EL HOMBRE DE las gafas retrocede y observa a la joven que yace delante de él con el pelo suelto. Ya no se resiste y gime solo un poco. No lleva maquillaje, el rostro se muestra limpio y desnudo de una manera infantil. Lista para él. Su musa, el lienzo en blanco; Nota presión en el escroto, vértigo en el diafragma. El cuchillo es puntiagudo y afilado, con un mango sólido desgastado por el contacto con sus manos. El momento en que la punta del cuchillo penetra en esa piel lechosa es lo mejor. Un segundo después, la piel cede y se rompe, se separa bajo el pequeño cuchillo, en sus poderosas manos. Línea tras línea, corte a corte.
—¡La madre que me parió! ¿Quién escribe esta depravación? ¡Qué porquería! —exclamó Thomas Larsen sin poder reprimir su indignación.
—Naturalmente, es una pregunta relevante —dijo Jeppe y levantó la vista del papel—. El texto es parte de una novela negra que estaba escribiendo Esther de Laurenti, la dueña del edificio donde vivía nuestra víctima y donde la mataron.
—Pero ¿qué tiene que ver con el caso? —dijo Larsen con los brazos cruzados—. Ha dejado que la inspire un caso como miles de escritores prometedores de novelas negras. ¡Buena suerte!
Las reacciones se propagaron entre los colegas. Saidani movió la cabeza en un gesto de desaprobación y Falck elevó las cejas incómodo.
—Pero lo interesante en primera instancia no es tanto quién lo ha escrito sino quién lo ha leído —dijo Jeppe e hizo una ligera pausa hasta que la sala se calmó—. Mirad, esto se escribió hace tres semanas. Tenemos un esbozo de alrededor de cuarenta páginas de una novela que describe detalladamente el asesinato de Julie Stender, que tuvo lugar anteayer. —Los asientos crujían y los pies traqueteaban intranquilos—. Acabo de recibir el manuscrito hace una hora, así que no lo he leído con atención, pero Esther de Laurenti me ha contado que construyó el personaje de su víctima basándose en Julie y que el asesinato real, hasta donde ella sabe, es una copia del asesinato en la ficción, incluso el dibujo en la cara hecho con el cuchillo. En el texto, el asesino es un hombre del que la víctima se ha enamorado y al que conoce en la calle. Es un traslado a la ficción de algo que Julie experimentó en la realidad y que le había contado a Esther. Por desgracia, Julie no le reveló nada concreto del hombre, así que no puede ayudarnos a dar con su identidad; solo sabemos que es bastante mayor que Julie, de mediana edad, y que lleva gafas.
—¿Quién ha tenido acceso al manuscrito? —preguntó Saidani.
—Había una versión impresa en el apartamento de Esther, es con lo que estoy ahora. Todos los que hayan tenido acceso al piso han podido tener contacto con el manuscrito.
—¡Kristoffer Gravgaard! —Larsen no tardó en advertir lo evidente—. Tiene llaves del piso y entra y sale como le viene en gana. ¡Ha leído la historia y ha decidido hacerla real! —La energía de la indignación de Larsen se extendió por la habitación.
Jeppe levantó una mano para frenarlo.
—Aún no lo habéis oído todo. Esther pertenece a un grupo de escritura online de tres personas. —Comprobó los nombres en su libreta—. Erik Kingo, Anna Harlov y Esther de Laurenti. A través de una página de Google Docs han ido colgando textos y comentando los trabajos de los tres. Funciona como una especie de motivación, según me explicó Esther. Subió el esbozo de su novela en dos tandas. La primera fue el 5 de julio, es la parte en la que describe a la víctima, Julie Stender, que se muda a la ciudad y conoce a un hombre. Las siguientes quince páginas, en las que tiene lugar el asesinato, las subió el 30 de julio; eso quiere decir que la descripción del asesinato estuvo colgada una semana antes del horrible suceso.
—¿Hay alguien, además del grupo de escritura, que lo conociera? —preguntó Anette apoyada en la pared.
—Eso es lo que tenemos que averiguar.
—Todo lo que está en la red puede abrirse y leerse si se sabe cómo hacerlo. —Saidani suspiró resignada—. La pregunta es más bien quién sabe que trata sobre Julie Stender. Estoy viendo que la chica del libro no tiene nombre.
