Como sucede con tanta frecuencia entre hermanos, Len, de cinco años de edad, perdió la paciencia con Jay, de dos años y medio, porque había desordenado las piezas del Lego con las que estaban jugando y en un ataque de rabia le mordió. Su madre, al escuchar los gritos de dolor de Jay, se apresuró entonces a regañar a Len, ordenándole que recogiera en seguida el objeto de la disputa. Y ante aquello, que debió de parecerle una gran injusticia, Len rompió a llorar, pero su madre, enojada, se negó a consolarle.
Fue entonces cuando el agraviado Jay, preocupado con las lágrimas de su hermano mayor, se aprestó a consolarle. Y esto fue, más o menos, lo que ocurrió:1
—¡No llores más, Len! —imploró Jay— ¡Deja de llorar, hermano, deja de llorar!
Pero, a pesar de sus súplicas, Len continuaba llorando. Entonces Jay se dirigió a su madre diciéndole: —¡Len está llorando, mamá! ¡Len está llorando! ¡Mira, mira. Len está llorando!
Luego, dirigiéndose al desconsolado Len, Jay adoptó un tono materno, susurrándole: —¡No llores, Len!
No obstante, Len seguía llorando. Así que Jay intentó otra táctica, ayudándole a guardar en su bolsa las piezas del Lego con un amistoso —¡Mira! ¡Yo las meto en la bolsa para Lenny!
Pero como aquello tampoco funcionó, el ingenioso Jay ensayó una nueva estrategia, la distracción. Entonces cogió un coche de juguete y trató de llamar con él la atención de Len: —Mira quién está dentro del coche, Len. ¿Quién es?
Pero Len seguía sin mostrar el menor interés. Estaba realmente consternado y sus lágrimas parecían no tener fin. Entonces su madre, perdiendo la paciencia, recurrió a una clásica amenaza:
—¿Quieres que te pegue?
—¡No! —balbució entonces Len.
—¡Pues deja ya de llorar! —concluyó la madre, exasperada, con firmeza.
—¡Lo estoy intentando! —farfulló Len, en un tono patético y jadeante, a través de sus lágrimas.
Y eso fue lo que despertó la estrategia final de Jay que, imitando el tono autoritario y amenazante de su madre, ordenó:
—¡Deja de llorar, Len! ¡Acaba ya de una vez!
Este pequeño drama doméstico evidencia muy claramente la sutileza emocional que puede desplegar un mocoso de poco más de dos años para influir sobre las emociones de otra persona. En su apremiante intento de consolar a su hermano, Jay desplegó un amplio abanico de tácticas que iban desde la súplica hasta la ayuda, pasando por la distracción, la exigencia e incluso la amenaza, un auténtico repertorio que había aprendido de lo que otros habían intentado con él. Pero, en cualquiera de los casos, lo que ahora nos importa es subrayar que, incluso a una edad tan temprana, los niños disponen de un auténtico arsenal de tácticas dispuestas para ser utilizadas.
Como sabe cualquier padre, el despliegue de empatía y compasión demostrado por Jay no es, en modo alguno, universal. Es igual de probable que un niño de esta edad considere la angustia de su hermano como una oportunidad para vengarse de él y hostigarle más aún. Las mismas habilidades mostradas por Jay podrían haber sido utilizadas para fastidiar o atormentar a su hermano. No obstante, ello no haría sino confirmar la presencia de una aptitud emocional fundamental, la capacidad de conocer los sentimientos de los demás y de hacer algo para transformarlos, una capacidad que constituye el fundamento mismo del sutil arte de manejar las relaciones.
Pero para llegar a dominar esta capacidad, los niños deben poder dominarse previamente a sí mismos, deben poder manejar sus angustias y sus tensiones, sus impulsos y su excitación, aunque sea de un modo vacilante, puesto que para poder conectar con los demás es necesario un mínimo de sosiego interno. Es precisamente en este período cuando, en lugar de recurrir a la fuerza bruta, aparecen los primeros rasgos distintivos de la capacidad de controlar las propias emociones, de esperar sin gimotear, de razonar o de persuadir (aunque no siempre elijan estas opciones). La paciencia constituye una alternativa a las rabietas –al menos de vez en cuando– y los primeros signos de la empatía comienzan a aparecer alrededor de los dos años de edad (fue precisamente la empatía –la raíz de la compasión– la que impulsó a Jay a intentar algo tan difícil como tranquilizar a su desconsolado hermano). Así pues, el requisito para llegar a controlar las emociones de los demás –para llegar a dominar el arte de las relaciones– consiste en el desarrollo de dos habilidades emocionales fundamentales: el autocontrol y la empatía.
Es precisamente sobre la base del autocontrol y la empatía sobre la que se desarrollan las «habilidades interpersonales». Éstas son las aptitudes sociales que garantizan la eficacia en el trato con los demás y cuya falta conduce a la ineptitud social o al fracaso interpersonal reiterado. Y también es precisamente la carencia de estas habilidades la causante de que hasta las personas intelectualmente más brillantes fracasen en sus relaciones y resulten arrogantes, insensibles y hasta odiosas. Estas habilidades sociales son las que nos permiten relacionarnos con los demás, movilizarles, inspirarles, persuadirles, influirles y tranquilizarles; profundizar, en suma, en el mundo de las relaciones.
