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JEPPE KØRNER, INSPECTOR de la Policía de Copenhague, se echó agua en la cara y se miró en el espejo de la pared alicatada del baño. En uno de los espejos de los lavabos tenías forma cóncava; en otro, parecías exageradamente ancho. Siempre se le olvidaba qué efecto tenía cada espejo hasta que estaba lavándose las manos. Ese día había ido a parar al cóncavo, que le daba el aspecto de la figura de El grito, de Munch. Le sentaba bien.

Se le veía cansado y sabía que no se debía solo a las bombillas de bajo consumo de la sede central de la Policía. El pelo oxigenado y ridículo no ayudaba; no debería haberse dejado convencer por su amigo Johannes. «En la variedad está el gusto, ¡menuda chorrada!» Quizá debería rapárselo al cero. Así, al menos, parecería policía. Poli divorciado con una crisis vital, como en los libros. Un clásico. Y podría tener un bar fijo y un coche veloz, y pasear su dolor por el mundo como una marca en la frente, y quizá adquirir una bonita cicatriz: un corte con un cuchillo que hiciera juego con las heridas del interior.

Jeppe se secó las manos con una servilleta de papel rígido y miró alternativamente del espejo al cubo de basura, arrugó la servilleta y la tiró. El papel mojado cayó al suelo con un sonido débil. «Qué bien —pensó y se agachó para recogerlo con toda la agilidad que le permitió su dolorida espalda—. Soy una persona sin puntería y demasiado escrupulosa como para dejar la porquería en el suelo.» Abrió la puerta del baño y se dirigió por el pasillo hacia la oficina mientras notaba el resquemor de la autocrítica.

La sede central de la Policía de Copenhague se yergue imponente con su preciosa estructura neoclásica y triangular, cerca del siempre floreciente parque de atracciones Tivoli, y aporta autoridad a la zona. El exterior de la construcción es duro y desentona con su entorno, como un poderoso mazacote de color arena, seguro de sí, ejemplo de rectitud, libre pensamiento y estupidez en el centro de los países nórdicos, un contrapeso necesario al extendido porno gratis y al abuso de alcohol, que están en su punto álgido. En el interior, la columnata del famoso patio circular y la artesanía de estilo italiano del siglo XIX suavizan un poco su aspecto. El día a día de los policías está adornado con el suelo de mosaico y terrazo desgastado que se extiende bajo sus activos pasos y que recuerda a la época en la que el espacio de trabajo tenía que reflejar la rigidez policial. El Departamento de Crímenes contra la Vida, también llamado Homicidios, mantiene su forma sombría original, con techos abovedados y paredes de color rojo oscuro con apliques. El mobiliario moderno ofrece un aspecto descafeinado en contraste con la pintura desconchada de las paredes y da una impresión global de abandono y desproporción a partes iguales.

El despacho que Jeppe compartía con su colega, Anette Werner, no era una excepción: tristes muebles laminados y de haya chapada, sin más intención que infundir buen humor, algo que sí tenía Anette. Cuando entró, ella estaba en su silla echada hacia atrás, con los pies en la mesa y riéndose en alto de algo que sucedía en la pantalla de su móvil.

—¡Kørner, mira esto! No tiene precio.

Jeppe se detuvo en el vano de la puerta.

—Buenos días, Anette. Creía que hoy tenías curso.

—No vas a librarte de mí tan fácilmente. El curso de ADN empieza el miércoles que viene. Mira, un labrador gordo que intenta atrapar una pelota, pero cae rodando por la cuesta y acaba en el agua —dijo al tiempo que ponía el vídeo desde el principio y le hacía un gesto para que se acercase, riéndose de nuevo.

Titubeó. Ocho años compartiendo despacho y, sorprendentemente, habían trabajado juntos en pocos casos. A pesar de ello, por regla general los dos acababan en el mismo grupo cuando la comisaria asignaba los casos pendientes. Al parecer, juntos podían con cualquier cosa, aunque a ellos mismos les costara percibirlo. Solo oír sus apellidos a la vez cuando tenían que presentarse ante testigos y familiares irritaba profundamente a Jeppe.

Pensaba que Anette tenía algo de buldócer; ella lo llamaba finolis y pedorro. En los días buenos, se picaban mutuamente como un viejo matrimonio; en los días malos, lo único que quería era tirarla al mar.

Aquel era un día malo.

—Paso, gracias. El humor animal nunca me ha parecido gran cosa.