—¡Bien visto, Saidani! Tenemos el ordenador de Esther de Laurenti. Encuentra todo lo que puedas sobre el grupo de escritura y los mensajes que se mandaron.
Sara Saidani asintió y los rizos de su coleta se mecieron. Jeppe pensó que estaría guapa si se soltase el pelo.
—Ahora lo más importante es centrarnos en las personas que nos consta que han tenido acceso al texto y, al mismo tiempo, descubrir si alguien ajeno al grupo ha podido conseguir acceder a su Google Docs. Los miembros de los grupos de escritura son activos en las páginas de debate de la web de la unión de escritores y, además, ha habido una entrevista con Erik Kingo en números anteriores de la revista Escritores, en la que cita al grupo.
—Entonces, ¿todo el mundo puede leer acerca del grupo y acceder a la página de Google Docs, aunque no tengan maña con los ordenadores? —preguntó Anette—. Christian Stender también visitó a Julie, y quizá pudo tener acceso al manuscrito…
Jeppe se levantó y señaló la pizarra que había detrás de él.
—En principio, sí, pero vamos a centrarnos en las dos personas que sabemos con seguridad que han leído el texto…
—¿Qué tal si nos centramos en la única persona que sabemos con seguridad que tenía un motivo, la oportunidad, una relación con la víctima y acceso al manuscrito? —interrumpió Larsen colérico.
Jeppe se dio la vuelta y lo miró sorprendido.
—No estoy interesado en descartar a Kristoffer Gravgaard como sospechoso. Tú sigue investigándolo a él y a su entorno, y así Falck puede leer el manuscrito y compararlo con el asesinato, lo que nos proporcionará una visión completa de los detalles. Ahora le doy a Saidani el ordenador de Esther de Laurenti, y Anette y yo nos vamos a Criminalística a ver si hay nuevas pistas. ¿Alguna pregunta?
—¿Son cosas mías o estáis pasando por alto un detalle importante? —dijo Falck con los dedos entrelazados sobre la barriga, que sobresalía alegremente entre los tirantes a rayas.
—¿Qué quieres decir, Falck?
—Sí, a lo mejor soy un antiguo, pero, a mi modo de ver, el sospechoso más evidente va a quedar absuelto de antemano.
—¡Al grano, Falck! —ordenó Jeppe irritado y apartó la mirada.
—¡Esther de Laurenti, caray! ¿Qué coño os pasa? El asesinato se cometió en su edificio, según su novela y mientras estaba en casa. ¿Por qué no estamos interrogándola ya?
—Porque tiene cien años y pesa cuarenta kilos —contestó Larsen sarcástico.
—Tiene sesenta y ocho años y está en mejor forma que muchos de nosotros. ¿Qué cojones es esa absurda discriminación por edad?
Anette no pudo reprimir la risa.
—Dicho de otra forma, ¿ha desfigurado a una chica joven fuerte que le saca una cabeza y ha podido con ella? ¿Con un cuchillo pequeño?
La risa se extendió y Falck golpeó la mesa furioso.
—¡Ya basta! ¿Creéis que se pierde la fuerza cuando se pasa de los sesenta? Ha podido usar éter o yo qué coño sé. Es una gilipollez descartarla de buenas a primeras.
Jeppe sabía que la idea de su compañero no era descabellada.
—Tienes razón, Falck, la vigilaremos. Tú empieza a leer el manuscrito.
—¡De acuerdo!
El ambiente se tranquilizó, pero del mismo modo en que pasan los segundos entre un relámpago y el consiguiente estrépito del trueno. La falta de pistas y las teorías divergentes no eran una combinación óptima a la hora de resolver el crimen. Jeppe tenía la intensa sensación de estar perdiendo el control de su equipo y dio un golpe tremendo con el manuscrito en la mesa que tenía delante.
—¡¿Nos ponemos en marcha o qué?! A no ser que haya otras teorías que airear antes de ponernos a trabajar.
Falck agachó la cabeza y Jeppe se arrepintió al instante. Buscó una frase que pudiera suavizar el ambiente, pero no la encontró. ¡Qué fastidio! Tiró a la mesa el manuscrito, delante de Falck, y se fue de la sala sin cerrar la puerta.
