ESTHER DE LAURENTI estaba sentada en el suelo del salón con el ordenador delante, las gafas en la punta de la nariz y montones de papeles repartidos por la alfombra. Los perros roncaban uno encima de otro en la cesta; se respiraba paz en el piso con la idílica luz de mediodía. Se despertó al amanecer por un sueño desagradable. Estaba en un agua turbia que cubría su cuerpo hasta las rodillas, miraba hacia abajo y se daba cuenta de que le caía sangre por las piernas. Estuvo largo rato agarrada al colchón hasta que se despertó y se calmó.
Era una pesadilla recurrente que, con el tiempo, se había vuelto fácil de reprimir, pero ese día se había despertado en una realidad que parecía más un mal sueño. Se había negado a aceptar que hubiera relación entre su libro y la muerte de Julie, pero ya no podía seguir evitándolo. Los periódicos hablaban su propio idioma, y la atroz imagen de la cara de Julie era la prueba.
Hurgó en uno de los montones de papeles y cogió una página.
A la semana siguiente, vuelve a encontrárselo, esta vez está justo detrás de ella cuando cierra la puerta y se da la vuelta. Solo un poco más alto que ella, pero con hombros fuertes y espaldas anchas. Los ojos sonríen burlones tras las gafas de sol. Le tiende la mano y ella la toma sin vacilar.
Dan una vuelta bajo la noche veraniega, por el canal, cogidos de la mano. No hablan, solo sonríen y se ríen de vez en cuando de lo absurdo de la situación. Ella le pregunta cómo se llama, pero él le pone el dedo índice en los labios con dulzura y le sonríe. «Hoy no, guapa, todavía no. Tenemos todo el tiempo del mundo.»
Es mayor que ella, pero le da igual. Ya sabe que están unidos por algo que es más fuerte que el espacio y el tiempo. Él la sigue hasta la puerta y le manda un beso con el dedo. En el espacio y en el tiempo no hay promesas vacías ni almas gemelas. A la mañana siguiente, ella empieza a dudar. ¿Volverá a tener noticias suyas? ¿Es solo ella la que siente por dentro que se muere si no vuelve a verlo?
Pasan siete días. Siete largos días en los que cada noche pasea con fe ciega por las calles. Está perdiendo la esperanza. La noche del séptimo día, gira la esquina y lo ve ante su puerta.
Sonriente.
Esther eligió a Julie porque le recordaba a sí misma, la mató sobre el papel porque encajaba con una idea. ¿Quién podía saber que el libro trataba justo sobre ella? Respiró con dificultad. En la última hora había tenido muchas veces la sensación de que no le entraba todo el aire, de tener algo oprimiéndole el pecho. Reconocía esa reacción de su época más estresante en el instituto.
Alejó el texto y vació el bolsillo del albornoz en busca de un pañuelo de papel. No podía estar así todo el día, tenía que vestirse e ir al hospital a ver al pobre Gregers. ¿Fue Víctor Hugo el que le ordenó a su mayordomo que le escondiera la ropa cuando escribía para tener que ir en bata hasta que el libro estuviera listo? ¿Qué podía hacer ella con su manuscrito?
Cogió otra hoja.
La chica y el hombre suben al piso sin decirse una palabra. Justo esto es lo que somos, piensa ella: una chiquilla y un hombre adulto. Coge las llaves torpemente, insegura y nerviosa; él está tranquilo detrás de ella, mirándola hasta que consigue abrir. Se arrepiente del desorden, pero no se disculpa por ello porque siente que sonaría infantil. Él no mira alrededor, solo la mira a ella. A una parte de ella le gustaría que él se fuera, pero en cierto modo no desea que se vaya nunca.
¿Café? ¿Vino? Dice que no, se sienta en el amplio reposabrazos de la silla.
—¡Quítate la blusa!
La voz es suave y fuerte. «Tiemblo. ¿El amor te hace sentir así? ¿Como la gripe, las mariposas en el estómago y una montaña rusa, todo al mismo tiempo?»
La blusa se le enreda en el pelo. Nota que se ruboriza mientras se deshace de la prenda y le dan ganas de morirse. «Nunca me he sentido así. Nunca.» Cuando por fin consigue sacarse la blusa por la cabeza, él la espera con el cuchillo en la mano.
Sonriendo.
Esther fue a la cocina, apartó un par de platos sucios y quitó del fregadero el poso de café. Le había pedido a Kristoffer que se distanciase por el momento, así que los cacharros se amontonaban. ¿Cómo era posible que el escenario que había descrito hacía un mes se hubiera hecho realidad? Alguien lo había leído y había decidido hacerlo realidad. ¿Podría ser eso? Aún le costaba creerlo.
La respuesta lógica estaba justo delante de ella, en el fregadero. Kristoffer.
Conocía a Julie, a lo mejor estaba enamorado de ella y tenía acceso ilimitado a todos los papeles del piso. ¿Habría leído la historia? ¿Tendría motivos para hacerle daño a Julie? ¿Quizá ella lo rechazó?
Pero el asesinato era una locura cometida por una persona enferma, no por Kristoffer. No el Kristoffer que ella conocía.
Cuando vació su despacho de la Universidad de Copenhague en enero y dio la fiesta de despedida más extravagante de la década, se sintió aliviada. Los amigos le preguntaron si no sentía un vacío, puesto que ya no tenía un trabajo por el que levantarse cada mañana, pero Esther nunca había estado mejor. Escaparse de las peleas de instituto y de estudiantes mimados no era ninguna pérdida. Por fin podría dedicarse al libro que siempre había querido escribir, no más artículos académicos. Había empezado a idear la trama y a dibujar los personajes con el placer de una niña. Cuando Julie se mudó, reconoció a su víctima casi al instante. Una chica mona de campo con un pasado complicado casi evidente, más algo indefinible que la hacía interesante. La madre muerta y el padre dominante, el fuerte deseo tras la sonrisa tranquila y la melancolía en los ojos. Era compleja. Y ahora estaba muerta.
Esther volvió al salón y buscó su teléfono. ¡No podía ser una casualidad! Tenía que hablar con la policía.