El ambiente del Ataúd Rojo había mutado a algo decadente e íntimo. Parejas en las esquinas besándose, recostadas en posiciones indecorosas sobre los sillones. Muchos de ellos se asemejaban a los vampiros de las películas. Ojos rojos, miradas frenéticas, manchas de sangre en la ropa.
Le hice un gesto a la mujer tras la barra, pidiéndole la cuenta. Si la tal Sheila Berlac no estaba allí, no veía por qué perder más tiempo en ese antro. Meses esperando información de mi hermano y ni siquiera era correcta.
Imágenes de Madison en aquel atuendo ajustado acosaban mi mente. Lo admitía, quería palmear ese trasero.
Ella también había mencionado a Sheila. ¿De dónde había sacado la información? ¿Estaba en compañía de ese idiota que solía acosarla para ayudarme?
A quien le importaba. La necromance no se encontraba allí, eso concluía mi noche. Saqué un billete de mi vieja billetera, depositándolo bajo el vaso. La mujer me guiñó un ojo, agradecida por la propina. Era atractiva. Lindo rostro, buen cuerpo.
Una voz gritó desde algún rincón remoto de mi cabeza. «No puedes dejarla con él». «No con ese sujeto Alexander». «Reacciona, Michael». «Ve tras ella», gritó la voz desesperada. Un pinchazo de dolor perforó mi pecho y me tambaleé. Algo en mí estaba peleando a la criatura, haciéndole frente. Era la primera vez que me resistía en semanas.
Sujeté mi cabeza, maldiciendo todo el tema de la doble personalidad. Podía sentir mi sangre hirviendo ante la imagen de Madison con ese tipo. No comprendía el porqué, solo que la voz no cesaría de gritar hasta que fuera tras ella.
Esa chica era un problema. Tomé mi abrigo, dirigiéndome a la salida. Las cortinas de terciopelo violeta cubriendo la puerta que llevaba al mundo real. Uno donde los adolescentes no fantaseaban con capas negras y sangre. O si lo hacían, al menos se molestaban en ocultarlo. ¿Cómo era que Lyn y yo nunca habíamos utilizado magia para jugarles una broma? Hacerles creer que éramos verdaderos vampiros. La idea era tentadora. La consideré, llevando mi mirada a un joven vestido de Drácula. ¿Por qué no darle un buen susto?
«¡Madison!», gritó la voz en mi cabeza. Se oía tan distante y desesperada. Negué de manera exasperada, sacudiéndola.
—Ya cállate —me dije a mí mismo.
Salí de la construcción, golpeando contra una álgida brisa. ¿Dónde se supone que debía buscar? La respuesta se presentó sola. Dos siluetas sobresalían a unos metros en el callejón. Una era femenina y esbelta. La otra más alta y elevándose sobre la primera, aprisionándola contra el muro de ladrillo.
—Aprecio tu ayuda, pero no tengo ningún interés en estar contigo —dijo Madison.
—Solo ofrezco lo que sé que necesitas —respondió el sujeto—. Una distracción.
Tomó un mechón de su pelo, acariciándolo.
—Tan lindo y sedoso, alguien debería tirar de él…
«Quita las manos de ella», rugió la voz en mi cabeza.
—No necesito una distracción, necesito a Michael.
Mi corazón protestó, respondiendo a esas palabras. Alexander acercó su rostro al de ella, decidido a hacer un avance. Estúpido bastardo engreído.
—Deja de jugar y llévame a casa. Ahora —respondió Madison en tono firme.
—Oblígame.
Una erupción de magia se extendió por mis manos, atacándolo. Alexander voló hacia atrás, cayendo de costado contra el pavimento. No sabía lo que hacía. Me encontraba cegado por algo distante y poderoso.
La mezcla de magia, furia y adrenalina hicieron que doblara su brazo, causándole dolor.
—¿Michael?
La cosa anidando en mi pecho hizo presión, obligándome a recuperar el control. Una sensación fría y serena, acallando las protestas.
Madison me observó boquiabierta. Sus ojos llenos de sorpresa y alivio. La alcancé en unos pasos, tomándola del brazo. La causante de todas las rebeliones en mi cabeza.
—Tú vienes conmigo —le dije.
Alexander permaneció en el pavimento, sujetando su brazo. Su expresión iba de molesta a burlona y, lo más extraño, una sonrisa maniática llena de secretos. Quería hundir su cabeza en el cemento. Golpear al bastardo una y otra vez.
Guié a Madison hacia el final del callejón, indicándole que se metiera en el auto. Esta se apresuró hacia la puerta, sin dudarlo.
