Samuel se quejó de que la heladera estaba vacía. Dormía en mi casa, comía mi comida y se quejaba de que no hubiera hecho las compras en vez de hacerlas él. Vaya invitado. Al menos había mejorado desde los primeros días. Ya no balbuceaba incoherencias en mitad de la noche, ni hablaba sobre Cecily. No había escuchado su nombre en más de dos semanas.

Lo que sí encontraba extraño era que paseara por la casa con el cuervo negro en su hombro. Dusk miraba al ave con interés, molestándolo constantemente.

—Si fueras un loro, yo podría ser un pirata —le dijo Samuel al cuervo, riendo solo.

Lyn había convertido mi casa en un manicomio.

—Pediré pizza —dije—. Necesitamos comida, pasa por el mercado cuando regreses de trabajar.

Samuel me miró, intimidado ante el pedido.

—¿Podrías hacer una lista?

—¿Qué eres? ¿Una abuela? —pregunté—. Trae lo básico. Pan, cereales, carne, cerveza.

Buscó un pedazo de papel y comenzó a anotar. Me tiré al sillón y prendí el televisor. Las cosas se estaban poniendo aburridas. Las clases en la universidad apenas despertaban mi interés, todos actuaban como si me hubiera convertido en un bastardo sin emociones, lo que probablemente era cierto.

—¿Hablaste con Rose? Lo del reto debió asustarla. Deberías enviarle flores o una tarjeta de «Mejórate» —dijo Samuel.

Había dejado de balbucear sobre Cecily solo para cambiar a Madison. En la última semana me recriminó al menos cinco veces por haber lastimado sus sentimientos. No me importaba. No podía importarme.

Además, ¿quién la entendía? Me besaba y luego rechazaba mis avances. Típico caso de histeria femenina.

—Rose, Rose, Rose. ¿Te enamoraste de ella?

Eso lo callaría.

—No… —dijo con expresión ida, sus ojos perdiendo fo­co—. Rose ha sido amable conmigo desde que nos conocimos. Me ayudó sin pedir nada a cambio, apoyándome sin importar qué tan loco estuviera. Es mi amiga.

—Muy conmovedor —repliqué.

Cambié de canal, a un partido de hockey sobre hielo. Tal vez debería unirme a los Puffins, el equipo de Van Tassel. Marcus estaba en él y siempre decía lo divertido que era cuando se armaban peleas.

Mi celular comenzó a sonar. Probablemente alguno de mis padres con otro plan para que vuelva a hacer un hombre de verdad. Estaba a punto de presionar «Ignorar llamada» cuando el nombre en la pantalla me detuvo. Gabriel.

Miré el aparato, dos meses atrás hubiera sentido una profunda sensación de alivio, ya no. Lo que sí sentía era curiosidad. Tomé el celular y subí por las escaleras, alejándome de Samuel.

¿Gabriel?

—Pequeño hermano —respondió su voz.

No lo oía desde aquella noche en el hospital psiquiátrico.

—¿A qué se debe este honor? ¿Te cansaste de huir y quieres regresar? Nuestra querida madre me ha estado enloqueciendo, podrías llamarla para que concentre su atención en ti, quitarla de mi espalda —dije.

Su respiración cambió.

—El Corazón de Piedra funcionó —dijo lentamente—. Cuando oí tus mensajes pensé que exagerabas.

Probablemente lo hacía.

—Ya no importa —respondí.

—No quería que esto pasara, Mic. No a ti —dijo Gabriel.

Me apoyé sobre la puerta de mi habitación.

—No tú también —dije.

—Alexa nunca me dijo dónde escondió la caja, lo siento —dijo.

Sonaba culpable.

—Mala suerte —respondí—. ¿Algo más?

—Aguarda, déjame pensar…

Una sensación extraña se expandió por mi pecho, intentando soltarse de la criatura. Gabriel era mi hermano y, a pesar de lo que había hecho, de su traición, seguía con vida. Quería ayudarme, eso debería significar algo.

—Busca a una bruja llamada Sheila Berlac, ella puede ayudarte. Trabaja en el Ataúd Rojo los sábados.

—Bien, gracias —respondí.

—Tarde o temprano regresaré, de una forma u otra.

Tras esas palabras, cortó la llamada.

Afiné la guitarra mientras los demás preparaban el escenario. Mis dedos se deslizaron por las cuerdas, jugando con ellas. Marcus Delan había insistido incesantemente en que fuera al bar en el que estábamos, ya que habían conseguido un show para la banda.

