LA TARDE ACABABA de nacer, pero los irregulares adoquines de Nyhavn ya estaban llenos de vasos de cerveza. Había grupos de jóvenes en el malecón entre las viejas goletas con los pies colgando hacia el agua, turistas inmortalizando el idilio con sus móviles y grandes sonrisas de camino al circuito turístico. Qué bonito y qué caro era todo.
En la planta baja, al doblar la esquina de la Toldbodgade, estaba lo que según el cartel era un Tattoo parlour. La puerta de cristal estaba abierta y Jeppe bajó dos escalones hasta el suelo de cuadros blancos y negros. En el local hacía calor y retumbaba rock and roll a gran volumen. Las paredes estaban cubiertas de grandes cortinas de terciopelo rojo y fotos de tatuajes sobre pieles pálidas. En un rincón había un viejo bulldog inglés que ni siquiera levantó la vista cuando el inspector entró. Cuando llevaba un minuto allí, apareció una joven delgada de pelo negro de detrás de las cortinas. Tenía el flequillo ondulado y llevaba pendientes dilatadores.
—Hola, ¿eres el que se quiere quitar una cosa celta del hombro? Yo termino en unos quince minutos. Vete a dar una vuelta si quieres…
—Detective Jeppe Kørner. He venido a hablar con… Tipper.
—Está con un cliente, ¿puede esperar?
Vio el no en su mirada antes de que lo dijera con un gesto.
—¡Tipper! —gritó en dirección a una de las cortinas—. ¡Tienes visita, es la policía!
La mujer desapareció sin decir nada. A los pocos segundos, se oyó una voz oscura en la profundidad del terciopelo.
—Hola, no puedo salir, va a tener que entrar.
Jeppe echó a un lado la cortina, despacio, y entró en el diminuto local trasero. Tumbado en un banco acolchado había un cuerpo de mujer con las nalgas al aire y unas piernas que brillaban en la oscuridad gracias a una potente lamparita. Las pantorrillas y lo que se podía ver de la espalda estaban cubiertos de confusos dibujos rojos, azules y verdes. Agachado sobre el muslo izquierdo se encontraba un joven de complexión fuerte, con barba y piercings en la nariz, trabajando con una aguja zumbante.
—Estamos a la mitad de una sesión muy larga y no quiero quitarle la aguja a Melissa. Si le parece bien, podemos hablar mientras trabajo. Coja esa silla de ahí.
Jeppe miró al taburete que había al lado del banco y se detuvo.
—Melissa es una tía guay, ella se pone a toda leche a los Foo Fighters y ya está. Siéntese, hombre.
La clienta, que estaba medio dormida con los cascos puestos, le levantó el pulgar a Jeppe, que se sentó. Las nalgas desnudas de la mujer se movían entre él y el tatuador.
—Es posible que tenga que hablar con usted en privado.
—En ese caso, tendrá que ser cuando acabe aquí.
Jeppe podía obligar a Tipper llegado el momento, pero supo instintivamente que iría mejor si lo dejaba estar. Oía la batería de rock saliendo de los cascos de la mujer. Por el momento, era lo bastante privado.
—Vengo para preguntarle por una de sus clientes, Julie Stender, a quien lamentablemente asesinaron hace un par de días.
Tipper estaba agachado, en una postura poco ergonómica, con la cara a diez centímetros del pálido muslo y la aguja reposando tranquilamente entre los guantes de plástico.
—Sí, he leído los periódicos. Lástima, era supermaja, la amiga de Caro.
—¿Caroline Boutrup?
—Caro es una buena amiga mía. Trajo a Julie en cuanto se vino a Copenhague —relató mientras las palabras fluían relajadamente y la aguja se deslizaba con soltura sobre la piel de la clienta.
—¿En primavera? ¿Marzo, abril…?
—Me pega, sí. Luego puedo mirar en el ordenador la fecha exacta. O fechas, porque estuvo aquí dos veces.
Jeppe notó con sorpresa cómo miraba hipnotizado la aguja.
—¿Qué se hizo? ¿Había una historia tras el tatuaje, hablaron? Cuénteme todo lo que recuerde.
Tipper se tomó su tiempo y carraspeó.
—Era maja, pero era una clienta más bien corriente, no quería virguerías. Iba a hacerse una pluma en el omóplato, si no recuerdo mal. Un tatuaje de moda, clásico, una elección conservadora para una virgen con la tinta. Éramos Caro y yo quienes hablábamos, ella estaba echada pidiendo un pañuelo para ponérselo en la boca, por el dolor.
La habitación era sofocante y olía a química y metal caliente. El zumbido rítmico de la aguja le recordó a una canción irritante y comenzó a sudar.
—¿Cuándo fue la segunda vez que vino?
—Hace dos semanas, como mucho.
—¿Y qué se hizo?
