20

AL COCHE HABÍA estado dándole el sol delante del haveforening y el volante estaba tan caliente que Jeppe tuvo que coger un trapo de la guantera para poder soportarlo. Cuando bajó las ventanillas y salió al tráfico, llamó Anette. Su voz clara cortaba el ruido de los coches.

—¡Tenemos el arma homicida! Un portacelo que ha encontrado Esther de Laurenti en su escritorio hace una hora. Con sangre. Clausen sostiene que la sangre, con toda probabilidad, proviene de Julie. El asesino debió de ponerlo sobre un charco de sangre.

Jeppe aceleró y llegó justo al semáforo en verde del centro comercial Fisketorvet.

—¿Qué hacía el arma homicida en el escritorio de Esther de Laurenti?

—¡Buena pregunta! Le he mandado una foto a Caroline Boutrup. Es el portacelo que suele estar en la estantería del piso de las chicas. Ni se dio cuenta de que no estaba.

—¿Huellas?

—Ni una. Pero lo interesante es cómo ha acabado en el escritorio de Esther de Laurenti. Y, sobre todo, por qué.

Jeppe se paró en el semáforo en rojo y miró la fila de edificios de hormigón que había allí, a donde tendrían que haber dado las vistas de su jardín.

—O alguien ha intentado incriminarla… o quizá ella ha intentado proteger a alguien. A Kristoffer, en este caso.

—¡Me estoy volviendo loca con este caso! —se quejó Anette—. ¿Adónde vas?

—Al barrio de Østerbro. El otro miembro del grupo de escritura, Anna Harlov, vive allí. Por cierto, ¿serías tan amable de pedirle a Saidani que hiciera unas averiguaciones sobre Erik Kingo?

—¿Hay algo interesante? —preguntó esperanzada.

—No a primera vista, parece que tiene una coartada. —Jeppe conducía muy despacio entre el Tivoli y la estación central a causa de los muchos turistas que cruzaban y que solo tenían ojos para el parque de atracciones y no para la calzada—. Pero conoció tanto a Julie como a Kristoffer en casa de Esther.

—Ajá —dijo Anette con la voz apagada—. Le pediré a Saidani que eche un ojo. Lo mismo descubre que es un apasionado del celo, y así tendríamos una pista que seguir.

Cortó la comunicación y Jeppe aparcó debajo de un castaño de la calle Farimagsgade, al lado de los pequeños adosados, que en los últimos años se habían vuelto tan comunes como un chalé en la costa. Todo era bonito y elegante, renovado con creatividad y grandes sumas de dinero.

La casa de Anna Harlov no era una excepción. La verja de hierro forjado se cerró con un discreto clic tras Jeppe, que dio los cuatro pasos necesarios para cruzar el jardín empedrado y subir hasta la puerta principal, de color negro brillante. El mayor deseo de Therese era vivir allí, y él siempre le hacía bromas diciendo que era una esnob incorregible que estaba dispuesta a pagar un precio desorbitado por vivir en viejas viviendas para trabajadores solo porque se habían puesto de moda en la élite cultural. Ahora podía mudarse allí con Niels e instalarse entre muebles de madera envejecida, como todos los demás.

La puerta se abrió antes de que pudiese tocar el timbre de latón, y una mujer con una bolsa de basura en la mano lo miró aterrada.

—Ah, qué susto me ha dado. Creía que vendría más tarde. El agente Kørner, ¿no? Disculpe que no le dé la mano.

Pasó a su lado para ir al cubo de basura que había en el jardín. Llevaba el pelo recogido en un desaliñado moño color miel a la altura de la coronilla y olía igual que la fruta caliente bajo el sol. Jeppe la observó mientras levantaba la tapa del cubo y metía la bolsa. Iba descalza y llevaba puesto un mono que tenía pinta de costar lo mismo que un coche pequeño. La tela se levantaba y le acariciaba los muslos cada vez que empujaba la basura hacia abajo. Tenía los glúteos pequeños y redondos; los brazos, esbeltos y dorados como el Mediterráneo.

A Jeppe empezó a picarle la ingle. Veía que sus pechos colgaban libres bajo la tela de seda, e imágenes de su piel desnuda y caliente brotaron ante sus ojos. Cuando ella se dio la vuelta y le sonrió con una expresión abierta y despreocupada y los dientes blancos como la nieve, notó que tenía una erección, despacio pero con seguridad, la primera del año.

—Gracias a Dios, vienen a recogerla mañana. Ayer comimos anguila, y no hay nada más desagradable que el olor de las espinas de pescado al sol.

