamente humano, es activado por la amígdala y por una estructura próxima a ella, el gyrus cingulatus. Cuando uno se siente apoyado, consolado y confortado, esas mismas regiones cerebrales se ocupan de mitigar los sollozos pero, sin amígdala, ni siquiera es posible el desahogo que proporcionan las lágrimas.

Joseph LeDoux, un neurocientífico del Center for Neural Science de la Universidad de Nueva York, fue el primero en descubrir el importante papel desempeñado por la amígdala en el cerebro emocional.2 LeDoux forma parte de una nueva hornada de neurocientíficos que, utilizando métodos y tecnologías innovadoras, se han dedicado a cartografiar el funcionamiento del cerebro con un nivel de precisión anteriormente desconocido que pone al descubierto misterios de la mente inaccesibles para las generaciones anteriores. Sus descubrimientos sobre los circuitos nerviosos del cerebro emocional han llegado a desarticular las antiguas nociones existentes sobre el sistema límbico, asignando a la amígdala un papel central y otorgando a otras estructuras límbicas funciones muy diversas.3

La investigación llevada a cabo por LeDoux explica la forma en que la amígdala asume el control cuando el cerebro pensante, el neocórtex, todavía no ha llegado a tomar ninguna decisión. Como veremos, el funcionamiento de la amígdala y su interrelación con el neocórtex constituyen el núcleo mismo de la inteligencia emocional.

EL REPETIDOR NEURONAL

Los momentos más interesantes para comprender el poder de las emociones en nuestra vida mental son aquéllos en los que nos vemos inmersos en acciones pasionales de las que más tarde, una vez que las aguas han vuelto a su cauce, nos arrepentimos. ¿Cómo podemos volvernos irracionales con tanta facilidad? Tomemos, por ejemplo, el caso de una joven que condujo durante un par de horas para ir a Boston y almorzar y pasar el día con su novio. Durante la comida él le regaló un cartel español muy difícil de encontrar y por el que había estado suspirando desde hacía meses. Pero todo pareció desvanecerse cuando ella le sugirió que fueran al cine y él respondió que no podían pasar el día juntos porque tenía entrenamiento de béisbol. Dolida y recelosa, nuestra amiga rompió entonces a llorar, salió del café y arrojó el cartel a un cubo de la basura. Meses más tarde, recordando el incidente, estaba más arrepentida por la pérdida del cartel que por haberse marchado con cajas destempladas.

No hace mucho tiempo que la ciencia ha descubierto el papel esencial desempeñado por la amígdala cuando los sentimientos impulsivos desbordan la razón. Una de las funciones de la amígdala consiste en escudriñar las percepciones en busca de alguna clase de amenaza. De este modo, la amígdala se convierte en un importante vigía de la vida mental, una especie de centinela psicológico que afronta toda situación, toda percepción, considerando una sola cuestión, la más primitiva de todas: «¿Es algo que odio? ¿Que me pueda herir? ¿A lo que temo?» En el caso de que la respuesta a esta pregunta sea afirmativa, la amígdala reaccionará al momento poniendo en funcionamiento todos sus recursos neurales y cablegrafiando un mensaje urgente a todas las regiones del cerebro.

En la arquitectura cerebral, la amígdala constituye una especie de servicio de vigilancia dispuesto a alertar a los bomberos, la policía y los vecinos ante cualquier señal de alarma. En el caso de que, por ejemplo, suene la alarma de miedo, la amígdala envía mensajes urgentes a cada uno de los centros fundamentales del cerebro, disparando la secreción de las hormonas corporales que predisponen a la lucha o a la huida, activando los centros del movimiento y estimulando el sistema cardiovascular, los músculos y las vísceras.4 La amígdala también es la encargada de activar la secreción de dosis masivas de noradrenalina, la hormona que aumenta la reactividad de ciertas regiones cerebrales clave, entre las que destacan aquéllas que estimulan los sentidos y ponen el cerebro en estado de alerta. Otras señales adicionales procedentes de la amígdala también se encargan de que el tallo encefálico inmovilice el rostro en una expresión de miedo, paralizando al mismo tiempo aquellos músculos que no tengan que ver con la situación, aumentando la frecuencia cardíaca y la tensión sanguínea y enlenteciendo la respiración. Otras señales de la amígdala dirigen la atención hacia la fuente del miedo y predisponen a los músculos para reaccionar en consecuencia. Simultáneamente, los sistemas de la memoria cortical se imponen sobre cualquier otra faceta de pensamiento en un intento de recuperar todo conocimiento que resulte relevante para la emergencia presente.

Éstos son algunos de los cambios cuidadosamente coordinados y orquestados por la amígdala en su función rectora del cerebro (véase el apéndice C para tener una visión más detallada a este respecto). De este modo, la extensa red de conexiones neuronales de la amígdala permite, durante una crisis emocional, reclutar y dirigir una gran parte del cerebro, incluida la mente racional.

