CADA VEZ QUE los pies alcanzaban el suelo, el crujido de la grava acompañaba la pesada respiración de Jeppe en el aire húmedo de la mañana. Sobre el cielo del parque Søndermark lucían nubes rosas contra el azul matutino, como el sueño en tecnicolor de un director de cine. Salir a correr suele ser una reacción clásica a la separación, no solo para volver a ponerse en forma a fin de resultarle atractivo a una nueva persona, sino como eslabón de un proceso terapéutico. Jeppe pensaba más bien que le recordaba a cuando era pequeño y se pellizcaba el brazo para que la herida de la pierna no le doliese demasiado.
Puso rumbo hacia el cerro. En la cabeza le martilleaba la canción de Ascot de My fair lady; con ella, los pensamientos fluían libremente. ¿Qué llevaba a una persona a tallarle la cara a otra? El impulso de hacer el mal está presente en todo el mundo, pero el de causar dolor, como había hecho el asesino de Julie, no lo entendía; no podía encontrar otra calificación que maldad.
Corrió a toda velocidad por la zona de los trampolines y continuó hacia casa. Esprintó al lado de las vías del tren para dejar atrás esa triste arquitectura lo más rápido posible.
El chalé de Valby daba a las vías; si no, no habrían podido permitírselo. La barrera acústica amortiguaba casi todo el ruido y uno se acostumbraba rápido; de hecho, Jeppe pensaba que era muy agradable ver pasar los trenes cuando estaba en el baño del primer piso. Por el contrario, Therese hacía cuanto podía por ignorar las vías: cegar las ventanas y plantar lilas en lo alto del seto para olvidar que la casa estaba a pocos metros de la vía y darle la espalda como una adolescente enfadada. Desde fuera, el chalé de piedra roja parecía casi un refugio con la luz de la mañana, pero en cuanto Jeppe entraba lo golpeaba con gran fuerza un clima de abandono.
En la ducha, como de costumbre, evitó tocársela demasiado. Llevaba sin follar desde el mes de diciembre, no había tenido ganas ni una sola vez y parecía que el miembro se le había encogido, quizá un efecto secundario de los antidepresivos que estuvo tomando al principio. Las cinco veces que la dirección lo obligó (le recomendó es la expresión oficial, al parecer) a hablar con un psicólogo de la policía, la palabra impotencia había sobrevolado las demás: ira, celos, pero no salió a relucir.
Se vistió con sus habituales vaqueros y camiseta, se quitó de la cabeza la idea de desayunar y metió la libreta en el bolsillo de la chaqueta. La autopsia estaba fijada para las ocho en el Instituto Anatómico Forense, junto al Hospital Universitario, y, si salía de casa con tiempo, evitaría el tráfico.
Aparcó el coche en la calle Frederik V, delante del edificio Teilum, que, irónicamente, parecía una tumba sobredimensionada y siempre verde con gravilla. En el vestíbulo, los azulejos negros de las paredes se encargaban de que la sensación no fuera suave y luminosa, tampoco en el interior. A mano izquierda, una puerta de cristal deslustrada llevaba a la sala de proyecciones, que se usaba cuando no se podía confirmar la identidad de la víctima de otro modo. «Solo familiares citados», ponía en muchos idiomas. No había gran peligro de que la gente fuera hasta allí por voluntad propia.
Anette llevó consigo una corriente de aire fresco cuando entró corriendo por la puerta un minuto después, seguida del mismo fotógrafo que había estado en el escenario del crimen.
—Buenos días —les dijo Jeppe a ambos.
—¡Buenos días! —Anette le guiñó un ojo con osadía—. Caroline Boutrup ya está en su casa de Copenhague, en buen estado. Su madre ha venido desde Jutlandia para estar con ella. Iremos a verla cuando acabemos aquí.
—¿Y Daniel, el novio?
—Va Falck, está de camino.
Anette se puso brillo de labios y lo repartió con un chasquido mientras jugaba con el botón del ascensor.
La sala de autopsias se alargaba en cinco espacios contiguos y abiertos, cada uno de ellos equipado con un gran lavadero de acero y un puesto de trabajo al que podían acoplarse las mesas de autopsia. Cada una de las secciones contaba con tubos fluorescentes potentes. Primero llevaron a cabo el típico ritual de desinfección y se pusieron batas, calzas y gorros de cirujano. Luego pasaron delante de filas de botas de goma blancas y bajaron hasta la habitación que estaba más al fondo, donde siempre se hacían las autopsias de los casos de asesinato. Las mesas estaban vacías. Aun así, el olor era, como siempre, penetrante; no desagradable, solo dulzón, y había una higiene algo deficiente.