La capacidad de expresar los propios sentimientos constituye una habilidad social fundamental. Paul Ekman utiliza el término despliegue de roles para referirse al consenso social en el que resulta adecuado expresar los sentimientos, un dominio en el que existe una enorme variabilidad intercultural. Ekman y sus colegas estudiaron las reacciones faciales de los estudiantes japoneses ante una película que mostraba escenas de una circuncisión ritual de los adolescentes aborígenes descubriendo que, cuando los estudiantes contemplaban la película en presencia de alguna figura de autoridad, sus rostros apenas si reaccionaban, pero cuando creían que estaban solos (aunque, en realidad, estaban siendo filmados por una cámara oculta), sus rostros mostraban un amplio abanico de emociones que iban desde la tensión hasta el miedo y la repugnancia.
Existen varios tipos fundamentales de despliegue de roles.2 Uno de ellos consiste en minimizar las emociones (la norma japonesa para expresar los sentimientos en presencia de una figura de autoridad que consiste en esconder el disgusto tras una cara de póker). Otro consiste en exagerar lo que uno siente magnificando la expresión emocional (una estrategia utilizada con mucha frecuencia por los niños pequeños que consiste en fruncir patéticamente el ceño y estremecer los labios mientras se quejan a su madre de que sus hermanos mayores les toman el pelo). Un tercero consiste en sustituir un sentimiento por otro (algo que suele tener lugar, por ejemplo, en aquellas culturas orientales en las que decir «no» se considera de mala educación y, en su lugar, se expresan emociones positivas aunque falsas). El conocimiento de estas estrategias y del momento en que pueden manifestarse constituye un factor esencial de la inteligencia emocional.
El aprendizaje del despliegue de los roles tiene lugar a una edad muy temprana. Se trata de un aprendizaje que sólo es parcialmente explícito (el aprendizaje, por ejemplo, que tiene lugar cuando enseñamos a un niño a ocultar su desengaño ante el espantoso regalo de cumpleaños que acaba de entregarle su bienintencionado abuelo) y que suele conseguir mediante un proceso de modelado, con el que los niños aprenden lo que tienen que hacer viendo lo que hacen los demás. En la educación sentimental las emociones son, al mismo tiempo, el medio y el mensaje. Si el padre, por ejemplo, le dice a su hijo que «sonría y le dé las gracias al abuelo» con un tono enfadado, severo y frío que desaprueba el mensaje en lugar de aprobarlo cordialmente, es muy probable que el niño aprenda una lección muy diferente y que responda a su abuelo con un desaprobador y seco «gracias». Y, del mismo modo, el efecto sobre el abuelo será muy diferente en ambos casos: en el primero estará contento (aunque engañado), mientras que en el segundo estará dolido por la confusión implícita del mismo mensaje.
La consecuencia inmediata del despliegue emocional es el impacto que provoca en el receptor. En el caso que estamos considerando, el rol que aprende el niño es algo así como «esconde tus verdaderos sentimientos cuando puedan herir a alguien a quien quieras y sustitúyelos por otros que, aunque sean falsos, resulten menos dolorosos». Las reglas que rigen la expresión de las emociones no sólo forman parte del léxico de la educación social sino que también dictan la forma en que nuestros sentimientos afectan a los demás. El conocimiento y el uso adecuado de estas reglas nos lleva a causar el impacto óptimo mientras que su ignorancia, por el contrario, fomenta el desastre emocional.
Los actores son verdaderos maestros en el despliegue de las emociones y su expresividad despierta la respuesta de su audiencia. Y no cabe duda de que hay personas que son verdaderos actores natos. Pero subrayemos que, en cualquiera de los casos, el aprendizaje del despliegue de los roles varía en función de los modelos de que dispongamos y que, en este sentido, existe una extraordinaria variabilidad entre los diversos individuos
Al comienzo de la guerra del Vietnam, un pelotón norteamericano se hallaba agazapado en un arrozal luchando con el Vietcong cuando, de repente, una fila de seis monjes comenzó a caminar por el sendero elevado que separaba un arrozal de otro. Completamente serenos y ecuánimes, los monjes se dirigían directamente hacia la línea de fuego.
«Caminaban perfectamente en línea recta –recuerda David Bush, uno de los soldados integrantes de aquel pelotón– sin desviarse a la derecha ni a la izquierda. Fue muy extraño pero nadie les disparó un solo tiro y, después de que hubieran atravesado el sendero, la lucha concluyó. Nadie pareció querer seguir combatiendo, al menos no aquel día. Y lo mismo debió de haber ocurrido en el bando contrario porque todos dejamos de disparar, simplemente dejamos de disparar».3
El poder del valiente y silencioso desfile de los monjes que apaciguó a los soldados en pleno campo de batalla ilustra uno de los principios fundamentales de la vida social: el hecho de que las emociones son contagiosas. A decir verdad, este ejemplo constituye un caso extremo, puesto que la mayor parte del contagio emocional tiene lugar de forma mucho más sutil y es parte del intercambio tácito que se da en todo encuentro interpersonal. En cada relación subyace un intercambio subterráneo de estados de ánimo que nos lleva a percibir algunos encuentros como tóxicos y otros, en cambio, como nutritivos. Este intercambio emocional suele discurrir a un nivel tan sutil e imperceptible que la forma en que un vendedor le dé las gracias puede hacerle sentir ignorado, resentido o auténticamente bienvenido y valorado. Nosotros percibimos los sentimientos de los demás como si se tratase de una especie de virus social.