EL CENTINELA EMOCIONAL

Un amigo me contó que, hace unos años, se hallaba de vacaciones en Inglaterra almorzando en la terraza de un café ubicado junto a un canal. Luego dio un paseo por la orilla del canal cuando, de pronto, vio a una niña que miraba aterrada el agua. Antes de poder formarse una idea clara y darse cuenta de lo que pasaba, ya había saltado al canal, sin quitarse la chaqueta ni los zapatos. Sólo una vez en el agua comprendió que la chica miraba a un niño que estaba ahogándose y a quien finalmente pudo terminar rescatando.

¿Qué fue lo que le hizo saltar al agua antes incluso de darse cuenta del motivo de su reacción? La respuesta, en mi opinión, hay que buscarla en la amígdala.

En uno de los descubrimientos más interesantes realizados en la última década sobre la emoción, LeDoux descubrió el papel privilegiado que desempeña la amígdala en la dinámica cerebral como una especie de centinela emocional capaz de secuestrar al cerebro.5 Esta investigación ha demostrado que la primera estación cerebral por la que pasan las señales sensoriales procedentes de los ojos o de los oídos es el tálamo y, a partir de ahí y a través de una sola sinapsis, la amígdala. Otra vía procedente del tálamo lleva la señal hasta el neocórtex, el cerebro pensante. Esa ramificación permite que la amígdala comience a responder antes de que el neocórtex haya ponderado la información a través de diferentes niveles de circuitos cerebrales, se aperciba plenamente de lo que ocurre y finalmente emita una respuesta más adaptada a la situación.

La investigación realizada por LeDoux constituye una auténtica revolución en nuestra comprensión de la vida emocional que revela por vez primera la existencia de vías nerviosas para los sentimientos que eluden el neocórtex. Este circuito explicaría el gran poder de las emociones para desbordar a la razón porque los sentimientos que siguen este camino directo a la amígdala son los más intensos y primitivos.

Hasta hace poco, la visión convencional de la neurociencia ha sido que el ojo, el oído y otros órganos sensoriales transmiten señales al tálamo y, desde ahí, a las regiones del neocórtex encargadas de procesar las impresiones sensoriales y organizarlas tal y como las percibimos. En el neocórtex, las señales se interpretan para reconocer lo que es cada objeto y lo que significa su presencia. Desde el neocórtex –sostiene la vieja teoría– las señales se envían al sistema límbico y, desde ahí, las vías eferentes irradian las respuestas apropiadas al resto del cuerpo. Ésta es la forma en la que funciona la mayor parte del tiempo, pero LeDoux descubrió, junto a la larga vía neuronal que va al córtex, la existencia de una pequeña estructura neuronal que comunica directamente el tálamo con la amígdala. Esta vía secundaria y más corta –una especie de atajo– permite que la amígdala reciba algunas señales directamente de los sentidos y emita una respuesta antes de que sean registradas por el neocórtex.

Este descubrimiento ha dejado obsoleta la antigua noción de que la amígdala depende de las señales procedentes del neocórtex para formular su respuesta emocional a causa de la existencia de esta vía de emergencia capaz de desencadenar una respuesta emocional gracias un circuito reverberante paralelo que conecta la amígdala con el neocórtex. Por ello la amígdala puede llevarnos a actuar antes incluso de que el más lento –aunque ciertamente más informado– neocórtex despliegue sus también más refinados planes de acción.

El hallazgo de LeDoux ha transformado la noción prevalente sobre los caminos seguidos por las emociones a través de su investigación del miedo en los animales. En un experimento concluyente, LeDoux destruyó el córtex auditivo de las ratas y luego las expuso a un sonido que iba acompañado de una descarga eléctrica. Las ratas no tardaron en aprender a temer el sonido, aun cuando su neocórtex no llegara a registrarlo. En este caso, el sonido seguía la ruta directa del oído al tálamo y, desde allí, a la amígdala, saltándose todos los circuitos principales. Las ratas, en suma, habían aprendido una reacción emocional sin la menor implicación de las estructuras corticales superiores. En tal caso, la amígdala percibía, recordaba y orquestaba el miedo de una manera completamente independiente de toda participación cortical.