No tenía ganas de cantar por lo que me limitaría a la guitarra. Permanecí sentado a un costado, aguardando a que el resto se acomodara.

Stuart, el cantante principal, probaba los micrófonos, mientras Marcus hablaba con un par de chicas que había visto en otros shows.

El bar en cuestión era un lugar decente. Espacioso, buen ambiente. Me había unido a la banda porque me encantaba perderme en la melodía de una buena canción. Entregarme a los acordes, sentir las palabras. La diversión de ello se había perdido, volviéndolo todo más mecánico. Cuando mis dedos acariciaban las cuerdas lo único que surgía era una secuencia de acordes que debía seguir.

—¡Hola a todos! Somos «Dos Noches» y vamos a tocarles un par de nuestras canciones. Esta primera se llama «Mentiras». ¡Espero que les guste!

Lucas abrió con la batería y Marcus y yo intercambiamos una seña antes de unirnos a él. La canción que estábamos tocando era algo depresivo escrito por Stuart.

Susurros en la noche,

miradas cruzadas,

labios que se rozan,

caricias robadas.

Momentos que se fueron,

recuerdos que no quiero,

palabras que nunca dije,

silencios que mintieron.

Dime que eres la misma chica de ayer.

Dime que soy más que un soñador,

tan lejos del sol.

Que fui un tonto al dejarte ir.

Dilo y tal vez lo crea, tal vez lo crea…

Algunas noches,

tantas palabras,

una promesa,

ya no son nada.

Dije que nunca te dejaría ir,

lo dije más de una vez,

mi corazón olvidó mis palabras,

te traicioné.

Dime que eres la misma chica de ayer.

Dime que soy más que un soñador,

tan lejos del sol.

Que fui un tonto al dejarte ir.

Dilo y tal vez lo crea, tal vez lo crea…

Si dejo de buscar la luna,

¿prometes ser mi sol?

La convocatoria era buena. Unos cuantos grupos de chicas, algunas parejas, los tipos en la barra habían detenido su charla y estaban escuchando.

Durante un intervalo de minutos entre la segunda y tercera canción Stuart me susurró algo que se oyó como «Ponle más sentimiento», lo que descarté dado que era imposible de lograr.

El que no parecía tener problema canalizando sus emo­ciones era Marcus. El sujeto se encontraba completamente com­penetrado en cada nota. Tocaba su guitarra como si la estu­vie­ra castigando por un terrible crimen y su voz sonaba demasiado sentida.

En uno de los estribillos incluso gritó: «Ya no me llamas, tu voz no sonríe al decir mi nombre».

Stuart y Lucas intercambiaron más de una mirada, preguntándose qué rayos pasaba con nosotros. Mujeres, eso era lo que nos había pasado. Mi exnovia me había maldecido y Maisy había dejado a Marcus.

Al llegar a la cuarta y última canción, el lugar estaba bastante lleno y los espectadores se veían contentos. Samuel estaba entre ellos con una expresión ida. Se había invitado él solo, subiéndose al auto sin siquiera preguntar a dónde íbamos.

Llegamos al final de la última canción y me apresuré a quitar mis dedos de las cuerdas. Ya no me gustaba tocar, no como antes.

Stuart se tomó su tiempo disfrutando de los aplausos y del chillido de chicas gritando, y se volvió a nosotros.

—¿Qué sucede con ustedes? ¿Te sedaste antes de venir, Mic? —preguntó molesto—. ¿Y qué rayos fue ese grito en mitad de la canción, Marc?

Ninguno parecía muy dispuesto a responder.

—Iré por una cerveza —me excusé.

Lo dejé hablando solo mientras Marcus murmuraba algo de: «Lo siento, esa chica arruinó mi cabeza». Qué novedad. El pasatiempo preferido de las mujeres debía ser usar nuestro cerebro de tiro al blanco.

Samuel me siguió hacia la barra y se pidió una cerveza sin alcohol.

—Sus letras no son exactamente profundas. «Chicas de los ojos claros, hazme ver corazones alados» —repitió horrorizado.

—Estoy bastante seguro de que ese fue Delan. Puedes quejarte con él —repliqué.

—Tal vez debería escribirles una canción, algo que refleje una verdad más poética —dijo para sí mismo—. Algo sobre pérdida y un amor que no muere.