Volvió a pasar por delante de él y lo rozó al subir el escalón de la puerta, con lo cual, durante una milésima de segundo, la había tocado.

—Ya sé que no se debería comer anguila, pero son de piscifactoría y son legales. Y están muy ricas. Bueno, pase. Me lavo las manos en un momentito y estoy con usted.

Ocho meses sin una erección ni algo que se le pareciera y le ocurría de repente en un jardín de Østerbro. El alivio se adueñó del cuerpo de Jeppe y lo sustituyó la vergüenza. Maldijo los vaqueros ceñidos que Johannes le había convencido de que se pusiera para celebrar su nuevo y delgado cuerpo, y caminó por detrás de Anna Harlov.

La casa era, como esperaba, cara y estaba amueblada con buen gusto de un modo informal e intelectual. Estanterías empotradas con libros de tapa dura, suelo de tarima luminosa y mantas de lana boliviana sobre el sofá Mogesen. «Diez contra uno a que tienen una casa en Tisvilde pegada al Báltico donde comen gambas de fiordo y beben vino natural con sus amigos guais», pensó Jeppe para intentar que le bajara la erección, despreciando a la destinataria de su deseo, que en ese momento estaba en la cocina americana lavándose las manos en el fregadero de diseño.

Anna Harlov miró hacia una mesa de madera redonda y le pidió que se sentase. En la mesa había un termo de cobre, tazas de porcelana y un pequeño cuenco con galletas. Al lado de la puerta de cristal que daba a la terraza había una foto en blanco y negro de Anna sentada en un banco con un hombre significativamente mayor. El hombre gesticulaba animado y ella lo miraba con cariño.

—Esperaba que vinieran. De hecho, me extraña no haber tenido noticias suyas hasta ahora.

Sirvió café para ambos y se sentó. Su voz era profunda y algo ronca, y le recordaba a la de una actriz. Cruzó las piernas y se obligó a actuar de una manera profesional.

—Entonces, ¿tiene algo que contarnos?

Se apartó un mechón de pelo de los ojos.

—Pues no sé más que lo que he podido leer en los periódicos, pero hay una notable coincidencia entre el asesinato de Julie Stender y el manuscrito en el que está trabajando Esther. Erik y yo llevamos muchas semanas teniendo acceso a él. Yo lo consideraría inicialmente sospechoso si fuera quien investigara el caso.

Jeppe notó su mirada crítica. Por desgracia, no tuvo ninguna influencia en su inoportuna libido.

—¿Cuándo fue la primera vez que lo leyó?

—La descripción del carácter de la víctima, justo después de que la subiese la primera vez, a principios de julio, y el asesinato en sí, hace una semana.

—¿Usted sabía sobre quién estaba escribiendo?

Ella sopló el café.

—Pensaba que se había inspirado en las dos chicas del primero, pero no fue algo en lo que me fijase especialmente. Se toman cosas de la realidad cuando se escribe ficción.

—¿Conocía a Julie Stender?

—Sí, la vi una sola vez. Estaba sirviendo en un banquete que ofreció Esther, sería allá por marzo.

¡Anna Harlov también estuvo en ese banquete! Jeppe anotó «CENA» en su libreta.

—Erik Kingo también estuvo esa noche, ¿no?

—Sí, y más gente. Mi marido, por ejemplo.

¿Eran cosas suyas o se había resistido un poco a nombrar a su marido? Se humedeció los labios, pensativa, con la punta de la lengua y los rozó con el índice. ¿En su honor?

Jeppe se recompuso.

—¿Recuerda algo en concreto de la cena?

—Salimos mucho, así que justo de esa noche no tengo recuerdos claros. Recuerdo que fue agradable. ¿Hay algo en concreto que quiera saber?

—Por ejemplo, ¿hubo alguna desavenencia?

—No, nada en especial.

Parpadeó despacio y mantuvo el contacto visual. Jeppe bajó la mirada.

—¿Julie Stender tuvo contacto con alguno de los invitados?

—La verdad es que yo hablé un poco con ella. Le pregunté si se había aclimatado a la ciudad y si ya había decidido qué quería estudiar. La mayoría fueron frases de cortesía cuando ella y el otro joven sirvieron y quitaron la mesa. Pero, ahora que lo pienso, vi a Erik hablando con ella en la cocina en algún momento de la noche. Lo recuerdo porque él le gritó.

Jeppe volvió a levantar la mirada. Erik Kingo afirmó no haber tenido contacto con Julie.

—¿Sabe por qué?

Negó con la cabeza y se le soltó otro mechón del moño. ¿Eran imaginaciones suyas o se movía de una forma sensualmente provocativa?