Según me dijo LeDoux: «anatómicamente hablando, el sistema emocional puede actuar independientemente del neocórtex. Existen ciertas reacciones y recuerdos emocionales que tienen lugar sin la menor participación cognitiva consciente». La amígdala puede albergar y activar repertorios de recuerdos y de respuestas que llevamos a cabo sin que nos demos cuenta del motivo por el que lo hacemos, porque el atajo que va del tálamo a la amígdala deja completamente de lado al neocórtex. Este atajo permite que la amígdala sea una especie de almacén de las impresiones y los recuerdos emocionales de los que nunca hemos sido plenamente conscientes. ¡Y LeDoux afirma que es precisamente el papel subterráneo desempeñado por la amígdala en la memoria el que explica, por ejemplo, un sorprendente experimento en el que las personas adquirieron una preferencia por figuras geométricas extrañas cuyas imágenes habían visto previamente a tal velocidad que ni siquiera les había permitido ser conscientes de ellas!6

Una señal visual va de la retina al tálamo, en donde se traduce al lenguaje del cerebro. La mayor parte de este mensaje va después al córtex visual, en donde se analiza y evalúa en busca de su significado para emitir la respuesta apropiada. Si esta respuesta es emocional, una señal se dirige a la amígdala para activar los centros emocionales, pero una pequeña porción de la señal original va directamente desde el tálamo a la amígdala por una vía más corta, permitiendo una respuesta más rápida (aunque ciertamente también más imprecisa). De este modo la amígdala puede desencadenar una respuesta antes de que los centros corticales hayan comprendido completamente lo que está ocurriendo.

Otra investigación ha demostrado que, durante los primeros milisegundos de cualquier percepción, no sólo sabemos inconscientemente de qué se trata sino que también decidimos si nos gusta o nos desagrada. De este modo, nuestro «inconsciente cognitivo» no sólo presenta a nuestra conciencia la identidad de lo que vemos sino que también le ofrece nuestra propia opinión al respecto.7 Nuestras emociones tienen una mente propia, una mente cuyas conclusiones pueden ser completamente distintas a las sostenidas por nuestra mente racional.

EL ESPECIALISTA EN LA MEMORIA EMOCIONAL

Las opiniones inconscientes son recuerdos emocionales que se almacenan en la amígdala. La investigación llevada a cabo por LeDoux y otros neurocientíficos parece sugerir que el hipocampo –que durante mucho tiempo se había considerado como la estructura clave del sistema límbico– no tiene tanto que ver con la emisión de respuestas emocionales como con el hecho de registrar y dar sentido a las pautas perceptivas. La principal actividad del hipocampo consiste en proporcionar una aguda memoria del contexto, algo que es vital para el significado emocional. Es el hipocampo el que reconoce el diferente significado de, pongamos por caso, un oso en el zoológico y un oso en el jardín de su casa.

Y si el hipocampo es el que registra los hechos puros, la amígdala, por su parte, es la encargada de registrar el clima emocional que acompaña a estos hechos. Si, por ejemplo, al tratar de adelantar a un coche en una vía de dos carriles estimamos mal las distancias y tenemos una colisión frontal, el hipocampo registra los detalles concretos del accidente, qué anchura tenía la calzada, quién se hallaba con nosotros y qué aspecto tenía el otro vehículo. Pero es la amígdala la que, a partir de ese momento, desencadenará en nosotros un impulso de ansiedad cada vez que nos dispongamos a adelantar en circunstancias similares. Como me dijo LeDoux: «el hipocampo es una estructura fundamental para reconocer un rostro como el de su prima, pero es la amígdala la que le agrega el clima emocional de que no parece tenerla en mucha estima».

El cerebro utiliza un método simple pero muy ingenioso para registrar con especial intensidad los recuerdos emocionales, ya que los mismos sistemas de alerta neuroquímicos que preparan al cuerpo para reaccionar ante cualquier amenaza –luchando o escapando– también se encargan de grabar vívidamente este momento en la memoria.8 En caso de estrés o de ansiedad, o incluso en el caso de una intensa alegría, un nervio que conecta el cerebro con las glándulas suprarrenales (situadas encima de los riñones), estimulando la secreción de las hormonas adrenalina y no-radrenalina, disponiendo así al cuerpo para responder ante una urgencia. Estas hormonas activan determinados receptores del nervio vago, encargado, entre otras muchas cosas, de transmitir los mensajes procedentes del cerebro que regulan la actividad cardíaca y, a su vez, devuelve señales al cerebro, activado también por estas mismas hormonas. Y el principal receptor de este tipo de señales son las neuronas de la amígdala que, una vez activadas, se ocupan de que otras regiones cerebrales fortalezcan el recuerdo de lo que está ocurriendo.

Esta activación de la amígdala parece provocar una intensificación emocional que también profundiza la grabación de esas situaciones. Éste es el motivo por el cual, por ejemplo, recordamos a dónde fuimos en nuestra primera cita o qué estábamos haciendo cuando oímos la noticia de la explosión de la lanzadera espacial Challenger. Cuanto más intensa es la activación de la amígdala, más profunda es la impronta y más indeleble la huella que dejan en nosotros las experiencias que nos han asustado o nos han emocionado. Esto significa, en efecto, que el cerebro dispone de dos sistemas de registro, uno para los hechos ordinarios y otro para los recuerdos con una intensa carga emocional, algo que tiene un gran interés desde el punto de vista evolutivo porque garantiza que los animales tengan recuerdos particularmente vívidos de lo que les amenaza y de lo que les agrada.