Nyboe estaba preparado al final de la habitación con la correspondiente bata verde y el gorro. Estaba colocándose los guantes de látex y hablando tranquilamente con el forense que iba a asistirlo durante la autopsia.
—Bienvenidos, espero que estéis despiertos y hayáis descansado bien.
Nyboe le hizo un gesto al asistente, que abandonó la sala.
—Os advierto que lo de hoy no va a ser divertido. Como ya sabéis, quedó claro en el escenario del crimen que a la víctima le dieron unas cuantas cuchilladas que sangraron y que, por tanto, le asestaron antes de la muerte —explicó Nyboe mirando a su público a los ojos uno por uno, como para recalcar la seriedad de la situación—. Además, el cráneo de Julie Stender está hecho pedazos encima de la sien izquierda sin que la piel presente perforación. Es digno de mencionar, pues la piel que cubre la sien es rígida y se rompe con facilidad. Hicimos un TAC ayer, cuando llegó el cuerpo. Tiene una fractura por compresión que ha llegado hasta la piamadre. —Se detuvo y lo reformuló—. Es la meninge interna. Ha causado un derrame y un hematoma intracraneal. Naturalmente, vamos a analizarlo todo antes de concluir, pero todo apunta a que la causa de la muerte es un golpe en la sien izquierda con un objeto redondeado. Como siempre, os contaré si encuentro algo durante el examen.
El perito forense entró empujando una mesa de autopsia sobre la que yacía el cadáver de Julie bajo un paño esterilizado. Cuando acoplaron la mesa al puesto de trabajo, lo levantó con cuidado y quitó las bolsas que le cubrían las manos. Estaba exactamente igual que el día anterior, cuando Jeppe la vio en el apartamento, parcialmente vestida y cubierta de sangre seca y costras, como una muñeca arrojada desde lo alto de un rascacielos. Un cuerpo que, un día antes, era un ser humano vivo, pensante, con sueños, sentimientos y necesidades, y que en ese momento no era más que un montón de ADN.
LA AUTOPSIA COMENZÓ con una exploración superficial del cadáver. El perito, el fotógrafo y Nyboe daban vueltas alrededor de la mesa como buitres concentrados que buscan el mejor punto para atacar.
Nyboe se detenía de vez en cuando y le contaba a su grabadora las pistas que encontraba en la ropa, los lugares por donde había entrado el cuchillo, señalaba y describía la mugre y las secreciones antes de repetir el procedimiento con una lámpara ultravioleta. Quitaba cabellos y minipartículas, y los ponía en bolsitas esterilizadas y numeradas; cortaba las uñas del cadáver y las archivaba.
Los dos forenses colaboraron para quitarle la ropa a Julie para que quedase desnuda ante los cinco testigos. El fotógrafo tomó varias imágenes y Nyboe empezó a buscar minuciosamente lesiones externas con una lupa y pinzas de acero mientras le murmuraba a su grabadora. Heridas, manos, uñas, orejas y tatuajes. Frotó los pezones con bastoncillos, le levantó los párpados e inspeccionó los globos oculares para buscar puntos rojos. De vez en cuando, paraba y compartía una observación.
—Los tatuajes son bastante recientes. La pluma del omóplato tiene como mucho medio año, todavía no se ha formado tejido cicatrizante. Los de las dos estrellas y las palabras de la muñeca derecha están muy frescos y apenas han acabado de formar costra. Como muchísimo, un par de semanas.
—¿A lo mejor se los hizo cuando se mudó a Copenhague? —le preguntó Jeppe a Anette—. A ver si Caroline sabe algo.
Nyboe señaló el brazo de Julie.
—Tiene entre veinticinco y treinta rajaduras superficiales en las palmas de las manos y los brazos, la mayoría de pocos milímetros de profundidad; algunas son más profundas. Puso los brazos por delante para protegerse del cuchillo. Aquí, en la clavícula y en el esternón, la hoja entró más. No encuentro en la piel signos de inmovilización, así que no la habría atado. También explica que hubiera tantas salpicaduras por todo el piso. En el recibidor, en el salón, en el baño.
—¿Cómo? —apostilló Jeppe.
—Muchas puñaladas las asestaron desde atrás, así que también la apuñaló mientras estaba en movimiento, alejándose de él. Ninguna de ellas es mortal. Podría haberla matado fácilmente con el cuchillo, pero escogió darle un golpe en la cabeza con algo pesado.
—¿Quizá fue todo muy rápido? —propuso Jeppe.