En cada encuentro que sostenemos emitimos señales emocionales y esas señales afectan a las personas que nos rodean. Cuanto más diestros somos socialmente, más control tenemos sobre las señales que emitimos; a fin de cuentas, las reglas de urbanidad son una forma de asegurarnos de que ninguna emoción desbocada dificultará nuestra relación (una regla social que, cuando afecta a las relaciones íntimas, resulta sofocante). La inteligencia emocional incluye el dominio de este intercambio; «popular» y «encantador» son términos con los que solemos referirnos a las personas con quienes nos agrada estar porque sus habilidades emocionales nos hacen sentir bien. Las personas que son capaces de ayudar a los demás constituyen una mercancía social especialmente valiosa, son las personas a quienes nos dirigimos cuando tenemos una gran necesidad emocional puesto que, lo queramos o no, cada uno de nosotros forma parte del equipo de herramientas de transformación emocional con que cuentan los demás.
Veamos ahora otro claro ejemplo de la sutileza con que las emociones se transmiten de una persona a otra. En un determinado experimento, dos voluntarios, tras rellenar un formulario en el que se describía su estado de ánimo, se sentaban simplemente en parejas (compuestas por una persona muy comunicativa y otra completamente inexpresiva) a esperar que el experimentador regresara a la habitación. Un par de minutos más tarde, el experimentador volvía y les pedía que rellenaran otro formulario. El resultado del experimento en cuestión demostró que el estado de ánimo del individuo más expresivo se transmitía invariablemente al más pasivo.4
¿Cómo tiene lugar esta mágica transformación? La respuesta más probable es que el inconsciente reproduzca las emociones que ve desplegadas por otra persona a través de un proceso no consciente de imitación de los movimientos que reproduce su expresión facial, sus gestos, su tono de voz y otros indicadores no verbales de la emoción. Mediante este proceso, el sujeto recrea en sí mismo el estado de ánimo de la otra persona en una especie de versión libre del método Stanislavsky (un método en el que el actor recurre al recuerdo de las posturas, los movimientos y otras expresiones de alguna emoción intensa que haya experimentado en el pasado para evocar la actualización de esos mismos sentimientos).
La imitación cotidiana de los sentimientos suele ser algo muy sutil. Ulf Dimberg, un investigador sueco de la Universidad de Uppsala, descubrió que, cuando las personas ven un rostro sonriente o un rostro enojado, la musculatura de su propio rostro tiende a experimentar una transformación sutil en el mismo sentido, una transformación que, si bien no resulta evidente, sí que puede manifestarse mediante el uso de sensores electrónicos.
El sentido de la transferencia de estados de ánimo entre dos personas va desde la más expresiva hasta la más pasiva. No obstante, existen personas especialmente proclives al contagio emocional, ya que su sensibilidad innata hace que su sistema nervioso autónomo (un indicador de la actividad emocional) se active con más facilidad. Esta labilidad parece hacerlos tan impresionables que un mero anuncio puede hacerles llorar mientras que un comentario banal con alguien alegre puede llegar a animarles (lo cual, por cierto, les convierte en personas muy empáticas porque se ven fácilmente conmovidas por los sentimientos de los demás).
John Cacioppo, el psicólogo social de la Universidad de Ohio que ha estudiado este tipo de intercambio emocional sutil, señala que «comprendamos o no la mímica de la expresión facial, basta con ver a alguien expresar una emoción para evocar ese mismo estado de ánimo. Esto es algo que nos sucede de continuo, una especie de danza, una sincronía, una transmisión de emociones. Y es esta sincronización de estados de ánimo la que determina el que usted se sienta bien o mal en una determinada relación».
El grado de armonía emocional que experimenta una persona en un determinado encuentro se refleja en la forma en que adapta sus movimientos físicos a los de su interlocutor (un indicador de proximidad que suele tener lugar fuera del alcance de la conciencia). Una persona se mueve en el mismo momento en que la otra deja de hablar, ambas cambian de postura simultáneamente o una se acerca al mismo tiempo que la otra retrocede. Esta especie de coreografía puede llegar a ser tan sutil que ambas personas se muevan en sus sillas al mismo ritmo. Así, la reciprocidad que articula los movimientos de la gente que se encuentra emocionalmente vinculada presenta la misma sincronía que Daniel Stern descubrió en aquellas madres que se encuentran sintonizadas con sus hijos.
La sincronía parece facilitar la emisión y recepción de estados de ánimo, aunque se trate de estados de ánimo negativos. Por ejemplo, en una determinada investigación sobre la sincronía física se estudió en situación de laboratorio la forma en que las mujeres deprimidas discutían con su pareja descubriendo que, cuanto mayor era el grado de sincronía no verbal en las parejas, peor se sentían los compañeros de las mujeres deprimidas al finalizar la discusión, como si hubieran quedado atrapados en el estado de ánimo negativo de su pareja.5 En resumen, pues, parece que cuanto mayor es el grado de sintonía física existente entre dos personas, mayor es la semejanza entre sus estados de ánimo, sin importar tanto el que éste sea optimista o pesimista.