Pero, además de todo lo que acabamos de ver, los recuerdos emocionales pueden llegar a convertirse en falsas guías de acción para el momento presente.

UN SISTEMA DE ALARMA NEURONAL ANTICUADO

Uno de los inconvenientes de este sistema de alarma neuronal es que, con más frecuencia de la deseable, el mensaje de urgencia mandado por la amígdala suele ser obsoleto, especialmente en el cambiante mundo social en el que nos movemos los seres humanos. Como almacén de la memoria emocional, la amígdala escruta la experiencia presente y la compara con lo que sucedió en el pasado. Su método de comparación es asociativo, es decir que equipara cualquier situación presente a otra pasada por el mero hecho de compartir unos pocos rasgos característicos similares. En este sentido se trata de un sistema rudimentario que no se detiene a verificar la adecuación o no de sus conclusiones y actúa antes de confirmar la gravedad de la situación. Por esto que nos hace reaccionar al presente con respuestas que fueron grabadas hace ya mucho tiempo, con pensamientos, emociones y reacciones aprendidas en respuesta a acontecimientos vagamente similares, lo suficientemente similares como para llegar a activar la amígdala.

No es de extrañar que una antigua enfermera de la marina, traumatizada por las espantosas heridas que una vez tuvo que atender en tiempo de guerra, se viera súbitamente desbordada por una mezcla de miedo, repugnancia y pánico cuando, años más tarde, abrió la puerta de un armario en el que su hijo pequeño había escondido un hediondo pañal. Bastó con que la amígdala reconociera unos pocos elementos similares a un peligro pasado para que terminara decretando el estado de alarma. El problema es que, junto a esos recuerdos cargados emocionalmente, que tienen el poder de desencadenar una respuesta en un momento crítico, coexisten también formas de respuesta obsoletas.

En tales momentos la imprecisión del cerebro emocional, se ve acentuada por el hecho de que muchos de los recuerdos emocionales más intensos proceden de los primeros años de la vida y de las relaciones que el niño mantuvo con las personas que le criaron (especialmente de las situaciones traumáticas, como palizas o abandonos). Durante ese temprano período de la vida, otras estructuras cerebrales, especialmente el hipocampo (esencial para el recuerdo emocional) y el neocórtex (sede del pensamiento racional) todavía no se encuentran plenamente maduros. En el caso del recuerdo, la amígdala y el hipocampo trabajan conjuntamente y cada una de estas estructuras se ocupa de almacenar y recuperar independientemente un determinado tipo de información. Así, mientras que el hipocampo recupera datos puros, la amígdala determina si esa información posee una carga emocional. Pero la amígdala del niño suele madurar mucho más rápidamente.

LeDoux ha estudiado el papel desempeñado por la amígdala en la infancia y ha llegado a una conclusión que parece respaldar uno de los principios fundamentales del pensamiento psicoanalítico, es decir, que la interacción –los encuentros y desencuentros–entre el niño y sus cuidadores durante los primeros años de vida constituye un auténtico aprendizaje emocional.9 En opinión de LeDoux, este aprendizaje emocional es tan poderoso y resulta tan difícil de comprender para el adulto porque está grabado en la amígdala con la impronta tosca y no verbal propia de la vida emocional. Estas primeras lecciones emocionales se impartieron en un tiempo en el que el niño todavía carecía de palabras y, en consecuencia, cuando se reactiva el correspondiente recuerdo emocional en la vida adulta, no existen pensamientos articulados sobre la respuesta que debemos tomar. El motivo que explica el desconcierto ante nuestros propios estallidos emocionales es que suelen datar de un período tan temprano que las cosas nos desconcertaban y ni siquiera disponíamos de palabras para comprender lo que sucedía. Nuestros sentimientos tal vez sean caóticos, pero las palabras con las que nos referimos a esos recuerdos no lo son.

CUANDO LAS EMOCIONES SON RÁPIDAS Y TOSCAS

Serían las tres de la mañana cuando un ruido estrepitoso procedente de un rincón de mi dormitorio me despertó bruscamente, como si el techo se estuviera desmoronando y todo el contenido de la buhardilla cayera al suelo. Inmediatamente salté de la cama y salí de la habitación, pero después de mirar cuidadosamente descubrí que lo único que se había caído era la pila de cajas que mi esposa había amontonado en la esquina el día anterior para ordenar el armario. Nada había caído de la buhardilla; de hecho, ni siquiera había buhardilla. El techo estaba intacto… y yo también lo estaba.