—Sí, quizá. Al mismo tiempo, debió de ponerle algo sobre la sien, porque, si no, la piel se habría hecho pedazos por la fuerza del golpe. Tampoco hay rastro del arma homicida en la piel.
—Intentó protegerle la cara porque tenía que usar la piel para tallar el dibujo —afirmó Jeppe mientras lo recorría un escalofrío.
—Los motivos que tuviera el asesino os los dejo a vosotros.
Nyboe apartó un montón de pelo sangriento y enmarañado del rostro del cadáver y señaló cuidadosamente con un dedo cubierto de látex.
—En primer lugar, los cortes en la cara se hicieron después de la muerte, pero, si os fijáis en este corte de la frente, ha sangrado muchísimo. Creo que intentó hacérselos mientras estaba viva, pero ella luchó tanto que tuvo que matarla para trabajar tranquilo. De ahí el duro golpe en la sien.
Se hizo el silencio en la sala.
Anette se quedó inmóvil e inquieta.
—¿Tranquilo? ¿Podemos estar seguros de que es un hombre?
—Hace falta mucha fuerza para tener agarrada a una persona viva mientras se le hacen cortes con un cuchillo.
—Pero ¿no hay una motivación sexual? —insistió.
—Las motivaciones son cosa vuestra. Pero no, no ha habido penetración vaginal ni anal, y, de momento, no hay restos de semen en el cuerpo. —Nyboe se inclinó hacia el rostro y le habló a la grabadora—. Cortes superficiales, como máximo de dos milímetros de profundidad, aparentemente provocadas con el mismo cuchillo. Hoja estrecha, menos de dos milímetros de grosor, muy afilada y probablemente no más de ocho o nueve centímetros de largo. A primera vista, se ajusta al que se encontró en el escenario. ¿Tenemos primeros planos del rostro?
El fotógrafo asintió, pero aun así hizo un par más.
Nyboe continuó hablando alternativamente con la grabadora y con ellos.
—Líneas largas, continuas, cortes paralelos alrededor del ojo derecho, sobre la piel entre la nariz y la boca, bajando por la barbilla, comenzando en una espiral en la mejilla derecha. ¿A qué creéis que se parece?
—¿Un tatuaje maorí? —dijo Anette—. También tiene líneas como esas en el resto de la cara.
—Sí, es posible. Yo creo que recuerda más a un recortable o algo así. Lo ha hecho una mano experimentada. Pensad lo difícil que es dibujar solamente un círculo a mano alzada e imaginaos cómo debe de ser con un cuchillo sobre piel suave.
Anette y Jeppe cruzaron miradas, cada uno a un lado de la mesa. En tal caso, Kristoffer se quedaba fuera de escena, por supuesto siempre que su coartada no tuviera lagunas. ¿Qué clase de motivación podía hacer que un asesino corriera el riesgo de permanecer tanto tiempo en el lugar del crimen después de que la víctima estuviera muerta? ¿Grabar un dibujo?
—¿Por qué no la oyeron gritar? —preguntó Jeppe.
Nyboe le clavó la mirada. No le gustaban las preguntas espontáneas en sus autopsias.
—Justo ahora iba a examinar la cavidad bucal.
Echó la cabeza del cadáver hacia atrás y le abrió la boca, se colocó una lupa binocular sobre los ojos y estuvo observando detenidamente durante varios minutos.
—Aquí tenemos algo. En la parte interior de las muelas del lado derecho. Parece un hilillo. Aproximadamente siete milímetros de largo, de un material de color violeta o rosa. Lo mandaremos a criminalística y sabremos qué es, pero a lo mejor quiere decir que le tapó la boca con algo para que no gritase. Alguna tela, que en tal caso debe de estar llena de sangre.
Jeppe negó con la cabeza.
—Si fue así, el asesino la ha hecho desaparecer, porque los de la Científica no han encontrado nada en el escenario que se corresponda con esa descripción.
—Puede que hubiera ADN del asesino en la tela; por lo demás, debería estar llena de sangre, sois conscientes de eso, ¿no? Sangre de ella, vaya. Interesante. ¿Cómo es que nadie lo vio caminando por el centro, cubierto de salpicaduras de sangre en una cálida noche de verano?
Los forenses lavaron el cadáver, lo midieron y lo pesaron, de modo que ya estaba listo para la inspección interna. Los grandes y afilados cuchillos, que podían confundirse fácilmente con los de los mataderos de una cocina industrial, estaban preparados junto a la mesa. Nyboe cogió un par de guantes de malla del gancho de la pared, eligió un cuchillo pesado y abrió el cuerpo de Julie Stender desde el cuello hasta el pubis.