Sobre la casa, sobre el pueblo, sobre el mundo, pesaba un silencio total. Estaba solo. Solo en el cementerio, en lo alto del riscal, en el castillo de la condesa. Con gran trabajo, avanzaba por aquel laberinto sombrío de tumbas, de peñas y de matorrales; de habitaciones oscuras donde chascaban los muebles y sonaban roces de pisadas furtivas; notando cómo se me clavaba en la nuca la mirada escrutadora de unos ojos enemigos.
Yo no quería avanzar, pero avanzaba. Impulsado por una fuerza que no estaba en mí, sino fuera del tiempo y de la vida.
Se abría un abismo delante de mí. Yo no quería avanzar. Pero la fuerza me impulsaba y caía y caía sin remisión.
Otra vez me encontraba en el laberinto, oyendo los crujidos de las ramas, los chasquidos de los muebles, el roce de las suelas contra el polvo. Era un laberinto oscuro, sobre el que se cernían los muros agrietados y altísimos, que clavaban sus vigas como cipreses en el mar silencioso y anubarrado de un cielo gris. Más allá de las puertas, más allá de las tapias, más allá de los setos, se abría el abismo. Yo me quería detener, pero la fuerza me impulsaba. Y caía y caía sin remisión.
Caía y caía, rebotando en los salientes de las rocas, en los troncos de los árboles, en los muebles, y algo como un viento fuerte me zarandeaba, tiraba de mí y pronunciaba mi nombre entre rugidos.
Grité, abrí los ojos y miré a mi alrededor. Entonces tuve conciencia de que estaba en la cama. Y del cansancio. Y del calor.
Vi el cuadrado del ventanuco, que recortaba un trozo de cielo azul. Al lado de mi cama, estaba Juan.
—Es tarde —dijo.
Miré el reloj. Las ocho y media pasadas. Me sentía extraordinariamente cansado, extraordinariamente débil. Me incorporé con un esfuerzo y todo el cuerpo me dolió.
Juan estaba ya arreglado.
—Éste no se viene —dijo en voz baja—. Ha dejado una nota en la cocina diciendo que no le despierten.
Señalaba con la cabeza a Miguel, que, en el otro catre, dormía con la boca abierta, produciendo un suave ronquido.
—¿Te acostaste vestido?
Me encogí de hombros.
—Date prisa —siguió él—. Falta poco más de medía hora.
Salió.
Me levanté, me acerqué a la silla donde estaba la jofaina y empecé a lavarme. Estaba fresca el agua. Miré a Miguel, luego el ventanuco y de nuevo el agua de la palangana. Y, de pronto, aquello que estaba haciendo se me antojó un acto trascendental.
Me quedé inmóvil, delante de la silla que servía de lavabo, sintiendo las gotas de agua que se desprendían del cabello y rodaban por la frente y las mejillas. Sin mover la cabeza, miré el ventanuco; luego, a Miguel. Me volví lentamente y miré también la pared de madera detrás de la cual estaba el cuarto de Araceli y María Isabel.
Sentí un tirón en mis nervios. Sentí toda la tristeza del arrancamiento, pero supe que yo no lo podía evitar. La fuerza me impulsaba. Una fuerza que no estaba en mí, sino fuera del tiempo y de la vida. Y caía y caía sin remisión.
Abajo se oyeron voces quedas y ruido de pasos.
Me miré al pequeño espejo que había colgado debajo del ventanuco. Tenía la camisa muy arrugada.
Abrí la maleta, y en seguida la volví a cerrar. Pero la puse sobre la cama y la abrí de nuevo para meter en ella la toalla, el jabón, el cepillo de dientes y una camisa sucia que estaba colgada detrás de la puerta. Entonces la cerré definitivamente.
Bajé la escalera, salí al corral, solté la maleta en el suelo y entré en la cocina, donde encontré a Luisa y a la madre de las muchachas, que me mostraron la nota que había dejado Miguel y me informaron de que María Isabel no se había levantado todavía.
Luisa me ofreció un vaso de leche y un plato con galletas. Bebí el vaso de leche y me despedí de las dos.
Cogí la maleta y me dirigí hacia la puerta.
En el pasillo, me crucé con Araceli, que me miró, luego miró la maleta, y luego, de nuevo a mí. No dijo nada. Siguió. Seguramente sabía, como sabía yo, que no nos volveríamos a ver.
Madrid, septiembre de 1963, agosto de 1966.