Ese salto de la cama medio dormido –que realmente podría haberme salvado la vida en el caso de que el techo ciertamente se hubiera desplomado– ilustra a la perfección el poder de la amígdala para impulsarnos a la acción en caso de peligro antes de que el neocórtex tenga tiempo para registrar siquiera lo que ha ocurrido. En circunstancias así, el atajo que va desde el ojo –o el oído– hasta el tálamo y la amígdala resulta crucial porque nos proporciona un tiempo precioso cuando la proximidad del peligro exige de nosotros una respuesta inmediata. Pero el circuito que conecta el tálamo con la amígdala sólo se encarga de transmitir una pequeña fracción de los mensajes sensoriales y la mayor parte de la información circula por la vía principal hasta el neocórtex. Por esto, lo que la amígdala registra a través de esta vía rápida es, en el mejor de los casos, una señal muy tosca, la estrictamente necesaria para activar la señal de alarma. Como dice LeDoux: «Basta con saber que algo puede resultar peligroso».10

Esa vía directa supone un ahorro valiosísimo en términos de tiempo cerebral (que, recordémoslo, se mide en milésimas de segundo). La amígdala de una rata, por ejemplo, puede responder a una determinada percepción en apenas doce milisegundos mientras que el camino que conduce desde el tálamo hasta el neocórtex y la amígdala requiere el doble de tiempo. (En los seres humanos todavía no se ha llevado a cabo esta medición pero, en cualquiera de los casos, la proporción existente entre ambas vías sería aproximadamente la misma.)

La importancia evolutiva de esta ruta directa debe haber sido extraordinaria, al ofrecer una respuesta rápida que permitió ganar unos milisegundos críticos ante las situaciones peligrosas. Y es muy probable que esos milisegundos salvaran literalmente la vida de muchos de nuestros antepasados porque esa configuración ha terminado quedando impresa en el cerebro de todo protomamífero, incluyendo el de usted y el mío propio. De hecho, aunque ese circuito desempeñe un papel limitado en la vida mental del ser humano –restringido casi exclusivamente a las crisis emocionales–la mayor parte de la vida mental de los pájaros, de los peces y de los reptiles gira en torno a él, dado que su misma supervivencia depende de escrutar constantemente el entorno en busca de predadores y de presas. Según LeDoux: «El rudimentario cerebro menor de los mamíferos es el principal cerebro de los no mamíferos, un cerebro que permite una respuesta emocional muy veloz. Pero, aunque veloz, se trata también, al mismo tiempo, de una respuesta muy tosca, porque las células implicadas sólo permiten un procesamiento rápido, pero también impreciso».

Tal vez esta imprecisión resulte adecuada, por ejemplo, en el caso de una ardilla, porque en tal situación se halla al servicio de la supervivencia y le permite escapar ante el menor asomo de peligro o correr detrás de cualquier indicio de algo comestible, pero en la vida emocional del ser humano esa vaguedad puede llegar a tener consecuencias desastrosas para nuestras relaciones, porque implica, figurativamente hablando, que podemos escapar o lanzarnos irracionalmente sobre alguna persona o sobre alguna cosa. (Consideremos en este sentido, por ejemplo, el caso de aquella camarera que derramó un bandeja con seis platos en cuanto vislumbró la figura de una mujer con una enorme cabellera pelirroja y rizada exactamente igual a la de la mujer por la que la había abandonado su ex-marido.)

Estas rudimentarias confusiones emocionales, basadas en sentir antes que en el pensar, son calificadas por LeDoux como «emociones precognitivas», reacciones basadas en impulsos neuronales fragmentarios, en bits de información sensorial que no han terminado de organizarse para configurar un objeto reconocible. Se trata de una forma elemental de información sensorial, una especie de «adivina la canción» neuronal –ese juego que consiste en adivinar el nombre de una melodía tras haber escuchado tan sólo unas pocas notas–, de intuir una percepción global apenas percibidos unos pocos rasgos. De este modo, cuando la amígdala experimenta una determinada pauta sensorial como algo urgente, no busca en modo alguno confirmar esa percepción, sino que simplemente extrae una conclusión apresurada y dispara una respuesta.

No deberíamos sorprendernos de que el lado oscuro de nuestras emociones más intensas nos resulte incomprensible, especialmente en el caso de que estemos atrapados en ellas. La amígdala puede reaccionar con un arrebato de rabia o de miedo antes de que el córtex sepa lo que está ocurriendo, porque la emoción se pone en marcha antes que el pensamiento y de un modo completamente independiente de él.

EL GESTOR DE LAS EMOCIONES

El día en que Jessica, la hija de seis años de una amiga, pasó su primera noche en casa de una compañera, mi amiga se hallaba tan nerviosa como ella. Durante todo el día había tratado de que Jessica no se diera cuenta de su ansiedad pero, cuando estaba a punto de acostarse, sonó el timbre del teléfono y mi amiga soltó de inmediato el cepillo de dientes y corrió hacia el teléfono, con el corazón en un puño, mientras por su mente desfilaba todo tipo de imágenes de Jessica en peligro.

