SOL EN LOS párpados, el mundo resplandece en rojo. Hace calor en la playa y la arena le araña la espalda. Las olas hacen ruido. Tiene la boca seca, tanto que le hace daño, y ella no puede moverse. ¿Se han acordado de traer agua?
Esther de Laurenti entreabrió los ojos. La luz del sol la cegaba. Tenía náuseas. ¿De dónde venía la luz? ¿No era de noche? Volvió a cerrar los ojos, pero la náusea no desapareció. Se tocó con cuidado la parte inferior del cuerpo; la parálisis se había esfumado con el sueño.
Madera basta, gravilla, ¿a qué olía? ¿Manzanas? ¿Mar? Esther levantó la mano y se la puso ante los ojos, los abrió despacio. Hierba, troncos de árbol a contraluz; estaba sobre la mesa de un jardín o en un parque. Oyó un pájaro cantor justo encima de ella y miró hacia arriba. Un mirlo entre hojas de color verde oscuro y frutos verdes. Intentó levantarse, pero estaba muy débil y volvió a echarse, sintió la superficie de madera contra la mejilla. Y el mundo se apagó.
Cuando volvió a despertar, el sol se había puesto y ella estaba entre sombras. El mareo había disminuido, pero no había desaparecido del todo. Se incorporó despacio y miró a su alrededor mientras movía los pies intentando que se le despertasen las piernas. Sus pantalones de lana blancos estaban manchados y estropeados. Nunca había tenido tanta sed. Si no bebía algo, se moriría.
Volvió a mirar a su alrededor y vio una mesa de madera en un jardín grande junto al agua. Entre el agua y ella había una terraza de piedra con una caja de arena cerrada con llave, y más allá, hacia el seto, una cama elástica rodeada por una red de seguridad. Había árboles por toda la superficie, pero no flores. Detrás de ella, la fachada de una casa cubierta por un andamio. No había ni un alma. Le sobrevino una sensación de irrealidad, quizá seguía soñando. ¿Cómo había llegado hasta allí?
—Debes de tener mucha sed.
Esther se estremeció, la profunda voz masculina sonaba tras ella. Se dio la vuelta con dificultad, le dolía el cuello. El sol le daba directamente en los ojos, levantó el brazo dolorido para darse sombra con la mano. Al lado del banco había un hombre sonriéndole. Esther se sintió momentáneamente tranquila, la presencia de otra persona le daba seguridad.
Le dio un vaso de agua que ella bebió con cautela.
—¿Te ha sentado bien?
Le cogió el vaso. Ella asintió y el cerebro palpitó contra el cráneo, guiñó los ojos y lo observó. Parecía agradable. Joven, pelo corto, entradas pronunciadas, ojos claros, sonrisa amable y gafas.
—¿Dónde estoy?
Él sonrió aún más, haciendo que los dientes formasen dos hileras blancas.
—Ni siquiera me reconoces, ¿verdad?
Esther seguía mareada. Intentó ponerse recta mientras se lo pensaba bien. Sí, lo había visto antes. Le pesaba tanto la cabeza… ¿Dónde había sido?
—Creo que quiero irme a casa. ¿Puedes ayudarme? —dijo mientras estiraba el brazo hacia él; no estaba segura de poder ponerse de pie sin apoyarse en algo.
Él le sostuvo la mano con calidez y con fuerza, le acarició el dorso de la mano. Se acercó mucho, de un modo desagradable. Ella intentó retirar la mano discretamente, pero él la apretó con más fuerza y la siguió acariciando. Se inclinó hacia ella de manera que su boca se quedó a pocos centímetros de la oreja de Esther; cerró los ojos con fuerza. La voz seguía siendo cálida y amable.
—Pero, mamá, si ya estamos en casa.