La sincronía entre maestros y discípulos constituye también un indicador del grado de relación existente entre ellos, y los estudios realizados en el aula señalan que cuanto mayor es el grado de coordinación de movimientos entre maestro y discípulo, mayor es también la amabilidad, satisfacción, entusiasmo, interés y tranquilidad con que interactúan. Hablando en términos generales, podríamos decir que el alto nivel de sincronía de una determinada interacción es un indicador del grado de relación existente entre las personas implicadas. Frank Bernieri, el psicólogo de la Universidad del Estado de Oregón que llevó a cabo este estudio me contaba que «la comodidad o incomodidad que experimentamos con los demás es, en cierto modo, física. Para que dos personas se sientan a gusto y coordinen sus movimientos, deben tener ritmos compatibles. La sincronía refleja la profundidad de la relación existente entre los implicados y, cuanto mayor es el grado de compromiso, más interrelacionados se hallan sus estados de ánimo, sean éstos positivos o negativos».
En resumen, la coordinación de los estados de ánimo constituye la esencia del rapport, la versión adulta de la sintonía que la madre experimenta con su hijo. Cacioppo propone que uno de los factores determinantes de la eficacia interpersonal consiste en la destreza con que la gente mantiene la sincronía emocional. Quienes son más diestros en sintonizar con los estados de ánimo de los demás o en imponer a los demás sus propios estados de ánimo son también emocionalmente más amables. El rasgo distintivo de un auténtico líder consiste precisamente en su capacidad para conectar con una audiencia de miles de personas. Y, por esta misma razón, Cacioppo afirma también que las personas que tienen dificultades para captar y transmitir las emociones suelen tener problemas de relación, puesto que despiertan la incomodidad de los demás sin que éstos puedan explicar claramente el motivo.
Ajustar el tono emocional de una determinada interacción constituye, en cierto modo, un signo de control profundo e íntimo que condiciona el estado de ánimo de los demás. Es muy probable que este poder para inducir emociones se asemeje a lo que en biología se denomina zeitgeber, un «temporizador», un proceso que, al igual que ocurre con el ciclo díanoche o con las fases mensuales de la luna, impone un determinado ritmo biológico (en el caso del baile, por ejemplo, la música constituye un zeitgeber corporal). En lo que se refiere a las relaciones interpersonales, la persona más expresiva –la persona más poderosa– suele ser aquélla cuyas emociones arrastran a la otra. En este sentido, también hay que decir que el elemento dominante de la pareja es el que habla más, mientras que el elemento subordinado es quien más observa el rostro del otro, una forma también de manifestar el afecto. Y, por ese mismo motivo, el poder de un buen orador –un político o un evangelista, pongamos por caso– se mide por su capacidad para movilizar las emociones de su audiencia.6 Esto es precisamente lo que queremos decir cuando afirmamos que «los tiene en la palma de la mano». La movilización emocional constituye la esencia misma de la capacidad de influir en los demás.
Es hora del recreo en la guardería y un grupo de niños está corriendo por la hierba. Reggie tropieza, se lastima la rodilla y comienza a llorar mientras todos los demás siguen con sus juegos, excepto Roger, que se detiene junto a él. Cuando los sollozos de Reggie se acallan, Roger se agacha y se frota la rodilla diciendo: «¡yo también me he lastimado!»
Thomas Hatch, colega de Howard Gardner en Spectrum, una escuela basada en el concepto de la inteligencia múltiple,7 cita a Roger como un modelo de inteligencia interpersonal. Al parecer, Roger tiene una rara habilidad en reconocer los sentimientos de sus compañeros y en establecer un contacto rápido y amable con ellos. Él fue el único que se dio cuenta del estado y del sufrimiento de Reggie, y también fue el único que trató de consolarle aunque sólo pudiera ofrecerle su propio dolor, un gesto que denota una habilidad especial para la conservación de las relaciones próximas –sea en el matrimonio, la amistad o el mundo laboral–, una habilidad que, en el caso de un preescolar, augura la presencia de un ramillete de talentos que irán floreciendo a lo largo de toda la vida.
El talento de Roger representa una de las cuatro habilidades identificadas por Hatch y Gardner como los elementos que componen la inteligencia emocional:
Organización de grupos. La habilidad esencial de un líder consiste en movilizar y coordinar los esfuerzos de un grupo de personas. Ésta es la capacidad que podemos advertir en los directores y productores de teatro, en los oficiales del ejército y en los dirigentes eficaces de todo tipo de organizaciones y grupos. En el patio de recreo se trata del niño que decide a qué jugarán, el niño que termina convirtiéndose en el capitán del equipo.
Negociar soluciones. El talento del mediador consiste en impedir la aparición de conflictos o en solucionar aquéllos que se declaren. Las personas que presentan esta habilidad suelen descollar en el mundo de los negocios, en el arbitrio y la mediación de conflictos y también pueden hacer carrera en el cuerpo diplomático, en el mundo del derecho, como intermediarios o como consejeros de empresa. Son los niños, en nuestro caso, que resuelven las disputas que se presentan en el patio de recreo.
Conexiones personales. Ésta es la habilidad que acabamos de reseñar en Roger, una habilidad que se asienta en la empatía, favorece el contacto con los demás, facilita el reconocimiento y el respeto por sus sentimientos y sus intereses y permite, en suma, el dominio del sutil arte de las relaciones. Estas personas saben «trabajar en equipo» y suelen ser consortes responsables y buenos amigos o compañeros de trabajo; en el mundo de los negocios son buenos vendedores o ejecutivos y también pueden ser excelentes maestros. Los niños como Roger suelen llevarse bien con casi todo el mundo, no tienen dificultades para jugar con otros niños y disfrutan haciéndolo. Estos niños tienden a ser muy buenos leyendo las emociones de las expresiones faciales y también son muy queridos por sus compañeros.