Tomé la botella, ignorando sus palabras. Samuel Cassidy lograba deprimirme incluso cuando me encontraba privado de emociones.

—Pregúntale su nombre —dijo una voz tímida.

Dos chicas paradas a nuestra izquierda me miraban y susurraban entre ellas. Una era algo baja, con vestido y pelo rubio. Mientras que la otra tenía piernas largas y una falda excesivamente corta.

—Te vimos en el escenario, su banda es muy buena —dijo la de la falda.

—Gracias.

Se alejó de su amiga, dando un paso hacia mí.

—¿Qué dices de ir a algún lugar más tranquilo y tocar algo? Me encantaría escucharte —dijo, rozando mi mano con la suya.

Eso fue rápido, me recordó a mi prima Lyn. Consideré la situación. La chica era linda y no era como si fuera a sentirme culpable. No podía hacerlo. Nada de expectativas ni miradas anhelantes esperando que actuara al igual que un novio romántico.

—Solo te falta un listón y puedes considerarte un regalo —dijo Samuel.

Tomé un sorbo de la botella, camuflando una risa.

—¿Perdón?

Falda corta lo miró escandalizada. Si me iba con ella, Samuel sería una pesadilla. Además no tenía ganas, no realmente.

—Tu amigo está siendo grosero —se quejó.

—No es nada personal. Es amigo de mi novia —repliqué.

Las palabras se salieron por sí solas. El otro Michael, el que seguía en algún rincón olvidado de mi mente, las había dicho. Su expresión ofendida lo dijo todo. Se volvió hacia su amiga y ambas desaparecieron en cuestión de segundos. Adiós falda.

—Deberíamos regresar. A Rose no le gustaría saber sobre esto.

—Deja de hablar de ella —dije, chocando la botella contra la barra—. No quiero hablar.

La situación se volvió más intolerable cuando Marcus Delan llegó tambaleándose y se sentó en el banco a mi lado. Se veía casi tan lamentable como Samuel. Ojeras de no haber dormido bien en días. Mirada de que alguien había pisoteado su alma.

—Te vi hablando con esas chicas. Si engañas a Ashford romperé una botella y te la clavaré en el pecho —me advirtió—. Eso o iré como Hulk sobre tu trasero.

Me reí sin humor. Estaba ebrio.

—Si vuelvo a oír su nombre seré yo quien te clave una botella —respondí—. Ni siquiera debo mover un dedo para hacerlo. Un simple encantamiento bastaría.

—¿Qué sucede contigo? No tienes idea de lo que has hecho con ella. Lo mal que ha estado.

La magia cosquilleó contra las yemas de mis dedos creando una sensación similar a estática. Sus palabras no eran más que ruido. Y el hecho de que todos esperaran que actuara como si no fuera así era peor que una maldita migraña.

—Y tu prima desapareció sin una palabra. Puff. Un nuevo acto de magia —dijo molesto—. Deberían regresar a Salem y dejar de jugar con nosotros.

La barra comenzó a temblar levemente y la tensión de la luz disminuyó. Me dolía la cabeza y estaba afectando a mi magia. Como si lo físico estuviera compensando la falta de emociones.

—¿Por qué no haces volar el banco conmigo arriba? Es más divertido y todos se enterarían de lo que eres —continuó Marc con sus ojos en la barra.

Cerré los puños de mi mano, controlando la magia.

—¿Lyn desapareció? —preguntó Samuel.

Marcus lo miró, viéndolo por primera vez.

—Maisy.

—Oh, estuvo en casa ayer.

La alimaña se estiró en mi pecho, emitiendo un horrible sonido. Era un centavo al final de un pozo, contemplando muros que parecían no tener fin. Quería dejar de funcionar. Relajarme y olvidar el vacío infinito que sentía.

—Tengo un par de sugerencias para mejorar tus canciones —estaba diciendo Samuel—. Solo por curiosidad. ¿En que estabas pensando cuando escribiste sobre «Corazones alados»? ¿Es una referencia a aquella sensación de ligereza que uno experimenta cuando está enamorado?

—¿Qué? —Emitió un sonido incomprensivo—. ¿De qué hablas?

Mi cerebro estaba sangrando.

—Dejen de hablar. Por favor —dije—. Basta de hablar sobre mujeres y corazones. Pidamos otra cerveza y olvidémonos de todo el asunto.

—Brindo por eso —dijo Marcus.