Frunció el ceño y respondió:
—Un texto y un par de estrellas. Le hice una foto, está en algún sitio de la pared que hay al lado del mostrador.
Jeppe salió a la luz del otro lado de la cortina y respiró aliviado. Miró de cerca las imágenes de pieles desnudas, rojas bajo blusas levantadas y caras vueltas al otro lado. Había muchas plumas y también muchísimas estrellas, anclas, calaveras, árboles, ángeles y demonios. Algunos dibujos eran a todo color; otros, solo contornos en negro o azul oscuro. Los cuerpos gordos o delgados, con callosidades y calvas, largas trenzas y vello en los brazos.
Encontró el tatuaje justo debajo de una pajarera que llenaba una espalda desde la nuca hasta la rabadilla. «Rigel & Betelgeuse», con una bonita letra y dos estrellas pequeñas en la fina muñeca de una chica joven. Jeppe fotografió el tatuaje y volvió a asomar la cabeza por la cortina de Tipper.
—¿Vino sola?
—Sí, esa vez no vino con Caroline; me pareció bien. De hecho, estuvo más habladora que la primera vez; alegre, casi graciosa. Había como florecido, ¿sabe? Pero también estaba enamorada. Dijo que las dos estrellas eran el símbolo de ella y su novio.
¡El místico Mr. Mox! Un hombre al que conocía de hacía pocas semanas. Un hombre al que aún no habían conocido ni sus amigos ni su familia. Un hombre al que ahora no podían encontrar.
—¿Le contó algo de él? ¡Intente recordar lo que dijo!
—Bah, no contó gran cosa. Ah, sí, contó algo de una exposición que tenía. Fotos, creo. Tampoco contó mucho más. Pero él vino a buscarla.
A Jeppe se le paró el corazón.
—¿A buscarla? ¿Usted lo vio?
—Sí, era uno de esos tíos que van de punta en blanco. Pelo corto, barba suave, con gafas, sin tatus. Viejo. Al menos para ella. Solo entró para recogerla, así que no lo vi con mucho detalle. Pero ella lo besó y le enseñó el tatuaje, como para que le diese el visto bueno. Y fue él quien pagó. En efectivo.
Jeppe se apoyó en la pared. ¡Un testigo, un testigo ocular! Aunque el tatuador no tenía videovigilancia, Nyhavn estaba tan lleno de cámaras que con toda garantía podrían encontrar grabaciones de él. Dio un golpe a la pared con el puño cerrado y Tipper se asustó.
¡Lo tenían!
—¡QUÉDATE LA VUELTA, figura!
Anette dio un portazo a la puerta del taxi y comenzó a subir al segundo piso, donde estaba Homicidios. Había dormido la mayor parte del viaje de vuelta desde las Feroe y estaba más o menos en forma, excepto por la nuca rígida y el débil amago de vómito después de las galletas de chocolate rancias. Un sueño en el que cuidaba niños que se iban corriendo de un centro comercial y desaparecían entre las piernas de los adultos persistía como un desagradable fantasma, pero se le daba bien quitarse esas cosas de encima. Con una taza de café y un poco de trabajo, el sueño se iría.
La cafetería era un nido de actividad cuando entró. En una mesa estaba Jeppe rodeado de los compañeros, dando órdenes. Hablaba animado y gesticulaba como un director de orquesta.
—¡Falck, consigue las grabaciones de todas las cámaras de vigilancia de Nyhavn y Toldbodgade del 22 de julio entre la una y las cinco de la tarde, y pon en marcha un equipo para buscar en ellas a Julie Stender con un hombre!
Anette soltó el bolso en el suelo y se unió al grupo.
—¿Qué pasa, señoritas?
Jeppe se giró y le dedicó una gran sonrisa.
—¡Ha vuelto la vikinga! Tenemos buenas noticias, el novio secreto de Julie estuvo con ella cuando se hizo el tatuaje. El tatuador está ahora mismo con un retratista intentando dar con una imagen.
—¡¿Así que el místico Mr. Mox existe?! ¡Guau!
Anette asintió reconociendo el trabajo. Aunque no sacasen nada de las cámaras, era una revelación tener un testigo que había visto al novio de Julie y podía describir su apariencia. Por lo general, los retratos no eran una herramienta muy precisa, pero el motor de búsqueda del registro criminal de la policía, donde figuran con foto todas las personas con antecedentes penales, podría procesar un simple dibujo que más o menos hiciera honor a la realidad.
—¿Qué tal por las Feroe? No parece que tenga nada que ver con el caso, pero ahora que has pasado unas vacaciones a cargo de los contribuyentes, al menos podrías contarme alguna anécdota —dijo Jeppe riéndose y dándole golpes de boxeo en el hombro.