«¡Jessica!» –dijo mi amiga, descolgando bruscamente el teléfono. Y entonces escuchó la voz de una mujer disculpándose por haberse equivocado de número. Ante aquello, la madre de Jessica, recuperando de golpe la compostura, replicó mesuradamente: «¿Con qué número desea hablar?»

El hecho es que, mientras la amígdala prepara una reacción ansiosa e impulsiva, otra parte del cerebro emocional se encarga de elaborar una respuesta más adecuada. El regulador cerebral que desconecta los impulsos de la amígdala parece encontrarse en el otro extremo de una de las principales vías nerviosas que van al neocórtex, en el lóbulo prefrontal, que se halla inmediatamente detrás de la frente. El córtex prefrontal parece ponerse en funcionamiento cuando alguien tiene miedo o está enojado pero sofoca o controla el sentimiento para afrontar de un modo más eficaz la situación presente o cuando una evaluación posterior exige una respuesta completamente diferente, como ocurrió en el caso de mi amiga. De este modo, el área prefrontal constituye una especie de modulador de las respuestas proporcionadas por la amígdala y otras regiones del sistema límbico, permitiendo la emisión de una respuesta más analítica y proporcionada.

Habitualmente, las áreas prefrontales gobiernan nuestras reacciones emocionales. Recordemos que el camino nervioso más largo de los que sigue la información sensorial procedente del tálamo, no va a la amígdala sino al neocórtex y a sus muchos centros para asumir y dar sentido a lo que se percibe. Y esa información y nuestra respuesta correspondiente las coordinan los lóbulos prefrontales, la sede de la planificación y de la organización de acciones tendentes a un objetivo determinado, incluyendo las acciones emocionales. En el neocórtex, una serie de circuitos registra y analiza esta información, la comprende y organiza gracias a los lóbulos prefrontales, y si, a lo largo de ese proceso, se requiere una respuesta emocional, es el lóbulo prefrontal quien la dicta, trabajando en equipo con la amígdala y otros circuitos del cerebro emocional.

Éste suele ser el proceso normal de elaboración de una respuesta, un proceso que –con la sola excepción de las urgencias emocionales– tiene en cuenta el discernimiento. Así pues, cuando una emoción se dispara, los lóbulos prefrontales ponderan los riesgos y los beneficios de las diversas acciones posibles y apuestan por la que consideran más adecuada.11 Cuándo atacar y cuándo huir, en el caso de los animales, y cuándo atacar, cuándo huir… y también cuándo tranquilizar, cuándo disuadir, cuándo buscar la simpatía de los demás, cuándo permanecer a la defensiva, cuándo despertar el sentimiento de culpa, cuándo quejarse, cuándo alardear, cuándo despreciar, etcétera –mediante todo nuestro amplio repertorio de artificios emocionales– en el caso de los seres humanos.

El tiempo cerebral invertido en la respuesta neocortical es mayor que el que requiere el mecanismo del secuestro emocional porque las vías nerviosas implicadas son más largas… pero no debemos olvidar que también se trata de una respuesta más juiciosa y más considerada porque, en este caso, el pensamiento precede al sentimiento. El neocórtex es el responsable de que nos entristezcamos cuando experimentamos una pérdida, de que nos alegremos después de haber conseguido algo que considerábamos importante o de que nos sintamos dolidos o encolerizados por lo que alguien nos ha dicho o nos ha hecho.

Del mismo modo que sucede con la amígdala, sin el concurso de los lóbulos prefrontales gran parte de nuestra vida emocional desaparecería porque sin comprensión de que algo merece una respuesta emocional, no hay respuesta emocional alguna. Desde la aparición (en la década de los cuarenta) de la tristemente famosa «cura» quirúrgica de la enfermedad mental –la lobotomía prefrontal, una operación que consistía en seccionar las conexiones existentes entre el córtex prefrontal y el cerebro inferior o en extirpar parcialmente (con frecuencia de un modo bastante torpe) una parte de los lóbulos prefrontales– los neurólogos han sospechado que éstos desempeñan un importante papel en la vida emocional. En aquella época, anterior a la aparición de una medicación eficaz para el tratamiento de la enfermedad mental, la lobotomía era aclamada como el tratamiento para resolver los problemas mentales más graves: ¡corta los vínculos entre los lóbulos prefrontales y el resto del cerebro y «liberarás» al paciente de su trastorno!… sin embargo, la eliminación de conexiones nerviosas clave terminaba también, por desgracia, «liberando» al paciente de su vida emocional, porque se había destruido su circuito maestro.

