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KØRNER CONDUJO EN dirección contraria por Tordenskjoldgade y aparcó bajo el techo de mosaico que hay en el acceso privado de la Casa Real al teatro. Salían invitados bien vestidos de todas las puertas del edificio, como si se hubiera roto una fuente de chocolate que esparciera su fluido sobre las aceras y el carril bici. Un cortejo mayor de coches de agencias de noticias ya bloqueaba todo el pasaje de August Bournonville; los periodistas corrían como locos entre los asistentes al teatro, con las cámaras colgadas del cuello, para obtener declaraciones de primera mano acerca del drama de la noche. Un asesinato en un teatro siempre será una historia mejor que la que se cuenta sobre el escenario con canciones y sangre de mentira, quizá tan buena que un día se haga una obra de teatro sobre ella.

Jeppe rodeó a los periodistas, subió las escaleras a contracorriente y llegó hasta las lámparas rojas de la entrada principal. El vestíbulo resonaba con los gritos febriles de la gente que buscaba sus chaquetas en el guardarropa, donde no había ningún empleado. Encontró una puerta que daba a la sala. En ella, adosado a los asientos tapizados de terciopelo, estaba Falck mirando al techo.

—¿Por qué no habéis cerrado el teatro? ¡Estáis dejando que el asesino se escape! —gritó Jeppe.

Falck le puso su enorme mano de obrero en el hombro.

—Kørner, no podemos hacer nada. Había mil trescientas personas dentro para ver el ballet. Le hemos pedido al público que se dirija a nosotros si han visto u oído algo inusual, pero no lo veo probable. Este teatro es casi dos teatros en uno; lo que el público ve, más el enorme backstage detrás. El asesinato ha sucedido detrás del escenario. Hemos retenido al personal, pero no somos optimistas. Todos han estado ocupados con la función, y aquí hay más salidas traseras que en el Palacio Real.

Jeppe reflexionó. Por supuesto, Anette y el resto del equipo valoraron las circunstancias y hallaron la solución correcta.

—¿Dónde está?

Falck señaló hacia arriba. Jeppe siguió el dedo con la mirada hacia el techo elegantemente decorado, lleno de escenas de la ascensión y adornos dorados. Un débil tintineo rompió el silencio. Jeppe fijó la vista en la enorme lámpara de araña, que iluminaba la sala desde el medio de un círculo dorado. Vio que la lámpara oscilaba y miró a su colega a modo de pregunta.

—Parece que el equipo de Nyboe también ha venido. Te enseño lo que hay ahí arriba —dijo Falck tras asentir.

Falck iba por delante y cruzaron una pequeña puerta al lado del escenario. En sus días de la escuela musical, cuando Jeppe y Johannes iban al teatro todas las semanas, Kørner fantaseaba a menudo con una vida al otro lado de esa puerta. Una vida sobre el escenario. Allí había un grupo de técnicos reunidos alrededor del puente de mando del regidor. Todos iban vestidos de negro, algunos con grandes barrigas y pelo canoso, otros jóvenes y flacos. El ambiente estaba apagado, se pasaban una bolsa de regaliz. Evidentemente, hacía falta algo más que un cadáver para derrotar a los técnicos de artes escénicas. Thomas Larsen estaba un poco apartado, fuera de alcance, listo para interrogar a uno de los canosos.

Jeppe asintió a uno de los técnicos y miró al escenario, donde dominaba un decorado de una cueva oscura. Un adulto sacó del escenario a un grupo de ballet infantil con moños tirantes y grandes bolsas de deporte al hombro. Una de ellas lloriqueaba un poco y Jeppe miró su reloj. Estaban tardando en subir.

—Mi compañero tiene que ir a donde están los demás —dijo Falck señalando a Jeppe.