Análisis social. Esta habilidad consiste en ser capaces de detectar e intuir los sentimientos, los motivos y los intereses de las personas, un conocimiento que suele fomentar el establecimiento de relaciones con los demás y su profundización. En el mejor de los casos, esta capacidad les convierte en competentes terapeutas o consejeros psicológicos y, en el caso de combinarse con el talento literario, produce novelistas y dramaturgos muy dotados.
El conjunto de todas estas habilidades constituye la materia prima de la inteligencia interpersonal, el ingrediente fundamental del encanto, del éxito social e incluso del carisma. Las personas socialmente inteligentes pueden conectar fácilmente con los demás, son diestros en leer sus reacciones y sus sentimientos y también pueden conducir, organizar y resolver los conflictos que aparecen en cualquier interacción humana. Ellos son los líderes naturales, las personas que saben expresar los sentimientos colectivos latentes y articularlos para guiar al grupo hacia sus objetivos. Son el tipo de personas con quienes a los demás les gusta estar porque son emocionalmente nutricios, dejan a los demás de buen humor y despiertan el comentario de que «es un placer estar con alguien así».
Estas habilidades interpersonales propician el desarrollo de otras facetas de la inteligencia emocional. Las personas que causan una excelente impresión social, por ejemplo, son expertas en controlar la expresión de sus emociones, son especialmente diestras en captar la forma en que reaccionan los demás y son capaces de mantenerse continuamente en contacto con su actividad social y de ajustarla para conseguir el efecto deseado. En este sentido, son actores especialmente habilidosos.
No obstante, si estas habilidades interpersonales no tienen el adecuado contrapeso de una clara sensación de los propios sentimientos y necesidades y del modo de satisfacerlas, pueden terminar abocando a un éxito social hueco, a una popularidad, en fin, conseguida pasando por encima de uno mismo. Ésta es, al menos, la hipótesis sostenida por Mark Snyder, un psicólogo de la Universidad de Minnesota que ha estudiado a las personas cuyas habilidades sociales las convierten en verdaderos camaleones sociales, campeones en causar buena impresión,8 el tipo de persona cuyo credo psicológico podría resumirse en aquella cita de W.H. Auden, en la que decía que la imagen que tenía de sí mismo «es muy distinta de la imagen que trato de crear en la mente de los demás para que puedan quererme». Esta especie de mercantilismo emocional suele ocurrir cuando las habilidades sociales sobrepasan a la capacidad de conocer y admitir los propios sentimientos ya que, para ser querido –o, por lo menos, para gustar–, el camaleón social parece transformarse en lo que quieren aquéllos con quienes está. En opinión de Snyder, el rasgo distintivo de quienes caen en esta pauta es que causan una impresión excelente pero mantienen relaciones muy inestables y muy poco gratificantes. La pauta realmente saludable consiste, por el contrario, en utilizar las habilidades sociales equilibradamente sin olvidarse de uno mismo.
Pero los camaleones sociales no dudan lo más mínimo en decir una cosa y hacer otra diferente, malviviendo así con la contradicción entre su rostro público y su realidad privada, si ello les reporta un mínimo de aprobación social. La psicoanalista Helena Deutsch llamaba a esas personas «personalidades como si», personalidades que manifiestan una extraordinaria plasticidad para adaptarse a las señales que reciben de quienes les rodean. «En la mayor parte de los casos –me dijo Snyder– la persona pública y la persona privada se entremezclan adecuadamente, pero en otros casos, sin embargo, parecen constituir una especie de calidoscopio de apariencias sumamente tornadizas. Son como Zelig, el personaje de Woody Allen que trataba desesperadamente de camuflarse en función de las personas con quienes se encontraba».
Estas personas, en lugar de decir lo que verdaderamente sienten, tratan antes de buscar pistas sobre lo que los demás quieren de ellos. Para llevarse bien y ser queridos por los demás, están dispuestos a ser exageradamente amables hasta con las personas que les desagradan, y suelen utilizar sus habilidades sociales para actuar en función de lo que exijan las diferentes situaciones sociales, de modo que pueden representar personajes muy distintos en función de las personas con quienes se encuentran, cambiando de la sociabilidad más efusiva, pongamos por caso, a la circunspección más reservada. A decir verdad, estos rasgos son muy apreciados en ciertas profesiones que requieren un control eficaz de la impresión que se causa, como ocurre en el mundo del teatro, el derecho, las ventas, la diplomacia y la política.
Existe, no obstante, otro tipo de control de las emociones más decisivo, que permite diferenciar entre los camaleones sociales carentes de centro de gravedad que tratan de impresionar a todo el mundo y aquellos otros que utilizan su destreza social más en consonancia con sus verdaderos sentimientos. Estamos hablando de la integridad, de la capacidad que nos permite actuar según nuestros sentimientos y valores más profundos sin importar las consecuencias sociales, una actitud emocional que puede conducir a provocar una confrontación deliberada para trascender la falsedad y la negación, una forma de clarificación que los camaleones sociales jamás podrán llevar a cabo.