—Dijo antes que hay una cierta coincidencia entre el manuscrito de Esther de Laurenti y el asesinato de Julie Stender. ¿Puede profundizar?

—No sé más que lo que he leído en la prensa. De hecho, no hemos estado en casa a principios de semana. Mi marido tenía la apertura de una galería en Aarhus el martes y yo fui con él, pero es evidente que el asesino ha leído el manuscrito.

—¿Y usted no se lo ha enseñado ni le ha hablado de él a nadie?

—No. En el grupo de escritura tenemos unas normas claras. Todo el material es cien por cien confidencial entre nosotros tres. —Una sonrisilla bailaba en sus suaves labios. Parecía una invitación—. Pero creo que nos estamos yendo por las ramas.

Jeppe alargó el brazo para coger la taza de café, pero se sentía tan inseguro que la arrastró hacia sí. Su cerebro lo bombardeó con las imágenes de Anna Harlov desnuda, tumbada sobre la mesa del salón con ese mono caro rasgado y la boca de Jeppe en sus pechos. En ese momento, solo con que le dijera que sí con la cabeza, no respondería de sus actos.

—Una cosa es que alguien haya leído el texto de Esther en nuestro Google Docs y haya hecho un mal uso de él, pero ¿quién sigue escribiendo? Esther nunca haría algo de tan mal gusto.

Jeppe se tragó la decepción con una taza de café y secó con la mano las gotas que había derramado sobre la mesa antes de hablar.

—¿Sigue escribiendo? No entiendo.

—¿No lo saben? —Se levantó y fue al salón de al lado a por un portátil. Tras teclear, giró la pantalla.

Tenía salpicaduras de sangre en las pestañas rubias, filigranas que contrastaban con la piel pálida. Llevaba mi marca en la mejilla como una joya.

A ella le he regalado la belleza eterna. Y a su amigo un vuelo desde las alturas.

Regalos generosos.

—Y así sigue. Lo subieron ayer por la tarde. ¿Quién lo escribe?

Jeppe maldijo, se sacó el teléfono de los pantalones ajustados y llamó a Saidani, que respondió de inmediato.

—Iba a llamarte ahora mismo. Acabo de darme cuenta de que hay un texto nuevo. No lo ha escrito Esther de Laurenti, acabo de contrastarlo con ella. Estoy intentando averiguar cuándo y cómo se ha conectado quien haya sido.

—Bien. Voy de camino. Reúne al equipo, nos vemos en la cafetería en cuanto llegue.

Jeppe devolvió el teléfono al bolsillo. ¿Quién empezaría a escribir en la página de Google Docs de los escritores si no el asesino? Esto reforzaba el hecho de que los asesinatos y el manuscrito estaban indisolublemente conectados.

Se levantó y le hizo un gesto con la cabeza a Anna.

—Quizá tengamos que volver a hablar con usted. Hasta entonces, no dude en ponerse en contacto conmigo si recuerda algo que pueda ser significativo para la investigación.

Le dio una tarjeta de visita y se dirigió hacia el estrecho recibidor de la puerta principal. Lo desconcertó la impresionante colección de cerrojos de la puerta y, por un momento, dudó a cuál debía darle la vuelta para salir.

—Tranquilo, no hay nadie que sepa abrir la puerta hasta que no ha estado aquí siete u ocho veces.

Anna Harlov lo había acompañado por el pasillo y estaba justo detrás de él. Se echó a un lado para dejarla pasar. Cuando se puso de puntillas para abrir el cerrojo superior, dejó que sus suaves pechos le rozasen el brazo y se detuvo en esa postura.

«¿A lo mejor es una señal de que tienes que quedarte?» Lo miró burlona durante un largo segundo y abrió la puerta. Antes de que pudiera reaccionar, estaba en el jardín oyendo la puerta cerrarse tras de sí.

Confuso, jadeando y con la polla más dura del norte de Europa.

JEPPE TARDÓ LA mayor parte del camino de vuelta a la jefatura en controlar su cuerpo. Hacía mucho tiempo que no había sentido tal deseo. El precio por tener un día a día seguro era una vida sexual segura, en el mejor de los casos. En algún momento entre el segundo y el tercer intento de inseminación, el sexo que una vez fue juguetón con Therese se convirtió en cópula obligada con un solo objetivo. Y en ese momento se encontraba en su coche temblando como un adolescente. Anna Harlov. ¿Lo manipulaba solo por diversión o intentaba lanzar una cortina de humo porque tenía algo que ocultar?