Uno de los hombres con el logotipo del Teatro Real en el pecho y un walkie-talkie le hizo una señal con la cabeza a Kørner y ambos se dirigieron al escenario. Lo siguió con lentitud. Era tal la veneración que sentía por aquellas tablas que tuvo que dejarla a un lado para poder pisarlas con sus zapatos sucios de policía. Allí vio a Jerome Robbins y Bournonville, se enamoró de Kirsten Olesen y visualizó su propio futuro. Allí aplaudió a Johannes cuando ganó su primer premio Reumert y se dio cuenta de la diferencia que había entre «¡ojalá fuera yo!» y «¡ojalá no fueras tú!».

—¡Quítate la chaqueta! —gritó uno de los técnicos que había detrás de él.

Jeppe se dio la vuelta y vio que el grito iba dirigido a él. Miró a su acompañante, que solo negó con la cabeza y siguió caminando por el escenario, pasó entre bastidores y salió por una puerta de hierro pintada de negro a un luminoso pasillo lateral.

—¿De qué iba eso?

—Una vieja superstición. Trae mala suerte subir al escenario con la chaqueta puesta. Tampoco se puede silbar. Pero creo que esta noche hemos cubierto el cupo de desgracias. Venga, subimos por aquí.

El guarda abrió una puerta que daba a una escalera y le mostró el camino hacia el cuarto piso. Pasaron por delante de las máquinas de coser de la sastrería y entraron en una sala de ensayos de techo alto, donde toda una pared era un espejo. Jeppe iba a preguntarle al guarda qué hacían allí cuando este se dirigió al espejo y lo empujó. Se abrió una puerta y el hombre desapareció cruzando el espejo mientras miraba rápidamente a Jeppe para cerciorarse de que seguía allí.

El policía lo siguió por una escalera trasera empinada que no parecía estar incluida en el calendario de limpieza. El ágil guarda subía las escaleras de dos en dos y Jeppe lo seguía con la mano agarrada a la bamboleante barandilla. «Everything old is new again, everything old is new again» le sonaba en bucle bajo el lóbulo frontal. En lo alto de la escalera, el guarda abrió una puerta que daba a un desván sucio con escaleras viejas de madera y ventanas redondas que reflejaban la luz azul de la tarde sobre Kongens Nytorv.

—Bienvenido.

El guarda abrió los brazos con un gesto de bienvenida que no se correspondía con la ocasión y desapareció escaleras abajo. Jeppe extrajo un par de calzas azules de una caja que había junto a la puerta mientras miraba a su alrededor. El espacio era enorme y estaba prácticamente vacío, a excepción de algunas antiguallas aquí y allá. Había una pila de maletas de turné ordenadas que formaban una bella imagen; unas mesas con virutas de madera, escaleras tiradas y botes de refresco vacíos daban muestra de que de vez en cuando seguía pasando gente por allí.

Los rincones estaban teñidos de una oscuridad que intensificaba la sensación de trastero abandonado, pero los haces de luz de las potentes lámparas de los forenses iluminaban el crepúsculo. Estaban acordonando y marcando los sitios que había que analizar. Las voces sonaban altas y toscas a causa del ruido del generador que habían llevado. Jeppe se dirigió al centro del lugar, donde había una gran caja metálica que iba del suelo al techo. Había dos puertas antiincendios abiertas para que pudiera verse el hueco del suelo. Tenía cuatro o cinco metros de diámetro y estaba rodeado de una barandilla baja. La luz venía de abajo y alumbraba a los colegas que estaban alrededor del hueco.

La coleta rubia de Anette brillaba en la oscuridad. Vio a su compañero y le hizo una seña para que se acercase más. Este se puso a su lado y se asomó con cuidado por la barandilla. Quince metros los separaban del patio de butacas y en el centro colgaba la gigantesca lámpara de araña. Jeppe sintió que succionaban su cuerpo hacia la profundidad de la felpa roja, que parecía una gran boca situada en el fondo. Qué bonito descenso. Se echó hacia atrás instintivamente; se imaginó la lámpara soltándose y cayéndoles en la cabeza a los inocentes espectadores. Al parecer, había una obra escrita sobre eso. «Everything old is new again».