No cabía la menor duda de que Cecil era brillante; era un universitario experto en varios idiomas extranjeros y un soberbio traductor pero, en lo que respecta a las habilidades sociales más sencillas, se mostraba completamente inútil. No sabía ni siquiera tener una conversación intrascendente sobre el tiempo, y parecía absolutamente incapaz de la más rutinaria interacción social. Su falta de talento social resultaba más patente cuando se hallaba con una mujer. Es por ello por lo que se preguntó si todo aquello no se debería a algún tipo de «tendencias homosexuales latentes» –a pesar de no tener ningún tipo de fantasías en ese sentido– y se decidió a emprender una terapia.
Como confió a su terapeuta, el problema real radicaba en su temor a que nada de lo que pudiera decir interesara a nadie. Pero aquel miedo se asentaba en una profunda carencia de habilidades sociales. Su nerviosismo durante los encuentros le llevaba a reír en los momentos más inoportunos aunque no lo conseguía, sin embargo, por más que lo intentara, cuando alguien decía algo realmente divertido. Y esta inadecuación se remontaba a la infancia porque durante toda su vida sólo se había sentido socialmente cómodo cuando estaba con su hermano mayor quien, de algún modo, le facilitaba las cosas, pero apenas salía de casa, su incompetencia era abrumadora y se sentía completamente inútil.
Lakin Phillips, un psicólogo de la Universidad George Washington, concluyó que las dificultades de Cecil se originaban en su fracaso infantil para aprender las lecciones más elementales de la interacción social:
¿Qué podría habérsele enseñado a Cecil? Hablar directamente a los demás, entablar contacto, no esperar siempre que ellos dieran el primer paso, mantener una conversación más allá de los «síes», los «noes» o los meros monosílabos, expresar gratitud […] ceder el paso a los demás antes de cruzar una puerta, esperar a servirse hasta que el otro se hubiera servido, dar las gracias, pedir «por favor», compartir […] y el resto de habilidades sociales que comenzamos a enseñar a los niños a partir de los dos años de edad.9
No queda claro si la deficiencia de Cecil se debe al fracaso de los demás en enseñarle estos rudimentos de civismo o a su propia incapacidad para aprenderlos. Pero sea cual fuere su origen, la historia de Cecil resulta instructiva porque subraya la naturaleza esencial de las múltiples lecciones que el niño aprende en la interacción sincrónica y en las reglas no escritas de la armonía social. Y la consecuencia de un fracaso en el aprendizaje de estas reglas llega a incomodar a quienes nos rodean. Es evidente que la función de estas reglas consiste en favorecer el intercambio social y que la inadecuación genera ansiedad. Así pues, las personas que carecen de estas habilidades no sólo son ineptas para las sutilezas de la vida social sino que también tienen dificultades para manejar las emociones de la gente que les rodea e inevitablemente terminan generando perturbaciones a su alrededor.
Todos conocemos a personas como Cecil, personas con una enojosa falta de desenvoltura social, personas que no parecen saber cuándo poner fin a una conversación o a una llamada telefónica y que siguen hablando sin darse cuenta de todos los indicadores de despedida, personas cuya conversación gira exclusivamente en torno a sí mismos, personas que no muestran el menor interés en los demás y que ignoran todo intento de cambiar de tema, entrometidos que siempre parecen tener a punto alguna pregunta «indiscreta». Y todas estas desviaciones de la trayectoria social afable denotan una clara ignorancia de los rudimentos de la interacción social.
Los psicólogos han acuñado el término disemia (del griego dys, que significa «dificultad» y semes, que significa «señal») para referirse a la incapacidad para captar los mensajes no verbales, un punto en el que un niño de cada diez suele tener problemas.10 Este problema puede radicar en ignorar la existencia de un espacio personal (y permanecer, en consecuencia, demasiado cerca de las personas con quienes está hablando e invadir su territorio), en interpretar o utilizar pobremente el lenguaje corporal, en interpretar o utilizar inadecuadamente la expresividad facial (por ejemplo, no mirar a quien se habla) o una prosodia (la cualidad emocional del habla) ciertamente deficiente que les lleva a hablar en un tono demasiado estridente o demasiado monótono.
En este sentido se ha investigado mucho sobre niños que muestran signos de deficiencia social, niños cuya inadecuación les hace ser menospreciados o rechazados por sus compañeros. Si dejamos de lado a los fanfarrones, los niños suelen evitar a aquéllos otros que ignoran los rudimentos de la interacción cara a cara, especialmente de las reglas implícitas que gobiernan el encuentro interpersonal. Si un niño tiene dificultades en el lenguaje, las personas asumen que no es muy brillante o que está poco educado, pero si tiene dificultades en lo que respecta a las reglas no verbales de la interacción, se les suele considerar –especialmente sus compañeros– como «niños raros», niños a los que hay que evitar. Éstos son los niños que no saben jugar, que incomodan a los demás, que están, en suma, «fuera de juego». Son niños que no han llegado a dominar el lenguaje silencioso de las emociones y que inconscientemente emiten mensajes que causan incomodidad.