De vuelta al Gården, fue a toda prisa al baño. Por suerte, no había nadie dentro. Se lavó las manos y sacó del bolsillo su pequeño pastillero. Antes contuvo caramelos de espliego franceses, costaba más un gramo que el uranio enriquecido, pero ahora guardaba en él panadol y oxicodona. Las pastillas tenían un olor algo perfumado que disimulaba en parte el desagradable sabor a tiza.

Separó una de un tipo y dos de otro, y se miró en el espejo convexo mientras se secaba el agua de la barbilla. La piel de la cara se veía cerúlea y sabía que no solo se debía al desacertado color de pelo y a la luz de los tubos de neón.

De vuelta al pasillo, le llegó un mensaje de Johannes.

Ahora que tu mejor amigo te ha invitado a su cumpleaños esta noche, ¿también vas a quedarte en casa? Siempre puedes ir a la fiesta y bailar. O quizá prefieras ver una bazofia en la tele y quedarte dormido en el sofá mientras puedas :)

Jeppe, para variar, se había olvidado de responder a la invitación, que había llegado por correo postal hacía muchas semanas, con la esperanza de que desapareciese, pero ahora sería difícil arreglárselas para no ir. Debía usar el caso como excusa; eso Johannes lo entendería, a pesar de todo.

Abrió la puerta de la cafetería, donde ya estaban Larsen, Falck y Anette Werner diciendo chorradas. Sara Saidani estaba junto a una ventana abierta dando la espalda a la sala; parecía estar en su propio mundo.

—¡Bueno, Saidani, cuéntanos!

Se dio la vuelta y fue hacia la mesa donde estaba su ordenador ya listo. A su estela le siguió un aire suave, casi alegre, que contrastaba con la seria expresión de su rostro.

—Un desconocido subió ayer a las doce menos diez un texto de una página a la carpeta de Google Docs del grupo de escritores. Había pensado cerrar la página. Creía que era lo más conveniente con todo lo que sale en la prensa, etcétera, pero ahora es mejor que la dejemos abierta.

—Bien pensado, Saidani —dijo Jeppe—. Por lo que entiendo de la primera parte del texto, el escritor asume la responsabilidad de los dos asesinatos. Habla del dibujo en la cara y menciona el vuelo de Kristoffer. Por supuesto, puede que solo sea que algún chiflado ha leído los periódicos y conseguido acceder al Google Docs de los escritores.

—Está protegido —dijo Saidani abriendo los ojos escéptica—. Hay tres perfiles de usuario que se conectan individualmente, cada uno con su nombre de usuario y su contraseña. Tengo un log con el uso de la página que han hecho los tres en los últimos tres meses, en el que se desglosa quién se ha conectado y cuándo. La persona que subió el texto anoche estaba conectada como Erik Kingo.

—¿Kingo? Afirma estar totalmente incomunicado y no tener conexión de red en su casa del haveforening. —Jeppe estaba satisfecho de que las pastillas hubieran empezado a funcionar. La espalda se le había relajado y le picaban los labios.

—Puede ser mentira —replicó Saidani con un leve encogimiento de hombros—. Es verdad que llevaba sin conectarse a la página desde julio, cuando dejó una serie de comentarios sobre el texto de Esther de Laurenti, pero alguien que conoce su nombre de usuario y su contraseña subió este texto ayer antes de medianoche.

—Voy a hablar con él. Su teléfono está apagado la mayor parte del día, así que quizá tenga que ir a verlo. —Jeppe se retorció solo con pensar en hacer otra visita a ese lugar tan poco hospitalario.

—¿Qué hay de la imagen del Instagram de Julie? —preguntó Anette con la boca llena de algo. De regaliz, quizá—. ¿Sabemos algo más?

Saidani, molesta, negó con la cabeza.

—No puedo ver quién la ha subido, pero estoy viendo quién consiguió darle a «me gusta» y comentar la foto antes de que se borrara el perfil. Tenía casi doscientos «me gusta», así que es un hueso duro de roer. La gente debió de creer que era una broma o algo así.

Las mejillas de Saidani se habían puesto rosas. Jeppe la observó y reprimió una sonrisa. ¿A lo mejor simplemente era tímida? Se giró hacia Larsen, que estaba recostado y llevaba una camisa azul celeste recién planchada.

—Bien, ¡¿un resumen de la autopsia?!

Larsen tomó la palabra con la autoconfianza habitual. Si le había afectado la metedura de pata que tuvo al creer que Kristoffer era el culpable, ya se le había pasado.