Jeppe se sentó en su lado del escritorio doble e ignoró a su colega, que lo miraba poniendo los ojos en blanco mientras encendía el ordenador y sacaba el móvil del bolsillo del anorak. Vio que su madre lo había llamado y enseguida dejó el teléfono lejos y boca abajo. Desde que su padre murió el año anterior y tras su reciente naufragio matrimonial, su madre se había vuelto preguntona, cosa que nunca había sido. Le costaba decirle que esa insistente preocupación no le resultaba de ayuda.

Anette soltó una nueva carcajada al otro lado de la mesa y se secó los ojos con las mangas. Jeppe suspiró de forma provocadora. Se había imaginado un día solo en la oficina, un día en el que podría ponerse con el montón de papeles tranquilamente, sin la estrepitosa presencia de Anette pegada a la oreja.

Otra efusiva carcajada rasgó el aire e hizo que el escritorio temblase. Jeppe estaba a punto de empezar a protestar cuando la puerta del despacho se abrió de golpe. La comisaria estaba ahí, con el abrigo puesto. Era una señora mayor con un rostro amable que traslucía su profesionalidad y daba idea de su autoridad, y que en ese momento mostraba una profunda arruga de preocupación sobre los ojos marrones que hizo que Anette interrumpiera su ataque de risa y bajase los pies de la mesa. A pesar de que tras la reforma de la Policía, la jerarquía era relativamente plana y la mayoría de los inspectores tenían el título de «asistentes de policía» y en principio eran todos iguales, el discreto poder de la comisaria estaba fuera de toda discusión.

—Hemos hallado un cadáver, una chica joven. Klosterstræde, 12, indicios de asesinato. Acaba de llamar el inspector jefe de la central. No tiene buena pinta.

Jeppe se levantó. Tendría que haber sabido que sería un día así.

—¿Forense?

—Nyboe en persona, está de camino. También van para allá los de la Científica.

—¿Hay testigos? —preguntó Anette, poniéndose de pie.

La comisaria la miró sorprendida; hasta el momento no se había percatado de que estuviera ahí.

—Werner, creía que hoy tenías curso. Bueno, excelente, así vais juntos. Kørner, voy a montar un equipo; estás al frente de la investigación.

Jeppe asintió con una convicción que no sentía. No había liderado un grupo desde que volvió tras la baja por enfermedad.

—El hombre que encontró el cadáver está en el hospital, pero hay una vecina en la propiedad, una tal Esther de Laurenti. Empezad con ella y así los técnicos pueden ir analizando la escena del crimen mientras tanto.

—¿DeLorean? ¿Como el coche?

Anette eructó discretamente y expulsó el aire por la comisura de los labios.

Jeppe fue al rincón, abrió un armario y cogió su arma reglamentaria, una Heckler & Koch. Mientras se la ajustaba en la cartuchera, oyó el suspiro de la comisaria tras de sí.

—Sí, Werner, como el coche. Exactamente igual.

ESTHER DE LAURENTI alargó la mano buscando el despertador e intentó detener ese infierno que amenazaba con machacarle la cabeza. El paso del sueño a la realidad era como una nebulosa y no identificó el sonido del timbre hasta que sonó tres veces. Sus dos carlinos, Epistéme y Dóxa, ladraban histéricos y ansiosos por proteger su territorio. Se había quedado dormida sobre la manta de la cama y tenía unas profundas marcas de las almohadas en la cara. Desde que se jubiló aproximadamente un año antes, tras trabajar en la Universidad de Copenhague, dejó que su noctámbula interior saliera a flote y rara vez se levantaba antes de las diez. El antiguo reloj de su madre, con una pareja de pastores, marcaba las 8:35. Si el que llamaba era el maldito cartero, le tiraría algo que pesase. Los pastores, por ejemplo.

Se envolvió en la manta y se dirigió a la puerta principal con un intenso dolor de cabeza. ¿Se había bebido la noche anterior todo el tetrabrik de tinto? En todo caso, habían sido más que los dos vasos de vino que se permitía cuando estaba escribiendo. Miró de reojo los montones del manuscrito impreso y sintió el eterno debate del escritor entre la nostalgia y el rechazo por el trabajo. El cuerpo le dolía y resultaba más que evidente durante su rutina matutina: estiramientos, ejercicios de respiración y copos de avena con pasas. Quizá un ibuprofeno. Sacudió el cerebro para ponerlo en su sitio y miró por la mirilla.