En lo alto de la lámpara, a pocos metros debajo de él, había un cuerpo sin vida. La luz de la linterna que apuntaba al cuerpo se reflejaba en los cristales, que emitían destellos de bola de discoteca sobre la cara de los concentrados agentes. Kristoffer Gravgaard estaba desnudo de cintura para arriba, desmadejado y flácido, atrapado en tiras de cristal brillante. No había ninguna duda de que estaba muerto. En su estrecha caja torácica, justo encima del corazón, habían escrito con tinta la palabra «SUK» con letras estrechas y altas. Jeppe entrecerró los ojos para fijarse bien. Si el tatuaje debía expresar lo que Kristoffer esperaba de la vida, era una trágica consumación de que todo había acabado allí, en la lámpara del Teatro Real.

Nyboe estaba al otro lado del hueco discutiendo con Clausen cómo iban a subirlo y si podían examinar el cadáver de algún modo antes de que nadie lo moviese.

Jeppe agarró del brazo a Anette y se la llevó a una de las ventanas redondas que daban al cielo nocturno de Copenhague, para charlar tranquilos.

—¿Crees que se ha cometido un asesinato o que ha subido hasta aquí en mitad de su turno, se ha quitado la chaqueta y se ha lanzado hacia la lámpara?

Anette se encogió de hombros.

—Nyboe se inclina por un suicidio. Al menos, no quiere descartarlo hasta que haga la autopsia.

Jeppe no estaba convencido de que Nyboe estuviera en lo cierto.

—Resumiendo, ¿podría morir alguien por tirarse contra una lámpara que está a cinco metros?

—¡Combinado con una sobredosis de algo, sí!

—¿Qué nos dicen las horas?

Anette sacó su libreta del bolsillo y la alumbró mientras pasaba las hojas torpemente con una mano.

—Kristoffer tenía que entrar a las seis de la tarde de hoy y no hay motivos para pensar que no lo hiciera. El vigilante de la entrada no recuerda el momento exacto, pero el jefe se lo encontró en la cafetería a las seis y cuarto, cuando fue a por una taza de café. Desde ese momento, no hay nadie que lo haya visto, pero sus compañeros dicen que ha recogido de la lavandería las medias y los trajes. No se dieron cuenta de que no estaba hasta que un bailarín tuvo que ponerse la ropa y no había nada preparado en el vestuario. El primer timbrazo lo dan alrededor de las siete y media —explicó y se quedó mirando a su compañero como queriendo aleccionarlo—. En el Teatro Real se avisa tres veces tanto al público como a los participantes para que entren a la función; media hora, un cuarto y cinco minutos antes del comienzo.

—Ya lo sabía —dijo chascando la lengua—. Todo el mundo lo sabe.

—A la gente le sorprendió que no estuviera —continuó Anette sin inmutarse—, pero como no cogía el teléfono, tuvieron que hacerse cargo del bailarín. De pronto, tuvieron que ocuparse de que estuviera listo para la representación. Todos estaban cabreadísimos por el hecho de que se hubiera largado sin decir palabra.

—¿Cómo os disteis cuenta de que pasaba algo?

—Llegamos sobre las ocho y media, y ya había desaparecido. Larsen y Falck fueron a su piso y forzaron la puerta, pero claro, no había nadie. Mientras, el resto buscamos por el teatro. Yo creía que estaba escondiéndose de nosotros. Estábamos a punto de dejarlo cuando un acomodador salió y nos dijo que había algo en la lámpara. Un espectador de un balcón del segundo piso lo vio y avisó al personal. Al principio creyeron que se trataba de una broma. Larsen fue corriendo con un guarda a mirar y suspendimos la función en mitad del segundo acto. Eran las nueve y cuarto.

Anette apagó la linterna de bolsillo, se guardó la libreta y caminó hacia la lámpara. Jeppe se quedó parado.

—Si lo hubiéramos interrogado antes, como habíais dicho…

Su compañera se dio la vuelta, en medio del resplandor de la luz de las lamparitas.

—Sí, quizá seguiría vivo.

