Conduje sin importar a dónde iba. Para cuando descifré en qué calle estaba, me llevó un rato retomar hasta casa. Su rostro era lo único que podía ver, sus ojos celestes en lágrimas. ¿Por qué le había hablado de esa manera? ¿Por qué no me importaba lo suficiente para volver a consolarla?

Aquella cosa habitando en mi pecho se había vuelto imposible de ignorar. Una serpiente envenenado mi alma. Me sentía entumecido. Invadido por algo maligno que no me permitía encontrar lo que buscaba.

«Amo a Madison, siempre voy a estar con ella. La primera vez que la vi fue como presenciar magia, magia que se materializó frente a mí», me repetí. Eran palabas. Solo palabras. No las sentía.

Mi celular sonó con un mensaje de texto.

Lyn 20:01

Mic, Samuel va a quedarse en tu casa. No me odies.

Samuel Cassidy iba a quedarse en mi casa. ¿A quién le importaba? Golpeé el volante con mi mano. Samuel era un desastre. Deambularía por la casa, haría un desorden. ¿Por qué no me importaba? ¿Por qué no estaba llamando a Lyn furioso de que lo hubiera llevado sin preguntarme?

Necesitaba encontrar a Gabriel. Mi hermano era la única solución. Si él no sabía la ubicación de esa caja de cristal me convertiría en un bastardo desalmado.

Una vez en el garaje de la casa apagué el auto. Tenía que pelear. Me concentré en mi magia, ignorando a la alimaña en mi pecho. Canalicé el poder, dejando que me llenara, y la llamé.

Podía hacerlo, solo unos momentos.

—Michael…

Su voz era una plegaria.

—Siempre serás mi Madison. Aun cuando te haga sentir mal y diga cosas terribles, siempre serás mi Madison —dije en el tono más honesto posible.

Un sollozo.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

—Tú siempre serás mi Michael —dijo ella.

Alivio. Estaba aliviado de sentir alivio, qué tan retorcido era eso.

—Buscaré la forma de liberarme.

La puntada en el pecho me hizo titubear. Corté la llamada antes de decir algo estúpido. Al salir del auto, Dusk vino a recibirme, lamiendo mi mano.

—Buen muchacho —dije, palmeando su cabeza.

Por más que me esforzara, todo lo que veía era un perro por el cual había sentido afecto. Un gran ovejero belga oscuro como la noche. Aquella conexión que siempre nos había uni­do era como un hilo que amenazaba con cortarse en cualquier momento.

De no ser por el mansaje de Lyn hubiera encontrado extraño que Samuel Cassidy estuviera hurgando en mi cocina. Llevaba una gran bata negra, que seguramente la habría encontrado en el armario de la habitación de huéspedes, cortesía de mi madre.

—Samuel —lo saludé.

—Lyn dijo que podía quedarme aquí. Mis padres ya no me pasan más dinero y Rose dijo que iban a echarme a la calle —explicó.

—Hay pasta de ayer. Intenta no quemar la casa —repliqué.

Tomé una cerveza de la heladera y fui a mi habitación. Dusk trotando detrás de mí. Tras cerrar la puerta, marqué el mismo número al que había estado llamando todos los días durante las últimas dos semanas. Y al igual que todas las otras veces, directo al contestador automático.

—Gabriel, no me importa dónde estés o lo que has hecho. Necesito tu ayuda. El maleficio de Alexa está empeorando. Dime que sabes la ubicación de esa caja. Eres mi hermano mayor, me lo debes.

Si alguna vez volvía a verlo iba a golpear su rostro hasta dejarlo inconsciente. No nos llevábamos tantos años de diferencia, habíamos crecido juntos. No podía abandonarme a mi suerte.