Como dijo Stephen Nowicky, un psicólogo de la Universidad Emory que se ha dedicado al estudio de las habilidades no verbales de los niños, «los niños que no pueden expresar sus emociones o leer adecuadamente las de los demás se sienten continuamente frustrados. Son niños que no comprenden lo que está ocurriendo porque no llegan a acceder al subtexto constante que encuadra todo tipo de comunicación. Recordemos que es imposible dejar de mostrar nuestra expresión facial o nuestra postura, y que tampoco hay modo de ocultar nuestro tono de voz. Si usted comete errores en los mensajes emocionales que emite de continuo, sentirá que las personas reaccionan de manera extraña y se sentirá desairado sin saber por qué. Si usted cree que está expresando felicidad pero, en cambio, lo que muestra es enojo, descubrirá que los demás están enojados y no comprenderá el motivo. Estos niños terminan careciendo de toda sensación de control sobre la forma en que les tratan los demás y sobre la forma en que sus acciones afectan a quienes les rodean, una situación que les hace sentirse incapaces, deprimidos y apáticos».
Pero además de convertirse en individuos socialmente aislados, estos niños también suelen tener problemas académicos. El aula es simultáneamente una situación social y una situación académica, de modo que es muy probable que el niño socialmente incompetente comprenda y responda tan inadecuadamente a un maestro como a otro niño. Y la ansiedad y confusión resultantes pueden, a su vez, entorpecer la capacidad de aprendizaje. De hecho, los tests de sensibilidad no verbal infantil han demostrado que el rendimiento académico de los niños que no tienen en cuenta los indicadores emocionales es inferior al que sería de esperar en función de su CI.11
Uno de los momentos en los que la ineptitud social resulta más dolorosa y explícita es cuando el niño trata de acercarse a un grupo de niños para jugar. Y se trata de un momento especialmente crítico porque entonces es cuando se hace patente públicamente el hecho de ser querido o de no serlo, de ser aceptado o no. Es por este motivo por lo que los estudiosos del desarrollo infantil se han ocupado de investigar estos momentos cruciales y han llegado a la conclusión de que existe un marcado contraste entre las estrategias de aproximación utilizadas por los niños populares y las que usan quienes podríamos llamar proscritos sociales. Los descubrimientos realizados en este sentido destacan la importancia extraordinaria de las habilidades sociales para registrar, interpretar y responder a los datos emocional e interpersonalmente relevantes. Es conmovedor ver a un niño dar vueltas en torno a un grupo de niños que están jugando y descubrir que no se lo permiten. Como demostró un estudio realizado con niños de segundo y tercer grado, el 26% de las veces, hasta los niños más populares y queridos son rechazados cuando tratan de aproximarse a jugar con otros niños.
Los niños pequeños son cruelmente sinceros en los juicios emocionales implícitos en tales rechazos. Veamos, por ejemplo, el siguiente diálogo que tuvo lugar en una guardería entre niños de cuatro años de edad.12 Linda quería jugar con Barbara, Nancy y Bill, que estaban jugando con animales de juguete y bloques de construcción. Durante un minuto estuvo observando lo que ocurría y luego se aproximó a Barbara y comenzó a jugar con los animales. Barbara entonces se dirigió a ella diciéndole –¡No puedes jugar!
—¡Sí que puedo! —replicó Linda— ¡Yo también puedo jugar!
—¡No, no puedes! —respondió Barbara, con brusquedad— ¡Hoy no te queremos!
Entonces Bill protestó en nombre de Linda, pero Nancy se unió al ataque agregando: —¡Hoy te odiamos!
Es precisamente el riesgo de sentirse odiado, implícita o explícitamente, el que hace que los niños sean especialmente cautos a la hora de aproximarse a un grupo. Y es muy probable que esta ansiedad no sea muy distinta de la que siente el adolescente que se encuentra aislado en medio de una charla que sostienen en una fiesta quienes parecen ser amigos íntimos. Y también es por esto por lo que este momento resulta, como dijo un investigador, «sumamente diagnóstico […] porque revela claramente las diferencias en las habilidades sociales».13
Lo normal es que los recién llegados comiencen observando lo que ocurre durante un tiempo y que luego pongan en marcha sus estrategias de aproximación, mostrando su asertividad de manera muy discreta. Lo más importante a la hora de determinar si un niño será aceptado o no es su capacidad para comprender el marco de referencia del grupo y para saber qué cosas son aceptables y cuáles se hallan fuera de lugar.
Los dos pecados capitales que suelen despertar el rechazo de los demás son el intento de asumir el mando demasiado pronto y no sintonizar con el marco de referencia. Pero esto es precisamente lo que tienden a hacer los niños impopulares, tratar de cambiar de tema demasiado bruscamente o demasiado pronto, o dar sus opiniones y estar en desacuerdo inmediato con los demás, intentos manifiestos, todos ellos, de llamar la atención y que, paradójicamente, les lleva a ser ignorados o rechazados. En contraste, los niños populares, antes de aproximarse a un grupo suelen dedicarse a observarlo para comprender lo que está ocurriendo y luego hacen algo para ratificar su aceptación, esperando a confirmar su estatus en el grupo antes de tomar la iniciativa de sugerir lo que todos deberían hacer.
Volvamos ahora a Roger, el niño de cuatro años a quien Thomas Hatch ponía como ejemplo de niño con un elevado grado de inteligencia interpersonal.14 La táctica que Roger utilizaba para aproximarse a un grupo era la de comenzar observando, luego imitaba lo que otro niño estaba haciendo y finalmente hablaba y se ponía a jugar con él, una estrategia ciertamente ganadora. La habilidad de Roger era evidente: por ejemplo, cuando él y Warren estaban jugando a lanzar «bombas» (en realidad, piedras) desde sus calcetines. Warren le preguntó a Roger si quería estar en un helicóptero o en un avión y antes de responder, Roger inquirió: «¿A ti qué te gusta más?»