SE QUEDÓ QUIETA observándolo. Luego fue hacia él y lo cogió por los hombros.

—No es culpa tuya que esté muerto, y lo sabes.

Jeppe asintió, conmovido por la inesperada preocupación por parte de su compañera. Podía ser irritante hasta el extremo, pero era muy buena cuando había que serlo.

Él miró a su alrededor.

—Dime, ¿cómo ha huido el asesino? ¿No habrá tenido la sangre fría de marcharse entre los espectadores?

—Los guardas nos han mostrado cómo se puede salir del teatro por algo llamado peine. Es un pasillo donde se quedan los técnicos durante la representación —dijo Anette mientras señalaba a la esquina oscura más lejana—. Se puede ir corriendo al edificio anexo en dirección a la escuela de ballet y salir desde ahí. Hay algo que indica que el asesino, o asesina, podría haberse escapado por ahí. Bueno, eso si ha habido un asesino.

»La tarjeta de Kristoffer no estaba, así que alguien podría haberla cogido para abrir la puerta. Es una tarjeta normal y corriente con banda magnética, sin código, así que, en tal caso, le ha resultado facilísimo salir.

Desde el hueco se oían las voces febriles, el tintineo y los crujidos. Estaban izando la lámpara con el cuerpo de Kristoffer. Bajaron al escenario.

—Antiguamente se izaba cada noche, cuando empezaba la función. Ahora, simplemente, se apaga. Solo se sube o se descuelga cuando hay que lustrarla o hacer mantenimiento. Se tarda cuatro horas en bajarla hasta el suelo de lo despacio que va. Ya sabes, para que los colgantes no se enreden entre sí —comentó Anette antes de apreciar la mirada interrogadora de Jeppe—. Me lo contó el guarda mientras subíamos por las escaleras. Es apasionante.

«¡Como si la tarde no fuera ya lo bastante apasionante!»

Jeppe miró hacia abajo.

—¿Y cómo habrá llegado hasta ahí? ¿Lo habrán descolgado o lo habrán tirado?

—No hay nada que indique que lo hayan descolgado. Desde luego, un posible asesino podría haber quitado la cuerda, etcétera, pero habría sido un proceso mucho más farragoso, así que más bien lo habrán tirado, pero eso lo verá Nyboe cuando tenga el cuerpo delante.

—Pero ¿la lámpara no se desplomaría por el peso de un cuerpo humano que cae cinco metros?

Jeppe miró de reojo la lámpara, que subía hacia ellos lentamente, y volvió a notar que se le encogía el estómago.

—No necesariamente. El soporte debe de ser bastante fuerte. Pesa casi una tonelada. Y, además, tampoco es que Kristoffer estuviera hecho un toro.

Jeppe notó que le temblaban las rodillas y se echó un poco hacia atrás, lejos del hueco.

—Pero si lo han lanzado, habrá producido un gran estruendo al caer. ¿Por qué no lo ha oído nadie?

—Larsen está interrogando a los técnicos, a ver qué sacamos en claro.

A medida que el cadáver se acercaba, la gente que estaba alrededor del hueco se quedaba en silencio. Nyboe, con su bata blanca, le sacaba casi una cabeza a Bovin, que entretanto se unió al grupo y estaba esperando poder añadir algo. El único ruido que se mezclaba con el zumbido del mecanismo de la cuerda era el flash del fotógrafo de la policía. Ver a ese chico pálido de pelo moreno entre miles de cristales era sobrecogedor. No podría haber sido más espectacular.

«Esto es lo que quiere —pensó Jeppe—. Es una representación teatral, en nuestro honor.»

Cuando la lámpara llegó a su posición más alta, el mecanismo se paró y se hizo el silencio. Los ojos de Kristoffer miraban hacia un lado, como si su última acción hubiera sido buscar fantasmas en los ganchos.

—Bueno, señores —dijo Nyboe rompiendo el silencio—, se acabó el espectáculo. Vamos a echarle un vistazo, nos lo llevamos y luego nos vamos a casa a dormir.