—Estás de un humor estupendo, Jeppesen, ¿has echado un polvete o qué? —bromeó Anette devolviéndole las risas e intentando ocultar la irritación por no llevar el maillot de líder—. Las Feroe son más apasionantes de lo que creéis. Según la madre de Hjalti Patursson, hace cinco años Julie Stender se convirtió en la madre de su nieto.
Durante el silencio que siguió a sus palabras y mientras Jeppe se quedaba con la boca abierta, Anette se levantó a por una taza de café.
—¡¿Qué me estás contando?! ¿Tuvo el niño?
Anette dejó el café y cruzó los brazos satisfecha.
—Parece que la historia del aborto de Julie Stender es un cuento chino. Evidentemente, consiguió ocultar el embarazo tanto tiempo que el padre no pudo obligarla a abortar, pero Ulla Stender y él la presionaron muchísimo para que diera al niño en adopción después del parto, y como Julie era menor de dieciocho años y hacía mucho que Hjalti estaba fuera de juego, su postura tuvo gran peso y Julie terminó dando su consentimiento a la adopción y las consiguientes mentiras. Hjalti supo por una breve carta que Julie había abortado; al resto le contaron que tenía depresión y estaba en casa de su tía en Suiza.
—¿Nunca supo nada del bebé? —preguntó Saidani con tristeza.
—La gente hablaría mucho en el pequeño Sørvad —continuó Anette—, pero las habladurías no llegaron a las Feroe. La madre dice que su hijo estuvo con depresión varios años. Estuvo de sustituto en un colegio de Tórshavn, pero dejó de trabajar y pasaba los días dando largas caminatas por las montañas. Hasta el día en que, año y medio más tarde, llegó una carta anónima. Alguien con un conocimiento detallado del asunto le desveló que Julie había tenido su hijo en común y lo había dado en adopción pocos meses después de la huida, llamémoslo así, de Hjalti a las Feroe. La carta contenía información que la hacía absolutamente creíble.
—¿Aún existe? —preguntó Jeppe ya sin rastro de alegría en la cara.
—Hace mucho que no. La madre de Hjalti la leyó entonces, pero no ha vuelto a verla.
—¡Mierda! ¿Y cómo reaccionó el nuevo padre?
Anette iba cambiando el peso de pie a pie, todavía con el trasero dolorido por culpa de la silla de la señora Patterson, y se apoyó contra la pared.
—Se puso furioso. La madre me dijo que nunca habría creído que su hijo pudiera estar tan enfadado. Buscó el paradero del bebé por todos los canales que uno pueda imaginarse. Entre otros sitios, se fue a Copenhague y se reunió con dos funcionarios de asuntos sociales, pero la ley de adopción ante todo tiene en consideración las necesidades de los niños, no las de los padres, y Hjalti no tenía papeles que demostrasen nada. Averiguó que era una niña y que la adoptó una familia danesa, y que vivía en Dinamarca. No pudo avanzar más. Ni siquiera quisieron decirle la fecha de nacimiento, así que empezó a llamar a la familia Stender.
—¿A Julie?
—No solo a ella. —Anette contó con los dedos—. Empezó a bombardear a Julie, a Christian e incluso a Ulla Stender con peticiones en las que exigía sus derechos como padre. Quería que Julie fuese con él a asuntos sociales para poder saber dónde estaba su hija y anular la adopción. Estaba empeñado en ello.
Jeppe negó con la cabeza.
—No parece el hombre del que hemos oído hablar.
—La madre dijo que estaba casi enloquecido. Se quedaba despierto por la noche buscando en internet archivos de la Convención de Ginebra, escribía cartas a abogados especializados en asuntos de familia. Estaba preocupada por él, decía, pero no tanto como cuando estuvo deprimido. Al menos, entonces estaba en tratamiento.
Anette recordó el rostro suave y arrugado de Singhild Patursson, que brillaba mientras contaba la lucha del hijo como si estuviera orgullosa de su terquedad.
—Suena a batalla perdida de antemano —protestó Saidani—. En ese momento, la hija tenía cuatro años; debió de ser difícil alegar que iría en beneficio del menor que lo alejaran de los padres con los que vivía desde que nació.
—De acuerdo —convino Anette tras encogerse de hombros—, pero Hjalti Patursson estaba claramente convencido de que podía hacerse. Hasta que cayó por el acantilado de Sumba y murió.
—¿Fue en la misma época? —preguntó Jeppe, que se frotó la barbilla concentrado y con los ojos entrecerrados.
Anette asintió.
—Según su madre, es totalmente imposible que se suicidase. Dice que la policía local les echó un vistazo a los antidepresivos del armario del baño y cerraron el caso. Está convencida de que él lo empujó.
—¡No me lo digas, déjame adivinarlo!
Ella y Jeppe se miraron largo rato.
—Acertaste. Christian Stender.