En el descansillo había un hombre y una mujer a los que Esther no conocía, pero le costaba recordar a los cientos de alumnos que habían pasado por las aulas de enseñanza en sus treinta y nueve años de docencia. Además, estaba convencida de que esas dos personas no eran antiguos estudiantes de Literatura; no parecían intelectuales. La mujer era baja y de hombros anchos con una diminuta chaqueta de chándal de poliéster y labios delgados pintados de rosa. Tenía el pelo rubio recogido en una coleta y una piel que parecía un tanto ajada por el sol. El hombre era delgado, con el pelo llamativamente dorado y podría haber resultado atractivo de no haber sido por la palidez y la cara de tristeza. ¿Mormones? ¿Testigos de Jehová?

Abrió la puerta y Epistéme y Dóxa se pusieron a ladrar detrás de ella.

—¡Espero que tengáis el mejor motivo del mundo para haberme despertado!

Si se sintieron ofendidos por el recibimiento, no lo demostraron de ninguna manera. El hombre la miró serio.

—¿Esther de Laurenti? Somos de la Policía de Copenhague. Me llamo Jeppe Kørner y ella es mi colega, Anette Werner. Me temo que tenemos una mala noticia.

Una mala noticia. A Esther le dio un vuelco el estómago. Se echó a un lado para que los agentes pudieran pasar. Los perros percibieron de inmediato el cambio de voz y la siguieron despacio con un gimoteo de desilusión.

—Pasen —dijo con voz empañada mientras se sentaba en el sofá y los invitaba a hacer lo mismo—. Siéntense.

—Gracias —contestó el hombre, dibujando un arco desconfiado alrededor de los perrillos para sentarse en el borde de la butaca. La mujer se quedó de pie junto a la puerta, mirando con curiosidad el salón.

—Hace una hora el propietario de la cafetería de abajo encontró a su vecino Gregers Hermansen en pleno ataque cardíaco. Lo han llevado al hospital y lo están tratando. Por suerte, lo han atajado a tiempo y, hasta donde sabemos, está estable. Cayó al suelo en el apartamento del primer piso.

Esther cogió la jarra del café del día anterior y volvió a dejarla.

—Se veía venir, Gregers llevaba mucho tiempo mal. ¿Qué hacía donde las chicas?

—Mire, en realidad esperábamos que pudiese ayudarnos a arrojar algo de luz sobre el tema.

El policía juntó las manos en el regazo y la miró de un modo neutral.

—Dígame, ¿desde cuándo viene la policía porque un señor mayor ha sufrido un ataque al corazón?

Los policías intercambiaron una mirada que costaba interpretar. El hombre apartó con cuidado una pila de libros y se acomodó en el asiento.

—¿Oyó algo inusual ayer por la tarde o por la noche, señora De Laurenti?

Esther negó con la cabeza. Para empezar, no le gustó que la llamase «señora», y, después, no había oído nada que no hubiera sido la cinta de meditación con sonidos de ballenas que era su somnífero cuando el vino no alcanzaba.

—¿A qué hora se fue a la cama ayer? ¿Ha habido alguna actividad inusual en la casa en los últimos días? Cualquier cosa que recuerde —insistió con la mirada tranquila e intensa.

Esther cruzó los brazos.

—¡Me sacan de la cama sin que me haya puesto los putos zapatos! Estoy aquí en pijama y no he hecho café. ¡Quiero saber de qué va todo esto antes de responder a nada! —exclamó presionando los labios.

Jeppe vaciló un momento y luego asintió.

—A primera hora de la mañana, Gregers Hermansen encontró el cadáver de una mujer joven en la cocina del apartamento del primer piso. Todavía estamos identificando a la víctima y determinando la causa de la muerte, pero sabemos que se trata de un asesinato. Su vecino ha sufrido un shock grave y aún no puede comunicarse con nosotros. Necesitamos que nos cuente todo lo que sepa sobre los vecinos del inmueble y si ha pasado algo en la escalera en el último par de días.

Esther notó una sensación nerviosa que empezó a subirle desde abajo, por los tobillos, los muslos, la pelvis y el pecho, hasta que le costó trabajo respirar. El escalofrío hizo que se le erizara el vello de la nuca y hasta el cuero cabelludo.

—¿Quién es? ¿Una de las chicas? No puede ser verdad. Nadie se muere en mi casa.

Ella misma oía cómo sonaba: infantil y fuera de control. Sintió que el suelo cedía bajo sus pies y se agarró al reposabrazos para no caerse.

El policía se levantó y la agarró por el brazo.

—¿A que no era una buena idea lo del café, señora De Laurenti?