Su espalda se hundió contra el respaldo del asiento y su postura se relajó. El hecho de que se sintiera segura estando conmigo me despertó una sensación cálida. Apenas pude saborearla antes de que se desvaneciera.
—No deberías jugar con fuego si no puedes apagarlo —dije.
—Sé lo que estaba haciendo. —Hizo una pausa y agregó—: Gracias por salvarme, Darmoon.
Me lanzó una mirada llena de actitud. Me gustaba cuando sacaba sus garras.
—¿Hiciste un pacto con el diablo para ayudarme?
—Algo así —respondió.
—No debiste. No necesito tu ayuda —repliqué.
Su expresión se ablandó.
—Si invocamos al espíritu de Alexa, puede decirnos dónde escondió la caja.
La ignoré, encendiendo la radio. Me encontraba tan cansado de escuchar sobre el maleficio y la caja.
¿Por qué no le daba un descanso?
—Veo que pasaste por el armario de Lyn —dije.
Desvió su mirada hacia le ventana.
—Quería verme ruda. Ningún humpiro intentó intimidarme hoy.
No. Solo un acosador que quiso aprovecharse de ella.
—¿Por qué estabas allí? —Hizo una pausa y agregó—: ¿Has estado con alguna chica…?
Podía ver lo mucho que temía la respuesta. Si le decía que yo también había ido en busca de Sheila solo alimentaría sus esperanzas y la volvería un peor fastidio.
—No, solo contigo, novia.
Una gran sonrisa de alivio. Subí el volumen de la música, desincentivando cualquier otra pregunta. Mujeres, qué manojo de emociones.
Estacioné frente a su departamento. La calle estaba desierta, una solitaria noche de invierno. Madison me observó en silencio, como si algo la retuviera en el auto. Mis ojos se tomaron la libertad de recorrerla. Se veía bien. Pantalones de cuero guiando el camino de sus piernas, una camiseta negra que exponía su abdomen, espeso maquillaje oscuro resaltando sus ojos celestes.
La atmósfera se volvió tensa y cargada. Emociones o no, quería tenerla en mis brazos. Era un impulso salvaje y primitivo, un hombre que anhelaba a una mujer.
La tomé por la apertura de la chaqueta, atrayéndola hacia mí. Madison no se resistió, se entregó a mi beso, consumida por la misma necesidad. Sus labios eran suaves y delicados. Recordé el fuego que solía encontrar en ellos. La forma en que sus pequeñas gemidos me empujaban a la boca del abismo.
Recliné el asiento hacia atrás, sentándola en mi regazo. Su respiración se aceleró, profundizando el beso. La rodeé con mis brazos, probando la calidez de su piel, rindiéndome a lo inevitable. Todo en ella era magia. Su agraciada silueta, el perfume que la rodeaba, la ferocidad con la que expresaba lo que sentía.
Le quité la chaqueta de un tirón y continué con su camiseta. Madison me devolvió el favor. Arrojo la mía hacia el asiento trasero, hundiendo sus dedos en mi torso. Se veía tan fuerte y a la vez vulnerable. Reclamándome con un amor que se negaba a rendirse.
La sensación era intoxicante. Intensa. Desbordante. La sujeté contra el volante, trazando un camino de besos por la curva de su cuello. Probando, tentando. Cada roce con el propósito de torturarla.
Intentó moverse y tomé sus manos en la mía, inmovilizándola.
—Michael…
Besé su labio inferior, atrapándolo en mi boca. Su cuerpo tembló levemente, arqueándose contra el mío. La chica daba una imagen sexy. Mejillas ligeramente sonrojadas, su pelo cayendo por el volante.
—Di que eres mía —susurré.
Sus ojos se abrieron, dos estrellas ardiendo, consumiéndose en un caos de llamas y anhelo.
—Siempre —respondió.
Me recliné hacia atrás, recostándola sobre mí. Rogando que su fuego prendiera el mío. Mi corazón batallando contra la alimaña oscura enterrada en mi pecho.
Su pelo cubrió nuestros rostros como una oscura cortina de seda. Mi mano recorrió la cintura de su pantalón, peleando contra el material gomoso. No sabía qué Michael era, ni lo que sentía, ni si sentía. Lo único que importaba eran las chispas de vida que ella me provocaba.
Nuestra respiración se volvió una. Cada beso alejándonos más de todo, rompiendo cualquier ilusión de control.
El mundo se desmoronó.
Dije su nombre, arrastrándola conmigo hacia un laberinto de llamas, deseo y maleficios.