—Kristoffer Gravgaard falleció ayer, 9 de agosto, entre las seis y media y las siete y media. Nyboe determina como causa de la muerte un paro cardíaco…

—¿Un paro cardíaco?

—… como resultado de un estrangulamiento con las manos. Es la prueba definitiva de que se trata de un asesinato. Ningún signo externo en el cuerpo ni marcas de dedos o de uñas en la piel del cuello, y es relativamente extraño ver víctimas de estrangulamiento que no las tengan. Nyboe opina que estamos ante lo que se llama choke hold o llave al cuello. El asesino agarró a Kristoffer desde atrás con el brazo derecho y presionó la arteria carótida hasta provocar la parada cardíaca. No tardó más de un minuto. No era un aficionado.

Shime-wasa! —gritó Anette diciendo algo que en su mente seguro sonaba con acento japonés.

—Vale, gracias —prosiguió Larsen—. Es una llave clásica de judo que también se usa para reducir a un sujeto violento. Voy a ahorraros los detalles técnicos de Nyboe sobre la arritmia cardíaca y os cuento lo esencial —prosiguió y miró a sus colegas, como si quisiera crear tensión—. Kristoffer Gravgaard murió como resultado de una presión manual en un punto reflejo aquí, delante del cuello. Una llave muy precisa, aplicada por una persona que sabía exactamente lo que hacía. Hablamos de gente que practica deportes de lucha, personal militar especialmente entrenado, etcétera. Nyboe utilizó específicamente la palabra «ejecución».

—¿El mismo asesino que el de Julie Stender? —preguntó Jeppe mirando de pasada a Larsen. No le apetecía ver esa cara arrogante.

—Difícil decirlo —respondió este mientras comenzaba a remangarse la camisa. Sus movimientos parecían extrañamente estudiados, como los de un conferenciante estrafalario que pretende estar por encima de los demás—. Pero ¿el mismo asesino no habría tallado también el dibujo en esta víctima, como si fuera su firma?

—A Julie la golpearon en la cabeza con un portacelo y a Kristoffer lo han estrangulado —dijo Jeppe—. Por lo tanto, sí puede tratarse del mismo asesino. Todos sabemos lo improbable que es que de pronto aparezca un nuevo asesino. Un posible acto de venganza por la muerte de Julie no incluiría lámparas de araña ni llaves de judo, no me lo creo. Pero si es el mismo, ¿por qué utiliza dos métodos distintos? ¿Alguna idea?

Falck carraspeó con cuidado, como si se hubiera tragado una mosca y quisiera cerciorarse de que seguiría viva cuando la expulsara de la garganta.

—Sí, Falck, ¿qué piensas? ¡Dime! —Jeppe no tenía paciencia para ese ritmo tranquilo.

—Creo que el asesino tenía diferentes motivos para las dos muertes. La primera, la de Julie Stender fue en gran medida… porque lo deseaba. El asesino intentó tallar un dibujo en el rostro de Julie, igual que en el manuscrito. Nyboe confirma que no estaba narcotizada ni borracha cuando murió, así que debió de luchar como una loca…

Jeppe asintió con impaciencia a Falck, que continuó con tranquilidad.

—Kristoffer, en cambio, fue ajusticiado y luego lanzado a la lámpara. El asesino debió de subirlo al desván con algún pretexto, atacarlo por detrás y matarlo en un segundo.

—¿Y la lámpara?

Falck metió los pulgares bajo los tirantes.

—Tú mismo lo has dicho, Kørner. Le gusta el teatro. Aprovecha la oportunidad de causar el máximo impacto.

—Pero ¿por qué iba a matarlo?

—Porque sabía algo. Kristoffer debió de ver o descubrir algo y, ya sé que suena absurdo, pero estaba tras la pista del asesino; quizá se enfrentó a él diciéndole lo que sabía. No encuentro una explicación mejor. También él era un poco raro, ¿no?

Kørner miró hacia el fondo de su taza de café medio vacía e intentó atrapar un resto de Nescafé que había quedado sin disolver en el líquido frío.

—Pero de ser como Falck dice, y yo me inclino por darle la razón, nuestro asesino tendría que haber sabido que estábamos yendo de camino a pillar a Kristoffer.

Los cinco investigadores se miraron. Todas las comunicaciones de la policía por radio estaban encriptadas y era imposible hackearlas.

—Quizá alguien se chivó —propuso Larsen.

Se hizo el silencio. Los asesinos rarísima vez usaban guantes y trajes de protección, y era todavía más raro que dejasen pistas en el lugar del crimen. O que supieran dónde iba a estar la policía en media hora.

A no ser que…