Esta interacción aparentemente inocua revela una gran sensibilidad ante los intereses de los demás y una gran capacidad para utilizar este conocimiento para mantener el contacto con ellos. Hatch comentó con respecto a Roger: «tuvo en cuenta los deseos de su compañero para no perder la conexión con él. He visto a muchos niños que simplemente cogen su helicóptero o su avión y que, literal y figurativamente hablando, se alejan volando de los demás».
Si la capacidad de sosegar la inquietud de los demás es una prueba de la destreza social, el hecho de hacerlo en pleno ataque de rabia constituye una auténtica demostración de maestría. Los datos sobre autorregulación de la angustia y contagio emocional sugieren que una estrategia eficaz puede ser la de distraer a la persona airada, empatizar con sus sentimientos y con su perspectiva y luego dirigir su atención a un foco alternativo, uno que le conecte con un campo de sentimientos más positivos, algo que bien pudiera calificarse como una especie de judo emocional.
El mejor ejemplo que recuerdo de esta habilidad sutil en el arte de la influencia emocional me lo contó mi difunto amigo Terry Dobson quien, en la década de los cincuenta, fue uno de los primeros norteamericanos que viajó a Japón a estudiar aikido. Una noche mi amigo volvía a casa en el metro de Tokio cuando entró en el vagón un enorme, belicoso, ebrio y sucio trabajador. El hombre, tambaleándose, comenzó a asustar a los pasajeros gritando todo tipo de imprecaciones y empujó a una mujer que llevaba consigo un bebé, lanzándola hacia donde se encontraba una anciana pareja, que entonces se levantó de golpe y huyó precipitadamente al otro extremo del vagón. El borracho dio unos cuantos golpes más y, en su rabia, cogió la barra de metal que se hallaba en medio del vagón y, con un rugido, trató de arrancarla.
En aquel momento Terry, que se hallaba en plenas condiciones físicas debido a su entrenamiento diario de ocho horas de aikido, se sintió llamado a intervenir antes de que alguien quedara seriamente dañado. Entonces recordó las palabras de su maestro: «el aikido es el arte de la reconciliación y quien lo considere como una lucha romperá su conexión con el universo. En el mismo momento en que tratas de dominar a los demás estás derrotado. Nosotros estudiamos la forma de resolver los conflictos, no de iniciarlos».
Ciertamente, cuando Terry emprendió su aprendizaje se comprometió con su maestro a no iniciar nunca una pelea y a utilizar este arte marcial sólo como una forma de defensa. Ahora acababa de descubrir una oportunidad para poner a prueba su práctica del aikido en la vida real, en lo que era un caso claro de legítima defensa. Es por ello que, mientras los demás pasajeros permanecían paralizados en sus asientos, Terry se levantó lenta y deliberadamente.
Al verle, el borracho bramó: —¡Ah, un extranjero! ¡Lo que tú necesitas es una lección sobre modales japoneses!— y se dispuso a lanzarse sobre Terry.
Pero cuando estaba a punto de hacerlo alguien gritó en voz muy alta y divertida: —¡Eh!
El grito mostraba el tono jovial de alguien que había reconocido súbitamente a un querido amigo. El borracho, sorprendido, se dio la vuelta y vio a un diminuto japonés de unos setenta años ataviado con un kimono que permanecía sentado. El anciano sonrió con alegría al borracho y le saludó con un leve movimiento de la mano y un animoso: —¡Venga aquí!
El borracho se acercó dando zancadas a él preguntando, con un agresivo: —¿Y por qué diablos debería hablar contigo? Mientras tanto, Terry estaba dispuesto a reducir al borracho apenas hiciera el menor movimiento violento.
—¿Qué has estado bebiendo? —preguntó el anciano con sus ojos chispeantes.
—He bebido sake y ése no es asunto tuyo —vociferó el borracho.
—¡Oh, muy bien, muy bien! —replicó el anciano— ¿Sabes? A mí también me gusta el sake. Cada noche, mi esposa y yo (ella tiene setenta y seis años) nos bebemos una botella pequeña de sake en el jardín, donde nos sentamos en un viejo banco de madera… Y luego siguió hablando de un caqui que había en su jardín y de las excelencias de beber sake en mitad de la noche.
A medida que iba escuchando al anciano, el rostro del borracho comenzó a dulcificarse y sus puños se relajaron: —Sí… a mí también me gusta el caqui… —dijo con la voz apagada.
—Sí —replicó el anciano enérgicamente—. Y estoy seguro de que tienes una esposa maravillosa.
—¡No! —respondió el obrero—. Mi esposa murió… Y entonces, sollozando, se lanzó a contar el triste relato de la pérdida de su esposa, de su hogar y de su trabajo, y se mostró avergonzado de sí mismo.
Cuando el metro llegó a su parada y Terry estaba saliendo del vagón alcanzó a escuchar cómo el anciano invitaba al borracho a ir a su casa para contarle más detalladamente todo aquello y aún pudo vislumbrar cómo se arrellanaba en el asiento y apoyaba su cabeza en el regazo del anciano.
Esto es resplandor emocional.