El secuestro emocional parece implicar dos dinámicas distintas: la activación de la amígdala y el fracaso en activar los procesos neocorticales que suelen mantener equilibradas nuestras respuestas emocionales.12 En esos momentos, la mente racional se ve desbordada por la mente emocional y lo mismo ocurre con la función del córtex prefrontal como un gestor eficaz de las emociones, sopesando las reacciones antes de actuar y amortiguando las señales de activación enviadas por la amígdala y otros centros límbicos, como un padre que impide que su hijo se comporte arrebatando todo lo que quiere y le enseña a pedirlo (o a esperar).13

El interruptor que «apaga» la emoción perturbadora parece hallarse en el lóbulo prefrontal izquierdo. Los neurofisiólogos que han estudiado los estados de ánimo de pacientes con lesiones en el lóbulo prefrontal han llegado a la conclusión de que una de las funciones del lóbulo prefrontal izquierdo consiste en actuar como una especie de termostato neural que regula las emociones desagradables. Así pues, el lóbulo prefrontal derecho es la sede de sentimientos negativos como el miedo y la agresividad, mientras que el lóbulo prefrontal izquierdo los tiene a raya, muy probablemente inhibiendo el lóbulo derecho.14 En un determinado estudio, por ejemplo, los pacientes con lesiones en el córtex prefrontal izquierdo eran proclives a experimentar miedos y preocupaciones catastrofistas mientras que aquéllos otros con lesiones en el córtex prefrontal derecho eran «desproporcionadamente joviales», bromeaban continuamente durante las pruebas neurológicas y estaban tan despreocupados que no ponían el menor cuidado en lo que estaban haciendo.15 Éste fue precisamente el caso de un marido feliz, un hombre al que se le había extirpado parcialmente el lóbulo prefrontal derecho para eliminar una malformación cerebral, una operación después de la cual había experimentado un auténtico cambio de personalidad que le convirtió en una persona más amable y –según dijo la mar de contenta su esposa a los médicos– más afectiva.16

El lóbulo prefrontal izquierdo, en suma, parece formar parte de un circuito que se encarga de desconectar –o, al menos, de atenuar parcialmente– los impulsos emocionales más negativos. Así pues, si la amígdala constituye una especie de señal de alarma, el lóbulo prefrontal izquierdo, por su parte, parece ser el interruptor que «desconecta» las emociones más perturbadoras, como si la amígdala propusiera y el lóbulo prefrontal dispusiera. De este modo, las conexiones nerviosas existentes entre el córtex prefrontal y el sistema límbico no sólo resultan esenciales para llevar a cabo un ajuste fino de las emociones sino que también lo son para ayudarnos a navegar a través de las decisiones vitales más importantes.

ARMONIZANDO LA EMOCIÓN Y EL PENSAMIENTO

Las conexiones existentes entre la amígdala (y las estructuras límbicas relacionadas con ella) y el neocórtex constituyen el centro de gravedad de las luchas y de los tratados de cooperación existentes entre el corazón y la cabeza, entre los pensamientos y los sentimientos. Esta vía nerviosa, en suma, explicaría el motivo por el cual la emoción es algo tan fundamental para pensar eficazmente, tanto para tomar decisiones inteligentes como para permitirnos simplemente pensar con claridad.

Consideremos el poder de las emociones para obstaculizar el pensamiento mismo. Los neurocientíficos utilizan el término «memoria de trabajo» para referirse a la capacidad de la atención para mantener en la mente los datos esenciales para el desempeño de una determinada tarea o problema (ya sea para descubrir los rasgos ideales que uno busca en una casa mientras hojea folletos de inmobiliarias como para considerar los elementos que intervienen en una de las pruebas de un test de razonamiento). La corteza prefrontal es la región del cerebro que se encarga de la memoria de trabajo.17 Pero, como acabamos de ver, existe una importante vía nerviosa que conecta los lóbulos prefrontales con el sistema límbico, lo cual significa que las señales de las emociones intensas –ansiedad, cólera y similares– pueden ocasionar parásitos neurales que saboteen la capacidad del lóbulo prefrontal para mantener la memoria de trabajo. Éste es el motivo por el cual, cuando estamos emocionalmente perturbados, solemos decir que «no puedo pensar bien» y también permite explicar por qué la tensión emocional prolongada puede obstaculizar las facultades intelectuales del niño y dificultar así su capacidad de aprendizaje.