JEPPE Y ANETTE hicieron el camino hasta el aparcamiento en silencio. Ella estaba callada, a él no le apetecía preguntar por qué. Se abrochó la chaqueta y se sentó en al asiento del copiloto. Cuando ya llevaban un par de minutos de camino, Anette arrastró la palanca de cambios y el coche dio un salto.
—¡Oye, no es que te hayas vuelto muy sociable tras el divorcio, Jeppesen! Ya sé que es difícil, pero ¿no puedes dejar tus problemas personales en casa, que es donde tienen que estar, y empezar a comportarte de nuevo como un adulto?
¡Como si fuera un adolescente irreflexivo que deja la ropa sucia tirada en el suelo y se bebe la última botella de leche! Jeppe se mordió el labio. Sabía que Anette llevaba razón. Le costaba mantener la mente fría, dejarse llevar por su intuición, en la que siempre confiaba. Sentía el cerebro acorchado y era como si le hubieran arrancado la piel de alrededor de sus órganos vitales. Estaba confuso e hipersensible a la vez. A lo mejor era la oxicodona, quizá los efectos de la tristeza, pero, fuese lo que fuese, discutir con Anette no era algo que tuviera en mente.
—¿Llamaste a la madre de Caroline?
Anette parecía sopesar si le dejaba librarse de una manera tan sencilla, pero decidió mostrar clemencia.
—Sí, he tenido una charla con ella mientras estabas con De Laurenti. Lo sabía todo sobre el affaire de Julie con el profesor y estaba feliz de compartirlo. En la familia Boutrup fueron muy buenos amigos de los Stender, pero el cariño parece haberse enfriado —dijo Anette ansiosa por contar la historia y olvidándose del enfado—. Parece que Christian Stender te suavizó muchísimo el asunto cuando te lo contó. No fue un escándalo pequeño en un sitio como Sørvad. El profesor del colegio seduce a la inocente hija del mandamás, el mismo que se casó con su secretaria justo después del entierro de su primera esposa. Esa familia lleva más de diez años siendo la comidilla en las conversaciones de la peluquería del pueblo.
Cambiaron de carril en el bulevar H. C. Andersen y Jeppe intentó acordarse de cuándo fue la última vez que había visto la plaza del ayuntamiento sin las obras del metro. Anette golpeaba los dedos en la palanca con las uñas rosas mientras hablaba.
—El profesor se llama Hjalti Patursson, no Hjalte, y es de las Feroe. Estudió en el seminario en Copenhague y se mudó a Aarhus porque conoció a una mujer, con la que se casó. La relación se rompió y Hjalti entró de profesor en el colegio municipal de Sørvad, donde, según afirma Jutta, se enamoró perdidamente de Julie Stender, que solo tenía quince años. Él ya rondaba los cuarenta, pero no pudo ocultar sus sentimientos por la muchacha. Jutta me habló de una incómoda reunión en el club de teatro en la que él miraba fijamente y con total descaro a Julie. Intentó tocarla cuando repartía los papeles y cosas así. Empezaron las habladurías y Christian Stender hizo que lo despidieran.
Jeppe bajó la ventanilla e inhaló el aire del verano y el humo de los coches.
—Pero suena relativamente inocente, ¿no?
—¡Fue todo lo contrario a inocente! ¡El puto viejo verde ese se la llevó a la cama! Llegaron a consumar la relación antes de que el papi se enterase y lo echara de la ciudad.
—Vale; escándalo, dices. Chica joven, viejo verde, padre cabreado, etc. Pero de eso hace seis años y difícilmente puede tener algo que ver con el asesinato. ¿Puede haber decidido vengarse el exnovio feroés de Julie?
Anette tomó impulso para el gran final.
—Pues aún no has oído lo mejor.
Jeppe miró de reojo a su compañera; ella lo contemplaba con las cejas levantadas.
—Oh, no… ¿no irás a decirme que…?
Anette asintió satisfecha estirando los morros.
—Sí, es muy bueno. Julie Stender, quince añitos, se quedó embarazada de su profesor del instituto y abortó de extranjis en el hospital de Aarhus. Oficialmente estuvo sin ir al colegio una buena temporada, por depresión, pero después se lo confesó a Caroline. Esto empieza a tomar forma, ¿no?
Jeppe notó una inesperada inyección de energía.
—Creo que vamos a llamar a la policía de Tórshavn y tener una charlita con Hjalti Patursson.