Estos déficit no los registra siempre los tests que miden el CI, aunque pueden ser determinados por análisis neuropsicológicos más precisos y colegidos de la continua agitación e impulsividad del niño. En un estudio llevado a cabo con alumnos de escuelas primarias que, a pesar de tener un CI por encima de la media, mostraban un pobre rendimiento académico, las pruebas neuropsicológicas determinaron claramente la presencia de un desequilibrio en el funcionamiento de la corteza frontal.18 Se trataba de niños impulsivos y ansiosos, a menudo desorganizados y problemáticos, que parecían tener un escaso control prefrontal sobre sus impulsos límbicos. Este tipo de niños presenta un elevado riesgo de problemas de fracaso escolar, alcoholismo y delincuencia, pero no tanto porque su potencial intelectual sea bajo sino porque su control sobre su vida emocional se halla severamente restringido. El cerebro emocional, completamente separado de aquellas regiones del cerebro cuantificadas por las pruebas corrientes del CI, controla igualmente la rabia y la compasión. Se trata de circuitos emocionales que son esculpidos por la experiencia a lo largo de toda la infancia y que no deberíamos dejar completamente en manos del azar.

También hay que tener en cuenta el papel que desempeñan las emociones hasta en las decisiones más «racionales». En su intento de comprensión de la vida mental, el doctor Antonio Damasio, un neurólogo de la Facultad de Medicina de la Universidad de Iowa, ha llevado a cabo un meticuloso estudio de los daños que presentan aquellos pacientes que tienen lesionadas las conexiones existentes entre la amígdala y el lóbulo prefrontal.19 En tales pacientes, el proceso de toma de decisiones se encuentra muy deteriorado aunque no presenten el menor menoscabo de su CI o de cualquier otro tipo de habilidades cognitivas. Pero, a pesar de que sus capacidades intelectuales permanezcan intactas, sus decisiones laborales y personales son desastrosas e incluso pueden llegar a obsesionarse con algo tan nimio como concertar una cita.

Según el doctor Damasio, el proceso de toma de decisiones de estas personas se halla deteriorado porque han perdido el acceso a su aprendizaje emocional. En este sentido, el circuito de la amígdala prefrontal constituye una encrucijada entre el pensamiento y la emoción, una puerta de acceso a los gustos y disgustos que el sujeto ha adquirido en el curso de la vida. Separadas de la memoria emocional de la amígdala, las valoraciones realizadas por el neocórtex dejan de desencadenar las reacciones emocionales que se le asociaron en el pasado y todo asume una gris neutralidad. En tal caso, cualquier estímulo, ya se trate de un animal favorito o de una persona detestable, deja de despertar atracción o rechazo; esos pacientes han «olvidado» todo aprendizaje emocional porque han perdido el acceso al lugar en el que éste se asienta, la amígdala.

Estas averiguaciones condujeron al doctor Damasio a la conclusión contraintuitiva de que los sentimientos son indispensables para la toma racional de decisiones, porque nos orientan en la dirección adecuada para sacar el mejor provecho a las posibilidades que nos ofrece la fría lógica. Mientras que el mundo suele presentarnos un desbordante despliegue de posibilidades (¿En qué debería invertir los ahorros de mi jubilación? ¿Con quién debería casarme?), el aprendizaje emocional que la vida nos ha proporcionado nos ayuda a eliminar ciertas opciones y a destacar otras. Es así cómo –arguye el doctor Damasio– el cerebro emocional se halla tan implicado en el razonamiento como lo está el cerebro pensante.

Las emociones, pues, son importantes para el ejercicio de la razón. En la danza entre el sentir y el pensar, la emoción guía nuestras decisiones instante tras instante, trabajando mano a mano con la mente racional y capacitando –o incapacitando– al pensamiento mismo. Y del mismo modo, el cerebro pensante desempeña un papel fundamental en nuestras emociones, exceptuando aquellos momentos en los que las emociones se desbordan y el cerebro emocional asume por completo el control de la situación.

En cierto modo, tenemos dos cerebros y dos clases diferentes de inteligencia: la inteligencia racional y la inteligencia emocional, y nuestro funcionamiento en la vida está determinado por ambos. Por ello no es el CI lo único que debemos tener en cuenta, sino que también deberemos considerar la inteligencia emocional. De hecho, el intelecto no puede funcionar adecuadamente sin el concurso de la inteligencia emocional, y la adecuada complementación entre el sistema límbico y el neocórtex, entre la amígdala y los lóbulos prefrontales, exige la participación armónica entre ambos. Sólo entonces podremos hablar con propiedad de inteligencia emocional y de capacidad intelectual.

Esto vuelve a poner sobre el tapete el viejo problema de la contradicción existente entre la razón y el sentimiento. No es que nosotros pretendamos eliminar la emoción y poner la razón en su lugar –como quería Erasmo–, sino que nuestra intención es la de descubrir el modo inteligente de armonizar ambas funciones. El viejo paradigma proponía un ideal de razón liberada de los impulsos de la emoción, El nuevo paradigma, por su parte, propone armonizar la cabeza y el corazón. Pero, para llevar a cabo adecuadamente esta tarea, deberemos comprender con más claridad lo que significa utilizar inteligentemente las emociones.